domingo, 30 de julio de 2017

¿Km 16 era?

Yo fumando en el jardín, ella poniéndose los zapatos arriba, los que recuerdo con strap ajustable junto a la cortina celeste del cuarto.

Se apaga la luz en la ventana perfectamente cuadrada del segundo nivel cuando   viene escaleras abajo, a la puerta corredera de cristal y después al patio, donde estoy fumando un cigarro viendo en la vecindad los árboles de carretera a El Salvador mecerse, silbar cuando los atraviesa tercamente el viento. Y llega muy cerca de mí (Ligg) y se cuadra para verme entero a la cara, por debajo de la visera de mi gorra negra que pone Nissan Frontier, y la escuchás preguntar “¿No tienes frío, Dani?” mientras se cruza de brazos en un sweater delgado.

Mi respuesta es corta y solo se me ocurre mirarla un poco desde el humo del Rubios, pensando en cómo se veía apenas 10 minutos antes, buscando su ropa en el suelo del cuarto, y decirle: “¿Ligg vos también escuchás eso? “

Esperarla pensar, mirar un poco a todas partes hasta ver su propio patio absurdamente normal y quizás con un poco de asco preguntar “¿qué cosa, Dani?


Entonces  decirle, así, con la vista perdida en la vecindad y el humo blanco estancado en la visera de la gorra que pone Nissan frontier : “los árboles, Ligg. Esos de allá”.



Dani

Esa noche bauticé como Dani a un perro que dormía siempre afuera, en la puerta de una casa desocupada del barrio La Cumbre de Quetzaltenango, donde hay una fuente que pone municipalidad 1917 en una especie de triste plazoleta construida como para un león cholco retirado de algún circo mediocre; para que se eche en las gradas y parezca imponente al pasar la gente que sube asqueada por 9 avenida en la oscuridad de un pésimo lunes cualquiera.
Al perro le di orillas de la misma pizza que había cenado esa noche. Pisábamos la misma hora y pensé que dormíamos a la misma altura de Quetzaltenango y que estábamos tan solos los dos, con tanto tiempo libre y cosas que pensábamos/queríamos hacer en el mundo. Así que el chucho (dani) se acercó a olisquear las orillas que había dejado a propósito para él esa noche, para poderle dar mi nombre en una ceremonia estúpida al filo de las dos de la mañana.

-Dani,- le dije - Vos te llamás Dani.-

Y se cuadró al escuchar el nombre, ahora se llamaba Dani sentándose erguido y sarnoso sobre sus dos patas traseras, enfrentando las orillas de pizza que le di, pero sin comerlas. 
Así que estuvimos viéndonos los dos un buen rato a un lado de la calle vacía y los carros apuñuscados en fila sobre las banquetas heladas de Quetzaltenango. Y pensaba que Guatemala era una mierda de país, el peor de todos y que nos había fallado tanto a los dos. Y recordaba mucho a Luisa en el apartamento amarillo ese en que vivía en La Cumbre y me preguntaba si el perro también pensaba en alguien. En alguna persona que lo hiciera reflexionar mientras descansaba su cabeza pulgosa en una de las gradas de esa plaza como de circo. Alguien de otro tiempo, alguien contundente, alguien que le atravesara el estómago de rabia y nostalgia. De mucha inquina y aflicción.

En un momento sentí ganas de sentarme con Dani y acariciarlo hasta dormirlo sobre mis jeans. Hablarle quedo, cagándome del frío, pero hablando de cosas que recordaba de pronto, que venían como relámpagos en un proceso inconsciente y sencillo de no pensar en nada. Y hablé de esta vez que estacioné el carro frente a la 13-35 de Oakland y tomé una lata de cerveza entera viendo la puerta color blanco de una casa a la que me habían invitado hace, (MIERDA), muchísimos años para bailar y fumar en la veranda con una niña que quería ser psicóloga y poder decirnos cosas de esa edad estúpida en medio de la música tan alta. Noches que recordaba  atroces volviendo sobre calle Vaguada en España, mujeres que vi flexando los muslos para poder orinar como vacas en la calle y mirar el pipí atacar el asfalto, mojando el polvo y los chicles apachurrados y las colillas naranjas de Malrboro flotando en el líquido caliente que brillaba un poco bajo las farolas.
"Calles de adoquín chorreadas de luz amarilla y perros de cola levantada, un poco como vos, Dani, que atravesaron lado a lado olfateando con violencia vasos rotos de granizadas, bolsas de supermercado llenas de basura y condones como globos pinchados que volaron de la ventana polarizada de algún carro. Dos prostitutas embarazadas que vi tomando una tibia cerveza Gallo  en Jutiapa, sobre las mesas de un prostíbulo derretido por el calor y la histeria. Panzas color chocolate salpicadas por la luz que arrojaba un televisor culón  en Cocales: panzas redondas y  lampiñas alumbradas solo por un episodio de Sábado Gigante. Semen que se enfriaba en unos boxers de cuadritos marca A Selection, en los muslos blancos de una mujer adolescente.

