miércoles, 3 de diciembre de 2014

La posibilidad del Tormes



Podés tener suerte. Si esa noche, digamos, la llevas a pescar a inmediaciones del río y algo realmente grande tira del sedal: ella sujetando la caña. Sólo entonces sentiría el coleteo del pez contra la superficie del agua; tal vez vería mi perfil difuminado a media intensidad lunar, sentiría la noche, para no hacerlo largo,  pasándole por encima. Ya cuando note la vida palpitándole cerca de la oreja, vibrándole muy de cerca, es posible que se olvide de la pesca, del reflejo intermitente de las farolas en el agua. Es posible que deje al triste róbalo coleteando fiero contra el pasto de la orilla, el anzuelo a modo de piercing. Y de pronto, (realmente) olvidándolo todo, se abalance a donde cree que estás, adivinando tu cuello en medio de la oscuridad. Puede que entonces sintás sus labios y pensés que de vuelta en la casa, sobre el sillón de la sala, nunca te habría besado.

La posibilidad de un retrete, de un cubículo independiente


Afortunados que cagan al lado de sus mochilas. Al alcance, digamos, de sacar un sharpie o cualquier otra cosa que pinte, que permanezca.


Escribir, lo mismo que  ¿Inmortalidad? Yo más bien diría que prolongarse lo que vivan esos tres tristes paneles del cubículo, que ahora, con los pantalones abajo, devolviendo el espagueti, te salvan de ojos ajenos. Ojos que entran y salen, que ven el lavamanos, después el urinario, más allá el rótulo de “caballeros”;  otros que alternan del zipper a la cerámica blanca salpicada con afán de encontrarse el sexo; algunos simplemente se pierden en el cielo falso del techo, para no levantar sospechas de quien ocupa el urinario contiguo. Entonces, de pronto (y pensá en esto) por qué no escribir algo como tu nombre en mayúsculas, tal vez el fragmento de algún poema ¿tuyo?, no sé, a lo mejor algo que te dijo tu viejo hace, (puta), cuánto tiempo. Pero no caigas en dibujar un pene o insultar a los demás ocupantes del retrete, que van a leer tu mensaje, que tal vez respondan en mala letra infantil con un mejor insulto que el tuyo. 

jueves, 6 de noviembre de 2014

Lasitud

Aparco.
Me tiendo sobre el volante del Volkswagen Polo. Afuera llueve ininterrumpidamente, casi con violencia. Escucho sin querer las gotas que revientan contra el techo, el windshield que ya no enseña nada. Creo que aún piso el freno y las luces de stop tiñen los charcos de rojo, no estoy seguro. Hay una revista de pesca en el asiento trasero. Abro la puerta del auto, la empujo  y camino los 20 metros que restan hasta la casa 21, el catálogo de pesca por visera.

Dentro creo que es primeramente el microondas, esperar el pitido del segundero, que me devuelva la infusión de manzanilla, a falta de no tener un buen café molido para servir. Anoto en alguna parte: Comprar café molido. Filtros/papel. Me tiendo en el sillón, enciendo la T.V, doblo el volumen acostumbrado, la terraza recibiendo litros de agua a chicotazos.  Doy el primer sorbo y pienso: microondas de mierda. Estoy de vuelta en la cocina con el té apenas tibio, al fondo el eco de algún comercial publicitario se cuela hasta más allá del horno, ¿H&S? ¿Cápsulas contra la caída de pelo? ¿Ron Brugal?  40 segundos más al té. Es entonces que, mientras el líquido da vueltas sobre sí mismo en la taza, al otro lado y casi por encima del polo estacionado, se escucha una risa estentórea. Aparto algo las cortinas y me asomo por el cristal de la puerta corredera. En el edificio contiguo, a la altura del 3er nivel, se ve con claridad absoluta, acaso solo rasgada por la lluvia, la figura de una rubia  que corre alrededor de un sillón individual.  A los dos/tres segundos veo al tipo que también, muerto de risa, circunda el sillón tratando de alcanzar a la rubia. Tres pitidos del microondas, retiro el té que humea fuera de su taza. Me arrastro hasta el sillón, doy un sorbo y el té es imposible, me quema los labios. Corre el programa, no podría precisar cuál, acaso un documental de Discovery Channel o “La que se avecina”, probablemente corriera en solitario el telediario de las 9. Soplo el té hasta agotar los pulmones. Hay una transición de imagen, estamos otra vez en el espacio publicitario, “Mahou 5 estrellas”, de pronto Del Bosque  anunciando un yogur con envase miniatura que desatasca las arterias. Apago el televisor, un televidente menos. Subo las escaleras hasta dar con la puerta de mi habitación. Echo un vistazo a lo largo del pasillo. Creo que Idoia duerme, no hay luz por debajo de su puerta. Empujo la manecilla. Me encuentro con mi cama y una novela detestable de Pérez de Ayala por la mitad encima de la almohada. La aparto de allí.

Luz apagada, techo invisible, el murmullo de los autos pasando sobre los charcos tres plantas abajo y, finalmente, el sueño impostergable, infinito, delicioso de quien está  muy cansado.

De pronto lo único que sé es que despierto sobre  las 3 de la mañana con ganas de mear. Siento el estómago vacío de una cena que nunca tuvo lugar, lejos ya de aquel té de manzanilla.  Atravieso mi habitación a tientas, pasando por sobre los zapatos. Salgo al pasillo y distingo la puerta del baño al fondo, noto que hay luz por debajo de la puerta y pienso: Idoia. Bajo hasta la cocina, un silencio absoluto devora  la casa, tal vez solo interrumpido por el goteo intermitente de los árboles cansados de tanta agua. Ha escampado. Volviendo sobre el refrigerador advierto el paquete de Marlboro por encima del estante. Abro la nevera y saco un bistec. Lo pongo sobre el sartén y le tiro sal por encima. Pongo el fuego bastante bajo y salgo a fumar.

 Tres chispazos de mechero hasta la punta rojiza/el humo dulzón. Comienzo a caminar.

Creo que si te fijas bien en Idoia, no es que le importe todo un carajo. –Doy un hervor holgado al cigarrillo--Creo que al contrario. No sé. –Tirás el humo por la nariz--  La hija de puta a veces ni te saluda, Dani. Pasa de largo por detrás del sillón, seguro que se dice a ella misma: Qué asco de tipo, ocupa todo el tiempo la televisión. Entonces sigue, se mete en la cocina, se sirve un vaso de agua por la mitad (por hacer algo) y se vuelve a su habitación, sin haber ojeado siquiera el televisor. Después te quedás pensando en que sos una mierda por no haberle dicho algo como “Vení, Idoia, sentáte, ponéte cómoda. ¿Te gusta esta película? O ¿Solés ver este programa?” Pero qué hago, realmente,  si además no queremos vernos por miedo a cagar la convivencia en algún punto. No sé, un comentario inapropiado, una actitud molesta, un derrame accidental de limonada sobre los sillones de cuero. El cigarro por la mitad. Voy casi por el puente romano, un poco más allá, el campo de fútbol. ¿Y si de pronto renunciaras a todo, Dani? Abrieras la puerta de la habitación de Idoia y le dijeras, sentándote en su cama: siempre me importaste un carajo, no soporto tus ojos menospreciándolo todo, tu sonrisa forzada, apenas vista.  No sé qué putas haces acá, pero oíme bien (entonces probarla): ¿Me pregunto si tú también sabés o entendés la magnitud de la casualidad de estar, de pronto, compartiendo una casa los dos solos, de pagar la luz, el agua, la renta, todo a medias? Quiero decir, la estupidez de coincidir en un espacio tan limitado, tan cercado por estas tristes paredes después de haber pasado ambos nuestras vidas en continentes distintos, acaso opuestos. ¿Qué harías ahora,(respondéme sin pensarlo), si te doy un beso en los labios o te toco por el cuello? ¡Ah! ¡Ah! ¿Qué harías? Abrí los ojos. Date cuenta. Fijáte en la coincidencia, fijáte en que todo esto tenía que pasar, en algún punto teníamos que coincidir, en algún punto tenía que abrir esta puerta. Desnudémonos con la luz encendida y no tengamos vergüenza ¿Te ayudo con la blusa? Ayudáme con los zapatos, tirá de ellos. Y solo estemos, hombro con hombro, solo estemos. Sin prisa miráme, Idoia y decime  ¿Verdad que no sos tan dura?

Estaría pensando toda esa mierda cuando alguien apareció tras la esquina de la Repsol. Antes de culpar a las farolas, a la opacidad de la noche que lo engullía todo, me acerqué a la persona (no sé bien por qué) arrojando la colilla sobre la grama húmeda y soltando al aire una última bocanada de humo. El individuo caminaba aprisa y no tardó en atravesar la calle. El asfalto brillaba y el verde/amarillo/rojo del semáforo se reflejaba perfectamente en él. Estuve muy cerca cuando vi que optó por tomar el puente y se perdió tras sus columnas. Cuando yo también estuve sobre el puente, bajo las farolas que apuntaban a las piedras del suelo, advertí que era una chica con las manos dentro de su impermeable. El pelo brillaba bajo la luz y tuve el presentimiento de que fuera ¿ella? Aumenté disimuladamente el ritmo de mis pasos para estar a su lado exactamente. Antes de haber siquiera llegado se giró al escuchar que alguien la seguía. Era la rubia del edificio vecino, la que giraba alrededor del sillón. Seguimos caminando algunos metros más. Cuando la tuve al lado y me giré para verla de perfil noté que lloraba, de sus ojos bajaba un surco negro de cosméticos que moría en los labios. Le ofrecí un cigarro diciendo: No sé quién seas, pero no llores. Por favor coge uno --(y le extendí el cartón)--. No pasa nada –repetí-, no pasa nada.
Tardó un rato en volverse.

