jueves, 29 de enero de 2015

Olympus ws833



Más recurrente que la silueta de un sin cara meando de espaldas, mojando el bulevar que se tuerce borroso allá, antes de tocar la Reforma. Más recurrente que las luces de esos cien intermitentes, doscientos intermitentes ambarinos cambiando de carril, (Insisto) o que todos esos toques nerviosos al pedal de stop que acaban en rojos destellos difuminados por la lluvia.
Pienso  en el miserable que me hizo pensar en todo esto. Para entonces ya el maldito a unos quinientos metros, y tal vez, todavía, regando la pared recién pintada del Hospital General con cerveza vuelta orina. Ahora déjenme, esta vez sí, parar en la Repsol para anotar toda esta mierda. Me salgo del tiempo verbal (escribo en mi libreta como primera cosa), estoy aparcado frente a la tienda, motor apagado y viendo al despachador a través del cristal. Una rubia empuja la puerta y entra hasta el mostrador, donde intercambia palabras/dinero/cambio/recibos con el tipo que atiende. (Y pensar que todo eso ya pasó mientras lo escribo). La rubia hace rato que está sirviéndose combustible en la bomba número cuatro. Vos no la viste, hermano, dejando la tienda, resoplando hasta dar movimiento a su fleco mojado o componiéndose el bolso por encima del suéter. Vos no la viste. Pero ¿Sabés qué? no importa, (estoy fuera del tiempo verbal) y la chica acaba de dispensar todo el combustible que pagó antes en la caja. Ahora se compone el cinturón de seguridad por encima del hombro. Juro que se da un vistazo en el retrovisor y algunos toques con la mano derecha para acomodarse bien el pelo. Sólo entonces arranca y enciende las luces del auto. Ahora te digo una cosa: vos tampoco me viste apurar el arranque o la reversa, tampoco me viste a escasos centímetros de atropellar al tipo que dispensaba en la tres; no tuviste nada que ver en el volantazo que pegué para incorporarme de vuelta en el carril. Lo importante es que de pronto, y es lo único que te digo, la estoy siguiendo sobre la calle en que venía antes. Otra vez y al fondo, el Hospital General.
¿Sabés que no volví a  ver al tipo que meaba contra el muro?  Y mirá que el paseo es largo, larguísimo, pero no volví a ver el impermeable raído que llevaba puesto el maldito. //Ahora//, //un rato//, imagináte a vos mismo sin cara. Obviamente con nuca, pelo, ropa, zapatos cómodos pero sin rostro, nunca con rostro. La gente probablemente te odiaría por verte en la avenida, ellos desde sus coches y no poder siquiera recordar tu rostro al verte sobre la acera. No tener el gusto de olvidarlo, de prescindir de él como queremos prescindir de todos. Porque nadie va a detener su auto para bajar a ver al sin rostro, ¿No crees? Y al final no es  sino un relampagazo de nada, una espalda, un impermeable hecho mierda. Además, de parar súbitamente y bajar hasta donde vos estás (sin cara) no habría diferencia. Tu rostro igualmente no alcanzaría a ser recordado.
|Ya estaba hablando con la rubia cuando sentí otra voz cerca de la oreja. Pero antes te cuento|.
La rubia detuvo el auto  cuarenta minutos después.  Intermitente derecho/camino de terracería, todo oscuro, hermano, todo oscuro. Tuve cuidado de detenerme a una distancia prudente, que no diera espacio a sospechar. Después de algún rato tiré de mi grabadora de mano y viendo el reloj en el tablero del auto dije algo así como: “20:44, la rubia desciende del Honda Civic. Oscuridad total. Terrible. No sé qué putas hago”. La guardo en la guantera antes de salir del coche. Dos manos resguardadas en el impermeable ¿negro? que llevo puesto. Avanzo y apenas vuelvo la vista a un lado del camino, a los potreros que voy dejando atrás. A la altura más o menos del Civic estacionado echo un vistazo adonde la vi desaparecer iluminada (a medias) por las luces bajas del auto. Se me eriza la piel. Es una casa tal vez más oscura que el cielo opaco de fondo. Sólo con ambos ojos, algo más habituados a la oscuridad, advierto la verja del jardín que se extiende hasta el próximo cruce del camino. El agua cayendo asustada del techo, las enredaderas tercas entre el  óxido del portón. Ya siento la lluvia en los calcetines, en los pasos que doy asustado hasta la entrada. Trémulo y lo intuyo, pálido, asomo un ojo por entre el metal podrido.
Nota de voz segunda, ya dentro del auto:
Respiración honda, después la voz.

Marina. Marina se llamaba la chica esa… ¿Rubia? Al menos no con el pelo mojado, no cuando están bajándole del rostro copiosos surcos de agua helada. Pensá que entre el maquillaje difuminado, el rímel como restregado con el dedo, apenas se distinguía la chica que vi minutos antes en la Repsol. Y sí, todo cambiado, hermano. Sabés su voz, oírla, tan ronca, como de alguien que fuma regularmente. Y ahora pensar que no la vi encender un solo cigarro en todo el tiempo que hablamos. Raro. De todas formas, dejo acá la grabación. La sigo a ella potrero adentro.
Al final de la nota de voz se oye, ya como última cosa, el arranque del motor diésel. Y (vuelvo sobre lo mismo) no sabés en qué momento guardo la grabadora de vuelta en la guantera. De eso no queda nunca constancia.
Dos kilómetros campo a través. Empecé a decirme imbécil con violencia a los 500 metros de terracería. El volante sufría el cierre de mis dos manos histéricas, hidráulicas. Por el retrovisor se cerraba el sendero, la lluvia caía como movida del lado. Dos luces rojas al frente, borrosas y solo sirviendo de fondo a toda la mierda que pensaba mientras cambiaba de marchas. No fue hasta que pasaron unos diez/quince minutos que vislumbré la cabaña. La rubia estacionó el auto al frente y vi la fachada resplandecer hasta que apagó el motor. La vi bajar y hacerme una seña con la mano como diciendo “estaciona acá”. A unos diez metros de donde estaba tiro nuevamente  de la grabadora de mano, la llevo al nivel del tablero y hablo disimulando la articulación con la mano.
Transcripción literal:
La rubia no mintió, tal vez en la distancia hasta el lugar acordado. La cabaña existe, aparco en este mismo instante frente a la entrada principal. Visibilidad, aparte de la cabaña, ninguna.
Se apaga el motor en la grabación. Bajo del auto, la rubia me espera bajo el exceso del techo. De eso, hermano, (repito), tampoco hay constancia.
-¿Te importa, Marina –digo acercándome-  si pregunto por la otra persona? La de la casa anterior.
-¿Importarme? En absoluto. –dijo- Aunque tampoco has preguntado por mí.
-No, no es eso. Es que mierda, me dio un susto de muerte allá atrás, la chica esa. No entiendo, viéndote a la cara, hablando de lo que sea que hayamos estado hablando, tuviste que haberla visto venir y no dijiste absolutamente nada. Esperaste a que llegara al lado mío y me hablara en el oído.
-Usted piense… ¿Pío? ¿O era Pico? No importa. Usted piense que todo esto, míreme a la cara, se fue, por qué no decirlo, a la mierda. Ya nadie nos sigue, menos desde una gasolinera. No tenemos, para no hacerlo largo, la edad que teníamos antes.
-Con todo respeto -dije-, no entiendo qué tiene que ver la edad en todo esto. Además, está claro que desconoce rotundamente el motivo, que más bien  fue un impulso, de seguirla.
En ese preciso instante, goteándonos el agua de la barbilla a los zapatos, resguardados apenas de la lluvia en el exceso del techo, quise besarla tremendamente. Juntar los surcos de agua que bajaban de nuestras caras.
-No sé qué hacemos fuera –dijo, como adivinando lo que pensaba- vamos dentro, yo le enseño.-
Se adelantó hasta la puerta y sólo entonces advertí que era la primera vez que la rubia veía esa cabaña, o que pisaba el corredor de madera rojiza. Igualmente, no dije nada.