Recuerdo ahora mismo (AHORA MISMO) a un pastor evangélico, Dani, meando contra el aro de un Nissan verde que ahorilló después de Barberena mientras su familia esperaba con las caras morenas y el pelo regado de caspa a través del windshield quebrado del carro. Balnearios deprimentes, toboganes de plástico cocinados por el sol de Guastatoya. Familias que apestaban a crema solar al pasar al lado, y repelente para moscos, a petate, a telas con olor a hojarasca o a monte seco con tierra; camisas agujereadas en las axilas o debajo del ombligo que ponen en letras grandes Daytona 500: Jeff Gordon, 2002. Un resto de lentejas guardadas en un bote de medio galón de helado de Sarita en la refrigeradora. El olor como a sala estadounidense de la Megapaca, indígenas comprando ropa de norteamericanos ya fallecidos, camisas que les vienen enormes y zapatos con la suela gastada solo de un lado, el dorsal de Jordan a la espalda de una playera sin mangas de los Chicago Bulls; pienso en una empleada que vi a través de una vitrina cambiándole la ropa a un maniquí: tan triste Dani, tan triste ver esa mierda. )

Y le dije a Dani que no hay nada más deprimente que unos zapatos para jugar boliche o un borracho alumbrado por las luces altas de un carro, el cantante de los hostales del IRTRA o un travesti con la barba saliendo/naciendo del maquillaje. La mujer de brazos gordos que se besaba con el espejo sacando mucho la lengua en Coco Loco y restregaba sus caderas pequeñas dando breves gemidos en medio de una canción de Don Omar. El abdomen sin blusa de una niña fea respirando una resaca de muerte, atascada en una madrugada densa y desafortunada. La China Godoy, actriz nacional, puerca de mucho cuidado con publicaciones de Hare Krishna, shares de sexo experimental, irresponsable, fotos de veranos cayéndole en la nuca, en el sol tintado de su espalda, en sus nalgas respingadas al pararse sobre las puntas de sus pies diminutos y hacerse una foto en el océano Pacífico de El Salvador; bolsas plásicas y latas de cerveza flotando en la orilla del mar atrás. Calor de todos los diablos.

Divorciadas, Dani, que abren la puerta de sus casas con ojeras de 3 días y aliento a cerveza tibia y se acercan para decir que pasés hasta la sala. 

¿Has visto el payaso gordo de acá de  Xela que se ve a veces regresar por la 12 calle con su mujer y su hijo, siempre con un cartón de telefonía que pone en el anverso con marcador negro: “necesitamos dinero”? ¿Lo has visto vendiendo inflables en el parque? 

Pienso en niñas que se avergüenzan de sus padres y se retuercen del asco y la cólera cuando solo hay zapatos de segunda mano para comprar, cuando han humillado tantas veces a sus papás, gordos  miopes endeudados en camisas de marcas genéricas y crocs rotos, sin el strap de la parte de atrás, frente a ellas y han sentido ganas inmensas de irse a la mierda mil veces, de verlos morir en un accidente de carro o tener hijos que no pasen nunca (ni de cerca) la misma vergüenza de pedir descuentos en todas partes y ser asediados como puercos por acreedores desquiciados, a veces amigos de la familia que los presionan para que paguen lo endeudado y se ríen de ellos a la espalda como demonios alebrestados por la desgracia.

Pienso en las huellas de una gallina en la tierra, el ladrido de los perros en medio del frío, las nubes negras como el diesel de los escapes arriba, y la lluvia inminente que va a regar las cabezas de todas las quetzaltecas de pelo tintado a esa hora en que escriba mirando por la ventana.