-Gracias –dijo, y sacó uno.

-Me llamo Daniel, no soy de por acá pero…

-No me interesa – interrumpió. En este momento solo necesito un trago, tres tragos, una botella.

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Se emborrachan. Ella habla y le cuenta todo, absolutamente todo. El tipo que horas antes la perseguía muerto de risa alrededor del sillón había matado a Idoia mientras D. dormía. Tal vez seguiría dentro de la casa  21. No sé si se habló de algún alucinógeno. ¿Sales de baño? 
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Y por eso lloraba, la rubia, desconsoladamente, tragando mocos, palabras entrecortadas. Y es que ¿Cómo pararlo cuando se arrojó con tanta fuerza por las escaleras? ¿Cómo gritarle desde la ventana: ¡No cruces la calle, idiota!? ¿Cómo evitar que no entrase en la casa vecina? 
Entonces paro un poco, la rubia solloza (LA PUTA MADRE) y pienso a chorretadas de sangre en las sienes:  ¿Qué tiene que ver Idoia en todo esto? ¡¿Qué putas tiene que ver con toda esta mierda?!  Ahora estaría manchando el suelo cerámico del baño con una espesa capa de sangre. Mi champú volcado, los cepillos de dientes caídos dentro del lavabo.
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De pronto es un toque de manos en el vidrio lateral de mi Volkswagen Polo. Despierto, estoy de bruces en el volante. Bajo la ventanilla, es un gordo diciendo que por favor mueva el auto, estoy bloqueando la entrada a su garaje. Entonces comprendo que nunca tomé ese té de manzanilla, que en el asiento trasero no hay una revista de pesca.

Volkswagen

Recuerdo el ronroneo del Polo en punto muerto a un lado del camino y las luces de stop tiñendo el pasto de rojo. Recuerdo la casa amarilla de Fran, la espera de dos/tres minutos antes de verlo aparecer frente a la puerta del garaje.

Todo se repitió el día que vino su hermana, digo, el ronroneo, la opacidad de la noche, la casa, el garaje. Pero esa noche Fran, acercándose a la ventanilla del Polo, dijo “¿Te importa que venga Pili?” Y contesté que no, que no pasaba nada. El carro era dos puertas, primero pasó Fran y después entró su hermana, que ocupó el asiento de enfrente. Puse música, tal vez alguna canción de Oasis. “¿Qué hacemos? “Pregunté viendo a Fran en el retrovisor. “Lo que hablamos ¿No?” Dijo. “¿Estás seguro?” espeté. Mis ojos se cercioraban de su rostro, de que estuviera convencido. “Totalmente”, dijo, y se perdió en su ventanilla. Antes de estacionar el polo en el lote vacío busqué otra vez a Fran en el retrovisor. Pero nada. Parqueé la nave. Pilar bajó primera, yo le seguí.


Advertí que Fran permanecía dentro del Volkswagen y que tal vez, desde la ventanilla, vio cómo su hermana, ya en los primeros árboles, me llamaba con la mano. 

jueves, 23 de octubre de 2014

Mazda

Estar, de pronto,  en el sótano de Pradera fumando un cigarro mentolado. Y es esperar a mi hermano mientras le hacen un handjob en el asiento trasero de su Mazda. A contra luz, sólo a contraluz, se distinguen sus cabezas en el polarizado. Ella más gacha que él. Tengo la imagen de estar esperando recostado en la pared inmediata a los ascensores, cigarro tras cigarro, encendiendo uno con la colilla del otro. Bajaban/subían grupos de gente, más que nada familias y amiguitos de primaria. Tal vez con vistas a una película infantil, que para entonces sería La era del hielo 2, Shrek o alguna otra mariconada, no tengo idea. Creo que fue agotando el paquete que se abrió la puerta opuesta del Mazda, eso es, la del lado al que no tenía visibilidad. La chica bajó primero y se compuso el bolso por encima del sweater. Mi hermano permaneció dentro. Para entonces el sótano había quedado desierto y los pasos de la chica se hacían recios contra el concreto “tac, tac, tac”. Caminó hasta donde yo estaba sin saber quién era. Se peinó frente a las puertas cromadas del ascensor y pulsó el botón para pedirlo. Di un vistazo al auto, mi hermano seguía en el asiento trasero. El ascensor llegó, la chica subió y todavía me pregunto qué pensó al cerrarse las puertas y quedar completamente sola.

martes, 14 de octubre de 2014

La posibilidad de una cajera

Me dijo:
Acá entrás al supermercado local y cuando estás en la caja, en ese lapso nimio en que  la cajera pasa las cosas por el escáner, te da el total, toma el dinero y después te alcanza el cambio al otro lado del mostrador, apurás palabras concentradas. Vas, digamos,  directamente al cumplido,  al "me gusta tu pelo, tu naríz, tus ojos", cualquier cosa. Ya cuando guardás la compra en una bolsa plástica y el cliente detrás tuyo lo ve todo con asco, entonces preguntás a la chica"¿a qué hora sales de trabajar?" Y, naturalmente, tras la respuesta viene la inquietud implacable de la cajera que ya no espera un día normal, y que tal vez te aguarde afuera cuando todas sus compañeras hayan dejado el supermercado. 

domingo, 12 de octubre de 2014

Outlook: Imagen adjunta (2.90 MB)

Mirála


Mirá bien la imagen. Notá nuestras caras a chorros de luz borracha, lusazos como difuminados con el dedo. ¿No es la foto acaso una representación vaporosa del tiempo? Digo, del invierno rasgando el impermeable negro, tu chaqueta beige o la punta rojiza de aquel cigarro que acabamos muertos de frío. A veces, M, a veces la sostengo en mis manos, y no siento sólo un rectángulo glaseado por encima del papel. Mierda, como si no me bastara saberla vulnerable a las más paupérrimas tijeras.

B
Tal vez sepás del polvo por encima de los muebles, de los cabellos largos, permanentes detrás del refrigerador, de cada armario. ¿Sabés que me digo a veces, cuando espero el café instantáneo al pie del microondas?  Pienso: Y si quedara todavía de ese polvillo en las juntas del piso o en el vértice del zócalo; y si los pelos que se curvan en las patas de la nevera o los que no abandonan la profundidad de la escoba fueran tuyos, si todavía estuvieran allí ¿Sabés?  Algo así como creer que la arenisca por encima de los estantes fuera responsabilidad nuestra, M, aún después de tanto,  de que no alcanzaras con el paño ni siquiera estando sobre alguna silla o que yo no subiera por tenderme en el sillón y dejara la casa como carajo estuviera. Por eso la foto, M, por eso la importancia de dos caras borrosas envueltas por la madrugada de un tres de abril.  
A
No quiero que en este punto del mail sonriás burlona a la pantalla del ordenador y pensés "¡Qué nivel de imbécil! ¡Qué estúpido!". No veás la foto y digás que es una imagen desafortunada, de farolas de luz al fondo y tan tenues, tan desvanecidas que ralentizan el obturador de la cámara. Fijáte antes en el estacionamiento de atrás y en los autos deformados a lo lejos modelo ¿90? ¿94? ¿Acaso 88? Y decime, ¿Crees que todavía anden por ahí, ronroneando avenidas francesas?  ¿Estaremos nosotros también por ahí, M, retratados en el polvo del suelo, en los cabellos bajo la cama?

B
Recordarás que llovía. Creo que volvíamos de un cumpleaños. Subimos la Route de Mende a empellones de borrachos que comparten una misma acera. Te revolvías a carcajadas de la respuesta que di al revisor antes de bajar zigzagueantes del tranvía.  Realmente nunca entendí el francés, nunca llegué a quererlo del todo. Tampoco me gustaba oírte hablarlo tan suelta y tan alto para que todo el mundo  te oyera. Esa noche maldije tus ojos alternando de mi rostro al bigote espeso del revisor que demandaba algo a quemarropa.  Yo buscando el ticket en algún bolsillo de mi abrigo, sin entender absolutamente nada, y fue verte tan callada, pudiendo intervenir en cualquier momento con un francés inmaculado. Más tarde te lo dije, que Francia no era el idioma, ni la comida, tampoco el paisaje, era la posibilidad de encender un cigarro en el balcón, entrar hasta la cocina, atravesarla  y más lejos descolgar el impermeable negro del ropero, tu chaqueta beige; volver hasta la puerta corredera y tropezar contigo, apoyada en la balaustrada, perdida en el estacionamiento contiguo, en los autos aparcados dos plantas abajo. Entonces, 3 de abril, me acuerdo, con la colilla humeando en la comisura de mis labios subí la Kodak a la altura de nuestras caras, te giraste, puse el dedo en el disparador y “paf”, nos resguardamos del tiempo en un trozo rectangular de papel.


lunes, 8 de septiembre de 2014

No recordarlo todo

Tengo la imagen de estar moviendo el pie dentro de una piscina. Viendo los pelos ir y venir sin desprenderse de la pierna, oscilando en ondas moluscas, retrasándose medio segundo al cambiar de sentido. Tengo la sensación del sol a mi espalda, del fondo cerámico de la piscina visto desde la orilla en azul campánula;  de mi rostro cual retrato ondulante al mover la pierna y sacarla del agua, del contraste del adoquín punzante bajo mis pies descalzos, del sentimiento de la toalla tibia contra mis rodillas. De pronto es un ruido que recuerdo especialmente, aunque sin poder recrearlo, y todo se torna en la imagen de mis manos sobre el cristal de la puerta corrediza. Dentro los ventiladores soplando cansados por encima de los muebles y la frescura de los pies al pisar el azulejo de la casa y atravesar el pasillo. Creo que es entonces que, si no estoy mal,  llego al fondo y abro la puerta de mi habitación y está la chica de la casa vecina asomándose por debajo de mi cama. La proyección mental que conservo es un tanto borrosa. Creo que se aterra al advertirme en el umbral de la puerta y se sienta, más bien se tira violentamente contra la mesa de noche. La ventana de la habitación está completamente abierta, las cortinas en vaivén constante de tela solar.  
¿Qué buscás? –le digo. La chica tendrá unos 17 años. Permanece en el suelo sin responder.  Me conduzco al closet y saco una t-shirt que descuelgo de la percha. Estoy metiendo los brazos a través de las mangas, la camiseta me cubre el rostro cuando escucho su voz por primera vez.
-Perdón, se lo ruego. Es sólo que la ventana estaba abierta y  (la ventana no estaba abierta) y  y  y es que arrojé una pelota a este lado del patio y no la vi más. Eso la semana pasada. Me asomé por la verja esta  mañana y creí que podía haber entrado en su habitación, es una pelota de tenis. Por eso franqueé la ventana, además creyendo que usted no vendría por acá hasta el final del verano ¿De casualidad ha visto la pelota? Perdóneme, sé que no debí hacerlo. Hice mal. Perdón. -
Noté que estaba muerta de miedo.

