viernes, 3 de enero de 2020

De volver en el 19. (Parte 2). La última vez que escriba de Quetzaltenango

En el Periférico de Quetzaltenango hay un rótulo que pone "Chitay"  

que todavía no se me olvida. Ha quedado mucho tiempo en mi 

memoria.  A veces  me quedo mirando el techo de mi cuarto sin poder 

dormir, pensando  en ese rótulo y en todas las cosas que me hace sentir y  

 las mañanas atascadas de charcos que vi en aquellos años. 

Hay una mujer de pelo negro que vive en una casita de ese vecindario, Chitay, 

al lado de un lote vacío sembrado  con milpa. La conocí cuando todo iba 

bien para mí.  Ahora no puedo escribir su nombre  en este blog, ni describirla 

con honestidad,  pero me inspira esa clase de tristeza que nunca  se va. 

Te saludo donde quiera que estés, H. 



“EL TALENTO NO EXISTE” –le dije una vez si-la-bean-do a una pareja de alcohólicos que merodeaban el parque Revolución como gallinas, buscando objetos valiosos del suelo para enriquecerse. Las figuras alargadas de un hombre y una mujer pestilentes que tropezaban y caían mil veces contra las paredes  rasposas del INVO, hasta alcanzar el cristal percudido de la barbería Fénix al otro lado, donde cada dos semanas me cortaba el pelo. 

Ahí se detuvieron un rato a tomar aire como ballenas, recuperar el aliento y palparse los bolsillos del abrigo en busca de tabaco: cigarrillos mordidos, rotos y doblados como bananos para encender, y en días de mucha de suerte, un paquete entero de Rubios nuevo, con el plástico todavía puesto. Tocaban un bolsillo detrás del otro, maldecían, hipaban y buscaban de nuevo en los mismos lugares, hasta que no encontraban nada. "Vaya", decían moviendo las encías, despegando los labios cubiertos de espuma: "Vaya”. y se rascaban la cabeza con el antojo desesperante de fumar un cigarro.


Un rato después lo vi a él orinar apuntado hacia la calle, pellizcándosela sin éxito. POR LA GRAN PUERCA, decía intentando forzar una gota. Cruzaron al otro lado bajo la luz endeble de una farola y solo entonces pude reconocerlos. Ellos no me habían visto a mí, pero yo los había visto a ellos de sobra, hasta poder estar seguro. 


Nos habíamos encontrado unas noches antes en la Democracia, me acordaba bien de él, un pelón harapiento con encías blancas enormes y dientes de drácula que no podía mantener dentro de la boca. Salivaba como un perro y luego aspiraba todo hacia los pulmones, haciendo un ruido de sartén hirviendo.  La mujer tenía un bigote pintado con marcador azul que se borraba hasta mancharle la punta de la nariz.   Fue el bigote lo que más me hizo pensar esa madrugada. ¿Hacía cuánto que se lo había hecho? ¿3 noches? ¿4 noches? ¿6 noches? Ni siquiera estaba seguro, pero la tinta empezaba a verse pálida y me preguntaba insistentemente si ella misma se lo había pintado, tal vez viéndose torpemente en la ventanilla polarizada de un auto,  para protegerse al llegar la noche: intentar parecer un hombre cuando cayera la madrugada sobre ellos y alguien la encontrara intoxicada en el suelo con el culo descubierto hacia la lluvia ¿Se lo había hecho alguien más mientras dormía?  Un niño lustrabotas, un niño de cobre, un alumno moreno del INVO, un niño del conservatorio de música, un listillo de la academia de mecanografía? Tal vez solo era una simple gracia de gente pobre.