Y quise decirle más, como que había tenido muchas mascotas antes pero que él no era de nadie, tal vez nunca lo había sido y eso era quizás lo que más me conmovía, imaginarlo de cachorro moviéndole la cola a los autos estacionados o a las putas de Calle de las Sirenas o a los borrachos que se vomitan sopas instantáneas encima cerca de la Muni. Quise decirle algo así como: la próxima vez que te pase algo bueno abrazálo, Dani. Quedáte con eso y no lo soltés.  Pero Dani ya estaba dormido y yo había perdido tantas cosas importantes en mi vida como para poder aconsejarle algo.
 Así que pasé mi mano estallada cerca de su oreja apestosa mil veces. Le había dado mi nombre, habíamos compartido una madrugada entera y mañana me iba  a recordar. De eso estaba seguro.





lunes, 17 de julio de 2017

A una mujer que vi en la palangana

 Guatemala está iluminada por un foco sucio de luz amarilla que cuelga de su propio cable. Una luz como esas que alumbran el pollo frito en las carretas anaranjadas de pollo, o las luces de comedores vacíos con suelos de azulejo quebrado y niños descalzos. La luz interior de guanteras o baúles de carros modelo dos mil. Focos de feria que alumbran casetas de tiro con rifle/manteles con dibujos de verduras en comedotes/ carritos chocones o linternas de mano desechables color verde; focos de microondas o refrigeradoras viejas o pulperías con piso de tierra y ancianas cafés de pelo blanco que se acercan en delantal con las manos mojadas a los barrotes para decir que no, que no venden hielo. 

Y vos te vas caminando. Mirás a la gente de la costa sur aburrida, espantando moscas en automático, como si los brazos fueran colas lampiñas. Encendés un cigarro y mirás hacia arriba, las nubes que se mueren de calor, las palmeras que se mecen ciegas en la oscuridad mientras los grillos se revuelven entre la hierba  No hay hielo. Pensás: tiene que haber otra tienda. Pensás: Una más. Pensás:   Sarah debe estar ensordecida por la planta eléctrica y la botella de whisky puesta enfrente, donde la dejaste. Pero no hay hielo y la pobre debe haber leído ya la etiqueta del Johnny Walker mil veces esperándote, muerta del aburrimiento, enloquecida por los moscos que vuelan cerca de la oreja y pican los tobillos, las manos... El humo del cigarro sube más rápido que en la ciudad, pensás: el aire caliente, pensás: ¿cuántos años tenías la primera vez que bajaste en la costa sur, Oliver, y no pudiste soportar los jeans contra las piernas sudadas. Pensás: ¿6 añitos? La vez que bajaste a orinar en Sarita y el sol se daba entero sobre el asfalto del parqueo y pensaste que la suela de tus zapatos iba a derretirse y preguntaste por el baño a una empleada morena y te mojaste la cara en un lavamanos que te quedaba demasiado grande. 

Había una última tienda en el pueblo. Eso le dijeron y hasta le señalaron con la mano los que estaban en la tienda anterior, un grupo de amigos amables que compraban cervezas de lata a través de los barrotes. Dos cuadras, dijeron, después a la derecha. Oliver dio las gracias y se alejó caminando en esa dirección. Seguía pensando en el calor, la carretera húmeda, el sonido de una vigilia a lo lejos con el bajo sonando tal vez demasiado alto (dun dun dun dun), unas señoras gordas como gallinas con el pelo tintado de rojo andando de regreso en chanclas que chicoteaban el suelo y brazos demasiado gordos para el tamaño de sus cabezas. Pero el calor, pfff, Oliver pensaba sobre todo en el calor. Otro cigarro, vistazos a arriba, (pobre Sarah), y la luna a través de las nubes, la hierba oscura y estática a ambos lados del camino. 
Puuuuuuh: salía despedido el humo blanco del Marlboro que golpeaba sus ojos en cada respiración. 
-Buenas noches-dijo. La colilla pisoteada en el suelo cuando se agarró de la reja para ver hacia el interior de la tienda. 
-Bueeenas, bueeenas. ¿Hielito, tiene? Hielito, hielito– Silbó.  La luz amarilla del foco regaba las tiras de Sabritas y cajas de repelente en espiral, un enfriador color hueso en el
fondo, un guacal que flotaba en el agua quieta de la pila pegando una y otra vez en los bordes. Tienen que tener hielo. Echó un vistazo al reloj y otra vez pensó: pobre Sarah. 
-Noches, noches. ¿Alguien que atienda? ¿Alguien, alguien? ¿Hola? ¿Hay alguien?- Y otra vez nada.

