Esto es como el perro blanco que estuve acariciando un rato
en el parque de Oakland, que me siguió con el abandono/fidelidad/entrega de poder dejarlo
todo por mí. Porque había pasado mi mano por su cabeza un par de veces mientras
fumaba un cigarro y pensó (el perro), que era una de las cosas más lindas que le habían pasado en la vida. Porque las calles son duras en Guatemala y la gente vive solo espantando
la muerte. Quitándosela de encima como a una mosca imposible de sorprender. Muy
ocupados como para sacar a un perro de las calles -o acariciarlo-, muy ocupados con la muerte.
El perro me siguió varias cuadras. No tenía planes de
abandonarme. Era blanco y grande y no sabría decirlo, pero tenía una expresión
de felicidad en la cara. Iba justo atrás
mío, cuidándome, muy pendiente -en medio de esa adopción momentánea y estúpida-
de que no me pasara nada. Así que anduve
las calles más tranquilas de mi país, que es Oakland, con un perro atrás que
tal vez hubiese dado la vida por mí a cambio de un poco de amor, a cambio de
esas dos o tres pasadas de mano que le di abajo, en el parque municipal "La Joya". Pero llegó este
momento de agobio, de sentir que el perro me quería ya demasiado, que me hizo
voltear adonde estaba y empezar a amenazarlo. Le grité y toqué el suelo enloquecido
con la mano en ademán de tomar una piedra, (¡VA! ¡CHUCHO JODIDO! ¡VÁISE!, le dije) moviendo el brazo en el aire como si lanzara con mucha fuerza. El perro se
alejó poco a poco, dándose la vuelta para verme a cada paso, ahora con la cara
triste y la cola entre las patas. Todavía me siguió unos metros más a la distanica, dándome mil oportunidades de perdón, esperando, quién sabe, a que
lo llamara de vuelta y volviera a acariciarlo.
Ahora sí digo: Perdón a todos los perros blancos de mi vida.
Ahora sí digo: Perdón a todos los perros blancos de mi vida.