lunes, 8 de septiembre de 2014

No recordarlo todo

Tengo la imagen de estar moviendo el pie dentro de una piscina. Viendo los pelos ir y venir sin desprenderse de la pierna, oscilando en ondas moluscas, retrasándose medio segundo al cambiar de sentido. Tengo la sensación del sol a mi espalda, del fondo cerámico de la piscina visto desde la orilla en azul campánula;  de mi rostro cual retrato ondulante al mover la pierna y sacarla del agua, del contraste del adoquín punzante bajo mis pies descalzos, del sentimiento de la toalla tibia contra mis rodillas. De pronto es un ruido que recuerdo especialmente, aunque sin poder recrearlo, y todo se torna en la imagen de mis manos sobre el cristal de la puerta corrediza. Dentro los ventiladores soplando cansados por encima de los muebles y la frescura de los pies al pisar el azulejo de la casa y atravesar el pasillo. Creo que es entonces que, si no estoy mal,  llego al fondo y abro la puerta de mi habitación y está la chica de la casa vecina asomándose por debajo de mi cama. La proyección mental que conservo es un tanto borrosa. Creo que se aterra al advertirme en el umbral de la puerta y se sienta, más bien se tira violentamente contra la mesa de noche. La ventana de la habitación está completamente abierta, las cortinas en vaivén constante de tela solar.  
¿Qué buscás? –le digo. La chica tendrá unos 17 años. Permanece en el suelo sin responder.  Me conduzco al closet y saco una t-shirt que descuelgo de la percha. Estoy metiendo los brazos a través de las mangas, la camiseta me cubre el rostro cuando escucho su voz por primera vez.
-Perdón, se lo ruego. Es sólo que la ventana estaba abierta y  (la ventana no estaba abierta) y  y  y es que arrojé una pelota a este lado del patio y no la vi más. Eso la semana pasada. Me asomé por la verja esta  mañana y creí que podía haber entrado en su habitación, es una pelota de tenis. Por eso franqueé la ventana, además creyendo que usted no vendría por acá hasta el final del verano ¿De casualidad ha visto la pelota? Perdóneme, sé que no debí hacerlo. Hice mal. Perdón. -
Noté que estaba muerta de miedo.