Entonces creo que le dije que no me mintiera, que la ventana permanecía siempre cerrada por el aire acondicionado y  que por tanto su excusa se desmoronaba toda. Le dije que le serviría un vaso de limonada o si prefería, un vaso de 7up con hielo. Me siguió hasta la cocina y al final dijo que agua sola estaba bien. Pasamos a la sala y la hice sentar en el sillón. Agradeció mil veces por el líquido. Después permaneció en silencio con el borde del vaso en los labios, el agua yendo y viniendo  de su boca al fondo del recipiente. Vi como su respiración empañaba el cristal.
-Entonces, ¿Qué buscabas? ,,,,,,, Decime- pregunté lleno de calma, acaso espaciando el “¿…buscabas?” del “decime” unos cuatro segundos.
-Si se lo digo- espetó en un arranque de nervios- prométame su indiferencia total, como adulto que es. –Pensé que hablaba bastante bien para su edad-  No quiero que piense que entré a robar, tampoco que antes le mentí por costumbre, de hecho raras veces miento, si no que por el contrario, quiero que al momento de acabar de contarle lo que pasó, permanezca igual que como está ahora y que sobre todo, me crea.
Al momento de decir lo último me vi a mi mismo casi en tercera persona, sentado sobre aquella silla en que estaba con un gesto grave, flemático en la cara. Asentí con la cabeza y di un trago a mi vaso de limonada.
-Se trata de mi amiga –empezó-, mi amiga Ana. Usted recordará que… que las cosas… es que, cómo decirlo. Por mucho que…- se inclinó hacia delante viéndome escrupulosamente la cara-  por mucho que ahora se deje la barba y tenga independencia como para hacer lo que quiera, me atrevo a decir que usted no tiene más de 24 años. Sé que viene cada verano desde que sus padres compraron la casa. Tal vez sabrá que antes la propiedad pertenecía  a unos alemanes que venían a pasar el fin de año, más o menos en las mismas fechas que nosotros. Mi madre aseguraba que eran alemanes. Recuerdo que se quedaban hasta que la piel de su espalda y cara se enrojeciera por el sol, entonces, satisfechos de costa y coctails en la piscina, se marchaban dejando junto a la puerta de casa un pastel de arándanos hecho por la señora Anke. Siempre sujetaban una notita con cinta adhesiva a la tarta que rezaba frohe feirtage y abajo, felices fiestas, hasta el año próximo, o una cosa así. Nunca estaban para el día de año nuevo, como sí es costumbre en mi familia, (pasarlo acá, digo).  El 27 cubrían la piscina con un nylon de burbujas azules y dejaban la casa cerrada hasta volver el próximo año. Los veíamos desde el patio, sus caras redondas a través de las ventanillas del auto diciendo adiós con la mano. No sé. Tengo recuerdos poco precisos de Ana en aquel entonces, tal vez alguno de ella nadando en nuestra piscina, de su traje de baño azul con estampado de flores  o de nuestros padres charlando con vino tinto en la pérgola. Tal vez  tenga una imagen clara de su cabello como el trigo, tan rubio que el agua no opacaba por más que permaneciera en la piscina. Es curioso, pero lo que no entiendo es como… - (En este momento del relato se detiene al advertir que me inclino sobre la mesita de la sala para alcanzar el tabaco. Sigue mis manos con la vista al retirar un cigarrillo del cartón y espera a que lo encienda. Entonces pregunta si puede dar una calada. Le digo que lo conserve y enciendo otro para mí.)
- ¿Por qué dijiste – (el humo saliendo por entre mis dientes)- que no sabías que fuesen Alemanes, o que era tu madre la que afirmaba eso? ¿Acaso no eras amiga de…?
-Ana.
-Eso, Ana.
-No es que no supiera, es sólo que verdaderamente a los nueve u once años todos parecen del mismo país. –dijo-  Aparte Ana hablaba todo el tiempo en español, incluso cuando se dirigía a sus padres. Por otro lado estoy contándole los hechos de forma progresiva, como si partiéramos del inicio y de momento me limitara a la época en que los Viker eran dueños de la casa. Claro que más tarde Ana me hablaría de Alemania, de su ciudad natal,  Leipzig, incluso trataría de enseñarme palabras sueltas del idioma.
-Mjm –dije entre dientes- seguí, seguí.
-No sé en qué estaba antes pero tengo que añadir que Ana era tres años mayor que yo. Cuando la conocí yo tendría nueve años o diez y ella doce o trece. Nos veíamos sin falta cada año y nos entreteníamos en la piscina, a la orilla del mar pisando juntas la  arena volcánica o en la sala de estar viendo una película en el dvd de los Viker. Ella me contaba acerca de los chicos que había conocido durante el año. Yo siempre por detrás (me llevaba tres años), escuchaba extasiada sus relatos y quería, con impaciencia, tener su edad para que me acontecieran ese tipo de cosas. Siempre eran nombres (de los chicos de sus relatos) como Lars, Arnulf, Björn y Helmut, que se peleaba con Arnulf o con Lars y que al final resultaba ser un imbécil que sólo se interesaba por el fútbol y no por ella. Yo los imaginaba a todos rubios como Ana a excepción del que tuviera más protagonismo. A ése lo percibía con el pelo oscuro y la tez blanca blanca. Pero eso no tiene importancia ¿Verdad? Lo que interesa es que los Viker vendieron la casa algunos veranos atrás y que mi amistad con Ana se fue, por qué no decirlo, a la mierda.  Los compradores, claro, fueron tus padres.- (me tuteó)
Depositó la colilla en una lata de cerveza vacía y siguió contando.
-Dos años después, yo tendría 16, alguien tocó a la puerta de casa en el momento en que nos disponíamos a salir rumbo a la playa para pasar el año nuevo. Mi madre se enfiló hacia la puerta diciendo “ya voy, ya voy”, usted sabrá. Cuando abrió  pegó un grito descomunal de alegría y me llamó también, dando de gritos. Al bajar las escaleras con la mochila en la mano me encontré a Ana en el umbral de la puerta. La abracé y  aunque no recuerdo haber llorado, sí haberme contenido. Era realmente extraño verla en la ciudad. Me contó que había trabajado durante seis meses para costear el viaje. Estudiaba  letras en la Universidad de Bielefeld y trabajaba por la noche en un bar/cafetería muy frecuentado por estudiantes de su facultad. Decía que me encontraba muy cambiada, hecha una mujer de verdad. Ella también había cambiado, con decirle que ya no lograba recordarla de más chica. Subiendo las valijas al maletero del Mitsubishi dijo que envidiaba mi pelo y mi trasero, ja-ja,  cosas de esas. Nos reímos mucho.
Continuó.
-Cuando llegamos al sitio de playa  se quedó mirando desde la ventana del coche su antigua casa de vacaciones, ésta donde estamos hablando ahora, claro. Después se apoyó en la verja de la piscina y la estuvo contemplando durante largo rato. Cuando me acerqué tenía los ojos perdidos en el agua y me dijo “no ha cambiado nada”. Y era cierto, la casa no había cambiado nada. Las vacaciones transcurrieron sin apenas darnos cuenta. La visita de Ana lo había mejorado todo. Volvimos a pisar juntas la arena volcánica de la barra y por la noche bajábamos a Situ, el viejo bar del puerto. Una noche, hacia el penúltimo día, después de cenar, dijo que no se sentía del todo bien. Se retiró de la mesa dando las buenas noches y se metió en su habitación. Permanecí un rato con mis padres hasta acabar el postre. Cuando hube terminado atravesé el pasillo y toqué a su puerta, pero no obtuve ninguna respuesta. Tomé la manecilla entre mis manos y abrí. Ana no estaba. En cambio estaban todas sus cosas y la ventana de la habitación completamente abierta.
-Salí por esa misma ventana y justo enfrente, después de los almendros, vislumbré la pared de la casa (la suya). La contemplé hasta ver que en un extremo del muro se encendía la luz de una habitación. Desde donde estaba, a través de la ventana,  podía ver el ventilador del techo poniéndose en movimiento y la cabecera de caoba, tal vez la esquina del guardarropa. Un minuto después volvió a apagarse la luz y decidí regresar a casa, como si nada y esperar al día siguiente. Sabía perfectamente que para esas fechas la casa estaba desocupada, (la suya),  de hecho en la entrada no estaba su Volkswagen Golf y las persianas de las ventanas delanteras estaban totalmente cerradas. Al día siguiente, al salir de mi habitación, encontré a Ana en el sillón de la sala. El televisor puesto en los canales nacionales y ella bebiendo a sorbos un jugo de naranja. Se volvió a mí y dijo algo sobre el programa que estaba viendo, sonrió con total naturalidad. Me senté a su lado esperando a que me contara lo de la noche anterior. Pregunté si se encontraba mejor. Dijo que sí, que sólo había tenido un mareo. Lo cierto es que no sacó el tema en todo el día.
-¿Puedo usar el baño?-