 Se alejó cruzando la calle para buscar a una persona que le dijera donde encontrar al vendedor. Pero no había nadie. Después de la esquina solo se llegaba a un puente con una tubería naranja que pasaba por debajo y desembocaba en el río, un río de aguas negras. El color anaranjado chinto del pvc se veía en la oscuridad. Oliver siguió con la vista la tubería hasta ver que a unos 50 metros había un edificio deprimente de 3 niveles de block, con un rótulo que ponía “Auto hotel Jardín Secreto” en la entrada, de donde salía el tubo de pvc en descenso. De las 4 ventanas del segundo nivel había una que chorreaba luz eléctrica, las demás estaban apagadas. Otro cigarro para pensar “qué vas a hacer con el hielo, Oli”. 

Dos personas minúsculas atravesaban el cuarto, lado a lado y aparecían por ratos en la ventana sin cortina. Estaban demasiado lejos y era imposible precisar en sus caras desde el puente. En un momento una de las dos personas desapareció y sólo se vio la parte superior de una cabeza con pelo corto que bajaba de altura. Oliver pensó que se trataba de un hombre joven sentado en una cama, esperando seguramente a su amante, que no tardaría en volver de donde estaba. Del tubo salió una descarga que desembocó en el agua del río. Alguien había cagado en el baño del auto hotel (pensó Oliver) y había descendido todo hasta pasar por debajo del puente. Oliver estaba muy cerca, escuchó la liberación del fluido en el agua empozada y hasta sintió la vibración bajo sus zapatos. Al poco tiempo volvió la chica y las dos personas se abrazaron de pie junto a la ventana. Oliver volvió a echar un vistazo al reloj y sonrió divertido en la oscuridad pensando que la mujer de la habitación había tenido la confianza, tal vez hasta con la puerta abierta, de hacer popó mientras el amante escuchaba todo sentado en la cama de la habitación. 

El reloj pulsera marcaba una hora desde que Oliver dejó a Sarah con su cara salpicada de pecas y el pelo rubio entre las manitas que deseaban abrir la botella. Una hora desde que se despidió de ella en la casa de la finca diciendo “vuelvo en 10 minutos. 10 minutos, Sarah” porque el whisky era intomable sin hielo y vaya despiste haberlo olvidado de vuelta en la gasolinera, cuando pararon a repostar y comer hot dogs. Así que Oliver comenzó a caminar hacia el auto hotel, donde, seguro, habría gente. Anduvo unos cuantos pasos, a lo lejos se oía un motor que se acercaba del lado opuesto, a unos 200 metros de distancia. Oliver se acercó hasta la entrada del edificio, se asomó al interior para ver si había alguien pero solo había un coche estacionado. Pensó: la pareja de la ventana. El carro que venía en dirección del auto hotel bajó la velocidad después del último túmulo y puso el intermitente a la derecha, donde estaba el auto hotel. Oliver buscó la recepción al fondo para preguntar por el hielo pero no encontró nada más que un escritorio alumbrado por una lámpara y una radio sonando bajo, tal vez una silla de plástico color aqua separada de la tabla y un cartel con la tarifa que se cobraba por hora. El carro que venía se detuvo finalmente frente al auto hotel, sin entrar ni apagar el motor. Era un pickup negro
polarizado de cabina simple. 

Oliver lo veía todo desde la oscuridad: el carro haciendo ruido en neutro, la habitación silenciosa del segundo nivel sacando luz amarilla, el escritorio de recepción desatendido. El conductor del pickup comenzó a tocar la bocina. Pitó unas tres o cuatro veces hasta que la luz de la habitación de arriba se apagó. Del edificio salió una chica con prisa que se subió a la palangana del pickup. El tipo de pelo corto salió poco después de ella buscándose las llaves del auto estacionado en los bolsillos del pantalón. Eran las únicas personas del edificio. 

-Buenas noches- dijo Oliver. El tipo buscó su voz en la oscuridad hasta poder verlo. 
-Buenas noches. 
-¿Tiene idea de dónde puedo conseguir hielo a esta hora? 
-¿Hielo? 
-Sí. Hielo. Llevo más de una hora buscando. 
-¿Viene caminando?- Esperó a que Oliver dijera que sí con la cabeza 
- ¿Sí? Pues suba al auto. 
El auto hotel estaba a unos dos o tres kilómetros de la finca. Oliver pensó que después de todo no iba a regresar tan tarde con Sarah si subía. Agradeció y aceptó el ofrecimiento. 

