domingo, 29 de marzo de 2020

De una lectura feminazi


Me acuerdo bien. Organizaron una lectura de poesía feminazi en la calle de Paiz (dirección calzada Kaibil Balam, zona 1 de Huehuetenango), en una casa vieja con patio español y techo plano de teja, donde renté un cuarto  sencillo los primeros 20 días que estuve en ese lugar. Ahora se llama "el Marqués" o "Marquezote", según tengo entendido, y funciona como hostal/restaurante para los pocos viajeros que llegan.

Esa tarde pasaron a leer al frente dos o tres españolas iracundas y falaces con cortes de pelo de niño que celebraban a la mujer y las formas radicales de desconocer las instituciones del Estado, por ser, decían ellas, aparatos del patriarcado, creaciones ideadas y ejecutadas en la mente del "macho acaparador del orden social". Después, más tímidamente,  pasó un grupo de morenas guatemaltecas resentidas con botas altas de guerrillero y labios pintados de negro, piercings en la boca y todo tipo de accesorios que vieron por internet para vestirse en esa ocasión: todo lo que está de moda en las marchas feministas que han visto por Youtube (Niñas de Berlín, como me gusta llamarle a ese tipo en particular), para leer silabeando algunos poemas. Lo que es igual que decir que el feminismo no deja de ser un movimiento eminentemente estético, motivado, exacerbado, potenciado y solo impulsado por la normalización de las redes sociales en nuestras vidas y la urgencia de crear identidades publicables. O lo que es lo mismo, poder abrazar ideas visibles frente a  muchas personas  (QUE ALGUIEN LAS MIRE CREER EN ALGO).  Me gustaría saber cuántas feminazis saldrían hoy a destruir plazas, pintar paredes y enseñar mensajes escritos en cuerpos desnudos si no hubiera forma de hacerlo público. El encierro total de una cuarentena debe enloquecerlas, pero aún saturan las redes  con paráfrasis ardida.


Todos los poemas que leyeron aquella tarde eran de un librito malísimo -Geografía de mi Cuerpo-, que descubrí en ese momento, estaba siendo presentando por su propia autora, Ana G. Aupi, (a quien de antemano pido perdón por estos comentarios), una catalana con varios años de vivir en el occidente de Guatemala, según supe de alguien que tenía sentado a la par. Poemas retrógrados que sonaban a Bakunin o Emile Henry, Llorca, Rostan o Proudhon, “poemas de resistencia” como se atrevieron a llamarles aquella tarde, pero no eran más que críticas endebles a hidroeléctricas y transnacionales: grandes corporaciones; la explotación campesina y minera en Guatemala, el genocidio en los últimos años de la guerra, el caso de las niñas calcinadas en el Hogar Seguro  y en resumidas cuentas:  los malos tratos del hombre hacia la mujer guatemalteca. Al menos, lo que ellas entienden por mujer: la mujer en su acepción más varonil y combativa posible: la mujer que quiso ser hombre.


Qué asco -pensé- tener que oír todo aquello en el 2019, en una ciudad tan a salvo de  esas cosas, como Huehuetenango. No escuchaba ya los poemas, solo pensaba mientras "las niñas de Berlín" leían en el micrófono. Yo también llevaba días celebrando a una mujer en silencio, y aún esa misma tarde, mientras me llegaba el zumbido de las feminazis hablando en las bocinas,  pensaba en una mujer con el vértigo y la angustia del tiempo reventado; de los caminos  que dejamos abiertos. 

Apenas la noche anterior había pasado despierto toda la madrugada pensando en esa chica que dejé escapar hace tiempo, Sarita mía para siempre, y ahí estaba en ese momento, solo,  sin nada de lo que había sido, una identidad que dejé tirada en Europa,  oyendo el ruido de los poemas viejos que leían a gritos las feministas, apoyado en una columna de madera de aquel patiecito español mientras empezaba a llover copioso sobre la teja y los asistentes se apañuscaban en el  pasillo para mirar. Las feminazis estaban cambiando al mundo -eso decían los medios-  leyendo poemas y coreando consignas, viviendo vidas de mierda, cortando su cabello como cuarentonas de Bilbao y yo seguía sin poder olvidarme de mí en otros años, de esas otras mujeres que se despertaron conmigo, que despeinaron sus cabellos largos en el chorro de aire caliente de una ventanilla abierta en carretera: mi propio carro. Mujeres que sabían canciones que yo también sabía y gritaban empañándome los ojos con el tufo hirviendo del vino.