Esa noche me confundieron con alguien de una canción publicitaria y se reían  de la suerte que tenían de haberme encontrado en ese lugar.  Aplaudían sin hacer ruido. Silbaban.  Canturreaban como piratas. Me decían y se decían mil veces que yo era un pianista talentoso porque había grabado un anuncio bellísimo que  vieron ellos de madrugada a través de la vitrina cerrada de la Curacao, en una de las teles exhibidas en el cristal que nunca se apagan. Un comercial que iba de dos niños conversando en una cocina a la espera de que se quitara la lluvia. No podían recordar qué era, se rascaban la cabeza para pensar: ¿chocolates Granada? ¿capas plásticas Ciclón para la lluvia? ¿Eso era? ¿unas malditas capas de plástico? No estaban seguros, pero me juraban por Dios que los había conmovido hasta las lágrimas. El que aparecía en los rótulos y tocaba el piano, ese era yo –decían divertidos- aunque ni siquiera habían escuchado la música por el vidrio que los separaba de la tienda.


 –Mirá Chita. Ese es el patojo  -decía el borrachito señalándome de cerca con las uñas largas de varias semanas. -, ¿te acordas de eso Hildita linda, tacuazina preciosa ¿te acordás de eso mi vida? Mi Tacui?–

  
Ella decía que sí se acordaba, la tacuazina se acordaba.

 

-Sí tacuazín hermoso, me acuerdo pues -decía restregándose los ojos hasta irritarlos, hasta dejarlos rojos. -Tenes toda la razón del mundo mundial, Tacual lindo-  se movía fuera de la luz  para poder verme mejor. -Qué bonito toca el piano usted Joven. Mire: lo felicito- me dijo haciendo una reverencia ridícula  inclinando su cabeza hacia mí, abanicándome un aire espantoso que por poco me hace vomitar.

"No soy pianista" -quise decirles ahí mismo-, tampoco había grabado un anuncio en mi vida  y no tenía ningún talento, pero ellos me miraban hipando con los ojos estallados de vino, esperando que les dijera una verdad.  Así que esa noche solo les dije que tal vez se equivocaban de persona. Muchos de nosotros no tenemos un ápice de talento, pensé en alto, y aun así nos ocurren cosas hermosas. Nacemos huérfanos de virtudes y habilidades estéticas y razones suficientes para escribir algo bueno. Porque yo solo a veces he podido hablar despacio con gente como esa, hombres y mujeres acabados que consiguieron que llorara en una banqueta, que es más fuerte que el talento y que todos los libros que puedan escribirse. Los dos insistiendo con voces apestosas a vino y latas de sardinas que yo tenía que ser el   del anuncio, alguien privilegiado sobre las teclas de  un piano, mientras se iban alejando arrastrados por el mareo, creyendo que me estorbaban y que pronto -podía verlo en sus ojos- intentaría hacerles daño.  


Cuando  ya no pudieron oírme dije susurrando, apenas hablando para mí con la garganta encogida del frío:  

“Voy a escribir de ustedes dos, bolos del parque Revolución, lo juro por Dios, de sus pulmones inundados de cerveza y  su vocación infantil de querer esconderse siempre en los mismos lugares. Hablar de sus ojos brillantes llenos de ternura y en adelante contemplar de cerca  la suave angustia de las vidas desperdiciadas". 


Dejar algo por escrito de las cosas que quise contar en esta ciudad antes de empezar a olvidarla, pensé. Quetzaltenango, ¡ay! Quetzaltenango del 17, tan envejecida y triste, tan detenida en las noches lentas que ocurrieron. Adolescentes con granos que repasaron malas decisiones en las ventanas amarillas de sus casas, piernas flacas, sin pelos, bajo mantas del Pato Donald,  calcetines gruesos de algodón  y sillas mecedoras de mimbre; ladridos  desgarradores en la vecindad empapada,  el olor penetrante del polvo y el pis en las paredes; dedos gordos de pie al final de unas chanclas celestes y pipas artesanales de marihuana. Voy a escribir de ustedes dos, bolos del Parque Revolución, lo juro por mi mano derecha, aunque me lleve una vida entera en ello. Escribiré de visiones de tragedias como las suyas, de zapatos rotos y mal aliento y rodillas raspadas  y caras amarillas de cirrosis. (Y entonces levantaba la barbilla hacia la universidad y la rotonda de los bomberos, donde Anna estaría durmiendo en ese mismo instante, apenas unas cuadras abajo, en el viejo Dicap. Me tomaba todo el tiempo del mundo en encender un cigarro escuchándolo todo: la cerilla, el impermeable al mover los brazos, un envoltorio de galletas arrastrándose por la calle vacía, mis labios haciendo “poc” al separarse de la colilla. 