Entramos, ella fue hasta el fondo de lo que supuse la sala de estar. Habían dos sillones dispuestos en L tapados con lona, un televisor al frente, también, cubierto con alguna tela. 
Cuando alcé la vista me encontré hasta tres veces con la chispa de un mechero. Cada intento iluminaba el rostro de la rubia, sus ojos entrecerrados hasta lograr la llama. Se paseó fumando por todo el interior, entrando y saliendo de las dos habitaciones de la cabaña, después la cocina. Me acerqué a la ventana. La lluvia parecía más recia. Cuando me volví, tal vez buscando romper el silencio con algún comentario, la encontré a escasos centímetros de mi rostro. Sus ojos eran enormes y a pesar de la oscuridad creí distinguir  pecas en las inmediaciones de su nariz. La besé, irremediablemente la besé ocupando su boca entera con mi lengua, apretándome contra ella hasta caer juntos sobre los sillones cubiertos de lona.



Alguien tocó a la puerta y la rubia se puso de pie. Fue hasta la ventana y trató de ver la entrada desde allí, apoyando su rostro contra el cristal. Dos o tres golpes más a la madera. Me levanté y fui hasta la puerta. Del otro lado se oía el agua como cayendo sobre un impermeable, tal vez una sombrilla. Abrí enseguida, qué carajo. Entonces vi a la chica de la casa anterior muerta de frío. Entró sin apenas decir hola.
-¿Por qué tardaste tanto? –dijo la rubia todavía en la ventana. Creí que ya no vendrías y que en cambio era el administrador de la finca. Qué susto.-
-¿El viejo Mason? Ja-ja. Ni hablar.
La chica se quitó el impermeable ensopado y lo colgó en la entrada. Fue hasta los sillones  y les quitó la lona de un tirón.
-¿Qué traes en la bolsa? –preguntó la rubia.
-Me parece que un 12 años.
-¿Nacional?
-No, importado- dijo la chica.
Lo puso sobre la mesa y se arrastró a la cocina. Volvió con tres vasos.
La rubia sirvió ron a todos hasta la mitad, dejó la botella destapada sobre la mesa. Paladeamos el líquido, después tragos largos hasta agotar el vaso. Repetimos el ejercicio de llenar y vaciar hasta que no quedaba nada en la botella.



La medianoche se había colado por la ventana hasta inundarla toda, hasta quedar iguales.  Un candelero iluminaba los vasos, las chicas fumando, mis ojos empezando a notar el alcohol.
-¿Qué hacen acá?- pregunté, entusiasta, alcanzando mi vaso al otro lado de la mesa.
Las dos chicas se miraron.
-Dígame…
-Pío- me anticipé.
-Eso, Pío, dígame una cosa.- la chica se quitaba el cigarrillo de la boca al momento que me buscaba entre el humo- ¿alguna vez se sintió… inagotable, por qué no, infinito? Quiero decir, -la rubia la escuchaba fumando, perdida la vista en la mesita de enfrente-  ¿alguna vez sintió el peso de un momento que lo superara completamente todo? Piense, todo. De pronto una sala, 6 caras borrosas, cigarros sobre la mesa, inagotables, algún vodka por el medio, acaso un whiskey, un ron, y piense, trate de verlo, trate de construir la imagen, un espacio que no le pertenezca a nadie de los presentes, que los albergue lo que dure el rato, el éxtasis, la noche.-
De pronto sólo se oía el tabaco quemándose en la punta de los Payasos light, las chicas tirando el humo por sus bocas mal pintadas, estropeadas por la lluvia.
 La rubia le siguió, taciturna, perdida en alguna reflexión –Nunca poder,-dijo finalmente- ni en la mañana ni en la vida superar las dos o tres horas del momento. Quedar vencidos, irremediablemente jodidos por el rato que se nos vino encima. Tener incluso vergüenza de nuestras caras si desayunamos juntos al día siguiente, aunque seamos los mismos de la noche anterior; saber que lejos de lo acontecido, de las caras chispeantes, del vino y del tabaco fuera de los cartones no tenemos absolutamente nada... Absolutamente nada-

//Silencio prolongado. Más y más humo.//

La otra chica, que por cierto se llamaba E. se levantó del sillón y recogió los vasos de la mesa.
Pensé que tendría unos 40 años recién cumplidos, tal vez porque te recordaba a la madre de algún amigo de primaria que te gustaba, con la que hablabas educadamente en la cocina al visitar a tu amigo y fantaseabas con que de coincidir un día los dos solos te diría llorando que había sido infeliz toda su vida, que su marido era un imbécil, que deseaba escapar de toda esa mierda.  Tal vez era su pelo que me daba esa idea, tintado de rojo, las raíces negras. Una cara delgada, delicada pero fuerte a la vez, su nariz larga, aunque bien respingada. Me levanté del sillón y fui hasta la cocina en medio de la penumbra, estábamos ya lejos del candelero. Lavaba los vasos sin verlos cuando la abracé por atrás. El agua del grifo corrió sin tocar los vasos, dando contra el metal del fondo. E. apoyó la cabeza en mi hombro como para que la besara por el cuello, sus dedos entre mi pelo. Por un rato, sólo un instante, sentí que el lunes próximo tendría clases otra vez, que todavía me quedaba bien el uniforme escolar y que tenía las manos, la boca, la lengua, en ese momento, puestas sobre la madre de algún ex amigo mío. La rubia entró a la cocina  y E. regresó, disimulando mal, a lavar  los vasos.
-Necesitamos más alcohol,- dijo Marina.- Son apenas las dos.
Dije que me ofrecía a comprarlo, (sin ningún problema) que sólo me dijeran donde conseguirlo a esa hora.