La vecina se levantó y aproveché para recoger los vasos de la mesa; dejé la lata de cerveza en su sitio por si quería seguir fumando. Después de un rato escuché el ruido del wáter y la puerta del baño. Estaba en la cocina cuando sentí una de sus manos sobre mi hombro. Me quedé inmóvil frente al lavabo y la tuve cerca cuando la oí decir “¿Realmente no se acuerda?”
-¡¿Qué?!
Después de decirle que no, asustado y dándome la vuelta,  volvimos a la sala. Esta vez no preguntó y tomó un cigarrillo del cartón. Volvió a decir, ahora anteponiendo mi nombre - De verdad, Edras, ¿no se recuerda?- (y no recordaba haberle dicho mi nombre), y seguía - quiero decir,  del baile, o del beso que le arrancó a medias o de cómo salió detrás de ella hasta pasar por poco el muelle. ¿Es que acaso no  le resulta familiar? Dígame, Edras, ¿estuvo alguna vez en Alemania? – Se me hizo insoportable el humo que exhalaba, sus palabras, saberla allí sentada. Me paré de golpe de la silla y caminé hasta la entrada. Abrí la puerta y le dije que por favor saliera. Todavía dio dos caladas al cigarrillo y lo apagó sin prisa contra la lata antes de levantarse. Cuando hubo franqueado el umbral se volvió a mis ojos y dijo “Ella aún le recuerda”.
Estuve toda la tarde mirando la piscina desde el corredor de la casa. Encendí un cigarro y después otro. Luego otro y después otro más, luego el último, hasta que el calor se agolpó en el techo de madera y fue  inevitable abstenerse de la piscina. Sólo la frescura del agua contra mi pecho me devolvió el ánimo. Los skimmers oscilaban, golpeaban el borde plástico del marco en un afluente irregular. Salí del agua hasta la pérgola y alcancé una cerveza de la hielera. Después volví a la piscina. A un lado opuesto, de espaldas a la orilla, contemplé la casa completa. Recordé visitas de años anteriores, mi familia sobre el césped y  la mesa del comedor aguantándonos a todos. Allí en el agua caí en la reflexión recurrente de “cómo pasa el tiempo”.
A las diez de esa misma noche abandoné el televisor de la sala asqueado de tantos comerciales nacionales. Me levanté del sillón con la idea de fumar en el pasillo. Con el ches encendido, empujando la puerta, advertí un sobre en el azulejo del suelo. Pensé que otra vez se había colado alguien en mi propiedad, esta vez para meter un mensaje bajo la puerta. Lo abrí. Era un mensaje escrito al reverso de un flyer que decía algo así  como “A las 11. Baje hasta el puerto. Pregunte por El Situ. No olvide traer cigarrillos.   Luisa”. Supuse que sería la vecina.
Me lavé los dientes, tomé del ropero una camisa limpia y apagué las luces de la casa. Salí con 40 minutos de antelación para comprar tabaco, que ya no me quedaba.
Sería un viernes o sábado porque recuerdo bien que el puerto estaba concurridísimo. Serían estudiantes, universitarios o bachilleres que pasaban entre amigos las vacaciones. Bebían sobre las banquetas y se pasaban unos a otros el cigarrillo que estuviera encendido. Las risas de las chicas se deslizaban locuaces en el agua cercana, los manglares al fondo, opacos oscurecían el canal. Pregunté al grupo más cercano de chicos por El Situ. Un borrachín saltó de en medio y me abrazó por el hombro. Dio una larga calada al cigarrillo que llevaba humeándole entre los dedos. Después señaló sin ver a donde apuntaba, me veía el rostro y decía “ahí, justo ahí, atrásss, detrás de los cocoss. Lll’edificio grande-ése”. Después una chica llegó a su lado muerta de risa y me dijo que siguiera hasta ver la única construcción sobre la arena. Di las gracias y caminé por la orilla de la playa hasta que  estuve cerca del local. Habría llegado diez o quince minutos antes por lo que fume al pie del agua, donde la arena brilla, restregada una y otra vez por la espuma.  
De lejos vi una chica que entraba revisando la hora en un reloj pulsera.  Me acerqué los cien metros que restaban. El lugar era un rectángulo vulgar de tablones medio espaciados entre sí que aguantaban  un techo rústico de palma. Desde la entrada se dibujaba la barra a un lado del local, las botellas de ron nacional puestas en la repisa y enfrente una camarera sudorosa  con delantal rojo. Servía el ron sin hielo y se atareaba, apenas dándose a basto, cuando la gente ordenaba shots de tequila. Los presentes parecían mayores, bailaban muy de cerca la música costeña que llegaba de un triste altavoz.  El suelo era la arena misma del mar y se hacían difíciles los pasos en busca de mesa. Me senté en una del fondo, asegurándome de que no tuviera las sillas rotas. Se acercó una jovencita a preguntar si quería ordenar algo. Pedí dos cervezas y algo más, creo que unas manillas o algo para picar. La chica del reloj pulsera estaba sobre la barra. Tenía una cerveza entre las manos. Le habrá tardado unos diez minutos acabarla, porque fue más o menos lo que tardó en venir a mi mesa. –Hola, soy Laura – dijo, y me tendió la mano. De pronto pensé que toda la gente del bar me conocía, incluso la gorda que servía y cobraba los tragos.
-Decime Laura, ¿Cómo es que últimamente la gente me conoce sin habernos visto antes?
Ni siquiera sonrió.  Despegó la silla plástica de la mesa y se sentó.
-¿Trajo cigarros?
Tiré el paquete sobre la mesa. Lo tomó y deslizó dos fuera del cartón. Encendió primero uno y me lo tendió al otro lado de la mesa. El filtro a pintalabios rojo. Después chispeó otra vez contra su cara para encender el suyo.
-Si te digo la verdad, –dije- me divierte esto muchísimo.
-¿Qué?
-Pasar de estar en la piscina a descubrir una chica metida en mi habitación, buscando debajo de mi cama.  Y luego, el mismo día, encontrar una carta bajo la puerta de alguien que invita a vernos. Alguien que tampoco conozco. De pronto estar acá, compartiendo tabaco y una mesa plástica con la chica que saltó la verja del jardín para deslizar la invitación bajo la puerta. -
Ahora sonrió. Tenía el codo en el apoyabrazos de la silla, el cigarrillo a la altura del pelo.
-Lo triste de su condición, Edras, es dar la espalda a tanto. Quiero decir, a tanta gente. ¿Acaso  no fue lo mejor de nuestras vidas, todo junto, todo de golpe?


Hacia las doce pagué a la chica del antro por las dos cervezas y el bowl de boquitas. Me despedí de Laura. El camino de vuelta fue confuso, a los jóvenes de antes ni los vi, aunque estaban ahí, más recios de vodka y cerveza de litro. Cuando empujé la verja  y atravesé el jardín, cuando franqueé la puerta de la casa y atravesé la sala, después el pasillo y otra vez abrí la puerta de mi habitación, me vi estático contemplando la cama. Me hinqué sin prisa en el suelo cerámico, apoyé luego la oreja y las dos palmas de las manos. Me quedé mirando por debajo de las colchas que babeaba la cama y vi el cuaderno negro que yacía como cosa única en la habitación. Estiré el brazo, otra vez sin prisa. Me senté contra la mesa de noche y abrí el cuaderno en la primera página. Recuerdo que antes de hojearlo siquiera sentí como si alguien me estuviese viendo. Tal vez desde la ventana, tal vez desde el pasillo. Alcé la vista.
Bajo el umbral de la puerta una rubia se cruzaba de brazos.

domingo, 7 de septiembre de 2014

144

Cuántos muertos
pisaron las calles,
cuántos mearon paredes
recién pintadas.

Cuántos vivos escupen las aceras,
los coches estacionados,
 el asfalto alquitranado. Cuántas colillas
 van de las ventanas hasta los
perros entre la mierda.

 Cuántas putas acompañan
hoy en la noche, cuántas cobran  por adelantado.
 Cuántos besos se
 omiten en los tejados, cuántos cigarros permanecen
en sus cartones.
Cuánta mierda y cuánta nitidez
en los dientes de quien sonríe.

sábado, 6 de septiembre de 2014

valor aproximado

Pensar en un bostezo, en una taza de café vacía, en la mancha blancuzca de un escritorio. Pensar en un discurrir infinito, en dejarse llevar hasta dar de frente con la vida, o la muerte. Pensar en la proximidad de un edificio sin paredes, en el vértigo de los coches pitando por ahí, diez plantas abajo.


