Tengo la imagen de estar moviendo el pie dentro de una
piscina. Viendo los pelos ir y venir sin desprenderse de la pierna, oscilando
en ondas moluscas, retrasándose medio segundo al cambiar de sentido. Tengo la
sensación del sol a mi espalda, del fondo cerámico de la piscina visto desde la
orilla en azul campánula; de mi rostro cual
retrato ondulante al mover la pierna y sacarla del agua, del contraste del
adoquín punzante bajo mis pies descalzos, del sentimiento de la toalla tibia contra mis
rodillas. De pronto es un ruido que recuerdo especialmente, aunque sin poder
recrearlo, y todo se torna en la imagen de mis manos sobre el cristal de la
puerta corrediza. Dentro los ventiladores soplando cansados por encima de los
muebles y la frescura de los pies al pisar el azulejo de la casa y atravesar el
pasillo. Creo que es entonces que, si no estoy mal, llego al fondo y abro la puerta de mi
habitación y está la chica de la casa vecina asomándose por debajo de mi cama. La
proyección mental que conservo es un tanto borrosa. Creo que se aterra al
advertirme en el umbral de la puerta y se sienta, más bien se tira violentamente
contra la mesa de noche. La ventana de la habitación está completamente
abierta, las cortinas en vaivén constante de tela solar.
¿Qué buscás? –le digo. La chica tendrá unos 17 años. Permanece
en el suelo sin responder. Me conduzco
al closet y saco una t-shirt que descuelgo de la percha. Estoy metiendo los
brazos a través de las mangas, la camiseta me cubre el rostro cuando escucho su
voz por primera vez.
-Perdón, se
lo ruego. Es sólo que la ventana estaba abierta y (la ventana no estaba abierta) y y y es
que arrojé una pelota a este lado del patio y no la vi más. Eso la semana
pasada. Me asomé por la verja esta mañana y creí que podía haber entrado en su habitación,
es una pelota de tenis. Por eso franqueé la ventana, además creyendo que usted
no vendría por acá hasta el final del verano ¿De casualidad ha visto la pelota?
Perdóneme, sé que no debí hacerlo. Hice mal. Perdón. -
Noté que estaba
muerta de miedo.
Entonces creo que le dije que no me mintiera, que la ventana
permanecía siempre cerrada por el aire acondicionado y que por tanto su excusa se desmoronaba toda.
Le dije que le serviría un vaso de limonada o si prefería, un vaso de 7up con
hielo. Me siguió hasta la cocina y al final dijo que agua sola estaba bien. Pasamos
a la sala y la hice sentar en el sillón. Agradeció mil veces por el líquido.
Después permaneció en silencio con el borde del vaso en los labios, el agua
yendo y viniendo de su boca al fondo del
recipiente. Vi como su respiración empañaba el cristal.
-Entonces, ¿Qué buscabas? ,,,,,,, Decime- pregunté lleno de
calma, acaso espaciando el “¿…buscabas?” del “decime” unos cuatro segundos.
-Si se lo digo- espetó en un arranque de nervios- prométame
su indiferencia total, como adulto que es. –Pensé que hablaba bastante bien
para su edad- No quiero que piense que
entré a robar, tampoco que antes le mentí por costumbre, de hecho raras veces
miento, si no que por el contrario, quiero que al momento de acabar de contarle
lo que pasó, permanezca igual que como está ahora y que sobre todo, me crea.
Al momento de decir lo último me vi a mi mismo casi en
tercera persona, sentado sobre aquella silla en que estaba con un gesto grave, flemático
en la cara. Asentí con la cabeza y di un trago a mi vaso de limonada.