Nota de voz tercera, de camino a la pulpería más cercana:
¡Por la gran puta, hermano, por-la-gran-pu-ta! (Me vi gritando en el camino de ida. Incrédulo, extasiado; un maldito profesor de literatura sujetando el volante. La cabaña estiraba el rato lo más que podía, aguantando todo de momento. Dando techo a lo mejor que habían tocado mis manos.) A ver, a ver. Seriedad. Plano primero.  Partimos de una imagen. La rubia entra en la Repsol, sólo quiere repostar, naturalmente, es autoservicio, debe servirse ella misma y por eso va hasta el cajero, que no quiere alejarse del radiador. Vos estás aparcado al frente, te interesas por ella, no sabés por qué. La posibilidad hermano, la posibilidad. No importa. Te decís a vos mismo que te gusta, será mayor que vos y probablemente el Civic que conduce, el que llena en ese momento de combustible, es de su marido, el auto de la familia. Es que incluso existe la posibilidad de que a esa hora que la viste estuviera de camino a recoger a sus hijos de un cumpleaños, de la casa de algún amigo/a. Y vos diciéndote siempre que estás exhausto,  “todo al carajo” decís, estás realmente harto de dar clases, vomitas la literatura que enseñás a los alumnos que ni siquiera se enteran que te disgusta. No llegás a fin de mes, hace un frío de mierda y tu abrigo no es adecuado, no cubre lo suficiente. AH, pero entonces, una rubia aparece a través del cristal ¿qué hará? Te preguntás ¿Casada? ¿Soltera? ¿Con hijos? ¿La abordaría así como así, al dejar la tienda? ¿Sería capaz? No sé, decirle “me llamo Pío, y no sabés lo cagado que estoy de venir y hablarte, entendéme, más bien creéme; mirá, me tiembla la mano. Sabés que te veo en esta Repsol y sólo pienso LI-TE-RA-TU-RA,  te me hacés un libro, con todo y tu pelo, tus zapatos,  toda y tu Honda Civic. Escribo, sí, escribo. Y soy el mejor en esto. Decime que me vaya si querés y me voy ya mismo, ¡YA MISMO! eso sí, botarías/cortatrías de tajo la posibilidad del relato, de una imagen Polaroid construida con letras,  inmortal, digamos. Por eso, realmente ¿perdérsela?  ¿Entrecortarla?
Antes de parar la grabación con el botón rojo, o mejor, si oís lo que grabé, percibirías, ya hacia el final del audio, el ruido del bajo que se colaba por la ventana del auto, producto (tal vez) de alguna canción de pueblo. (dum, dum, dum,dum) Había llegado a la tienda.
Una persona me atendió sin decir “buenas noches”, sólo se acercó a los barrotes de  hierro con sus manos morenas.
-¿Qué tenés, así fuerte? - Pregunté yéndome calle.
-No mucho chino. Quetzalteca, cerveza de litro, sino algo de ron blanco. Lo que querrás.
Se me antojaba la cerveza pero siempre estaba el riesgo de oírlas decir, a las chicas, no me gusta. Y terminar vos como único borracho.  Saqué la billetera y conté dos billetes de diez quetzales.
-Aguardiente, lo que me dé con veinte varas- le dije.
Me pasó cuatro pulmones de Quetzalteca. Noté que se me dificultaba algo la sujeción de las bolsas plásticas. Afuera advertí las luces encendidas del auto y la puerta del conductor abierta. Estaba borracho. De no ser porque había un único camino para subir me hubiese perdido irremediablemente. Di la vuelta, otra vez los minutos que fueran de terracería hasta dar con la cabaña.

Al pisar el corredor y estar frente a la puerta decidí asomarme antes por la ventana lateral. Allí seguían las chicas sobre los sillones, el candelero lamiendo suave sus caras. Toqué a la puerta. Otra vez. Nadie respondió. Ante la duda toqué una vez más, está vez diciendo “soy yo, Pío”. Volví a la ventana y advertí que sobre los sillones ya no había nadie. Me senté contra la puerta, todavía diciendo, ahora más recio , “soy Pío”. Frente tenía el lugar donde habíamos aparcado. Advertí que no estaba el Honda Civic de la rubia y a partir de eso todo fue confuso. Insistí en la seguridad de haberlas visto, a las dos en el sillón. Pero luego no ver el auto... Podían haberlo movido mientras yo compraba el aguardiente y ahora sólo jugaban a esconderse de mí en la cabaña. Abrí un pulmoncito de aguardiente y lo tomé a pequeños sorbos, tal vez queriéndoles dar tiempo a que dejaran de jugar conmigo y abrieran la  maldita puerta. La botella se agotó casi igual que el tiempo y me sentí humillado, inmeritorio del entusiasmo antes experimentado allí dentro. Tomé la decisión (lleno de un orgullo estúpido) de tomar el auto de vuelta ¿adónde?
Eché un último vistazo por la ventana. No vi absolutamente nada. Encendí el auto, las luces y me enfilé colina abajo. Juro que, quitando el hecho de que iba borracho, me pareció verlas cruzar la calle de barro por el retrovisor, iluminadas solo por las luces traseras del auto.

Nota de voz cuarta: borracho inflamable al pasar frente a la casa donde abordé a Marina, la rubia (si es que se llamaba así), la primera vez.

Hijísimas de puta. Hermano, olvidá el resto de la noche, son unas hijas de puta. Dejo atrás la casa opaca del primer encuentro, seguro que allí también se metían ilegalmente con algún otro pendejo a sentirse “infinitas”, como dicen. Quién sabe cuántas veces lo hayan hecho y lo hagan.  (Una pausa larga de oirse únicamente el auto). ¡AH!, pero la pelirroja, dejá la rubia  ¿Vos sabés lo que era estar con ella, pantalones juntos? Sentirla resoplar cuando la besaba por el cuello, después su mano buscándome el pelo. MIERDA. Encima no es que lo hubiese logrado a base de mentiras. Brother, oíme, le dije que era profesor y todo. No les importó un carajo. Al menos eso creía. No les mentí ni diciéndoles que enseñaba en la universidad o algo por el estilo, les di hasta el nombre de la maldita secundaria. ¿Que si les dije que escribía? Pues claro que sí, obvio que sí. Aparte, decime, ¿qué eran ellas sino un buen trozo de literatura? Eran como leer probando bocas, leer tocándolas todas, escribir sin estar anotando absolutamente nada. Se los dije incluso antes de besarlas.  (…)

Dejé la grabación yendo hasta que se agotó la batería.
De esa noche, hermano, ¿qué puedo decir? puedo decirte que la aterricé toda en una gasolinera Texaco. Ya nadie atendía, mirá la hora que era, y sólo me acuerdo haber aparcado en la parte de atrás por miedo a que me vieran los polis. La misma borrachera, hermano, me hizo sacar los tres pulmoncitos restantes. Uno a uno brother, los agoté hasta que el windshield lo distorsionaba todo. Habré bajado alguna vez a orinar porque cuando desperté al medio día  los sillones estaban limpios.