Entonces creo que le dije que no me mintiera, que la ventana permanecía siempre cerrada por el aire acondicionado y  que por tanto su excusa se desmoronaba toda. Le dije que le serviría un vaso de limonada o si prefería, un vaso de 7up con hielo. Me siguió hasta la cocina y al final dijo que agua sola estaba bien. Pasamos a la sala y la hice sentar en el sillón. Agradeció mil veces por el líquido. Después permaneció en silencio con el borde del vaso en los labios, el agua yendo y viniendo  de su boca al fondo del recipiente. Vi como su respiración empañaba el cristal.
-Entonces, ¿Qué buscabas? ,,,,,,, Decime- pregunté lleno de calma, acaso espaciando el “¿…buscabas?” del “decime” unos cuatro segundos.
-Si se lo digo- espetó en un arranque de nervios- prométame su indiferencia total, como adulto que es. –Pensé que hablaba bastante bien para su edad-  No quiero que piense que entré a robar, tampoco que antes le mentí por costumbre, de hecho raras veces miento, si no que por el contrario, quiero que al momento de acabar de contarle lo que pasó, permanezca igual que como está ahora y que sobre todo, me crea.
Al momento de decir lo último me vi a mi mismo casi en tercera persona, sentado sobre aquella silla en que estaba con un gesto grave, flemático en la cara. Asentí con la cabeza y di un trago a mi vaso de limonada.
-Se trata de mi amiga –empezó-, mi amiga Ana. Usted recordará que… que las cosas… es que, cómo decirlo. Por mucho que…- se inclinó hacia delante viéndome escrupulosamente la cara-  por mucho que ahora se deje la barba y tenga independencia como para hacer lo que quiera, me atrevo a decir que usted no tiene más de 24 años. Sé que viene cada verano desde que sus padres compraron la casa. Tal vez sabrá que antes la propiedad pertenecía  a unos alemanes que venían a pasar el fin de año, más o menos en las mismas fechas que nosotros. Mi madre aseguraba que eran alemanes. Recuerdo que se quedaban hasta que la piel de su espalda y cara se enrojeciera por el sol, entonces, satisfechos de costa y coctails en la piscina, se marchaban dejando junto a la puerta de casa un pastel de arándanos hecho por la señora Anke. Siempre sujetaban una notita con cinta adhesiva a la tarta que rezaba frohe feirtage y abajo, felices fiestas, hasta el año próximo, o una cosa así. Nunca estaban para el día de año nuevo, como sí es costumbre en mi familia, (pasarlo acá, digo).  El 27 cubrían la piscina con un nylon de burbujas azules y dejaban la casa cerrada hasta volver el próximo año. Los veíamos desde el patio, sus caras redondas a través de las ventanillas del auto diciendo adiós con la mano. No sé. Tengo recuerdos poco precisos de Ana en aquel entonces, tal vez alguno de ella nadando en nuestra piscina, de su traje de baño azul con estampado de flores  o de nuestros padres charlando con vino tinto en la pérgola. Tal vez  tenga una imagen clara de su cabello como el trigo, tan rubio que el agua no opacaba por más que permaneciera en la piscina. Es curioso, pero lo que no entiendo es como… - (En este momento del relato se detiene al advertir que me inclino sobre la mesita de la sala para alcanzar el tabaco. Sigue mis manos con la vista al retirar un cigarrillo del cartón y espera a que lo encienda. Entonces pregunta si puede dar una calada. Le digo que lo conserve y enciendo otro para mí.)
- ¿Por qué dijiste – (el humo saliendo por entre mis dientes)- que no sabías que fuesen Alemanes, o que era tu madre la que afirmaba eso? ¿Acaso no eras amiga de…?
-Ana.
-Eso, Ana.
-No es que no supiera, es sólo que verdaderamente a los nueve u once años todos parecen del mismo país. –dijo-  Aparte Ana hablaba todo el tiempo en español, incluso cuando se dirigía a sus padres. Por otro lado estoy contándole los hechos de forma progresiva, como si partiéramos del inicio y de momento me limitara a la época en que los Viker eran dueños de la casa. Claro que más tarde Ana me hablaría de Alemania, de su ciudad natal,  Leipzig, incluso trataría de enseñarme palabras sueltas del idioma.
-Mjm –dije entre dientes- seguí, seguí.