-Se trata de mi amiga –empezó-, mi amiga Ana. Usted
recordará que… que las cosas… es que, cómo decirlo. Por mucho que…- se inclinó
hacia delante viéndome escrupulosamente la cara- por mucho que ahora se deje la barba y tenga
independencia como para hacer lo que quiera, me atrevo a decir que usted no
tiene más de 24 años. Sé que viene cada verano desde que sus padres compraron
la casa. Tal vez sabrá que antes la propiedad pertenecía a unos alemanes que venían a pasar el fin de
año, más o menos en las mismas fechas que nosotros. Mi madre aseguraba que eran
alemanes. Recuerdo que se quedaban hasta que la piel de su espalda y cara se
enrojeciera por el sol, entonces, satisfechos de costa y coctails en la
piscina, se marchaban dejando junto a la puerta de casa un pastel de arándanos
hecho por la señora Anke. Siempre sujetaban una notita con cinta adhesiva a la
tarta que rezaba frohe feirtage y
abajo, felices fiestas, hasta el año próximo,
o una cosa así. Nunca estaban para el día de año nuevo, como sí es costumbre en
mi familia, (pasarlo acá, digo). El 27
cubrían la piscina con un nylon de burbujas azules y dejaban la casa cerrada
hasta volver el próximo año. Los veíamos desde el patio, sus caras redondas a
través de las ventanillas del auto diciendo adiós con la mano. No sé. Tengo
recuerdos poco precisos de Ana en aquel entonces, tal vez alguno de ella nadando
en nuestra piscina, de su traje de baño azul con estampado de flores o de nuestros padres charlando con vino tinto
en la pérgola. Tal vez tenga una imagen clara
de su cabello como el trigo, tan rubio que el agua no opacaba por más que
permaneciera en la piscina. Es curioso, pero lo que no entiendo es como… - (En
este momento del relato se detiene al advertir que me inclino sobre la mesita
de la sala para alcanzar el tabaco. Sigue mis manos con la vista al retirar un
cigarrillo del cartón y espera a que lo encienda. Entonces pregunta si puede
dar una calada. Le digo que lo conserve y enciendo otro para mí.)
- ¿Por qué dijiste – (el humo saliendo por entre mis dientes)-
que no sabías que fuesen Alemanes, o que era tu madre la que afirmaba eso? ¿Acaso
no eras amiga de…?
-Ana.
-Eso, Ana.
-No es que no supiera, es sólo que verdaderamente a los
nueve u once años todos parecen del mismo país. –dijo- Aparte Ana hablaba todo el tiempo en español,
incluso cuando se dirigía a sus padres. Por otro lado estoy contándole los
hechos de forma progresiva, como si partiéramos del inicio y de momento me
limitara a la época en que los Viker eran dueños de la casa. Claro que más
tarde Ana me hablaría de Alemania, de su ciudad natal, Leipzig,
incluso trataría de enseñarme palabras sueltas del idioma.
-Mjm –dije entre dientes- seguí, seguí.
-No sé en qué estaba antes pero tengo que añadir que Ana era
tres años mayor que yo. Cuando la conocí yo tendría nueve años o diez y ella
doce o trece. Nos veíamos sin falta cada año y nos entreteníamos en la piscina,
a la orilla del mar pisando juntas la arena volcánica o en la sala de estar viendo
una película en el dvd de los Viker. Ella me contaba acerca de los chicos que
había conocido durante el año. Yo siempre por detrás (me llevaba tres años),
escuchaba extasiada sus relatos y quería, con impaciencia, tener su edad para
que me acontecieran ese tipo de cosas. Siempre eran nombres (de los chicos de
sus relatos) como Lars, Arnulf, Björn y Helmut, que se peleaba con Arnulf o con
Lars y que al final resultaba ser un imbécil que sólo se interesaba por el
fútbol y no por ella. Yo los imaginaba a todos rubios como Ana a excepción del
que tuviera más protagonismo. A ése lo percibía con el pelo oscuro y la tez
blanca blanca. Pero eso no tiene importancia ¿Verdad? Lo que interesa es que
los Viker vendieron la casa algunos veranos atrás y que mi amistad con Ana se
fue, por qué no decirlo, a la mierda. Los
compradores, claro, fueron tus padres.- (me tuteó)
Depositó la colilla en una lata de cerveza vacía y siguió
contando.