Si el pensamiento insistiera en subir a un décimo, en la ventana descubierta, en la acera abajo del todo y en los paseantes miniatura. Si salir por la ventana se tornara en una reflexión recurrente, si no se borrara ni aun con el esmalte implacable de la cordura, de la ética, del raciocinio; si un vuelo de cinco segundos hasta el asfalto te seduce más que todo lo que no hiciste en la vida, entonces ejercé presión contra el marco de la ventana y apoyá tus pies en el borde. Respirá hondo como si el tiempo se atragantara en sus relojes. Experimentá en cada bocanada el sabor dulzón de la sangre que gotea espesa del techo hasta regar tus zapatos. Recordá todo lo que te condujo a la ventana, cada una de las cosas. Cerrá fuerte los ojos y tratá de verlo completo. Si la suma no afloja tus piernas o no libera tus brazos, si todo junto no te hace saltar de un décimo nivel, entonces volvé al escritorio, tomá el teléfono y marcá el número de la primera persona que se te ocurra. Contále lo que estuviste a punto de hacer y decile que él/ella es la razón de nunca saltar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

La risa que emana del cubículo


Sabés que ya importas poco cuando ella cuenta la misma historia a dos conocidos que se encuentra en el bar local. Tú desde la mesa, aparentemente plácido, oyéndolo todo por tercera vez. Entonces, allí sentado,  pensás en lo que acabas de pensar. Y decís “¿Vale la pena? Realmente ¿Vale la pena?”. Das un trago largo a tu cerveza y volvés los ojos al perfil de tu amante, al relato trillado de su viaje por Jordania. Sonreís plácido, digamos amable, amabilísimo, y de pronto, allí en medio de todo, pensás en Marcela.  Das otro trago a la cerveza, esta vez dejás el vaso contra los dientes, volvés la mirada a los tres que charlan, aunque tus ojos ya no ven nada.

-¿Verdad?, mi amor.-dice V apoyando su mano sobre la mía.
-Sí. No. Perdón, no puse atención. ¿Qué decís?
-Les decía a los Martin que esta noche la tenemos libre. A menos que tú tengas algo que hacer podríamos ir a bailar a alguna parte.
Tenés tres segundos para el no. Más allá de eso se desvanece la posibilidad.
-No creo que pueda… -digo- realmente pienso ir donde Peter. Ya sabes que quiero salir de madrugada para llegar después del desayuno.
Ella se vuelve a la pareja con una sonrisa apenadísima y yo no tardo en hablar de nuevo.
-Pero podes ir tú, total van los tres juntos. – Ahora es ella que tarda más de tres segundos en articular un no. La afirmativa es irremediable.
-Claro que sí –dice. Se vuelve a mí - ¿Estás seguro? Apuesto a que hay lugares con buena música.-
Vuelvo a decir que no. Ella les explica que Peter es mi hermano y  que no lo veo desde hace un año. Ellos asienten y hasta parecen animarme a que vaya a verle por la mañana. Nos despedimos de los Martin. El matrimonio joven sigue hasta instalarse en una mesa al fondo del local. Los veo llamar al camarero con la mano.

Recuerdo que en el trayecto de vuelta al hotel, más allá del puerto y de la gasolinera Repsol que hace esquina en contrueces, V comenzó a caminar más deprisa, tal vez para verme la cara. Resguardaba sus manos en un impermeable rojo.
-¿Te gusta?- espetó de pronto.
-¿Qué? – dije.
-Que si te gusta María.
-Pero ¿Quién carajo es María? –dije alterado, realmente no sabía quién era- ¿Por qué decís eso?
-María es la chica con la que hablábamos de vuelta en el bar.
-No entiendo. Ni me fijé realmente. ¿Por qué preguntas? ¿Acaso a ti te gustó el paliducho de su marido?
-No es paliducho – se rio-  , aprendió el español en seis meses y decidió venir a vivir acá. Es holandés. Se llama Cors. Claro que su tipo es distinto, en este país puede parecer demasiado… –cómo diría-- europeo.
-Puede ser- dije.
Ella no dijo más y creo que no volvimos a hablar en todo el camino.
Finalmente llegamos. Empujé la puerta del hotel para que V entrara.
-¿No vas a entrar? – preguntó.
-Voy a fumar un rato- dije.
-Ok. Voy a estar en el cuarto, me urge darme una ducha. ¿Seguro que no vienes con nosotros?
-Seguro.

Busqué una mesa en el restaurante del hotel. Pedí un espresso corto y encendí un cigarro. Otra vez pensé en Marcela. Pagué por el café, deposité la colilla en el cenicero. Busqué el ascensor y atravesé el pasillo alfombrado hasta nuestra habitación. Cuando entré la encontré saliendo de la ducha. Vi su ropa tendida en la cama. -Voy tarde- repetía, caminando desnuda en la habitación y poniéndose los pendientes. Me senté en la cama y encendí el televisor. Alternaba la vista del noticiero a V poniéndose el calzón, las medias y después el vestido. Finalmente fue hasta donde yo estaba y me acercó un beso frío a los labios. Dijo  “hasta luego” desde el umbral de la puerta y dejó la habitación. Antes de levantar el teléfono quise asegurarme de que para entonces no estuviera ni en el hotel. Hice un recorrido mental con más o menos el tiempo real de lo que tardaría alguien en bajar por el ascensor, atravesar los pasillos, el lobby y  franquear finalmente la puerta de entrada. Cuando estuve seguro levanté el teléfono.
(Tres tonos intermitentes antes de la voz)

-¿Hola? –atajó la persona.
-Hola – respondí de vuelta. Sin decir más.
-¿Quién es?
-Adivina quién soy.-dije-
-mmm…
Silencio
-No sé.
-Vamos, sí que puedes.
-Ay, no sé. No estoy para eso ahora.
-¿En verdad no sabes?
-No. Si usted no me dice quién es cuelgo inmediatamente.
-Sólo di un nombre. El que creas que sea, el que se te venga a la cabeza.
-No sé… ¿Cors? ¿Eres tú?
Permanecí con el teléfono en la mano, lo apreté hasta que el plástico se contrajo en pequeños cracks.
-¿Cors?- volvió a decir.
-Sí, soy yo. ¿Cómo estás?
-Mira, te dije que no llamaras después de las nueve, te juro que voy a ir, tienes mi palabra. No entiendo por qué insistes tanto cuando sabes que iré.
-Sólo quería asegurarme, nada más.- Sentí que ya no era mi acento, hablaba un español neutral, despojado.
-Sí, lo sé. Pero ya habíamos quedado. ¿O quieres quedar en otro sitio, cambiar la hora quizás?
-No, no. Para nada. Sólo quería escuchar tu voz y estar seguro de que vendrías. ¿Recuerdas el lugar de reunión?
Marcela se rio. Las risas llegaban opacas a este lado del teléfono.
-Bobo, claro que sí. Ya te dije que sí.
-A ver, entonces, para asegurarme realmente de que vas a venir y de que recuerdas el lugar, dime el nombre.
-Qué imbécil eres, enserio. Svatka’s.
-Ahora estoy tranquilo. (risas)
-Nos vemos tontito.
Colgué el teléfono.

De pronto no quería verla. El televisor seguía encendido en el noticiero. Vi que eran las 11:30 de la noche, algo pasadas. Me pegué un baño express y me vestí con lo que tenía en la valija. Abajo, en una tienda de chinos, justo al lado opuesto de la calle, compré un sombrero negro que combinara con la gabardina que llevaba puesta. Tomé un taxi sobre la misma acera del almacén y pedí al conductor que me dejara a 100 metros de Svatka’s. 

Había empezado a llover y el paseo marítimo brillaba bajo los zapatos de los escasos paseantes que transitaban. Vi el lugar al fondo en letras curvas de neón. Fui hasta la entrada y me asomé por las ventanas laterales. El lugar estaba abarrotado. Había un grupo de música en vivo en el frente y al pie de la tarima varias parejas bailando. Más atrás unas mesas con los presentes vueltos en dirección a los músicos, algunos sólo hablando entre ellos y bebiendo cerveza. La barra la atendían dos infelices que sacaban brillo al mármol con un trapo. Entré con el sombrero lo más gacho que pude y me arrastré hasta el mostrador. Uno de los empleados se acercó. -Un whiskey sin hielo, por favor.

Me acabé el licor a pequeños y espaciados sorbos mientras, a mi espalda, rechinaban las canciones interpretadas por los músicos. En un momento dado cesaron de tocar y el vocalista se despidió  del público prometiendo volver al año siguiente. La gente aplaudió enérgica. Inmediatamente pusieron una canción de Snap por los altavoces para que las parejas próximas a la tarima siguieran bailando. La barra se abarrotó de clientes y los camareros detrás de la barra apenas se daban abasto. Sentí que V me descubriría allí parado así que caminé rápidamente al baño. Entré en el cubículo del retrete y me senté sobre la tapa. El reloj marcaba las 12:20, rhythm is a dancer se colaba opaca bajo la puerta del baño, se acrecentaba únicamente al entrar alguien  a mear. 

Recuerdo que estuve dos o tres canciones allí sentado antes de salir, tal vez cuatro. Lo cierto es que cuando empujé la puerta del triste cubículo de madera encontré a Cors viéndose en el espejo del lavabo. Lo vi mojándose el pelo rubio, que el agua no lograba opacar. Vi cómo se quitaba el exceso de su cara húmeda y blancuzca con las dos manos. Después sonrió, se compuso el cuello de la camisa y salió pasándome por enfrente, sin darse cuenta. Empecé a pensar en la estupidez de haber venido. Quise salir del local y en el camino a la puerta advertí a V con la mujer de Cors al fondo del local. Bailaban a un lado del resto, junto a la tarima vacía. Tenía cada una en la mano un trago que sorbían con pajitas de colores muertas de risa. Salí de allí. Permanecí al lado de la puerta del bar para no entorpecer el flujo de gente. Encendí un cigarrillo y después otro.  12:50. Veía  el rompeolas a lo lejos y la lluvia iluminada por la luz de los faroles cayendo oblicua sobre los coches.