-No sé en qué estaba antes pero tengo que añadir que Ana era tres años mayor que yo. Cuando la conocí yo tendría nueve años o diez y ella doce o trece. Nos veíamos sin falta cada año y nos entreteníamos en la piscina, a la orilla del mar pisando juntas la  arena volcánica o en la sala de estar viendo una película en el dvd de los Viker. Ella me contaba acerca de los chicos que había conocido durante el año. Yo siempre por detrás (me llevaba tres años), escuchaba extasiada sus relatos y quería, con impaciencia, tener su edad para que me acontecieran ese tipo de cosas. Siempre eran nombres (de los chicos de sus relatos) como Lars, Arnulf, Björn y Helmut, que se peleaba con Arnulf o con Lars y que al final resultaba ser un imbécil que sólo se interesaba por el fútbol y no por ella. Yo los imaginaba a todos rubios como Ana a excepción del que tuviera más protagonismo. A ése lo percibía con el pelo oscuro y la tez blanca blanca. Pero eso no tiene importancia ¿Verdad? Lo que interesa es que los Viker vendieron la casa algunos veranos atrás y que mi amistad con Ana se fue, por qué no decirlo, a la mierda.  Los compradores, claro, fueron tus padres.- (me tuteó)
Depositó la colilla en una lata de cerveza vacía y siguió contando.
-Dos años después, yo tendría 16, alguien tocó a la puerta de casa en el momento en que nos disponíamos a salir rumbo a la playa para pasar el año nuevo. Mi madre se enfiló hacia la puerta diciendo “ya voy, ya voy”, usted sabrá. Cuando abrió  pegó un grito descomunal de alegría y me llamó también, dando de gritos. Al bajar las escaleras con la mochila en la mano me encontré a Ana en el umbral de la puerta. La abracé y  aunque no recuerdo haber llorado, sí haberme contenido. Era realmente extraño verla en la ciudad. Me contó que había trabajado durante seis meses para costear el viaje. Estudiaba  letras en la Universidad de Bielefeld y trabajaba por la noche en un bar/cafetería muy frecuentado por estudiantes de su facultad. Decía que me encontraba muy cambiada, hecha una mujer de verdad. Ella también había cambiado, con decirle que ya no lograba recordarla de más chica. Subiendo las valijas al maletero del Mitsubishi dijo que envidiaba mi pelo y mi trasero, ja-ja,  cosas de esas. Nos reímos mucho.
Continuó.
-Cuando llegamos al sitio de playa  se quedó mirando desde la ventana del coche su antigua casa de vacaciones, ésta donde estamos hablando ahora, claro. Después se apoyó en la verja de la piscina y la estuvo contemplando durante largo rato. Cuando me acerqué tenía los ojos perdidos en el agua y me dijo “no ha cambiado nada”. Y era cierto, la casa no había cambiado nada. Las vacaciones transcurrieron sin apenas darnos cuenta. La visita de Ana lo había mejorado todo. Volvimos a pisar juntas la arena volcánica de la barra y por la noche bajábamos a Situ, el viejo bar del puerto. Una noche, hacia el penúltimo día, después de cenar, dijo que no se sentía del todo bien. Se retiró de la mesa dando las buenas noches y se metió en su habitación. Permanecí un rato con mis padres hasta acabar el postre. Cuando hube terminado atravesé el pasillo y toqué a su puerta, pero no obtuve ninguna respuesta. Tomé la manecilla entre mis manos y abrí. Ana no estaba. En cambio estaban todas sus cosas y la ventana de la habitación completamente abierta.
-Salí por esa misma ventana y justo enfrente, después de los almendros, vislumbré la pared de la casa (la suya). La contemplé hasta ver que en un extremo del muro se encendía la luz de una habitación. Desde donde estaba, a través de la ventana,  podía ver el ventilador del techo poniéndose en movimiento y la cabecera de caoba, tal vez la esquina del guardarropa. Un minuto después volvió a apagarse la luz y decidí regresar a casa, como si nada y esperar al día siguiente. Sabía perfectamente que para esas fechas la casa estaba desocupada, (la suya),  de hecho en la entrada no estaba su Volkswagen Golf y las persianas de las ventanas delanteras estaban totalmente cerradas. Al día siguiente, al salir de mi habitación, encontré a Ana en el sillón de la sala. El televisor puesto en los canales nacionales y ella bebiendo a sorbos un jugo de naranja. Se volvió a mí y dijo algo sobre el programa que estaba viendo, sonrió con total naturalidad. Me senté a su lado esperando a que me contara lo de la noche anterior. Pregunté si se encontraba mejor. Dijo que sí, que sólo había tenido un mareo. Lo cierto es que no sacó el tema en todo el día.
-¿Puedo usar el baño?-