Remedié la resaca con un Mc. Donald’s, me acuerdo, el que está sobre la 2da avenida zona diez. Las conversaciones en las mesas contiguas me hacían querer vomitarlo todo, las risas me revolvían el estómago. Había faltado al trabajo y esta vez no se me ocurría con qué mentira llamar al colegio para justificar mi ausencia. Estaba jodido. Me levanté, antes de acabar mi hamburguesa, a devolver la otra mitad al baño.

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Terrible el humo de los autobuses hasta respirarlo bien a fondo y sacarlo invisible por la nariz; hasta advertir finalmente el autobús que te acerque lo más posible a tu pocilga. Entonces dejar de respirarlo sobre la acera para subir y en cambio, respirar toda la mierda que arrastran los viajeros silenciosos que vuelven de trabajar. Doce o trece paradas hasta llegar cerquita del Tenis Country Club, ya cerca de mi apartamento. Creo que habré tardado bastante con las manos sobre el teclado, la barrita del cursor rutilante frente al documento de word en blanco, yo viendo el monitor sin pensar en otra cosa que el maldito dolor de cabeza; la incertidumbre de una noche movida, movidísima. Descargué, a falta de no hacer nada, las grabaciones de la Olympus ws833 sin batería y me puse a escucharlas, una a una. Después leí las notas que escribí en la Repsol, aunque las descarté inmediatamente por parecerme ¿cursis, inservibles?
Ahora (pensaba), ¿por dónde empezar? Acaso por la imagen del Civic… VERGA en mayúsculas. Cierro mi laptop y lo pospongo para nunca más, me digo a mi mismo "mañana".

6 am: La alarma de mi Sony Ericsson Xperia haciendo escándalo. Dientes/ ducha/ropa fresca/desayuno paupérrimo. Esperar el autobús, otra vez; el humo de los cien motores diésel como enjambres de avispas tóxicas. Nueve paradas hasta la fachada mal pintada de la secundaria. Entrar, como siempre al filo del primer timbre.

No preparé la clase. Los alumnos tenían ya sus textos encima del escritorio y titubeé en el momento de escribir algo en la pizarra. Tomé la tiza con toda la frescura del mundo y escribí en mayúsculas POSIBLIDAD. Gané unos minutos volviéndome hacia la clase para preguntar a qué carajo creían que me refería con eso. Pensaba que después de la idea de alguno que respondiera, partiría para dar la clase. Los alumnos permanecieron un rato callados, les pasé la vista por encima hasta advertir al primero, Menéndez, un infeliz de los recreos, del fútbol y de las chicas con ganas de vivir.
-Sí, Menéndez, dígame. –dije simulando interés.
El tipo pensó un rato, despejó la garganta, después dijo:
-La posibilidad de faltar al colegio. Quiero decir, la posibilidad de 12 horas independientes al resto de la semana. De empezar…-
Lo corté antes de que siguiera.
-¿Qué relación cree existente, Menéndez, entre la clase que doy y la posibilidad?- Empezaba a gustarme la idea de que el maldito estuviese aludiéndome, tal vez echándome en cara la ausencia del día anterior.
-La posibilidad de crear, profe. Usted lo dijo, la semana pasada. Se me ocurre que lo que trata es compaginar “posibilidad” con forma infinita de invención literaria, de crear algo a partir de nada, como ya dijo antes.
-Ajá… creo que ya sé a dónde quiere llegar. Usted más o menos sostiene, digo basándome en el ejemplo anterior, que la literatura no tiene por qué limitarse estrictamente a lo escrito mientras exista la posibilidad de cualquier otra cosa, de rehacer, digamos, un día cualquiera, de mover/ordenar sus factores de acuerdo a que estéticamente éste nos ofrezca una imagen mental (exclusiva) que diste del resto del todo y de la cual podamos decir, sin pretensiones de nada, que es una creación puramente nuestra; por todo lo que decidimos hacer del tiempo, (o no). De ahí escoger, claro, si pasarlo a papel o reservarlo, porque hacerlo sería únicamente querer compartirlo ¿Me explico? Multiplicar la imagen para que otras cabezas intenten también reproducirla.
Después alguien más levantó la mano, dijo algo así como “no estoy de acuerdo con Menéndez, creo que usted habla de las posibilidades que ofrece dedicarse a la literatura, ser profesor de lengua o trabajar en alguna editorial; la parte económica, quiero decir”. Volví a pretender estar interesado, le seguí el rollo. Lo cierto es que se había cagado en la clase.

Vuelvo a mi casa a eso de las 3 de la tarde, ya cuando todos los alumnos están en sus casas. Pienso en el relato que me planteo escribir pero entiendo que si sigo de todas formas al “final” tendría que poner "(inacabado)". La rubia no abrió de vuelta, tampoco la pelirroja. Entonces pienso ¿Sacrificar realmente la verdad? Irme, cómo decirlo, ¿a medias? Quiero decir, tomo el primer trozo, lo escribo a partir de la Repsol, de esa reflexión estúpida de quienes mean de espaldas a los coches. Tiro de todo, (de mis apuntes, la mayoría ya descartados), o de las grabaciones de mi Olympus. Hasta allí bien. Pero es que entonces, (pienso), justo cuando tenía la pólvora para crear algo a partir de las chicas (abriendo de nuevo la puerta de la cabaña, claro), cuando realmente todo se abre a la posibilidad de cualquier cosa, de cualquier final (con ellas), justo entonces es cuando no abren y nos perdemos juntos, los tres, de la posibilidad de emborracharnos, de vernos las caras borrosas queriendo ser algo, alguien, formas que acercan sus bocas, sus brazos. Y después claro, perderme la posibilidad de cerrar ese relato que no empiezo aún, de dar el chispazo que encienda toda esa pólvora.

Café instantáneo al borde de la mesa de mi escritorio,  un cartón de M. rojos recién abiertos y el teclado con las letras ya medio borrosas de la Toshiba. Veo el triste fondo de pantalla por defecto de Windows, lo cambio (por hacer algo) por otro de una playa que no conozco y a la que tal vez nunca vaya a ir. La W de Word ni se inquieta a un lado  del monitor y sé, lo sé que aguanta el documento con nada, que a falta incluso de un título decidí ponerle Olympus ws833, que es el modelo de mi grabadora de mano.  A la mierda con todo.