-Dos años después, yo tendría 16, alguien tocó a la puerta de
casa en el momento en que nos disponíamos a salir rumbo a la playa para pasar
el año nuevo. Mi madre se enfiló hacia la puerta diciendo “ya voy, ya voy”,
usted sabrá. Cuando abrió pegó un grito
descomunal de alegría y me llamó también, dando de gritos. Al bajar las
escaleras con la mochila en la mano me encontré a Ana en el umbral de la
puerta. La abracé y aunque no recuerdo haber llorado, sí haberme contenido. Era
realmente extraño verla en la ciudad. Me contó que había trabajado durante seis
meses para costear el viaje. Estudiaba
letras en la Universidad de Bielefeld y trabajaba por la noche en un
bar/cafetería muy frecuentado por estudiantes de su facultad. Decía que me
encontraba muy cambiada, hecha una mujer de verdad. Ella también había
cambiado, con decirle que ya no lograba recordarla de más chica. Subiendo las
valijas al maletero del Mitsubishi dijo que envidiaba mi pelo y mi trasero,
ja-ja, cosas de esas. Nos reímos mucho.
Continuó.
-Cuando llegamos al sitio de playa se quedó mirando desde la ventana del coche su
antigua casa de vacaciones, ésta donde estamos hablando ahora, claro. Después
se apoyó en la verja de la piscina y la estuvo contemplando durante largo rato.
Cuando me acerqué tenía los ojos perdidos en el agua y me dijo “no ha cambiado
nada”. Y era cierto, la casa no había cambiado nada. Las vacaciones
transcurrieron sin apenas darnos cuenta. La visita de Ana lo había mejorado
todo. Volvimos a pisar juntas la arena volcánica de la barra y por la noche
bajábamos a Situ, el viejo bar del
puerto. Una noche, hacia el penúltimo día, después de cenar, dijo que no se
sentía del todo bien. Se retiró de la mesa dando las buenas noches y se metió
en su habitación. Permanecí un rato con mis padres hasta acabar el postre.
Cuando hube terminado atravesé el pasillo y toqué a su puerta, pero no obtuve
ninguna respuesta. Tomé la manecilla entre mis manos y abrí. Ana no estaba. En
cambio estaban todas sus cosas y la ventana de la habitación completamente abierta.
-Salí por
esa misma ventana y justo enfrente, después de los almendros, vislumbré la
pared de la casa (la suya). La contemplé hasta ver que en un extremo del muro
se encendía la luz de una habitación. Desde donde estaba, a través de la
ventana, podía ver el ventilador del
techo poniéndose en movimiento y la cabecera de caoba, tal vez la esquina del
guardarropa. Un minuto después volvió a apagarse la luz y decidí regresar a
casa, como si nada y esperar al día siguiente. Sabía perfectamente que para
esas fechas la casa estaba desocupada, (la suya), de hecho en la entrada no estaba su Volkswagen
Golf y las persianas de las ventanas delanteras estaban totalmente cerradas. Al
día siguiente, al salir de mi habitación, encontré a Ana en el sillón de la
sala. El televisor puesto en los canales nacionales y ella bebiendo a sorbos un
jugo de naranja. Se volvió a mí y dijo algo sobre el programa que estaba
viendo, sonrió con total naturalidad. Me senté a su lado esperando a que me
contara lo de la noche anterior. Pregunté si se encontraba mejor. Dijo que sí,
que sólo había tenido un mareo. Lo cierto es que no sacó el tema en todo el día.
-¿Puedo usar
el baño?-
La vecina se levantó y aproveché para recoger los vasos de
la mesa; dejé la lata de cerveza en su sitio por si quería seguir fumando.