Del retrovisor del auto colgaban unos dados y un Cristo crucificado. El timón tenía un protector azul de cuero artificial que ponía en letras grandes CHINO. Era como ver el interior de un taxi cualquiera de esos que paran frente a Tikal Futura o el Mc Donald’s de la 2a avenida de la zona 10. El tipo se acomodó en el asiento te tela.
-¿Le importa si fumo? 
-No, para nada. – dijo. –Yo también fumo-. 
Las luces del carro en el que iban, alumbraban justo la parte trasera del pickup negro, donde había subido antes la chica del auto hotel. Ella iba sentada en la parte de adentro de la palangana y parecía triste o muy aburrida, la vista perdida mucho después de nuestro auto. Oliver pensó en las pocas mujeres que había visto en la palangana de un Toyota 22R que lo habían hecho pensar eso: “qué guapa es”, para luego tratar de imaginar cómo eran sus cuartos en casas sencillas de pueblo con el calor asfixiante de las 2 de la tarde, los armarios sin barnizar, las ventanas con marcos de acero torneado, la ropa sucia en el piso o en el respaldo de una silla con el cojín roto, los calzones empapados de dormir hasta tarde y tal vez algún espejo de lámina suspendido de un clavo en la pared de block sin pintar. No estaba seguro. Miró al conductor de reojo y pensó que el tipo acababa de hacer el amor con la mujer de la palangana. 
-Es guapa- dijo Oliver. La luz alumbraba la frente morena de la chica, sus ojos desquiciados, la boca carnosa abierta a la mitad y los dientes blanquísimos, largos, llenos de saliva.
-¿Sonia?- preguntó. 
-Supongo que sí, Sonia. La chica de la palangana.- 
El conductor sonrió burlón viendo por el retrovisor, después otra vez hacia la chica. -No está mal, ¿verdad? no está nada mal, eh, …- 
-Oliver 
-Eso, Oliver. 

Los dos podían verla sin problema sentada en el pickup que seguían a poca distancia. A través del windshield apenas estorbaban los dados y el Cristo crucificado. 
-Ese nombre… Oliver No es muy común, ¿verdad? ¿De dónde es? 
-Es francés, aunque mis padres eran alemanes.- El conductor echó un vistazo despectivo a los brazos de Oliver, los vellos rubios, la barba color whisky. 
-Buscando hielo, ¿No es así, Oliver? 
-Correcto, buscando hielo. 
-Pues adelante hay un complejo de piscinas -dijo-. Sonia se baja allí.- 
Oliver volvió a mirar su reloj pulsera. -Pero son las 11 de la noche.-. -11 pasadas- dijo el conductor.-Sonia salta la reja-. 
El conductor aclaró su garganta gangosa y escupió la flema por la ventana.
-¿Pero ella trabaja allí, o lo dice porque puede hacerme el favor de conseguir el hielo?- 
El tipo se rió por la nariz. Miró adonde estaba Oliver por un segundo, luego otra vez al frente. - Le voy a contar algo. Sonia es una chica sin lugar en el mundo. A Sonia le gusta que el policía que vigila las piscinas la encuentre con su linterna en plena oscuridad y luego de asegurarse que no haya nadie entonces, usted sabe, cuando entiende que están solo los dos, aflojarse el pantalón para que Sonia lo toque y luego restrieguen la panza sobre una mesa de piscina o un puño de inflables salvavidas. Sonia no tiene lo que ustedes en la capital llaman... un hogar.
Los dos quedaron en silencio un rato. Oliver se preguntó por qué le había dicho todo eso. 
-¿Sabe usted de ninfomanía, …?- 
-Oliver. 
-Oliver -El tipo se rió mientras alcanzaba su paquete de Rubios encima del tablero. Era la segunda vez que preguntaba por su nombre. Volvió a hablar con el Rubios en la boca 
- ¿Sabe usted de eso, Oliver, de ninfomanía? ¿Tiene usted mujer?- 
-Estoy comprometido.-dijo- De hecho la pobre me espera desde hace una hora en la finca y no creo que quede mucho combustible en la planta eléctrica.- 
-¿No tienen energía en la casa?-preguntó el tipo, como sobresaltado. Ahora sí lo miraba enteramente. 
-No tenemos nada de eso -confirmó oliver. -Apenas venimos.
- Los generadores eléctricos hacen mucho ruido, ¿sabe, Oliver? Mucho, mucho ruido. Son tan escandalosos. A veces se oyen a tanta distancia. ¿Caminó usted desde ahí al autohotel?-