Enciendo un cigarro hasta reducirlo a nada, cenizas. Entonces, sólo entonces abro el documento de Word en blanco y tato de  recrearlo  todo. Estoy (mentalmente) otra vez frente a la casa opaca del principio, la lluvía adherida a todo lo que llevo puesto, el pelo, los tenis, las dos manos sobre el metal de la verja. De pronto la rubia que pregunta “¿Quién está allí?” Yo digo algo que más o menos fue “Hola, soy… mi nombre es Pío, soy escritor. Usted no creería por qué estoy aquí”.
Ella se ríe y dice:
-Siempre es buen día para escuchar a un extraño, volvemos a creer en la gente. Mi nombre es Marina, mucho gusto., y por favor, ahora sí, cuénteme, por qué está aquí.-
Le dije más o menos que escribía.
-¿Ah sí? ¿Y qué escribe? -preguntó.
-Cualquier cosa, aunque tengo un problema enorme, tremendo…-
-¿Cuál? – dijo. Me interrumpía cada vez que podía.
-No puedo partir de una mentira ni mucho menos de algo que...
Entonces, cuando ya empezaba a extenderme sentí la voz de E (la pelirroja) muy de cerca, detrás de la oreja.
-¡Qué susto!, dije, -¿Usted quién es? ¿se conocen ustedes dos? ¿son amigas? - ese tipo de cosas.
Ella apenas me miró y sólo se limitó a verme un instante a los ojos para preguntar “¿viene con nosotras?”
La rubia me miró en espera de respuesta.
Dije que sí, naturalmente.

(…)
Ahora es que pienso, hermano, que me hacés una falta enorme. Y mirá que lo pensé, teniéndolas de cerca, habiendo tanto (vos entendés). Y es que si estuvieses acá (todo esto me lo dije insistentemente), si pudiéramos hablar tal vez me dijeras que no tenemos la edad para toda esta mierda. Yo tal vez respondería que tenías razón, que por eso mismo te extrañaba tanto.
Hermano, pero sólo pensá, juntar de nuevo cada uno de los factores ¿Acaso no creés que nos devolvería a todos (ellas también), a la edad esa en que hombres y mujeres con un lugar de por medio que lo aguante todo, tienen una fuerza volcánica?  Tal vez ellas lo entiendan igual que nosotros, tal vez mejor.
(…)

La casa, lo dije antes, opaca, (habría quien dijera tenebrosa), aunque yo diría echa mierda, fue la primera parada después de seguirla (a la rubia). Lo importante, y no me quiero extender, es que entramos y ellas parecían verlo todo muy de cerca, paseándose de esquina en esquina. Había botellas vacías por el medio, alguna silla plástica rota y poco más, una linterna de mano sin baterías en medio de un charco marrón. Creo que E llevaba allí más tiempo que la rubia y por eso la decisión, después de ver el agua filtrándose por el techo, de ir a la cabaña. No sé. Llovía perrunamente.
Antes de volver a los autos, Marina, la rubia, preguntó a E si estaba sola o como ella misma dijo “había algo para esa noche”. E negó con la cabeza. Fui hasta mi auto y seguí a la rubia campo a través. E, como ya saben, llegó a la cabaña hasta un rato después que nosotros. Lo demás, eso ya lo conté.
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Así que de pronto pienso que hay un huevo de cosas que juntar. Primero, el hecho de que hablaran del encuentro como de algo recurrente, que tuvieran incluso la posibilidad de “la cabaña” a falta de que el otro sitio fallara. Segundo, ¿Sería yo parte de todo? Realmente creo que les hubiese dado lo mismo que escribiera, pude haber dicho que repartía periódicos o que era lavandero, y hubiese sido la misma mierda. La única diferencia de que escribiera es que esta vez, a diferencia de todos los demás invitados o asistentes de sus reuniones misteriosas (es lo que yo supongo, claro), no documentarían todo como yo trato de hacerlo en este momento.

Cerré la Toshiba a eso de las 6, no había escrito prácticamente nada: lo que ustedes leen.  Fui hasta mi habitación, encaré el armario y traté de vestirme lo mejor que pude. Esa vez tampoco preparé mi clase del día siguiente, ni siquiera pensaba hacerlo. Dejé mi apartamento y dudé entre el autobús o sacar el auto. Finalmente abordé el 34 hacia Contrueces con 13 paradas antes de tocar el Hospital General.

Creo que el autobús se detuvo exactamente en el lugar donde el maldito del primer día meaba de espaldas, aunque no podría precisarlo. Lo cierto es que anduve todo el trayecto hasta la Repsol pensando que sin el tipo manchando las paredes de orina nunca habría dado con la cabaña, las chicas o este relato de momento inacabado.

Nuevamente la Repsol.

Enciendo un cigarro desde la puerta de la tienda. La gasolinera, naturalmente recibiendo/despachando gente atareada por un martes tarde. Tiré de mi grabadora de mano y dije, como siempre, la hora, el sitio que pisaba y lo que ocurría: coches entrando y saliendo listos para seguir ronroneando calle arriba hasta que tuvieran que repostar otra vez, otro día. Entré a la tienda y por hacer algo me puse a ojear el periódico, directamente la sección de deportes, últimas páginas. Municipal cae contra Petaba, Comunicaciones saca 3 puntos en Xela, (se protestaba alguna mano en el área contraria y una obstrucción al portero al sacar el córner del gol ganador). Qué carajo me importaba. Fui hasta la caja en un momento en que la tienda había quedado sin nadie más que el empleado. Me acerqué poniendo una Pepsi de lata sobre el mostrador y aproveché para decirle, hablando así calle: “brother, (dos risas: ja-ja), no te parece a vos que… Mirá que es cosa mía, pero ¿No has notado que los viernes, (y ahora sí, probándolo), siempre hay una rubia que viene a repostar? Me atrevería a decir que sobre la misma hora, cada semana”
El tipo me veía desde su gorra de Repsol. Seguí hablando.
“Te lo digo porque siempre, siempre que vengo a echar combustible acá me la encuentro en la misma bomba. Ni siquiera sé si en verdad paga algo de combustible o sólo lo hace por permanecer un rato acá. Digo, entrar y salir de la tienda.”
-Mjm- dijo. Como interrumpiéndome para dejarlo hablar. –Pero vos no me venís a repostar acá- me dijo- al menos no te había  visto nunca.-
Un cliente entró empujando la puerta de cristal y fue directo a la caja. El cajero pasó mi Pepsi por el escáner y me dio el total como si nunca hubiésemos hablado. –¿En qué le puedo servir?- le tiró amable al que venía detrás de mí. “200 de súper, por fa. Ah, y un paquete de Pall Mall si me hacés la campaña”. Naturalmente, el tipo  pagó, se guardó el cambio en los jeans y salió. Las llaves de su auto tintineando en la mano antes de dejar la tienda.  Volví entonces al gasolinero, que se componía la gorra, quitándosela un momento para rascarse la cabeza. No parecía querer seguir hablando. –Entonces, - insistí- ¿No la has visto, a la rubia?
-No – espetó, ahora con cierta violencia. Dos o tres segundos de silencio, entonces dijo: Mirá, de verdad que con tanta gente que atiendo entre semana tal vez la habré visto, pero se me hace imposible asegurarlo. Es qué ja-ja – se rió como satisfecho de lo que acababa de decir- serán unas 100 rubias semanales las que veo y para serte franco no estoy yo para fijarme en ellas, no quiero problemas.-
Le di las gracias, después dije que no pasaba nada, que solo me daba curiosidad porque de alguna forma (puta madre, viste cómo pasa el tiempo), creía conocerla de la infancia, a la rubia, una impresión (¿sabés?)  Salí de la tienda hasta pasar los coches que repostaban en las bombas, los que iban con billetera en mano hasta la caja y después, más allá, la esquina donde lo único que quedaba era el rótulo gigante de la compañía de energía global. Me enfilé de vuelta al hospital general, nadie meaba, tampoco había visto a la rubia. Sentí que volvía la semana a tirárseme encima, el humo de los motores, la gente despreciando las calles, los rostros, las ganas de ver la ciudad consumida por las llamas del tedio. De vuelta en el autobús me cruzo de brazos,  muerto de frío. Un gordo había abierto la ventana y no tuve el valor de pedir que la cerrera. Otros también se acobardaron en sus asientos y se apretaron de brazos contra ellos mismos en antes que decir algo.