Soplaba el humo espeso por la nariz, la boca,  entre los dientes que empezaban a  sonreír (.) ¿Qué mierda pasa si la llamo ahorita mismo? -decía y me echaba a reír con la idea gigante de que tal vez todavía podía llamarla. Pegarle un toque, como dicen los españoles, aunque ella estuviera llenando de saliva su almohada con olor a fresa y pelo sucio en ese mismo minuto, dormida hasta lo más hondo del sueño. Solo para decirle que viniera un rato a verme fumar un cigarro cerca del teatro y hablar de algo, no sé, algo se me ocurriría, cualquier cosa era buena para hablar con ella ese año en Quetzaltenango: un poema estúpidamente bueno de Ezra Pound que aprendí de memoria o el olor a gasolina y tierra húmeda que dejan las cortadoras de grama.  ¿Qué cosas has olido tú en los Paisos Catalans, Dulcinea? Un olor que te haga chillar, decime, como este de la tierra y el humo estancado en los jardines que te digo, un olor que te haga gritar todas las veces.


De lejos todavía podía ver a los borrachitos andando como gusanos junto al muro del INVO para no extraviarse, dando pasos desconfiados hacia ninguna parte. Arrastrando sus ropas viejas de invierno como caparazones suaves de tortuga. Quetzaltenango,, aprovecho a decirlo de una vez,  es un pueblo circular, para avanzar hay que salir pitando de allí, empezar en otro lugar (México, Estados Unidos, Vista Hermosa I). Nunca permanecer.


 En el 2017 me quedé dormido en una casa de los Trigales pensando en lo triste que podía ser todo: una mujer con várices detrás de las piernas y un niño con labio leporino y  un perro encerrado en un patio de cemento, bajo las ventanas amarillas de niños morenos que ya no bajan a tirarle una pelota.  Pero todo eso no importa mientras seas el único que lo mira.


A quien interese: hoy es 12 de septiembre de 2019 y quisiera esperar la madrugada en el hotel Pensión Bonifaz, donde me han hospedado con fondos municipales para darme mañana un premio que no merezco, después de imaginar tanto cómo sería ganarlo, y los libros que me gustaban y los autores que me gustaban y todo lo que habían vivido ellos antes que me gustaba, como... (sonrío estúpidamente a la ventana mojada del cuarto) recibir este premio en el Teatro Municipal con un traje elegante. Todo lo que un grupo de escritores muertos dejó ver a un niño pequeño de forma tan prematura y agresiva en las páginas de un librito de Piedra Santa  o Editorial Cultura que las palabras apenas producían imágenes. Cuando estaba a muchos años de saber cómo se sentía el interior de los edificios abandonados, la euforia y el amor de una mujer. Iba crecer imaginando cómo serían esas cosas sin tenerlas, cada una de ellas, hasta que una noche, -sin darme cuenta-, las tuve. Estaba desnudo en un balcón fumando un cigarro, mirando siete pisos abajo, recordando la suavidad de mis mejores años y una mujer de voz dulce me llamaba al interior para que me metiera en la cama.  Las tuve, todas esas cosas, y eran mejores que como las había imaginado. Nadie puede imaginar sentimientos, eso lo sé ahora, solo objetos materiales, personas moviéndose por ahí, en sitios borrosos, haciendo filas largas de banco o conduciendo sobre una calle mojada. Nadie puede imaginar la noche, ni la habitación, ni el aspecto mismo que tendrá su propio rostro el minuto que vea a una mujer de 21 años desnudándose por primera vez en Quetzaltenango, cuando los perros ladran y las personas duermen y La Luz es amarilla y un alcalde duerme en una parte tranquila de la Floresta. 