La vecina se levantó y aproveché para recoger los vasos de la mesa; dejé la lata de cerveza en su sitio por si quería seguir fumando. Después de un rato escuché el ruido del wáter y la puerta del baño. Estaba en la cocina cuando sentí una de sus manos sobre mi hombro. Me quedé inmóvil frente al lavabo y la tuve cerca cuando la oí decir “¿Realmente no se acuerda?”
-¡¿Qué?!
Después de decirle que no, asustado y dándome la vuelta,  volvimos a la sala. Esta vez no preguntó y tomó un cigarrillo del cartón. Volvió a decir, ahora anteponiendo mi nombre - De verdad, Edras, ¿no se recuerda?- (y no recordaba haberle dicho mi nombre), y seguía - quiero decir,  del baile, o del beso que le arrancó a medias o de cómo salió detrás de ella hasta pasar por poco el muelle. ¿Es que acaso no  le resulta familiar? Dígame, Edras, ¿estuvo alguna vez en Alemania? – Se me hizo insoportable el humo que exhalaba, sus palabras, saberla allí sentada. Me paré de golpe de la silla y caminé hasta la entrada. Abrí la puerta y le dije que por favor saliera. Todavía dio dos caladas al cigarrillo y lo apagó sin prisa contra la lata antes de levantarse. Cuando hubo franqueado el umbral se volvió a mis ojos y dijo “Ella aún le recuerda”.
Estuve toda la tarde mirando la piscina desde el corredor de la casa. Encendí un cigarro y después otro. Luego otro y después otro más, luego el último, hasta que el calor se agolpó en el techo de madera y fue  inevitable abstenerse de la piscina. Sólo la frescura del agua contra mi pecho me devolvió el ánimo. Los skimmers oscilaban, golpeaban el borde plástico del marco en un afluente irregular. Salí del agua hasta la pérgola y alcancé una cerveza de la hielera. Después volví a la piscina. A un lado opuesto, de espaldas a la orilla, contemplé la casa completa. Recordé visitas de años anteriores, mi familia sobre el césped y  la mesa del comedor aguantándonos a todos. Allí en el agua caí en la reflexión recurrente de “cómo pasa el tiempo”.
A las diez de esa misma noche abandoné el televisor de la sala asqueado de tantos comerciales nacionales. Me levanté del sillón con la idea de fumar en el pasillo. Con el ches encendido, empujando la puerta, advertí un sobre en el azulejo del suelo. Pensé que otra vez se había colado alguien en mi propiedad, esta vez para meter un mensaje bajo la puerta. Lo abrí. Era un mensaje escrito al reverso de un flyer que decía algo así  como “A las 11. Baje hasta el puerto. Pregunte por El Situ. No olvide traer cigarrillos.   Luisa”. Supuse que sería la vecina.
Me lavé los dientes, tomé del ropero una camisa limpia y apagué las luces de la casa. Salí con 40 minutos de antelación para comprar tabaco, que ya no me quedaba.
Sería un viernes o sábado porque recuerdo bien que el puerto estaba concurridísimo. Serían estudiantes, universitarios o bachilleres que pasaban entre amigos las vacaciones. Bebían sobre las banquetas y se pasaban unos a otros el cigarrillo que estuviera encendido. Las risas de las chicas se deslizaban locuaces en el agua cercana, los manglares al fondo, opacos oscurecían el canal. Pregunté al grupo más cercano de chicos por El Situ. Un borrachín saltó de en medio y me abrazó por el hombro. Dio una larga calada al cigarrillo que llevaba humeándole entre los dedos. Después señaló sin ver a donde apuntaba, me veía el rostro y decía “ahí, justo ahí, atrásss, detrás de los cocoss. Lll’edificio grande-ése”. Después una chica llegó a su lado muerta de risa y me dijo que siguiera hasta ver la única construcción sobre la arena. Di las gracias y caminé por la orilla de la playa hasta que  estuve cerca del local. Habría llegado diez o quince minutos antes por lo que fume al pie del agua, donde la arena brilla, restregada una y otra vez por la espuma.  
De lejos vi una chica que entraba revisando la hora en un reloj pulsera.  Me acerqué los cien metros que restaban. El lugar era un rectángulo vulgar de tablones medio espaciados entre sí que aguantaban  un techo rústico de palma. Desde la entrada se dibujaba la barra a un lado del local, las botellas de ron nacional puestas en la repisa y enfrente una camarera sudorosa  con delantal rojo. Servía el ron sin hielo y se atareaba, apenas dándose a basto, cuando la gente ordenaba shots de tequila. Los presentes parecían mayores, bailaban muy de cerca la música costeña que llegaba de un triste altavoz.  El suelo era la arena misma del mar y se hacían difíciles los pasos en busca de mesa. Me senté en una del fondo, asegurándome de que no tuviera las sillas rotas. Se acercó una jovencita a preguntar si quería ordenar algo. Pedí dos cervezas y algo más, creo que unas manillas o algo para picar. La chica del reloj pulsera estaba sobre la barra. Tenía una cerveza entre las manos. Le habrá tardado unos diez minutos acabarla, porque fue más o menos lo que tardó en venir a mi mesa. –Hola, soy Laura – dijo, y me tendió la mano. De pronto pensé que toda la gente del bar me conocía, incluso la gorda que servía y cobraba los tragos.
-Decime Laura, ¿Cómo es que últimamente la gente me conoce sin habernos visto antes?
Ni siquiera sonrió.  Despegó la silla plástica de la mesa y se sentó.
-¿Trajo cigarros?
Tiré el paquete sobre la mesa. Lo tomó y deslizó dos fuera del cartón. Encendió primero uno y me lo tendió al otro lado de la mesa. El filtro a pintalabios rojo. Después chispeó otra vez contra su cara para encender el suyo.
-Si te digo la verdad, –dije- me divierte esto muchísimo.
-¿Qué?
-Pasar de estar en la piscina a descubrir una chica metida en mi habitación, buscando debajo de mi cama.  Y luego, el mismo día, encontrar una carta bajo la puerta de alguien que invita a vernos. Alguien que tampoco conozco. De pronto estar acá, compartiendo tabaco y una mesa plástica con la chica que saltó la verja del jardín para deslizar la invitación bajo la puerta. -
Ahora sonrió. Tenía el codo en el apoyabrazos de la silla, el cigarrillo a la altura del pelo.
-Lo triste de su condición, Edras, es dar la espalda a tanto. Quiero decir, a tanta gente. ¿Acaso  no fue lo mejor de nuestras vidas, todo junto, todo de golpe?