Tenis Country club, 50 pasos de hastío. La sala, cocina, cama y finalmente la Toshiba cerrada con algunas anotaciones de mierda en papel cuadriculado a un lado del teclado. Decido, tras un cigarro mal fumado y sólo pendil de los labios, escribir una ficción a partir de lo que ocurrió en la gasolinera. El humo lame mis ojos igual que la luz del monitor y entre lágrimas comienzo a escribir el resto de un relato que empieza a contaminarse de mentira. Empiezo diciendo algo así como:

Fue esperarla, no sé si el tiempo en autobuses fueran 20 que pasaron silbando frente a la Repsol, no sé si en autos repostando fueran 70, lo mismo de gente entrando y saliendo de pagar el consumo, todo eso  hasta ver a la rubia entrar con su Civic. (…)

Me detuve unas cinco o seis líneas después, no podía mentir con tanta facilidad. Me dije que no importaba tanto, me levanté de la silla, arrojé las colillas del cenicero por la ventana y fui hasta la cocina. Me hice un café instantáneo y volví sobre la silla, al frente otra vez el ordenador.

De nuevo empecé a teclear, esta vez la cosa iría más o menos:

Tras algunos días/semanas de no utilizar la Toshiba para escribir absolutamente nada, y lo digo en serio, hermano, nada, me conduje al Hiper Paiz (supermercado) más cercano, el que hace esquina en Cabrales y San Juan.  No te miento, ya antes de irme con algunas cosas que necesitaba comprar, ya  a punto de pagar en la caja, sentí como si alguien me estuviese viendo, alguien que estaba en la misma fila. (Hermano, pasa. Sentirse observado, luego voltear y ¡PAM!, justo alguien que conocés de alguna parte te mira. No suele fallar). Pues, total que pasó lo mismo. Me giré, era demasiado ya, lo sentía, sabía que estaba siendo visto, alguien me veía desde atrás, casi en diagonal hasta dar con mi oreja. Volteé, la chica tiró la vista hacia los chicles/lapiceros/pilas de litio como creyendo que todavía estaba a tiempo de esquivarme. Era E. la pelirroja. Entonces dejé mis cosas sobre la banda de goma de la caja y fui esquivando gente de la fila hasta llegar a ella, que se hizo la sorprendida al verme ya tan cerca, tan enfrente. –A usted lo conozco de alguna parte- se anticipó, entrecerrando los ojos, muy natural todo.
-Claro que me conoce, E. Digo, nos conocemos. Déjeme por favor invitarla a tomar algo… (la cajera atrás mío reclamando mi presencia en la caja para pagar), no se vaya. Déjeme pagar esto y hablamos tranquilamente, hay algo que quiero decirle. Es muy importante. Pague tranquila, yo la espero.

Voy torpemente hasta la caja, pago el total en pantalla y comienzo a guardar la compra en la bolsa plástica, siempre cerciorándome de que la pelirroja no se fuera a ir, que permaneciera en la fila. Pagué y esperé a que tocara su turno. Me veía todo el rato sonriendo, como si ella también se alegrara de volverme a encontrar, de tener, digamos, una segunda oportunidad. Finalmente se encara con la cajera, paga y guarda sus cosas en tres bolsas plásticas.
(..)


Es una mierda, dije a la pantalla, al cursor rutilante. Cerré el portátil

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Habían abierto una discoteca en Cayalá. J llamó por la tarde para decirme de ir con él. Casi no reconozco su voz al principio, hacía tiempo que no tenía su número de teléfono. Creo haberle entendido que el lugar se llamaba Spaceship o Stage-hit. No tiene importancia. Nos encontramos en su casa para tomar una cerveza antes de ir  y poder charlar.

"Cuánto tiempo, maldito"le digo en la puerta, antes de abrazarlo. Me hizo sentar en el sillón. Su casa era espaciosa, limpia, muy cómoda. Tenía un perro, un pastor alemán bien educado y un refrigerador enorme de dos puertas más el compartimiento de congelados. Acercó un six pack de  cerveza nacional y empezamos a tomar.  Preguntó varias cosas como si todavía escribía o si me acordaba de la vez que me partieron la cara por aquella chava del colegio. Sabía que la conversación, mezclada con la cerveza y todas las historias pasadas, conduciría a lo que no quería  que preguntara. Entonces justo habló de Diego y dije que no quería hablar de eso. Que por favor no lo mencionara. Tras un silencio se levantó del sillón para traer otra cerveza y le dije que todavía le hablaba. Le enseñé la grabadora de mano. Se lo comparto todo, dije, como si esperara el día de poder enseñárselo.