 Aquella mañana desperté con el olor a pelo sucio y perfume de fresas en mi propia almohada: el olor de Anna. Me estaba muriendo de la goma y anduve hasta la cocina en busca de un galón de agua fría para beber. Ahí me di cuenta que había despedido a Anna en la madrugada -muy adentro de esa de madrugada, tal vez a las 3 de la mañana y pensé que lo más seguro es que hubiésemos discutido por una estupidez y luego ella hubiera querido irse -como dicen los españoles- "cagando leches"). De pronto estaba ahí parado, leyendo lo que había dejado escrito en mi pizarra segundos antes de dejar el apartamento, algo sobre los finales, que no podía aceptar los finales, o que no le gustaban los finales, o que le asustaban los finales, algo de eso, y entonces traté de recordar lo que había pasado. 

 

Habíamos entrado borrachos a mi apartamento tirando todo por el suelo y al estar solos en mi cuarto le dije que esa sería la última noche que estaríamos juntos, , y se puso histérica, quiso irse, pero   sabía que no la dejaría salir a esa hora, (no es buena idea andar de madrugada por la zona 1 de Quetzaltenango si no es conmigo) así que se sentó en la silla plástica donde colgaba mis pantalones  y se puso a llorar. La llamé a la cama para que descansara algo y se acostó en el borde que me quedaba más lejos.  Así estuvimos los dos un buen rato con los ojos abiertos en la oscuridad. Podía escucharla y todo maldecir por lo bajo, sabía que se moría de ganas de arreglar lo nuestro antes de que amaneciera y tuviera que irse, quién sabe, tal vez nunca volveríamos a vernos, pero nadie dijo nada. Cuando desperté ya se había ido y  ahí estaba su letra suave en mi pizarra  con aquel mensaje de las despedidas que leí un par de veces más, hasta memorizarlo con la cabeza dando brincos. 


Eran las 6:30 y  todavía estaba soplando guaro por la boca, borracho, pensando en vomitar antes de ponerme unos pantalones limpios.  Debía  estar en la universidad a las 7 en punto, exámenes parciales, pero seguía tratando de recordar lo que había pasado, que era más importante que eso. Encendí un cigarro y me hice un café negro extra fuerte que bebí junto a la ventana. Me quemé la boca en el primer trago y ni siquiera me importaba. Vi su edificio, Panorama, el espacio vacío donde debía estar el parque y las letras gigantes de la iglesia evangélica Monte Sinaí que ponen así, en letras grandes, CRISTO VIVE.  


¿Hacia dónde quedaba el refugio? siempre quise verlo todo por dentro, Dios lo sabe,  pero esa mañana ni siquiera estaba seguro, nunca supe bien lo que hacían las españolas en Fundap o en los juzgados del Centro Regional de Justicia. Solo sabía que en un par de días volveríamos a hablar, Anna y yo,  en el McDonald´s del parque todo podía arreglarse.  Algo que aprendí viendo a las personas en uniformes de trabajo que llegaban a platicar sobre embarazos y préstamos en un McDonalds, empleados de ferreterías y supermercados La Torre que bajaban la voz para contar sus desgracias. La paz enorme de  una cena tranquila en un restaurante de comida rápida,  desenvolviendo hamburguesas,  moviendo vasos de papel con hielo, donde las palabras suenan más  suave y conforta la tibieza de las ventanas templadas. ¿Te digo algo que ya sabes, Annita? Todos los problemas pueden arreglarse diciendo la verdad.

 

Estaré metido en la habitación 409 hasta las 4 de la mañana, mirando la tele en calcetines, fumando en la ventana entreabierta, cuando decida salir a echar un último vistazo a las mismas calles de entonces (por si acaso nunca vuelvo a mirarlas). Hoy todavía no he ganado el premio, mañana, quién sabe, pero hoy soy el mismo imbécil de siempre, el niño que imaginaba mujeres hermosas y largas conversaciones en balcones de España.