Las feminazis habían leído ya casi todo el libro de Ana G. Aupi. Faltaban dos o tres poemas malos sin recitar, nada más, así que la anfitriona dijo en el micrófono que si había alguien más que quisiera pasar a leer, después de casi quince mujeres que pasaron a declamar una parte asquerosa del libro "Geografía de mi Cuerpo", que tuve que soportar muerto del sueño y  el aburrimiento. Se quedó de pie diciendo ¿alguien más? ¿Alguien más? ¿Hay alguien? mirando especialmente hacia las mujeres de la Escuela Feminista para la Prevención de la Violencia Patriarcal de Huehuetenango, que ocupaban las últimas filas de asientos, pero esas gorditas de lentes y botas altas estaban muertas del miedo, aterradas de quizá no poder leer bien cuando pasaran adelante.  Avancé hasta el frente cruzando el patio picoteado de lluvia, pasando sobre los charcos grandes que se habían acumulado en la baldoza, y pedí el micrófono ante la mirada incrédula de todas las feministas. 

La anfitriona apretó los dientes al verme las manos vacías, comprobando que no  tenía el libro que estaban presentando, y que tampoco iba a comprarlo, así que se voltearon a ver con la poeta como en una consulta rápida que se hicieron con los ojos bien abiertos. No les quedó más remedio que decirme que el espacio era para leer después de todo, así que adelante,  podía leer si eso es lo que quería. (La censura entre las feministas es un asunto real, por eso se habían consultado. Podían haberme dejado afuera como un pequeño triunfo feminista. Lo sabía perfectamente y saboreé la victoria de poder pasar adelante y tomar el micrófono. Ahora las feministas tendrían que oírme).

Vi de cerca las caras de rechazo del público cuando me acomodé a la vista de todos, aclaré la garganta y empecé a hablar. Les dije que esa misma tarde (y cien noches anteriores) había estado pensando en una mujer, alguien de una vez, alguien que había dejado escapar. Después de todo estábamos celebrando mujeres importantes, ¿no era verdad?

Pero esta no fue nunca una mujer que quiso parecer hombre -pensé decirles viendo a esos intentos fachudos de niños resentidos que ocupaban las sillas del corredor, lo que hubiera sido un gusto verdadero, si me dejan decirlo: decirles a todas que se jodieran- sino una mujer que había intentado olvidar durante cinco años seguidos y que todavía, ese mismo día, a esa misma hora,  en Huehuetenango, no había podido hacerlo (sacarla de las cosas que pensaba).

El silencio  después de mi voz era absoluto. Pausas largas para mirar. Pausas largas para empujarse los lentes y torcer caras de asco. Ni una sola sonrisa en el público. 

Me la sigo imaginando en todos los sitios a los que voy, les dije despacio, escuchando mi propia voz saliendo con retraso de las bocinas. Cada vez que me chequeo en un hotel, dejo mis cosas en la habitación y salgo a dar una vuelta. Veo el área de bar, la piscina, el restaurante, atravieso pasillos largos de habitaciones con números pares (44, 144, 244, 344, 444), no dejo de revisar en ninguna parte. Siempre creo que la mujer que pienso está detrás de una puerta de esas y que un día su voz alegre me alcanzará de lejos diciendo mi nombre, Daniel, que para ella siempre es dani. Convencido que su cara aparecerá en la ventana de un carro en movimiento, un autobús; o que reconoceré su cuerpo pálido de lejos en un mar de Guatemala, una playa hirviendo del Pacífico con arena negra y cocos amarillos en las palmeras pintadas con cal, de espaldas a mí, sin saber que la miro, tomándome todo el tiempo del mundo para observarla  muerto de la excitación y del miedo antes de ir a su encuentro: diciendo Sarah con la voz rota. Pero ya nunca vamos a vernos -les dije- eso es seguro- y sonreía con resignación, soplando por la nariz en el micrófono. (Yo mismo lo reconocía y lo había dicho mil veces ya, íbamos a  irnos del mundo sin ver lo que habíamos cambiado en todo ese tiempo que dejamos de vernos), cuando provoqué aquella despedida estúpida en una estación de tren de una ciudad española que todavía, esta misma noche,  me duele en la panza).

