lunes, 25 de diciembre de 2017

navidad



Llegué a donde viven los policías de garita, polis en uniformes negros de pequeñas empresas con nombres israelíes, a esa hora regresando desarmados a sus casas, sin las escopetas de pistol grip que parecen paraguas y la camisa por fuera. Allí donde viven los que llaman a Estados Unidos (mientras se imaginan cómo es Carolina del Norte y la sensación de la nieve) en teléfonos azules de 25 centavos, donde rentan cuartos las dependientas de agencias Way y helados Sarita.

 La vida corre tranquila, (es todo lo que pensás allí) parcelas con milpa al lado de talleres mecánicos y pacas con poca oferta de ropa, maniquíes deformes, con las piernas delgadas, y afuera, a lo lejos, el humo separándose de techos de lámina en casitas interminables de block. Las calles encharcadas de lluvia, chocolatosas y las fachadas despotricadas: portones salpicados de lodo y luz eléctrica débil en focos cubiertos de telaraña. Esta es Guatemala (pienso) y la conozco algo. Las calles de adoquín siempre doblan y se retuercen y trato de verlas todas aunque sean infinitas. Son demasiadas peluquerías ratosas y negocios de comedores o cantinas con suelos vomitados y gente con miradas heladas de malicia que sonríen viendo atardeceres con cigarros mentolados. Son demasiadas las veces que me asomo al interior de las casitas y veo la disposición de los muebles sencillos adentro y me aterra la idea que voy tarde para poder verlo todo: todas las casas, todos los interiores: todas las formas de vida. La desgracia de vivir en este país.

Anduve, en verdad, durante años y llegué allí donde la gente compra regalos de segunda mano para navidad. Carros de radio control remoto sin el control remoto y zapatos usados de otra época con la suela gastada/ muñecas sin una pierna, sin un brazo, y vi cientos de miles de niños que se paran descalzos al lado de carreteras nacionales saludando con la mano, esperando recibir cualquier cosa de un conductor desconocido que pueda detener su auto a un costado de la carretera y salvarles la navidad con algo sencillo que regalarles. Niños que entienden que son pobres, que no tienen nada, que sus padres están rotos (rotísimos) y que las navidades no se sienten nada para ellos (cohetes estallando al fondo, perros dormidos, hambre en el estómago, ganas de irse para siempre. Nada más). Niños que comprenden que su vida no es como la de todos esos conductores que ven pasar en la carretera, como yo haciéndoles luces en Totonicapán, sino la vida de gente a la que un país hijo de la gran puta los quiso joder y embarrarles la cara de mierda. Los quiso hacer feos, pequeños, enfermizos y muertos de hambre, y se sentó en un sillón reclinable de cuero a verlos morir de causas perfectamente salvables. A verlos llorar con la cara sucia y el estómago vacío.

Pero no quiero hablar más.
Hoy es navidad y hay un moño negro en el portón del condominio frente a la casa de mis padres. Me acerqué a preguntar al otro muchacho y me comentó que Roberto, el guardián que recién había salido de vacaciones, el  de relevo, el que saludaba siempre con una sonrisa enorme en la cara diciendo “buenos días, don Daniel”  había muerto la noche anterior atropellado en San José Pinula, presuntamente  por un conductor borracho. Pienso en sus hijos, en su esposa, y dan ganas de prender a puñetazos una pared. Dan ganas de ir hasta donde vivía, a su casita sencilla, y hablar de lo poco que lo conocí sentado con su mujer y sus hijos. Decirles, mentirles con que todos en Oakland lo amaban y lo querían y lo iban a extrañar profundamente. Que era un gran tipo. Porque en verdad nadie se fijó nunca en un policía de garita como él. Solo, tal vez, yo (y decirle esto a su mujer viéndola a los ojos), yo lo iba a recordar siempre.

Feliz navidad a todos los que no saben hablar inglés, a los que nunca fueron a un colegio privado, a los que perdieron algo importante en la vida, un familiar, una mujer, un hijo, una oportunidad de salir adelante. Feliz navidad a los que leen estos textos mal escritos, a las personas que extraño desde el estómago. A los que ya no me escriben feliz navidad o feliz cumpleaños nunca, porque empiezan a dejar de recordarme. A todos ellos, feliz navidad.







viernes, 1 de diciembre de 2017

JC

El martes pienso cometer la estupidez de visitar el café La Luna y sentir que pongo en práctica la última cena de Cristo.
Eso es, un vino caliente en memoria tuya. Todo lo que recuerdo de vos.