Dejamos su casa, él ofreció conducir hasta el lugar. Pensé en ese momento sentado en el asiento de copiloto, que me había quedado sin amigos excepto por él, que llamaba después de mucho tiempo.  No alcanzaba a recordar a cuánta gente había olvidado y cuántos más me habían olvidado. Algo así como darse cuenta que para mucha gente sólo somos una parte de la etapa que atraviesan. Pensé en la dificultad de sacar a alguien de una etapa para incluirla en otra. J, podría casi decirse, fue el único que me sujeto bien frente al oleaje del tiempo, ni siquiera puedo decir que yo lo sujetara de vuelta.
-Y... ¿Qué has hecho vos Pío?- preguntó en un semáforo, rompiendo un poco el silencio del auto, de la radio tan baja.
-¿Vos te acordás de Estuardo? -espeté. Sin hacer caso a su pregunta.
-¿Estuardo? -dijo.
-Sí, el que iba con nosotros a clase. Más o menos bajito, pelo negro medio rizado que hablaba siempre tan alto.
-Hablás de Goikoetxea, ja-ja. Puta, cómo no. Lo que jodíamos al pobre.
-¿Te acordás de su vieja?
Entonces se distrajo porque el semáforo estaba en verde y el auto de enfrente no avanzaba. Para sí mismo dijo algo así como "imbécil de verga" y tocó la bocina.
Tomó el primer cruce y en poco tiempo dimos con el aparcamiento del lugar. La música empezaba a percibirse como enlatada en los antros de la zona. Bajamos del auto.

Diego y yo solíamos ir al sitio de enfrente, Swift se llamaba. Con los años había pasado a ser de todo menos el sitio donde conocimos mujeres que, a pesar de en un momento de la noche creerlas permanentes, ya no acompañaban más. Gente fantasma. Le dije a J que quería acercarme al lugar, para verlo al menos de cerca. Se quedó  encendiendo un cigarro. Fui hasta el cristal de la entrada y noté que ahora hacía las veces de videoclub y pizzas para llevar. Empujé la puerta de y me paré en el medio del local. De pronto todo venía a flashazos. De pronto veía a Diego acercarse borracho, luces de colores por encima de su cara, la música imposibilitando la conversación. "Nos vamos", le decía. No me oía. "¡Que nos vamos!", ahora acompañando el grito con algún gesto. Entonces salíamos tambaleantes, encendíamos un cigarro en la puerta y hablábamos de lo que acababa de pasar. A veces abordábamos a un grupo de chicas del local de enfrente y volovíamos a entrar al Swift, ahora con ellas. Allí estaba, parado en medio de lo que había sido aquel lugar que había aguantado tanto. Y no hubo nunca registro hermano, nunca. Recordamos los besos, tal vez todos, pero no los rostros, nunca los rostros. El tipo detrás del mostrador preguntó si buscaba alguna película. Le dije que no y sólo entonces recordé a J fumando al otro lado de la calle. Antes de salir, con el cristal de la puerta contra la palma de la mano, me acuerdo, le dije al empleado algo como "alguna vez bailé con chicas en este mismo sitio que seguramente no volverían a hablar conmigo. Buenas noches."

J lo sabía todo y se limitó a pisar la colilla cuando me vio llegar a su lado. Me puso la mano sobre el hombro, algo que me dio mucho asco (ese gesto de hacerme creer que también lo sentía). Después preguntó "¿entramos?". Y entramos. Sonaba alguna canción electrónica, nos apostamos en una mesa cerca de la barra y J ofreció ir a por la primera ronda. Mientras venía con los tragos me entretuve viendo a las chicas de 19, 20 años que bailaban en círculos. Tres o cuatro chicos las veían disimuladamente tomándose un ron con cola en pajitas flexadas y también, bailaban entre ellos. Pensé que las cosas habían cambiado.  J llegó a la mesa con dos whiskeys sin hielo. Le dije lo mismo "ha cambiado todo un vergo. La gente", especifiqué. Me preguntó que desde hacía cuánto no salía. Le dije que en muchísimo tiempo, que no estaba ya para esas cosas. Se rió un poco, paladeando el whiskey y luego diciéndome que no fastidiara, que me veía bien todavía para salir. Le devolví la pregunta. Me dijo que la semana pasada y la anterior también había salido. Que en fin, había estado saliendo cada vez que podía. Me habló de una chica, poco mayor que él. Aquí me dijo, en este mismo lugar la conocí. Suele venir una semana sí, otra no. A veces viene dos seguidas. Estuvimos un rato en silencio. Habrá visto mi rostro, tal vez distraido, tal vez cansado de todo y se apuró a asegurarme que a eso de las 2 treinta mejorararía el ambiente. Me levanto a pedir otro whiskey, lo pongo sobre la mesa, me vuelvo a sentar y entonces recuerdo la pregunta que le había hecho en el auto y que no alcanzó a responder. Digo: "J, ¿Te acordás de la mamá de Goikoetxea?"

A partir de allí todo es confuso. Me parece haberle contado de la cabaña, de las chicas, de cómo te recordaban a la mamá de Goikoetxea o de cualquier otro amigo desafortunado. Recuerdo una conversación acalorada pero no podría asegurarlo. Los whiskeys golpearon como olas y no tengo idea de cuántas veces nos levantamos de la mesa para ir a la barra a pedir más. Se puede decir que la noche llegó hasta allí.

Me despierto en el sofá de mi apartamento sin saber cómo llegué,  tal vez en principio creyendo que nunca lo dejé. Suena el teléfono móvil sobre la estantería de la cocina. Se detiene un momento y entonces vuelve a sonar.  Reviso los bolsillos a ver si está todo en su sitio. Palpo la grabadora de mano y la billetera. Con eso me basta. Haciendo un gran esfuerzo me despego del sofá y voy hasta la cocina. Echo un vistazo a la pantalla antes de contestar. Número desconocido 695.......0.
-Aló
-Pío- dice una chica. -Pío, ¿Me escucha?- la voz como temblando.
Digo que sí sin preguntar quién es.
-Se trata de J,-dice- está vomitando y no responde a ninguna de las preguntas que le hacemos. Como si no estuviera.
Eché un vistazo a la hora. 3:44 pm. Del otro lado del teléfono se oía, pensé,  a otra persona hablar con J. J es verdad, no respondía de vuelta. Pregunté si estaban en casa de J. Dijeron que sí. Colgué el teléfono.

Recuerdo haber buscado mi auto por toda la calle de enfrente hasta caer en cuenta de que había bajado en él el día anterior a casa de J. Así que tardo más del doble en el autobús. De camino, poco antes de llegar,se levanta la persona que llevo sentada al lado y me quedo solo en el asiento del fondo. Tiro de la Olympus.

Casi las 4. No sé qué pasó el día anterior lejos de una discusión que recuerdo subida de tono. ¿Te acordás, hermano, de esa primera resaca de ron nacional? Me siento más o menos igual. Sólo no estás vos para tirarnos boca arriba toda la tarde y hablar de la fiesta, de cualquier cosa. Jota está jodido, aparentemente. Dejo acá la grabación.