El pickup negro puso las luces de emergencia y se detuvo en un balneario que estaba justo antes de salir a la carretera. El carro en que viajaba Oliver lo siguió e hizo lo mismo. Ambos carros se estacionaron a un lado del camino con el motor encendido. La mujer bajó de la palangana pasando una pierna, después la otra por la compuerta trasera que ponía (en letras grandes) TOYOTA. Se despidió del conductor en la ventana con polarizado de espejo que abrió hasta la mitad y todavía se volteó, ella, para agitar la mano una vez más desde la reja y decir sin que nadie oyera "gracias". 
-Baje. Ya estamos aquí.-dijo el tipo del auto hotel- Sonia puede conseguir el hielo que busca si salta con ella.- 
Oliver vio que el conductor ni siquiera lo miraba. Estaba de pronto como irritado, exasperado, asqueado de que siguiera en el asiento de copiloto. Oliver bajó y no pudo siquiera dar las gracias. Los dos carros se alejaron por la carretera en dirección a la finca, la que baja a Cocales, que ahora estaba mucho más cerca. Otra vez pensó: pobre Sarah. La chica de la palangana y Oliver vieron cómo los carros se coleaban en la oscuridad, luces traseras que tomaban las curvas entre potreros y árboles gigantes hasta desaparecer y escucharse únicamente el ronroneo de los motores en la distancia.

-Y aquí estamos- dijo Oliver. –En un balneario a las 11 de noche. – trató de reírse un poco pero estaba frustrado. Quiso hacerlo menos incómodo, pero la chica no respondió. Lo miraba con una mano en la reja desde mucho antes de que él volteara la vista de la carretera, de los carros que bajaron siguiéndose. Ella parecía reír en silencio con la boca todavía brillante, los ojos grandes y atontados, como de hiena loca. 
-Necesito hielo.- dijo Oliver- Me dijo tu acompañante que aquí podíamos conseguir. ¿No es peligroso? Digo, por la hora- 
La chica llevaba una falda corta y una blusa en la que podían verse los hombros y el strap del brassiere. Tenía unos muslos moreno pálido que se antojaban amplios, amplísimos y una cintura que estiraba la falda como si estuviese colgando de una percha. Sus pechos redondos caían contra la blusa y acababan en unos pezones respingados que atravesaban la tela. 
-Hay que saltar la valla –dijo finalmente la chica. 
Sus palabras parecían darle risa. Seguía con la misma cara locuaz, la boca ensalivada tal vez por los dientes tan grandes.
Oliver se acercó a la reja, justo por detrás de ella. El pelo negro, liso y largo de la chica expulsaba un olor a, (pensó), champú Palmolive de sobre. Un pelo como recién lavado en medio del calor. Oliver se sintió bien de estar cerca, tal vez por la posibilidad de que la chica volteara en cualquier momento y poder verla mejor. 
-Pues, si no hay otra opción, saltemos- dijo Oliver. 
La chica subió dando un saltito. Arriba se aferró al tubo horizontal pasando los codos y arrastró los pies contra la malla hasta poder pasar una pierna del otro lado. Desde abajo Oliver vio por la breve separación de su falda, donde se adivinaba un calzón celeste y las nalgas blancas, tal vez el comienzo de algo más. Después también saltó al otro lado y ambos caminaron cerca de la primera piscina, la más próxima a la valla. Había mesas de concreto tipo picnic con sombrillas también de cemento en forma de hongo y era realmente raro ver el parque vacío, las mesas sin gente. El agua de la piscina reflejaba apenas la luz de la luna que se filtraba por las nubes. 