Hacia las doce pagué a la chica del antro por las dos cervezas y el bowl de boquitas. Me despedí de Laura. El camino de vuelta fue confuso, a los jóvenes de antes ni los vi, aunque estaban ahí, más recios de vodka y cerveza de litro. Cuando empujé la verja  y atravesé el jardín, cuando franqueé la puerta de la casa y atravesé la sala, después el pasillo y otra vez abrí la puerta de mi habitación, me vi estático contemplando la cama. Me hinqué sin prisa en el suelo cerámico, apoyé luego la oreja y las dos palmas de las manos. Me quedé mirando por debajo de las colchas que babeaba la cama y vi el cuaderno negro que yacía como cosa única en la habitación. Estiré el brazo, otra vez sin prisa. Me senté contra la mesa de noche y abrí el cuaderno en la primera página. Recuerdo que antes de hojearlo siquiera sentí como si alguien me estuviese viendo. Tal vez desde la ventana, tal vez desde el pasillo. Alcé la vista.
Bajo el umbral de la puerta una rubia se cruzaba de brazos.

domingo, 7 de septiembre de 2014

144

Cuántos muertos
pisaron las calles,
cuántos mearon paredes
recién pintadas.

Cuántos vivos escupen las aceras,
los coches estacionados,
 el asfalto alquitranado. Cuántas colillas
 van de las ventanas hasta los
perros entre la mierda.

 Cuántas putas acompañan
hoy en la noche, cuántas cobran  por adelantado.
 Cuántos besos se
 omiten en los tejados, cuántos cigarros permanecen
en sus cartones.
Cuánta mierda y cuánta nitidez
en los dientes de quien sonríe.

sábado, 6 de septiembre de 2014

valor aproximado

Pensar en un bostezo, en una taza de café vacía, en la mancha blancuzca de un escritorio. Pensar en un discurrir infinito, en dejarse llevar hasta dar de frente con la vida, o la muerte. Pensar en la proximidad de un edificio sin paredes, en el vértigo de los coches pitando por ahí, diez plantas abajo.


Si el pensamiento insistiera en subir a un décimo, en la ventana descubierta, en la acera abajo del todo y en los paseantes miniatura. Si salir por la ventana se tornara en una reflexión recurrente, si no se borrara ni aun con el esmalte implacable de la cordura, de la ética, del raciocinio; si un vuelo de cinco segundos hasta el asfalto te seduce más que todo lo que no hiciste en la vida, entonces ejercé presión contra el marco de la ventana y apoyá tus pies en el borde. Respirá hondo como si el tiempo se atragantara en sus relojes. Experimentá en cada bocanada el sabor dulzón de la sangre que gotea espesa del techo hasta regar tus zapatos. Recordá todo lo que te condujo a la ventana, cada una de las cosas. Cerrá fuerte los ojos y tratá de verlo completo. Si la suma no afloja tus piernas o no libera tus brazos, si todo junto no te hace saltar de un décimo nivel, entonces volvé al escritorio, tomá el teléfono y marcá el número de la primera persona que se te ocurra. Contále lo que estuviste a punto de hacer y decile que él/ella es la razón de nunca saltar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

La risa que emana del cubículo


Sabés que ya importas poco cuando ella cuenta la misma historia a dos conocidos que se encuentra en el bar local. Tú desde la mesa, aparentemente plácido, oyéndolo todo por tercera vez. Entonces, allí sentado,  pensás en lo que acabas de pensar. Y decís “¿Vale la pena? Realmente ¿Vale la pena?”. Das un trago largo a tu cerveza y volvés los ojos al perfil de tu amante, al relato trillado de su viaje por Jordania. Sonreís plácido, digamos amable, amabilísimo, y de pronto, allí en medio de todo, pensás en Marcela.  Das otro trago a la cerveza, esta vez dejás el vaso contra los dientes, volvés la mirada a los tres que charlan, aunque tus ojos ya no ven nada.

-¿Verdad?, mi amor.-dice V apoyando su mano sobre la mía.
-Sí. No. Perdón, no puse atención. ¿Qué decís?
-Les decía a los Martin que esta noche la tenemos libre. A menos que tú tengas algo que hacer podríamos ir a bailar a alguna parte.
Tenés tres segundos para el no. Más allá de eso se desvanece la posibilidad.
-No creo que pueda… -digo- realmente pienso ir donde Peter. Ya sabes que quiero salir de madrugada para llegar después del desayuno.
Ella se vuelve a la pareja con una sonrisa apenadísima y yo no tardo en hablar de nuevo.
-Pero podes ir tú, total van los tres juntos. – Ahora es ella que tarda más de tres segundos en articular un no. La afirmativa es irremediable.
-Claro que sí –dice. Se vuelve a mí - ¿Estás seguro? Apuesto a que hay lugares con buena música.-
Vuelvo a decir que no. Ella les explica que Peter es mi hermano y  que no lo veo desde hace un año. Ellos asienten y hasta parecen animarme a que vaya a verle por la mañana. Nos despedimos de los Martin. El matrimonio joven sigue hasta instalarse en una mesa al fondo del local. Los veo llamar al camarero con la mano.