Después de un rato escuché el ruido del wáter y la puerta del baño. Estaba en
la cocina cuando sentí una de sus manos sobre mi hombro. Me quedé inmóvil
frente al lavabo y la tuve cerca cuando la oí decir “¿Realmente no se acuerda?”
-¡¿Qué?!
Después de decirle que no, asustado y dándome la vuelta, volvimos a la sala. Esta vez no preguntó y
tomó un cigarrillo del cartón. Volvió a decir, ahora anteponiendo mi nombre - De
verdad, Edras, ¿no se recuerda?- (y no recordaba haberle dicho mi nombre), y seguía
- quiero decir, del baile, o del beso
que le arrancó a medias o de cómo salió detrás de ella hasta pasar por poco el
muelle. ¿Es que acaso no le resulta
familiar? Dígame, Edras, ¿estuvo alguna vez en Alemania? – Se me hizo insoportable
el humo que exhalaba, sus palabras, saberla allí sentada. Me paré de golpe de
la silla y caminé hasta la entrada. Abrí la puerta y le dije que por favor
saliera. Todavía dio dos caladas al cigarrillo y lo apagó sin prisa contra la
lata antes de levantarse. Cuando hubo franqueado el umbral se volvió a mis ojos
y dijo “Ella aún le recuerda”.
Estuve toda la tarde mirando la piscina desde el corredor de
la casa. Encendí un cigarro y después otro. Luego otro y después otro más,
luego el último, hasta que el calor se agolpó en el techo de madera y fue inevitable abstenerse de la piscina. Sólo la
frescura del agua contra mi pecho me devolvió el ánimo. Los skimmers oscilaban,
golpeaban el borde plástico del marco en un afluente irregular. Salí del agua
hasta la pérgola y alcancé una cerveza de la hielera. Después volví a la
piscina. A un lado opuesto, de espaldas a la orilla, contemplé la casa
completa. Recordé visitas de años anteriores, mi familia sobre el césped y la mesa del comedor aguantándonos a todos.
Allí en el agua caí en la reflexión recurrente de “cómo pasa el tiempo”.
A las diez de esa misma noche abandoné el televisor de la
sala asqueado de tantos comerciales nacionales. Me levanté del sillón con la
idea de fumar en el pasillo. Con el ches encendido, empujando la puerta,
advertí un sobre en el azulejo del suelo. Pensé que otra vez se había colado
alguien en mi propiedad, esta vez para meter un mensaje bajo la puerta. Lo
abrí. Era un mensaje escrito al reverso de un flyer que decía algo así como “A las 11. Baje hasta el puerto.
Pregunte por El Situ. No olvide traer
cigarrillos. Luisa”. Supuse que sería
la vecina.
Me lavé los dientes, tomé del ropero una camisa limpia y
apagué las luces de la casa. Salí con 40 minutos de antelación para comprar
tabaco, que ya no me quedaba.
Sería un viernes o sábado porque recuerdo bien que el puerto
estaba concurridísimo. Serían estudiantes, universitarios o bachilleres que
pasaban entre amigos las vacaciones. Bebían sobre las banquetas y se pasaban
unos a otros el cigarrillo que estuviera encendido. Las risas de las chicas se
deslizaban locuaces en el agua cercana, los manglares al fondo, opacos oscurecían
el canal. Pregunté al grupo más cercano de chicos por El Situ. Un borrachín saltó de en medio y me abrazó por el hombro.
Dio una larga calada al cigarrillo que llevaba humeándole entre los dedos.
Después señaló sin ver a donde apuntaba, me veía el rostro y decía “ahí, justo ahí,
atrásss, detrás de los cocoss. Lll’edificio grande-ése”. Después una chica llegó
a su lado muerta de risa y me dijo que siguiera hasta ver la única construcción
sobre la arena. Di las gracias y caminé por la orilla de la playa hasta que estuve cerca del local. Habría llegado diez o
quince minutos antes por lo que fume al pie del agua, donde la arena brilla,
restregada una y otra vez por la espuma.