-¿De dónde conoce a Sergio?- preguntó la chica. 
-¿Sergio? 
-El señor que lo trajo hasta acá. 
-Me acerqué al auto hotel a preguntar por hielo. Ustedes eran las únicas personas que estaban allí.- 
-Ah. –dijo. 
Adelante se veía una especie de rancho con barra en los cuatro lados, un bar de exterior. Oliver pensó “No tardo nada, Sarah. No tardo nada. Te lo juro, estoy cerca” 
-No es un buen hombre, ¿sabe? Ese Sergio.-dijo la chica. 
Miraba a Oliver con la boca abierta. 
- Es un hijo de perra. Haría daño a cualquier persona. Es el diablo. Un maldito hijo de puta.- Oliver la miró sonriendo, pensando que acababa de verla con él en el auto hotel hacía apenas un momento. Abrazándose junto a la ventana. 
-¿Entonces qué hacías con él de vuelta en la habitación?-preguntó Oliver. Escogía tutearla, tal vez por calcularle pocos años. 
-Oh, el tipo hace lo que quiere, ¿sabe? Abre las piernas de cualquier mujer que encuentre, ¿sabe? Y las encuentra, ¿sabe? Lo encuentra muy fácil- dijo. 
Oliver pensó que todo lo había hablado o visto antes. Visiones del sur. De una mujer morena como prostituta de cantina que lo había perdido todo excepto la posibilidad de acostarse con alguien, que desde luego sigue siendo algo. Se acercaron a la parte trasera del bar después de algunos pasos en silencio, por si estaba el guardián cerca. Era una puerta basculante de “personal autorizado” y pudieron entrar sin problema, el pasador no tenía candado.

Quedaron en la oscuridad con el sonido único de dos o tres congeladores que había y un reloj de pared que hacía demasiado ruido. La chica lo sorprendió en la oscuridad, tomándolo de las muñecas. -No tengo casa- le dijo susurrando, los ojos de loca más cerca que nunca. Un aliento como a guanábana empañó la vista de Oliver, que sintió ganas de besarla, de meterle la lengua hasta el fondo de la boca cuando olisqueó la respiración reiterada de la chica en medio de ese calor, de la humedad en la piel y el sonido sofocante de las máquinas sordas que los rodeaban. Sin siquiera tocarla, la chica se mordió la boca, como si hubiese sentido el deseo de Oliver, y soltó un gemido mínimo, amortiguado por el miedo de ser encontrada por alguien. Se tiró de espaldas sobre una encimera y empezó a desvestirse con la prisa de los que odian perder una oportunidad. Oliver se hincó con las rodillas temblorosas, no pudo resistir la tentación de meter la cara entre sus muslos, sentir el calor de su sexo, el sabor a níquel y miel en la lengua y sentirla a ella temblar y apretarle la cabeza con sus piernas estiradas, oírla decir tapándose la boca “¡Oh, sí! ¡Sí! Eso, ¡Sí! ¡Oh!”

Pero la chica era muy recia y empezaba a gritar. A decir con voz desesperada “Hágamelo, hágame suya, oh, hágame suya.” y Oliver pensó en el guardia de las piscinas, en el largo camino que hizo hasta el pueblo, las preguntas por el hielo, la botella de whisky esperando frente a Sarah, (Oh Sarah), su futura esposa de brazos delicados y pelos rubiecitos, invisibles, la mujer con hombros salpicados de pecas, y de pronto todo empezó a darle asco, una estupidez enorme, eso era todo. 
-No puedo-, dijo Oliver, la cara brillante, como si acabara de comer alitas. 
–No puedo. No puedo.- 
Se limpió la piel con el reverso de la mano y caminó hacia uno de los congeladores. 
–Solo no puedo- 
Sacó una bolsa grande de hielo de varias que habían apiladas y dejó abandonada a la mujer que vio en la palangana temblando sobre la encimera con los muslos abiertos y mojados; su ropa  sencilla regada por el suelo. 

Oliver encontró casi corriendo la valla para salir del balneario. Trepó con facilidad, no entendía la prisa. Siguió corriendo sobre la carretera, donde habían desaparecido antes los autos. Tenía el hielo en la mano, el agua escurriéndose derretida y helada entre sus dedos. Serían las 12, poco pasadas y pensaba, tal vez, que al final solo iba a ser una buena historia para antes de casarse. “Oh, Sarah, te juro que no le hice el amor. La chica era una ninfómana, una ninfómana despreciable, Sarah, que viajó en la palangana de un Toyota 22R y la quise por un rato, por un breve instante, Sarah. Un solo momento. ”. 
La noche engullía con facilidad las rectas enteras de asfalto, teñía los árboles de negro, que se movían como sombras contra las nubes grises del fondo que impedían ver la luna. 

A unos 100 metros de la entrada de la finca, Oliver reconoció el sonido de la planta eléctrica. Todavía quedaba combustible. Al entrar al casco de la propiedad, Oliver vio los dos o tres focos del corredor que alumbraban hacia afuera, el jardín de la casa, la churrasquera, los arriates en fila y una manguera de riego que se extendía sobre la hierba. Dijo “Sarah” y luego volvió a repetirlo más alto “SARAH”, pero no obtuvo ninguna respuesta. El ruido del motor de gasolina de la planta lo entorpecía todo. 