Recuerdo que en el trayecto de vuelta al hotel, más allá del puerto y de la gasolinera Repsol que hace esquina en contrueces, V comenzó a caminar más deprisa, tal vez para verme la cara. Resguardaba sus manos en un impermeable rojo.
-¿Te gusta?- espetó de pronto.
-¿Qué? – dije.
-Que si te gusta María.
-Pero ¿Quién carajo es María? –dije alterado, realmente no sabía quién era- ¿Por qué decís eso?
-María es la chica con la que hablábamos de vuelta en el bar.
-No entiendo. Ni me fijé realmente. ¿Por qué preguntas? ¿Acaso a ti te gustó el paliducho de su marido?
-No es paliducho – se rio-  , aprendió el español en seis meses y decidió venir a vivir acá. Es holandés. Se llama Cors. Claro que su tipo es distinto, en este país puede parecer demasiado… –cómo diría-- europeo.
-Puede ser- dije.
Ella no dijo más y creo que no volvimos a hablar en todo el camino.
Finalmente llegamos. Empujé la puerta del hotel para que V entrara.
-¿No vas a entrar? – preguntó.
-Voy a fumar un rato- dije.
-Ok. Voy a estar en el cuarto, me urge darme una ducha. ¿Seguro que no vienes con nosotros?
-Seguro.

Busqué una mesa en el restaurante del hotel. Pedí un espresso corto y encendí un cigarro. Otra vez pensé en Marcela. Pagué por el café, deposité la colilla en el cenicero. Busqué el ascensor y atravesé el pasillo alfombrado hasta nuestra habitación. Cuando entré la encontré saliendo de la ducha. Vi su ropa tendida en la cama. -Voy tarde- repetía, caminando desnuda en la habitación y poniéndose los pendientes. Me senté en la cama y encendí el televisor. Alternaba la vista del noticiero a V poniéndose el calzón, las medias y después el vestido. Finalmente fue hasta donde yo estaba y me acercó un beso frío a los labios. Dijo  “hasta luego” desde el umbral de la puerta y dejó la habitación. Antes de levantar el teléfono quise asegurarme de que para entonces no estuviera ni en el hotel. Hice un recorrido mental con más o menos el tiempo real de lo que tardaría alguien en bajar por el ascensor, atravesar los pasillos, el lobby y  franquear finalmente la puerta de entrada. Cuando estuve seguro levanté el teléfono.
(Tres tonos intermitentes antes de la voz)

-¿Hola? –atajó la persona.
-Hola – respondí de vuelta. Sin decir más.
-¿Quién es?
-Adivina quién soy.-dije-
-mmm…
Silencio
-No sé.
-Vamos, sí que puedes.
-Ay, no sé. No estoy para eso ahora.
-¿En verdad no sabes?
-No. Si usted no me dice quién es cuelgo inmediatamente.
-Sólo di un nombre. El que creas que sea, el que se te venga a la cabeza.
-No sé… ¿Cors? ¿Eres tú?
Permanecí con el teléfono en la mano, lo apreté hasta que el plástico se contrajo en pequeños cracks.
-¿Cors?- volvió a decir.
-Sí, soy yo. ¿Cómo estás?
-Mira, te dije que no llamaras después de las nueve, te juro que voy a ir, tienes mi palabra. No entiendo por qué insistes tanto cuando sabes que iré.
-Sólo quería asegurarme, nada más.- Sentí que ya no era mi acento, hablaba un español neutral, despojado.
-Sí, lo sé. Pero ya habíamos quedado. ¿O quieres quedar en otro sitio, cambiar la hora quizás?
-No, no. Para nada. Sólo quería escuchar tu voz y estar seguro de que vendrías. ¿Recuerdas el lugar de reunión?
Marcela se rio. Las risas llegaban opacas a este lado del teléfono.
-Bobo, claro que sí. Ya te dije que sí.
-A ver, entonces, para asegurarme realmente de que vas a venir y de que recuerdas el lugar, dime el nombre.
-Qué imbécil eres, enserio. Svatka’s.
-Ahora estoy tranquilo. (risas)
-Nos vemos tontito.
Colgué el teléfono.

De pronto no quería verla. El televisor seguía encendido en el noticiero. Vi que eran las 11:30 de la noche, algo pasadas. Me pegué un baño express y me vestí con lo que tenía en la valija. Abajo, en una tienda de chinos, justo al lado opuesto de la calle, compré un sombrero negro que combinara con la gabardina que llevaba puesta. Tomé un taxi sobre la misma acera del almacén y pedí al conductor que me dejara a 100 metros de Svatka’s. 

Había empezado a llover y el paseo marítimo brillaba bajo los zapatos de los escasos paseantes que transitaban. Vi el lugar al fondo en letras curvas de neón. Fui hasta la entrada y me asomé por las ventanas laterales. El lugar estaba abarrotado. Había un grupo de música en vivo en el frente y al pie de la tarima varias parejas bailando. Más atrás unas mesas con los presentes vueltos en dirección a los músicos, algunos sólo hablando entre ellos y bebiendo cerveza. La barra la atendían dos infelices que sacaban brillo al mármol con un trapo. Entré con el sombrero lo más gacho que pude y me arrastré hasta el mostrador. Uno de los empleados se acercó. -Un whiskey sin hielo, por favor.