Sería la una de la mañana cuando un taconeo en el azulejo me hizo volver el rostro. Era la esposa de Cors, tambaleándose hasta donde yo estaba.

-Perdone – (tomó una pausa larga. Se apoyó en la pared, respiró hondo como antes de vomitar)- ¿tiene usted de casualidad un zzzippo?
Pensé que el sombrero me hacía irreconocible.
-Sí, claro. No tengo un Zippo, pero este también funciona. – Le tendí mi encendedor Bic.
Prendió un cigarrillo y guardó el paquete de vuelta en el bolso. Escupió el suelo tras la primera bocanada de humo. -Graciassss.
1:02
-¿Es de por acá? –dije, por decir algo.
-¿Qué? ¿Yo? No. No.
-¿Ciudad?
-Sí, ciudad.
-Nada que ver con la tranquilidad de por aquí ¿Qué son, la una de la mañana? y la gente bailando sin más un miércoles por la noche. Es increíble. ¿Se da cuenta?
De pronto salió una chica del lugar en dirección a nosotros. Se me contrajo el estómago de pensar que pudiera ser V. Pero la persona pasó de largo, más allá del local hasta perderse en la avenida.
Volví a la esposa de Cors.
Advertí que me veía fijamente a los ojos, como si quisiese exclamar algo. 
-Usted se me hace muy, muy conocida –dije adelantándome-.  Tal vez de algún sitio en la ciudad. Verá, trabajo con mucha gente, a veces los rostros no alcanzan a ser recordados. Permanecen únicamente en la memoria como autopistas o parques infantiles vagamente reconocibles.
Se mecía de atrás para delante como si no lograra enfocar. Tenía la boca abierta. Estaba muy bebida.
-Sí- dijo- Puede ser.
-Alberto - mentí, y le tendí la mano.
-Ana –mintió ella, y también, me tendió su mano.
Hubo algo en esa mentira que me hizo desearla fervientemente. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por qué no decir simplemente “María”? ¿Por qué introducirnos sin decir nombres reales?
-¿Te gusta la lluvia sobre la cara? – espeté.
-¿Ah?
-La lluvia. ¿Te gusta sobre el pelo?
Llovía a cántaros. Nos protegía el exceso del techo.
-Creo que sí –dijo, y me miró atónita la boca.
Recuerdo haberle dado un beso holgado en los labios. La recuerdo a ella apretándome fuerte contra —cómo decirlo-- ella, sus manos por entre mi pelo. Recuerdo sus párpados, su lengua revolviéndose contra la mía como pez en un vaso de agua y el sabor del vodka ensalivado que mojaba sus dientes.
Imaginé que la conducía  al interior del bar una vez más, o mejor,  la subía directamente al taxi. Evoqué la habitación del hotel y la ropa sucia de V por el suelo.  Vi a la señorita Martin sobre la cama, arrastrándose hasta la almohada para verme desde allí. Pero todo mentira. Me empujó contra la pared y se quitó el exceso de saliva con el revés de la mano. Me contempló como asustada y volvió al interior del local.
1:40.  
Metí la mano en el bolsillo del pantalón para sacar un cigarro. Fueron tres antes de decidir entrar por segunda vez a Svatka’s.

La música era más recia, mucho más recia. Vi a ambos lados del bar pero no pude ver a V. Caminé otra vez hasta el baño. Había un pasillo previo con dos teléfonos públicos, un tipo utilizaba de espaldas el más alejado, tapándose la oreja firmemente con  la mano. Pensé que nadie se entendería con todo ese ruido.  Otra vez entré en “Caballeros” y me vi cerca de los cubículos. Un gordo terminaba de mear y se abrochaba el pantalón. Pasé a ocupar su mingitorio. Saqué el whiskey  y todo el líquido ingerido aquel día por la uretra. Dejé caer el agua y me compuse el pantalón.  Fue lavándome las manos que me percaté de las risas que emanaban de uno de los cubículos. Me acerqué hasta agacharme y ver por la separación abundante de la puerta. Eran unos zapatos de hombre, tal vez mocasines rojizos, muy formales. No puedo decir que fueran de Cors, y la risa, aunque creí probable, no puedo decir que fuera de Marcela. Volví al lavabo. Después de hacerme un rato el desentendido frente al espejo, vi en el reflejo unos zapatos de chica que aterrizaban en el azulejo del cubículo. Como si alguien la bajara despacio a su nivel. Eran unos tacones rojos que no pude apreciar del todo. Me dije que saldrían del baño en cualquier momento así que apuré mi salida. La gente comenzaba a dejar el local y agaché  más aún el sombrero por miedo a que me reconocieran. Salí hasta el paseo marítimo donde muchos ya esperaban el taxi de vuelta. Tomé uno a pocas calles del local, quería llegar antes de que V llegara y me sorprendiera fuera de la habitación.   
(Si es que todavía no había llegado)

Pagué al taxista.

3:00 am
Otra vez pisé el lobby del hotel, subí por el ascensor y atravesé los pasillos hasta dar con la habitación. Abrí con la tarjeta de cinta magnética y fui hasta la ventana del cuarto. Era un séptimo con vistas al motor lobby y  la calle ancha del hotel. Me quedé en ropa interior y encendí un cigarrillo en la ventana descubierta. Tal como creí, a los siete o diez minutos vi detenerse un taxi frente al edificio. Las luces ámbar del intermitente teñían la acera. Se oyó un zapateo sobre el concreto del suelo y vi que era V tambaleándose hasta la puerta de cristal. Arrojé el cigarrillo, cerré la ventana, apagué las luces y me arrastré hasta la cama. Otra vez hice el recorrido mental de alguien que busca la habitación partiendo desde los sillones del lobby. Pasaron unos cuatro minutos. Al poco tiempo escuché la cerradura de la puerta, una, hasta tres veces y, finalmente, el ruido de apertura. Recuerdo estar boca arriba sobre la almohada y tener entrecerrados los ojos por si V encendiera la luz creyera que estaba dormido. Vi su silueta desplazándose por la habitación a tientas mientras dejaba caer los zapatos en la alfombra y se desabrochaba el vestido. Cuando estuvo en ropa interior la vi enfilarse hasta el baño. Abrió el chorro del lavamanos y escuché el agua caer entrecortada. Lo cerró con un chirrido y supongo que se habrá secado las manos (o la cara) con la toalla. Salió otra vez caminando cual espectro en la penumbra de la habitación. Venía en dirección a la cama cuando tropezó con la esquina del tocador. De sus labios empezó a brotar una risa amortiguada, como silenciada por sus dos manos. Un escalofrió gélido recorrió mi espina dorsal. Encendí la lámpara de la mesa de noche y me incorporé de un salto sobre la alfombra para ver la ropa tendida en el suelo. Allí estaba el vestido que acababa de quitarse, las medias de seda, un bolso pequeño y más atrás, el par de zapatos rojos.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

44

Y respirarle cerca,
y traerla fuerte
a mis brazos

Y ver, los dos borrachos,
la arena y el mar
diabólico del caos.
Absortos, tontos,
juntos.

jueves, 21 de agosto de 2014

Escuintlecos, suizas. GT, Ciudad

Seis vasos. Siete. La rubias nos decían que no. Que no querían bailar con nosotros. Fuimos hasta la barra. Un octavo trago sobre el mostrador de caoba. Baja sin hielo, fino como el agua.  De vuelta en el azulejo a cuadros de la pista volvemos a las rubias. Seguimos insistiendo en sus nombres. Verena, dice una, la primera en devolver una respuesta.

Según pude entender por "suisse", eran todas suizas . Bailé con Verena sin decirle nada y casi restregué el pantalón contra su mini falda roja. Sudamos una bachata, después un bolero. Luego me dijo algo al oído que no entendí. Expectante, desesperada de no entendernos tal vez, me tomó de la mano y me sacó del lugar. La voz antes confusa, envuelta en  la música amplificada se tornó en algo suave, de acentos curvos. Estábamos lejos ya del griterío inflamable de los primeros borrachos. Encendió un cigarro y me tiró el humo a la cara. Palpé mi bolsillo y sentí la flojera inequívoca del paquete de Marlboro agotado. Lo notó inmediatamente. Compartimos el suyo calada a calada. Tomás, dije de pronto, extendiéndole la mano. Me encanta tu pelo.

Lo siguiente es verla colgándose el bolso al hombro, sonriéndome en movimiento. Es su grupo que sale en estampida. Se van. Adiós dice Verena, pecosa, ojos enormes, lo articula perfecto. Me hace un saludo final con la mano. No alcanzo a preguntar en qué hotel se hospeda o su número de teléfono. Ellas siguen andando. Es un desfile, una retirada más bien de suizas rubias y tan dables, tan dables que dejan la discoteca para no volver más. Permanezco con la colilla de su lucky strike entre los dedos. Le queda alguna  calada antes de pisarlo en el azulejo de la entrada. BAR DE MIERDA. Sale Rodrigo tambaleándose hasta la seguridad de mi hombro. Se apoya con las dos manos. Vámonos a la verga, dice.  

De vuelta en el hotel es Paula. Un whatsapp borroso “deberías estar acá”. Me digo: ¿Por qué putas? Lo dejo en visto, no contesto. En el baño pienso: son las dos de la mañana, no puede morir esto acá. Me mojo el pelo en el lavamanos. El agua escurriéndose por las patillas. Veo con especial nitidez las gotas que gravitan mi rostro dejando a su paso un surco brillante. Me quito el exceso con la toalla de mano. Salgo del baño y voy hasta la puerta. Dejo a Rodrigo encendiendo un cigarro en la cama, ojos turnios de vodka. Ya vengo, le digo. Ni siquiera contesta. Bajo al bar del hotel. 