Entró por el corredor y fue hasta el cuarto principal, había un silencio de muerte. Se paró un rato frente al marco y empujó la puerta. La luz que se coló al abrir alumbró justo sobre Sarah, que estaba desnuda en posición fetal, temblando de muerte. Casi desde el umbral de la puerta se adivinaba la piel de gallina sobre los hombros pecosos de Sarah, Oh Sarah, los muslos blanquísimos y los pelitos rubios que se levantaban a la vez en un acto de espanto. Oliver se arrastró hacia la mesa de noche despacio, como si Sarah fuese a reaccionar mal si la tocaba de pronto por el hombro. El cuarto apestaba a alcohol etílico en cada respiración, el olor de antes de una inyección, del repelente para mosquitos, del ron blanco o ginebra olisqueado desde la boquilla de una botella. El abdomen de Sarah subía y bajaba y por la boca expulsaba chorros de aliento caliente con sabor a (eso), guaro. Ese caldo sagrado que apesta en la lengua y quema las entrañas. Oliver dio un paso más, hasta tocar la mesa de noche con la rodilla. Fue entonces cuando vio de cerca la blancura nórdica de las nalgas de Sarah y un hilo de sangre que bajaba oscuro hasta la sábana encharcada. Había manchas de sangre como de manos en el colchón, la almohada, el vaso con agua de la mesita de noche o los antebrazos delgados de Sarah. Algo empezó a cabalgar a martillazos en la cabeza de Oliver, que trató de arrancarse el pelo con la mano, de sacar la mierda de una cabeza que por momentos dejaba de funcionar. Dejó caer el hielo sin darse cuenta. “Nada de eso estaba pasando. Nada de eso, Oliver, nada”, frente al espectáculo terrible de una espalda fina que tiembla en espasmos reiterados y que acababa, Oh, Sarah, en unas caderas anchas y en un ano ensangrentado. 

Oliver salió del cuarto al único lugar que le quedaba por ver. Empujó la puerta del salón, la de la cocina, la del acceso trasero para abandonar la casa y finalmente caminar los 10, 20 metros que restaban hasta la pérgola. Entre el ruido de la planta eléctrica, de los grillos que se revuelven en la hierba, las moscas que vuelan incansables contra la oreja, es arriesgado decir que Oliver escuchó cuando alguien saltaba el alambre espigado y corría en uno de los potreros contiguos. Difícil distinguir el sonido de unas botas en carrera que pisotean el pasto y lo apelmazan hasta descubrir la tierra. Sobre la mesa de la pérgola, donde apenas horas antes dejó a Sarita diciendo “vuelvo en 10 minutos. 10 minutos, Sarah” estaba la botella de whisky agotada hasta poco después de la etiqueta. Esa botella de Johnny Walker que compraron juntos en la ciudad, cuando (pobre Sarah), la escogió por encima del vodka. Difícil escuchar las botas en la noche y el ruido que lejos, muy lejos, hace el zapateo al golpear con prisa el asfalto de la carretera y los pedales cubiertos de goma de aquel carro que parecía taxi. Inmediatamente después, Oliver vio en el filo de la mesa una cajetilla de cigarros Rubios y pensó, en medio del calor de la costa y el motor a gasolina, que la planta eléctrica lo había traicionado.





sábado, 1 de julio de 2017

44 calles, treinta días después de vos




Te traté de documentar porque valías mucho la pena.
Porque voy a dudar un día  cuando se repitan las mismas fechas en los años que vengan que pasaste por este país desafortunado, que es Guatemala.
Que eras una leoncita preciosa que dormía en un 6to de zona 14 con una ventana que daba a unos edificios largos vistos del lado y a dos o tres patios  traseros que se veían pequeños como maquetas cuando me asomaba en las noches de luz anaranjada contigo.
Colgabas tus bolsos guayú en la pared del cuarto  y esa gorra de Colombia desde la que me viste un par de veces con ojos enormes, desde muy abajo de la visera, la misma que veo ahora en el sillón de mi cuarto mientras escribo esto.

Realmente no sabría decirte, pero me gusta ver los videos y saber que en ese momento exacto en que apareces en el encuadre de la cámara, te habría podido tocar.Estabas ahí, tu olor y todo, tu boca y todo. Mi fascinación y todo. Cerca.