 

Iré hasta el parque Revolución y la Democracia y buscaré al bolito con su acompañante piojosa. Comprobaré si siguen vivos los dos, como en junio del 17 que vi sus caras de cerca por última vez. Si esta noche, quien sabe, todavía estén andando por ahí, haciendo las mismas pillerías juntos, orinando calles y espantando perros y rompiendo envases de vidrio, o si tal vez ya solo queda ella,   el pelo apestoso de ella merodeando por ahí, dando vueltas con los mismos pantalones anchos de lana, abiertos en las rodillas y la boca llena de espuma, y cuando le pregunte por el bolo de dientes amarillos se eche a llorar, como una niña pequeña de Carretera a El Salvador que piensa en un motorista atropellado. Recordaré dónde se sentaban exactamente, una orilla de concreto o una tabla de madera, un tenderete vacío de zapatos elegantes, un pasamanos de hierro, el espacio minúsculo en el que hacían su vida, atravesando los mismos parques cada mañana en busca de algo para beber y colillas pisoteadas del suelo para fumar quemándose los dedos, SINTIÉNDOSE DICHOSOS. Confirmar si siguen desvelándose en alguna parte del mundo, acaso solo igual que yo, y decirles que he descubierto que no hay mejores cosas afuera de este lugar. Que las oportunidades viven siempre donde ya las vimos antes. En las historias de personas dementes, encaramadas para siempre en las noches lentas de Quetzaltenango.

 








Quetzaltenango, septiembre de 2019

De volver en el 2019 (parte 1)

Hace exactamente dos años y 4 meses estaba llegando a la estación de autobuses de Álamo, en la 6ta Calle de la zona 3 de esta ciudad, sin tener la menor idea de donde estaba parado al recoger mis cosas, ni a donde iba cuando miré los taxis viejos  haciéndome luces para invitarme a utilizar el servicio. 

¿A dónde va, jóven? -decía una voz gruesa de alcantarilla que salía de alguna parte: una pared húmeda, un atolladero, un espacio vacío. Vocales nasales seguidas de una tos gangosa y un escupitajo redondo que dio perfectamente en la banqueta: la voz de un taxista peludo. 
Ni puta idea.  Esa noche no me interesaba  nada,  acaso solo andar erráticamente por allí con mis cosas,  hacia tribunales con una maleta de ruedas, arrastrándola sobre el adoquín nauseabundo de Quetzaltenango.  Esperar  que el primer borrachito del Chirriez se acercara rascándose los sobacos para decirme que el centro  histórico estaba e-xac-ta-men-te del otro lado (tan cerca que podía oírle el estómago revolviéndose del hambre).   Anduve un poco más lejos antes de dar la vuelta,  hasta la pared larga de Block  avejentado donde un año más tarde escribiría mi nombre con una lata de pintura,  pensando en todas las cosas que ya no tenía: Luisa, un hotelito en el mar Pacífico con Ligg, el uniforme blanco de mi colegio, mi madre en sus  30s enredada en el cable de un teléfono fijo, hablando con sus dientes largos enormes y  la primera vez que vomité en una regadera. 
Llovía estúpidamente esa noche  (28 de mayo del 17)  y estaba enamorado de una mujer que dejaba el país 3 días después de mi llegada. Ella mientras tanto en GT, despidiéndose de todo  lo que había visto conmigo en este país de tristes extensiones de tierra, carreteras llenas de basura, rostros morenos chupando cerveza en gasolineras y lotes baldíos en condominios tan sencillos que las garitas no tenían policías.
 ¿Lo había visto ella también en Colombia? Todas esas cosas sin gracia, las vidas torcidas, yéndose por el retrete, de las personas. Ni si quiera estaba seguro. No tenía idea de cómo era Bogotá, pero había visto ya las casas de mis profesoras por dentro, los maestros más pobres  de este país que enseñaron literatura leyendo 3 libros al año. Casas de interiores amarillos con diplomas chabacanos claveteados en las paredes  y fotografías de gente sencilla sonriendo en balnearios de agua lechosa, piscinas de Champerico o Taxisco que no dejan ver el fondo, piernas cruzadas en sillas plásticas de  cerveza y gordas acostadas en toboganes celestes (a punto de bajar tapándose la nariz). Turicentros como trampas para pobres.  Me preguntaba si en Bogotá también había esas cosas. Adolescentes de 17 años que ya habían matado a una persona y los domingos se morían del sueño y el aburrimiento aplastados en un sillón, viendo caricaturas viejas con sus dos hijos pequeños, a quienes amaron tanto que pusieron apodos llenos de ternura (Estivy o Toti o Reshis) la primera vez que los vieron andar. Cocos lisos de cabellos oscuros que besaron mil veces,  hasta quedarse dormidos con la televisión encendida y la voz de porky y el pato donald rebotando en las paredes de Block.  Algo acaso mucho más fuerte que acuchillear a una persona en el vientre: el amor por un niño pequeño. ¿Cómo es Bogotá, rola de Ibagué? Decime de una vez. Te busqué dos noches seguidas en esa ciudad y ni siquiera conozco.