Chavo servime dos whiskeys claritos. Rápido. Estoy meciendo el primero y viendo a través del líquido. Turbio cual jugo de manzana. PAm. EL primero. Pam El segundo. Chavo, servime otros dos- Dos más sobre la barra-. Pam, los apuro. Chavísimo otros dos y no te chingo más. Pam pam. Pago la consumición. Salgo del lugar esquivando huéspedes.

Luz pública, faros alineados hasta Los Próceres. Dos chicas sobre la banqueta en dirección contraria. ¿A dónde putas voy? Las acompaña alguien bajito, no veo con claridad el  rostro de nadie. ¿A dónde van?, les digo. Me acerco. Pam, puñetazo al ojo derecho. Pam, banqueta. Asfalto visto de cerca. A un ojo las chicas lejos, presurosas, más allá de Vesuvio.  Boca arriba y exhalando whiskey trato de ver las estrellas. El alumbrado público me caga.  Regreso sobre la misma banqueta. 15 minutos, veinte. Otra vez, Hotel Barceló. Empujo la puerta giratoria de cristal, salgo en la segunda vuelta. Vomito sobre la alfombra del lobby y nadie parece advertirlo. Me acerco a recepción. Chino, conseguime una rubia ya. Quiero coger, la gran puta. Tranquilícese usted, ¿conoce Montúfar? , dice. Mejor le alcanzo la guía telefónica.

En la entrada del hotel tres putas, un cabrón. ¿Cuál querés?- dice. ¿Cuál es la más nueva? –pregunto. Tuerce una cara de asco. Sabés qué, me quedo con esa. La señalo con el dedo, rubia hasta la raíz del pelo, negro petróleo. Subiendo en el ascensor pregunto ¿cómo te llamas? Anja, responde. Las pelotas, digo, te llamas Brenda o Maite o Teresa, tal vez Juana, le escupo inflamable las consonantes. La abrazo por atrás a seis pisos del décimo. La toco toda y hasta descompongo el vestido. Ay – dice. Ay puta, te voy a joder. La cremallera contra el vestido verde. Manoteo las tetas. Ay, dice otra vez. Se abre la puerta en el diez. Zigzagueo el pasillo sujetando a la rubia artificial. Lejos hay unas piernas borrosas sobre la alfombra. Diez, doce puertas después, reconozco a Verena sentada en el pasillo, su espalda contra la puerta de una habitación.  Le tiendo la mano, paráte, venís conmigo. Me mira atónita. ¿Qué te pasó en la cara? – pregunta en inglés, articula mal. Meto la mano bajo su falda roja. Ahora es un tironeo, amortiguado por la alfombra, de una suiza y una puta guatemalteca. Abre la puerta de la habitación un infeliz que reconozco. -¡¿Tomás qué putas?! -Me dice. No tiene camisa el muy maldito. Sigue: Vos, te digo que sueltan todas. TODAS. Empujo la puerta, Rodrigo se va contra el closet. ¡Imbécil!, grita desde atrás.  Hay dos suizas descalzas sobre la moqueta del cuarto. Se sientan en una cama individual. Una alcanza los cigarros sobre la mesa de noche. Se hablan entre ellas, creo que en francés. Después de un rato me tienden el paquete de tabaco. Acepto dos, uno va directamente a los labios  y otro ceñido detrás de la oreja.  Rodrigo se incorpora más allá del baño. Se sienta en las piernas de una. Voltea y le da un beso largo en la boca. Ahora las dos me ven con cara de asco. Voy de espaldas hasta la puerta de la habitación. Me asomo en el pasillo. A dos puertas una tercera se cierra. Mierda, Verena. Al otro lado y al fondo, la puta subiendo al ascensor. Qué mierdas hago. Toco veinte o treinta segundos continuos la puerta donde vi desaparecer a la suiza. Nadie responde. Riego la puerta de un vómito incontenible. El líquido desciende hasta la alfombra, se cuela de a poco en la habitación por la breve separación de la puerta. Otra arcada, me las arreglo para llegar hasta mi cuarto, empujo la puerta, después el baño y finalmente la regadera. Trozos de pizza mojada  atraídos a  la rendija.  Me tiendo en la cama.
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Despierto a medio día. Me levanto a cerrar las cortinas. Inspiro el aroma  tibio de la camisa potada. Logro contener el vómito hasta el azulejo del baño.  Se repite unas tres veces el sonido irregular del líquido regando el suelo. Me quito el exceso de la boca con el revés de la mano. Otra vez me tiendo en la cama. A un lado veo la mesa de noche y más allá el lecho de Rodrigo intacto, con el doblez de las chicas de limpieza. Qué hijo de puta. Cierro los ojos. A los pocos minutos es él que me despierta al entrar en la habitación. Qué onda, dice. Lo miro y vuelvo sobre la almohada.  De pronto me acontece la imagen  de las rubias dejando la discoteca, del maldito en las piernas de alguna.  Pienso en Paula, que tal vez sí la quiero. Rodrigo se tiende en su cama, se cruza de brazos y cierra los ojos.  Una sonrisa involuntaria ilumina su rostro.


viernes, 8 de agosto de 2014

Estocolmo

Entonces despierta. Jadea levemente. (4)
La toco con el codo. Estoy al lado. (8)
Vuelve sus ojos, circunda los míos. Sale por un lado de la cama. (13)
Doblo la almohada para verme los pies. Más atrás, el cristal del balcón. (13)
Contemplo sus piernas desnudas hasta las inmediaciones del culo. Lo censura un calzón rojo. (14)
Corre las cortinas. Son las luces de Estocolmo. Desliza la puerta sobre su riel. Sale de costado, dándome el perfil. (20)
Me siento en la cama. Camino hasta el baño. La luz apagada. Sólo meando con la seguridad del chorro en el agua. Regreso sobre el parquet del pasillo. (28)
Chispea hasta cuatro veces su encendedor. (Maldito viento marino). La quinta tiñe de rojo la punta del cigarrillo. Se acentúa la braza cada vez que chupa del filtro. Guarda el mechero. (31)
Me tiendo en la cama. Otra vez las luces de Estocolmo por encima de los calcetines. Ella a través del cristal, descalza sobre la baldosa. El humo asciende en diagonal. Se pierde en balcones contiguos. (36)
Descansa sus brazos sobre la balaustrada. Contempla la catedral, los techos de las casitas y yéndose lejos, las embarcaciones del puerto. Chupa más humo. Arroja la colilla siete pisos abajo. Desliza su mano dentro de la chaqueta. (37)

Desaparece un pie, después el otro. Los calcetines sobre el parquet.  Camino hasta la puerta de cristal. La deslizo hasta caber de costado. Afuera un viento salobre me descompone el pelo.  La abrazo por detrás. No voltea, está perdida en el puerto, en las embarcaciones que tiemblan de frío. Todavía, por encima de su pelo, las luces de Estocolmo.  (59)

jueves, 7 de agosto de 2014

1982. El necio a través de las bocinas

Los gritos del concierto me aterran, me conmueven, me obligan a escribir. A las siete y media enciendo un cigarro y vuelvo a poner la canción desde el principio. Otra vez la guitarra acústica, las pausas, el murmullo de la gente. Casi advierto el vuelo de los acordes que nacen en la mano del intérprete y trascienden amplificados más allá de los presentes, de las chicas que gritan desesperadas “¡Te amo Silvio!”. Arrastro una silla a la ventana, es una tarde francesa, grisácea, de tabaco humeante bajo boinas negras, de manos resguardadas en impermeables negros.  Acerco el cenicero. Desde la ventana la canción tiene más peso, más sentido, más fuerza. Me arranca una lágrima. Dos. Tres.  Hasta cuatro. Las dejo secar en mi mejilla, alguna baja hasta los labios donde muere salobre. Vuelvo a poner la canción, enciendo otro cigarro. El efecto es el mismo. Son las chicas que gritan. Tal vez el año del concierto. Los gritos enlatados, preservados, resguardados del tiempo. Tal vez el poder manotear el audio de una época en que todavía no existía. Un lapso nimio tatuado en cinta magnética que guarda mucho más que espacio, mucho más que tiempo.


Y sé que me arrastrarán por sobre rocas cuando la revolución se venga abajo, que machacarán mis manos y mi boca, que me arrancaran los ojos y el badajo………. 

domingo, 3 de agosto de 2014

Rebelión en la granja / Animal Farm. George Orwell

El Mundo, UNIDAD EDITORIAL, SA
Madrid (1999)
ISBN: 84-8130-165-5
127 pp.
Traducción de Rafael Abella

"De algún modo parecía como si la granja
 se hubiera enriquecido sin enriquecer a
 los animales mismos;..." 
p. 117



Granja Manor es el nombre de la propiedad donde transcurre la historia. Su propietario es un inglés alcohólico contra el que los animales, unidos en una misma idea de libertad e igualdad, arremeten/se sublevan sacándolo de su propia granja. Se impone una bandera, un himno: Bestias de Inglaterra y la granja pasa a llamarse "Granja Animal".


diría, por ejemplo, que
 "Dios le había dado una cola para espantar las moscas,
 pero que él hubiera preferido no tener cola ni moscas" 
(acerca de Benjamín, el Burro)
p. 26

En los primeros días sin el señor Jones al mando, los animales experimentan la delicia de una colectividad funcional, alternando los trabajos de la granja y repartiendo equitativamente las raciones de alimento. Los animales dejan de trabajar para un granjero que se beneficiaba de ellos y en cambio, empiezan a beneficiarse directamente de su trabajo. Los cerdos, que son los "letrados" del lugar, establecen una serie de mandamientos  que escriben inmediatamente en la pared del establo y esclarecen el objetivo general de buscar el bien colectivo, así como de defenderse mutuamente del hombre y sus malas costumbres. "¡Cuatro patas sí, dos pies no! ¡Cuatro patas sí, dos pies no! ¡Cuatro patas sí, dos pies no!", decían las ovejas. 