Me acabé el licor a pequeños y espaciados sorbos mientras, a mi espalda, rechinaban las canciones interpretadas por los músicos. En un momento dado cesaron de tocar y el vocalista se despidió  del público prometiendo volver al año siguiente. La gente aplaudió enérgica. Inmediatamente pusieron una canción de Snap por los altavoces para que las parejas próximas a la tarima siguieran bailando. La barra se abarrotó de clientes y los camareros detrás de la barra apenas se daban abasto. Sentí que V me descubriría allí parado así que caminé rápidamente al baño. Entré en el cubículo del retrete y me senté sobre la tapa. El reloj marcaba las 12:20, rhythm is a dancer se colaba opaca bajo la puerta del baño, se acrecentaba únicamente al entrar alguien  a mear. 

Recuerdo que estuve dos o tres canciones allí sentado antes de salir, tal vez cuatro. Lo cierto es que cuando empujé la puerta del triste cubículo de madera encontré a Cors viéndose en el espejo del lavabo. Lo vi mojándose el pelo rubio, que el agua no lograba opacar. Vi cómo se quitaba el exceso de su cara húmeda y blancuzca con las dos manos. Después sonrió, se compuso el cuello de la camisa y salió pasándome por enfrente, sin darse cuenta. Empecé a pensar en la estupidez de haber venido. Quise salir del local y en el camino a la puerta advertí a V con la mujer de Cors al fondo del local. Bailaban a un lado del resto, junto a la tarima vacía. Tenía cada una en la mano un trago que sorbían con pajitas de colores muertas de risa. Salí de allí. Permanecí al lado de la puerta del bar para no entorpecer el flujo de gente. Encendí un cigarrillo y después otro.  12:50. Veía  el rompeolas a lo lejos y la lluvia iluminada por la luz de los faroles cayendo oblicua sobre los coches.

Sería la una de la mañana cuando un taconeo en el azulejo me hizo volver el rostro. Era la esposa de Cors, tambaleándose hasta donde yo estaba.

-Perdone – (tomó una pausa larga. Se apoyó en la pared, respiró hondo como antes de vomitar)- ¿tiene usted de casualidad un zzzippo?
Pensé que el sombrero me hacía irreconocible.
-Sí, claro. No tengo un Zippo, pero este también funciona. – Le tendí mi encendedor Bic.
Prendió un cigarrillo y guardó el paquete de vuelta en el bolso. Escupió el suelo tras la primera bocanada de humo. -Graciassss.
1:02
-¿Es de por acá? –dije, por decir algo.
-¿Qué? ¿Yo? No. No.
-¿Ciudad?
-Sí, ciudad.
-Nada que ver con la tranquilidad de por aquí ¿Qué son, la una de la mañana? y la gente bailando sin más un miércoles por la noche. Es increíble. ¿Se da cuenta?
De pronto salió una chica del lugar en dirección a nosotros. Se me contrajo el estómago de pensar que pudiera ser V. Pero la persona pasó de largo, más allá del local hasta perderse en la avenida.
Volví a la esposa de Cors.
Advertí que me veía fijamente a los ojos, como si quisiese exclamar algo. 
-Usted se me hace muy, muy conocida –dije adelantándome-.  Tal vez de algún sitio en la ciudad. Verá, trabajo con mucha gente, a veces los rostros no alcanzan a ser recordados. Permanecen únicamente en la memoria como autopistas o parques infantiles vagamente reconocibles.
Se mecía de atrás para delante como si no lograra enfocar. Tenía la boca abierta. Estaba muy bebida.
-Sí- dijo- Puede ser.
-Alberto - mentí, y le tendí la mano.
-Ana –mintió ella, y también, me tendió su mano.
Hubo algo en esa mentira que me hizo desearla fervientemente. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por qué no decir simplemente “María”? ¿Por qué introducirnos sin decir nombres reales?
-¿Te gusta la lluvia sobre la cara? – espeté.
-¿Ah?
-La lluvia. ¿Te gusta sobre el pelo?
Llovía a cántaros. Nos protegía el exceso del techo.
-Creo que sí –dijo, y me miró atónita la boca.
Recuerdo haberle dado un beso holgado en los labios. La recuerdo a ella apretándome fuerte contra —cómo decirlo-- ella, sus manos por entre mi pelo. Recuerdo sus párpados, su lengua revolviéndose contra la mía como pez en un vaso de agua y el sabor del vodka ensalivado que mojaba sus dientes.
Imaginé que la conducía  al interior del bar una vez más, o mejor,  la subía directamente al taxi. Evoqué la habitación del hotel y la ropa sucia de V por el suelo.  Vi a la señorita Martin sobre la cama, arrastrándose hasta la almohada para verme desde allí. Pero todo mentira. Me empujó contra la pared y se quitó el exceso de saliva con el revés de la mano. Me contempló como asustada y volvió al interior del local.
1:40.  
Metí la mano en el bolsillo del pantalón para sacar un cigarro. Fueron tres antes de decidir entrar por segunda vez a Svatka’s.