De lejos vi una chica que entraba revisando la hora en un
reloj pulsera. Me acerqué los cien
metros que restaban. El lugar era un rectángulo vulgar de tablones medio
espaciados entre sí que aguantaban un techo
rústico de palma. Desde la entrada se dibujaba la barra a un lado del local,
las botellas de ron nacional puestas en la repisa y enfrente una camarera
sudorosa con delantal rojo. Servía el
ron sin hielo y se atareaba, apenas dándose a basto, cuando la gente ordenaba
shots de tequila. Los presentes parecían mayores, bailaban muy de cerca la
música costeña que llegaba de un triste altavoz. El suelo era la arena misma del mar y se
hacían difíciles los pasos en busca de mesa. Me senté en una del fondo,
asegurándome de que no tuviera las sillas rotas. Se acercó una jovencita a
preguntar si quería ordenar algo. Pedí dos cervezas y algo más, creo que unas
manillas o algo para picar. La chica del reloj pulsera estaba sobre la barra.
Tenía una cerveza entre las manos. Le habrá tardado unos diez minutos acabarla,
porque fue más o menos lo que tardó en venir a mi mesa. –Hola, soy Laura –
dijo, y me tendió la mano. De pronto pensé que toda la gente del bar me
conocía, incluso la gorda que servía y cobraba los tragos.
-Decime
Laura, ¿Cómo es que últimamente la gente me conoce sin habernos visto antes?
Ni siquiera
sonrió. Despegó la silla plástica de la
mesa y se sentó.
-¿Trajo
cigarros?
Tiré el
paquete sobre la mesa. Lo tomó y deslizó dos fuera del cartón. Encendió primero
uno y me lo tendió al otro lado de la mesa. El filtro a pintalabios rojo.
Después chispeó otra vez contra su cara para encender el suyo.
-Si te digo
la verdad, –dije- me divierte esto muchísimo.
-¿Qué?
-Pasar de
estar en la piscina a descubrir una chica metida en mi habitación, buscando
debajo de mi cama. Y luego, el mismo
día, encontrar una carta bajo la puerta de alguien que invita a vernos. Alguien
que tampoco conozco. De pronto estar acá, compartiendo tabaco y una mesa
plástica con la chica que saltó la verja del jardín para deslizar la invitación
bajo la puerta. -
Ahora
sonrió. Tenía el codo en el apoyabrazos de la silla, el cigarrillo a la altura
del pelo.
-Lo triste
de su condición, Edras, es dar la espalda a tanto. Quiero decir, a tanta gente.
¿Acaso no fue lo mejor de nuestras vidas,
todo junto, todo de golpe?
Hacia las
doce pagué a la chica del antro por las dos cervezas y el bowl de boquitas. Me
despedí de Laura. El camino de vuelta fue confuso, a los jóvenes de antes ni
los vi, aunque estaban ahí, más recios de vodka y cerveza de litro. Cuando empujé
la verja y atravesé el jardín, cuando
franqueé la puerta de la casa y atravesé la sala, después el pasillo y otra vez
abrí la puerta de mi habitación, me vi estático contemplando la cama. Me hinqué
sin prisa en el suelo cerámico, apoyé luego la oreja y las dos palmas de las
manos. Me quedé mirando por debajo de las colchas que babeaba la cama y vi el
cuaderno negro que yacía como cosa única en la habitación. Estiré el brazo,
otra vez sin prisa. Me senté contra la mesa de noche y abrí el cuaderno en la
primera página. Recuerdo que antes de hojearlo siquiera sentí como si alguien
me estuviese viendo. Tal vez desde la ventana, tal vez desde el pasillo. Alcé
la vista.
Bajo el umbral de la puerta una rubia se cruzaba de brazos.
Bajo el umbral de la puerta una rubia se cruzaba de brazos.