Esa madrugada te alistabas para irte lejos de las cosas que hicimos juntos.  La luna gigante que vimos  en zona 16, sentados en una piedra con el vino y los cigarros y las carcajadas asfixiadas por los besos, cuando admitimos que la luna solo era una mierda y casi vomitamos de la risa al decirlo. Qué más daba,  ¿Te acordas de todas las cosas que había alrededor? estábamos ahí y nos teníamos cerca:  el pasto crecido a lo loco y mis manos en tus caderas, a lo loco, y los olores de nuestra ropa, a lo loco,  ahí, cerquita Roli preciosa, con tus veinte años encima, como si nada. Se me ponía dura de solo olerte la respiración. Hay días que todavía despierto queriéndolo, que todavía se me pone dura pensando que me estás dando la espalda.

Vi la tele toda la madrugada, un televisor pequeño y curvo puesto sobre una silla de madera del Calvario, que fue el sitio que renté la primera semana que estuve en Quetzaltenango. Es extraño decirlo ahora (septiembre del 19), pero todavía conservo una imagen limpia de mis zapatos al final de la cama, la pantalla inmediatamente después, arrojando luz en las paredes infantiles del cuarto en mitad de una película malísima de Lea Thompson,  y mi estómago respirando angustiado dentro de una camisa que ella, la mujer que quise tanto, todavía había llegado a abrazar. Aquella camiseta de superman que había rodeado con sus brazos y llenado de saliva  apenas la noche anterior. Lágrimas y besos apretujados en el lobby de un edificio: los abrazos fuertes de zona 14 como un recuerdo incorporado para siempre en mi vieja camiseta. Ahora lo recordaba bien, cómo había sido todo. Podía olerla en esa camita del Calvario y me desesperaba apretando las sábanas entre los puños. Su olor flotando como una mosca en una ciudad que ella nunca visitaría. Ya todo había pasado y  solo quedaba una tele al frente con mis zapatos tapando la cara de Lea Thompson.

Apagué la TV  y salí a dar un paseo antes del amanecer, temblando del frío junto a los charcos de las calles polvorientas del Calvario, hasta mojarme los calcetines y los hombros   de una chaqueta vieja con el agua que resbalaba de los techos. El primer paseo de muchos que daría a esa hora en que  las ciudades no son de nadie, de quien las pisa y recorre, nada más. Cuando a los parques, los zoológicos y los bustos congelados de un dictador no los mira nadie. ¿Qué viste tú la primera noche que no nos vimos?  





                                                                                                      Septiembre 2019