La música era más recia, mucho más recia. Vi a ambos lados del bar pero no pude ver a V. Caminé otra vez hasta el baño. Había un pasillo previo con dos teléfonos públicos, un tipo utilizaba de espaldas el más alejado, tapándose la oreja firmemente con  la mano. Pensé que nadie se entendería con todo ese ruido.  Otra vez entré en “Caballeros” y me vi cerca de los cubículos. Un gordo terminaba de mear y se abrochaba el pantalón. Pasé a ocupar su mingitorio. Saqué el whiskey  y todo el líquido ingerido aquel día por la uretra. Dejé caer el agua y me compuse el pantalón.  Fue lavándome las manos que me percaté de las risas que emanaban de uno de los cubículos. Me acerqué hasta agacharme y ver por la separación abundante de la puerta. Eran unos zapatos de hombre, tal vez mocasines rojizos, muy formales. No puedo decir que fueran de Cors, y la risa, aunque creí probable, no puedo decir que fuera de Marcela. Volví al lavabo. Después de hacerme un rato el desentendido frente al espejo, vi en el reflejo unos zapatos de chica que aterrizaban en el azulejo del cubículo. Como si alguien la bajara despacio a su nivel. Eran unos tacones rojos que no pude apreciar del todo. Me dije que saldrían del baño en cualquier momento así que apuré mi salida. La gente comenzaba a dejar el local y agaché  más aún el sombrero por miedo a que me reconocieran. Salí hasta el paseo marítimo donde muchos ya esperaban el taxi de vuelta. Tomé uno a pocas calles del local, quería llegar antes de que V llegara y me sorprendiera fuera de la habitación.   
(Si es que todavía no había llegado)

Pagué al taxista.

3:00 am
Otra vez pisé el lobby del hotel, subí por el ascensor y atravesé los pasillos hasta dar con la habitación. Abrí con la tarjeta de cinta magnética y fui hasta la ventana del cuarto. Era un séptimo con vistas al motor lobby y  la calle ancha del hotel. Me quedé en ropa interior y encendí un cigarrillo en la ventana descubierta. Tal como creí, a los siete o diez minutos vi detenerse un taxi frente al edificio. Las luces ámbar del intermitente teñían la acera. Se oyó un zapateo sobre el concreto del suelo y vi que era V tambaleándose hasta la puerta de cristal. Arrojé el cigarrillo, cerré la ventana, apagué las luces y me arrastré hasta la cama. Otra vez hice el recorrido mental de alguien que busca la habitación partiendo desde los sillones del lobby. Pasaron unos cuatro minutos. Al poco tiempo escuché la cerradura de la puerta, una, hasta tres veces y, finalmente, el ruido de apertura. Recuerdo estar boca arriba sobre la almohada y tener entrecerrados los ojos por si V encendiera la luz creyera que estaba dormido. Vi su silueta desplazándose por la habitación a tientas mientras dejaba caer los zapatos en la alfombra y se desabrochaba el vestido. Cuando estuvo en ropa interior la vi enfilarse hasta el baño. Abrió el chorro del lavamanos y escuché el agua caer entrecortada. Lo cerró con un chirrido y supongo que se habrá secado las manos (o la cara) con la toalla. Salió otra vez caminando cual espectro en la penumbra de la habitación. Venía en dirección a la cama cuando tropezó con la esquina del tocador. De sus labios empezó a brotar una risa amortiguada, como silenciada por sus dos manos. Un escalofrió gélido recorrió mi espina dorsal. Encendí la lámpara de la mesa de noche y me incorporé de un salto sobre la alfombra para ver la ropa tendida en el suelo. Allí estaba el vestido que acababa de quitarse, las medias de seda, un bolso pequeño y más atrás, el par de zapatos rojos.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

44

Y respirarle cerca,
y traerla fuerte
a mis brazos

Y ver, los dos borrachos,
la arena y el mar
diabólico del caos.
Absortos, tontos,
juntos.