Natural, digamos progresivamente,  comienzan a surgir rivalidades dentro del grupo de animales. Por razones de inteligencia, los cerdos (animales sumamente capaces) llevan la voz del grupo. Al momento en que Snowball, (el cerdo líder, heroicamente herido en la Batalla del establo de las Vacas), propone la construcción de un molino de viento para alivianar las tareas en la granja con la ayuda de energía eléctrica, se encuentra con la oposición silenciosa de Napoleón (el segundo cerdo al mando, con menor capacidad de discurso). Al momento de presentar el plano del molino para someterlo a votación, largamente estudiado y trazado por Snowball, Napoleón se opone abiertamente y además dirige una jauría de perros, anteriormente adiestrados por él, que persiguen a Snowball hasta sacarlo de la propiedad (a punto de cazarlo y destrozarlo con sus afilados dientes). A pesar de que antes se había opuesto (el nuevo líder) a la construcción del molino, ahora estando al mando, decide dar comienzo a la obra utilizando los mismos planos de Snowball. Los animales están confusos pero Squealer, un cerdo a las órdenes de Napoleón, se encarga de hacerles creer a todos los animales que la intención real de Snowball era traicionarles. Logra alterar así el recuerdo que todos guardaban de su buen antiguo líder. 

Conforme transcurre la historia, se rompen todos los mandamientos antes establecidos y escritos en la pared del establo en pintura blanca. Si por citar un caso, uno de los mandamientos principales establecía "Ningún animal beberá alcohol", al lado se le añadía en exceso. Las bases cimentadas tras la revuelta inicial contra el señor Jones se manipulan ahora al antojo de los dirigentes.  El mandamiento más reciente, por ejemplo reza "TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES, PERO ALGUNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE OTROS". Se impone así un régimen al más puro estilo totalitario, haciendo uso del terror para controlar a los demás y mantenerlos sumisos. Los cerdos  gozan ahora de un poder absoluto y velan por sus privilegios antes que esos de los demás. Progresivamente adquieren los vicios y costumbres del ser humano (que antes "repudiaban") hasta que llega el punto en que se irguen en dos patas y beben cerveza o whiskey, según el caso. Acontece la escena final, dentro de la antigua casa de Jones y la señora Jones, en que los cerdos beben y juegan a las cartas sentados a la mesa con granjeros de fincas contiguas hasta que, desde la perspectiva de quienes los observan, sus rostros se confunden a uno y otro lado de la mesa.  "Los animales asombrados, (los que veían por la ventana), pasaron su mirada del cerdo al hombre y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro." p 127. Así termina.

Creo que Rebelión en la Granja es un salivazo al totalitarismo visto de cara y una crítica desde la conciencia individual de Orwell a la cosa social del siglo XX, a los regímenes autoritarios encabezados por el ruso. Me parece un espejo lúcido en el que se refleja la sociedad completa. Creo que ilustra a la perfección el comportamiento del hombre en su búsqueda individualista: la traición constante a sus ideales, el posicionamiento automático de su ser por sobre quien pueda.Y casi todo, sino es que todo, se resume al final, como el libro, en que la bestia se confunde sentada a la mesa del hombre en un juego de naipes cuya disputa es  tristemente y para siempre irresoluble. 



jueves, 24 de julio de 2014

Año nuevo en Valencia

Encuentro el interruptor a tientas. La luz se arroja felina sobre lo que encuentra. Advierto mi cara en el espejo, brillante, sostengo un cigarrillo apagado en los labios. La imagen no permanece, desenfoca constantemente. Sonrío sacando los dientes, muerdo fuerte el filtro del Pall Mall.  Alguien abre la puerta del baño y me sorprende en plena mueca. Se avergüenza y cierra, pongo el pestillo. Ahora sí me desabrocho el pantalón y meo de espaldas a la puerta. Me llega el zumbido apenas de la música electrónica que se arrastra bajo la puerta, muevo los pies involuntariamente en intento de baile, el pipí suena irregular en el agua. Riego la tasa. Me abrocho nuevamente el pantalón. Enciendo el cigarro frente al espejo y doy el primer hervor, viéndome de lleno a los ojos. Abro la puerta sin tirar de la cadena, la música se cuela a borbotones, hay cola de tres o cuatro personas. Les sonrió burlón. Camino a la sala, mis amigos me esperan en el sillón.

Tatiana me ve de reojo, por detrás del respaldo. Doy toda la vuelta para acompañar a Pau, que está sentado en el suelo. Lame el hielo de su vaso, se lo empina a cada rato para tomar las gotitas frías, descongeladas que quedan al fondo del duroport. Se lo quito de las manos, lo lleno con agua y se lo alcanzo de vuelta, toma un buen trago y lo escupe en una nube de brisa. Me insulta, sonríe perdido, la camisa empapada. Tatiana sigue allí, inmóvil. Mariano le alcanza un ron con hielo por atrás, le acerca la cara y respira extasiado su shampoo. Qué maldito. Ángel está en el balcón, no logra encender su cigarrillo, se le cae al suelo y no puede recogerlo. Voy a la cocina. La mesa del comedor aguanta un arsenal de alcohol. Me sirvo dos tragos de whiskey a la mitad. Los bebo "a ver a Cristo". Vuelvo a la sala. Se acerca un borrachín que no conozco, me abraza. Feliz año.  Mariano tira sobre Tatiana medio vaso de ron con hielo. Intervengo en el asunto. La tomo de la mano.

Estoy de vuelta en el baño. Cierro la puerta. Pongo el pestillo. Enciendo la luz que se vuelve a arrojar felina sobre lo que encuentra. En el espejo el reflejo de Tatiana y un guatemalteco.


habitación contigua

La he visto entrar y salir. Le he aguantado la puerta del portal, también, de entrada y de salida. La he seguido a lo largo del pasillo de baldosa y me ha seguido a través  del pasillo. La he visto detenerse frente a su puerta, girar dos veces las llaves y desaparecer en su estudio. Ella también a mí. Oigo su música a través de la pared, o cuando abre la puerta corrediza del balcón. Sé que dormimos ambos pegados a lados contrarios del apartamento, es decir, ella a su derecha y yo a mi izquierda, por lo que únicamente nos separa al dormir un muro de 15 centímetros de espesor. Puedo oír, en el silencio de la noche, sus movimientos buscando postura o eventuales toques del brazo que suenan apagados de este lado del muro. Ella seguramente me advierte del mismo modo.  Digamos que nos conocemos, o al menos nos somos familiares sin mediar palabra o pasar del inevitable “bonjour” al cruzarnos en la entrada o del “merci” que articula calladito cada vez  que sostengo la puerta para que entre (o salga). Pero siempre en la puerta de acceso, yo de salida y ella de entrada o yo de entrada y ella de salida. 

domingo, 20 de julio de 2014

Secuencia

Barcelona Sants. Estación de tren
1)     Aparece el protagonista pisando el azulejo de la estación. Su rostro denota, (claramente), el agobio que le producen los demás viajeros en tropel de franceses y turistas amateurs.

2)      Entra en el Mc Donald`s que está justo en la salida trasera. La cajera lo atiende en catalán y de mala gana. Además olvida poner servilletas y sobres de kétchup en su bandeja.  Se sienta en una mesa para dos junto a la ventana que da a Passeig de Sant Antoni.

Afuera de la estación
3)      El personaje franquea la puerta de cristal. Aparece cargando una maleta de mano.

4)      Se aleja del edificio hasta dar con unas escaleras en descenso que denotan el metro. Las baja y espera la llegada del siguiente subterráneo.

5)      Ya en movimiento aguarda indiferente el trayecto hasta escuchar por megafonía “Catalunya”. Entonces baja.

6)      Sobre la rambla se abstiene de su intención de bajar hasta el  puerto. Lo rodea una marejada de paseantes elásticos. Desde donde está contempla el Colón durante algún rato. Da media vuelta. Sube de nuevo.

7)       Repite estación de metro. Baja por las escaleras que antes subió. Espera cabizbajo el trayecto hasta dar con Passeig de Gracia. Entonces cambia de línea a la 4 y tira todo para Alfonso X.

8)      Una estación antes, no en Verdaguer sino en Joanic, entra una chica al vagón y ocupa el asiento contiguo. El baja en Alfonso X y se detiene de cara al cristal. Ella lo advierte sonriente, aguantando la mirada inicial con la seguridad de la puerta cerrada. El subterráneo se pone en marcha y la chica desaparece en facciones borrosas.

9)      Consultando direcciones, ya sobre Parc de les Aigües, logra dar con el hotel que hace esquina en Travessera de Dalt y Riera de Can.  Pisa el suelo cerámico medio espejeante del lobby y se acerca al mostrador. Pasa a registrarse.


10)   Sube las escaleras y atraviesa el pasillo hasta encarar la habitación. Entra girando dos veces la llave. Deja sus cosas y se acomoda. Hace caso omiso de las señales de “no fumar” y enciende un cigarro tendido en la cama. Saca un tomo de cuentos de Augusto Monterroso. Lee hasta que lo atormenta, ahí acostado, la imagen mental de la chica del metro. (la ceniza del cigarro cae sobre la mesa de noche).