Finalmente llego y camino las calles que restan hasta la casa de J. Allí está mi auto frente a la verja del jardín, como si nada. Advierto que la puerta de acceso está únicamente sobrepuesta, así que la empujo y me enfilo hacia el corredor de la casa. Estoy realmente frente a la puerta y antes de tocar decido asomarme por el vitral de encima. Me pongo en puntillas y lo único que veo es el zaguán desolado. Bordeo la casa hasta dar con el patio trasero. El pastor alemán se acerca y comienza a ollfatearme/lamerme, tal vez reconociéndome de la noche anterior. Voy a una ventana descubierta con vistas a un dormitorio, supongo el suyo por la cama deshecha y unos zapatos negros tirados por ahí. Finalmente llego al extremo de la pared trasera y a la última ventana. Me asomo, estoy casi seguro que la ventana da al salón. Entonces advierto a J charlando tranquilamente sobre el sofá, un vaso de agua en la mano. No alcanzo a ver a las otras personas por el ángulo, el muro las cubre, tampoco escucho nada. Salgo al jardín delantero, atravieso otra vez la verja y decido llamar al número de teléfono desconocido, seguro de que no pueden escucharme desde allí.
Seis, siete segundos antes de la voz de la chica.
-Pío, ¿Dónde está? ¿Viene ya para acá?
-Voy de camino- miento. -¿Cómo está J?
-Fatal.-dice- Sigue sin responder.- Vuelvo a escuchar al fondo la voz de una segunda chica que grita"¡J, por favor, responda!. J, ¿Me escucha?"
 Cuelgo el teléfono y me alejo de prisa. Encuentro un parque al final de la calle y entro hasta un banco que se dibuja al frente. Saco del bolsillo la grabadora de mano, me siento y busco en las notas de voz anteriores alguna que coincida con la hora de dejar la discoteca. Pongo el parlante contra la oreja y empiezo a escuchar.

Jadeo. Jadeo antes de la voz. 

Jefe, maestro ¿qué hora tiene? Todo eso después del antro. Voy, casi seguro, dentro de un auto. Se escucha una radio bastante baja. -Las 4:23 -Dice la otra voz.- Me estaba diciendo, (continúa), que lo querían rajar. Si acá por robarle una gorra lo dejan encunetado a uno, ¿qué me va a estar contando?. //Yo robé.(digo) Pero usted no entiende. No entiende. No entiende. Y no me di cuenta. de verdad, no me di cuenta. Yo la conocí antes. Antes la conocí. Claro, ¿somos hombres o no somos hombres? la vi entrar. Las dos, digo, perdón (mi voz sube a medida que sigo hablando. Entiendo que estoy en un taxi. El taxista escucha todo lo que le cuento) las dos. Porque la pelirroja estaba también. pero no hice nada, usted piense amigo, usted piense que las había besado antes. Entonces sorprendo a la rubia sobre la barra y le doy un pico. Usted sabe, un besito, sólo eso. Pero dígame ¿qué es eso?, de verdad dígame. Dí-ga-me-lo.  Entonces el taxista, aburrido de haber escuchado tantas veces a tantos borrachos distintos, aconseja sin ganas  nunca pelearse por las mujeres. Empieza a contar una historia relacionada con eso pero estoy muy alterado como para dejarlo continuar. Lo peor de todo -le digo- es que mi amigo nos dejó un rato solos y no hizo nada. Esperó. Se acercó a la pelirroja y estuvieron hablando algo que nosotros obviamente no escuchábamos por la música. Pero vea, quiero decir, imagínese usted que ni siquiera parecían molestos. A veces nos volteábamos a ver las dos parejas y parecíamos intercambiar sonrisas. Fue entonces que volví a tratar de besar a la rubia contra la barra y esta vez se quitó. Me dijo al oído que J me iba a matar, que me iba a desaparecer. . Entonces le dije que era imposible porque Jota era mi amigo y además él no sabía que nos conociéramos de antes y que probablemente sólo pensaba que me había acercado a ella por tener tanto whiskey en la cabeza. Usted sabe, algo normal. Entonces se volvió a acercar a mi oreja (yo ya no sonaba como un borracho) y me dijo: Jota estuvo en la casa de nuestro primer encuentro, la casa lluviosa que descartamos, ¿Se acuerda? Pues él estaba en uno de los cuartos, respirando como una tele. Después siguió hasta la cabaña, subió con V (la pelirroja), un rato después. Estuvo todo el tiempo viendo por la ventana de atrás. Luego, cuando usted bajó a por más alcohol insistió en mover mi auto para que usted no pudiera vernos al volver, que creyera que nos habíamos ido. Está obsesionado, ¿Se da cuenta? Lo cierto es que estaba él dentro de la cabaña cuando usded volvió sobre el corredor y tocó a la puerta. Él nos prohibió hacer el más mínimo ruido, menos abrir la puerta.  Después, eso, lo vimos  por la ventana en su auto yendo por el camino de vuelta. Esa noche Jota nos contó que eran amigos de la secundaria. Que no quería volver a verlo. Y claro, después fue la gasolinera, las preguntas que hizo a Gastón, el empleado de la Repsol. Dígame, ¿acaso no fue el mismo día que usted preguntó por nosotras en la gasolinera que llamó Jota para salir a Spaceship? Tenga ciudado con el whiskey que le acerque. En un par de horas va a estar dormido y tal vez no sienta cuando lo raje. 

El taxista me aseguró que eran putas. Ignoraba muchas cosas. Ignoraba la coincidencia. Ignoraba que yo en un impulso las había seguido sin que ellas se dieran cuenta. Jota habrá coincidido del mismo modo, pensé, tal vez en alguna discoteca con ellas dos y probablemente también el empleado de la Repsol. Ambos serían parte del juego de las chicas, que no creo que me hubiesen mentido aquella noche en la cabaña. Ambas querían sentirse, como dijeron esa noche: "infinitas" y tal vez todos en nuestros cuarentas también. Jota se habría obsesionado con la rubia y no soportó que fuera  a la Repsol a preguntar por ella. Ya era la segunda vez que intervenía. Tendría incluso sentido que el empleado estuviera con la pelirroja y J con la rubia. Pero ¿Quién sabe, realmente?  Al final de la grabación se oye cuando el taxista me dice estar ya frente al edificio de apartamentos y me ofrece ayuda para entrar. La rechazo preguntando cuánto le debía por el trayecto.

Dejé el parque con la imagen de Diego y lo que atravesamos juntos. Pensé en el accidente que le costó la vida y en sus padres en el lugar del entierro llorando contra mi vista también llorosa. Pensé que no tenía la edad ni las ganas de estar patinando en la misma mierda. Me dije a mi mismo, aun sabiendo que no era cierto, que nunca escribiría de esto, que no tenía importancia lejos de haberme hecho sentir más vivo. Llegué frente a la casa de Jota, justo entraba una llamada al teléfono móvil. Dejé que sonara en el bolsillo del pantalón, subí al auto y me alejé de allí sintiendo aún la resaca del sábado.