Terminé la introducción y  me puse a leer en mi celular el poema que había escrito un par de noches atrás para ella, en la biblioteca de la universidad, un poema larguísimo que iba de nosotros dos y de las cosas que quedaron cuando se fue (un millón de estupideces y lugares que revisté solo para encontrar pedazos de tirados de ella), y me empecé a confesar delante de todas esas bocas y caras de asco de las feministas (imitadoras de hombres, replicantes de resistencias y movimientos ya producidos, pintaparedes, bailadoras de coreografías estúpidas, consentidas del orden social que aborrecen).  Todo lo que se puede decir sobre una mujer ausente, de eso iba el poema. Mierda, cuando una tarde,, mucho después de haberle dicho que se fuera, supe que no iba a estar más conmigo, que la había perdido para siempre, su cuerpo en una cama contándome historias malísimas  que iban de nada pero que a ella le daban risa, y pensé que esas feminazis nunca tendrían nada parecido a eso. Nunca ganarían un espacio en la vida de nadie. Nunca una noche como esa, como las nuestras, Sarah de cien madrugadas. Por eso peleaban contra todo, al menos contra la gente había encontrado la BELLEZA. A ellas nunca la encontrarían.
 

El público apenas me aplaudió un poco al terminar de leer mi poema y la presentadora me arrebató el micrófono de las manos, invitando a los presentes a servirse café soluble y pasteles en la parte de atrás de la casa, que era el garaje, donde hacía apenas unos meses estacionaba mi pickup blanco al regresar de la universidad. 


Me sentía bien, cuando salí de ahí muchas mujeres feministas me odiaban, las catalanas de cortes raros me detestaban, la poeta de aquel librito me aborrecía (te saludo Ana G Aupi si estás leyendo esto).

Llovía a cántaros sobre toda la zona 1 de Huehuetenango, y en la zona 4, 8 y 3, que alcanzaba a ver en puntillas  desde ahí. Pasé los zapatos sobre cien charcos distintos y me reí en voz alta cuando pensé en la noche de Lisboa que choqué el carro en una subida pronunciada de cemento sin poder ver absolutamente nada por las ventanas chorreadas de lluvia, y Sarah volaba sobre el tablero de plástico, muerta de  risa y ganas de mear. Fue un accidente pero los dos nos reímos a carcajadas antes de poder bajar a ver los daños del carro e irnos huyendo de ese lugar. ¡Cómo puede cambiar una vida en tan poco tiempo, Sarita! Portugal, Logroño, Huehuetenango, y sigo siendo el mismo imbécil de siempre ¡Si tan solo alguien del pasado pudiera verme! 

Entré al sótano de Paiz, el centro comercial destrozado de la calle del cementerio, y llamé a Daniela  parado junto al pickup.

-Danielita -le dije nomás escuchar su voz,- acabo de joder una lectura de poesía. 

Su risa de mujer era mucho mejor que la lluvia. Decía: -¿Que qué?! dani ¿Que qué?

Tenía la cabeza empapada, la barbilla, los labios mojados; unos jeans  ensopados, pero me sentía vivo, MÁS VIVO QUE NUNCA . Todo lo demás no importaba.

-¿Paso por ti y vamos  por una botella de algo? -le dije-  una cerveza, un XL de sabores, el que te gusta. Vemos qué onda-. 

Se reía. Dijo que sí en el teléfono y me imaginé que estaría sonriendo en ese mismo momento, tratando de encontrar un espejo a toda prisa para verse el cabello, la ropa que llevaba puesta, su trasero apretado y redondo en unos jeans claros. Comprobando que estuviera bonita para mí. 

El  Izzy Market de la calle del estadio estaría desolado y abierto para nosotros cuando llegáramos por hielo. Eso tampoco iba a durar para siempre.  Muy pronto la palangana de mi carro, el jardín de las Hortensias y todas las cosas que hablamos sentados allí, se convertirían, apenas, en un instante querido en mi cabeza.

-Estoy por ti en diez min, ¿va, danielita linda? Diez minutos, Danielita.