domingo, 17 de marzo de 2019

Una conclusión para la entrada anterior



¿Qué concluí la mañana que la despedí en la estación de tren de Salamanca, al regresar, ahora sin ella en el asiento de copiloto del VolksWagen (donde me había acostumbrado a verla), hacia la misma casa 21, al reconocer los espacios vacíos que habían dejado sus cosas y  emborracharme a las 9 de la mañana porque no soportaba el silencio, ni la idea de tener que subir en algún momento a mirar su habitación?

-Que perdemos valor en el pasado. Nos hacemos mierda en nuestro propio pasado.

Había visto el tren irse en el andén. Yo mismo lo había provocado. Tenía todavía el sabor de su saliva en la boca cuando el AVE se alejó de la terminal y no alcancé a verlo más, pues le había dado un beso sabiendo que ese sería el último. Un besuqueo que se sintió tan parecido al primero que a los dos nos dio miedo. Lo vi en sus ojos: el miedo, y ella en los míos: el miedo, antes de separarnos. Mi saliva brillando todavía un poco en sus labios cuando se separó de mí para siempre. 

Hubo un momento pequeño para dejarlo todo sin efecto, pienso ahora, un momento para arrepentirse, decirle que se quedara, que no subiera a ese tren (ella quería escucharlo), que yo había sido solo un niño pequeño, un mocoso resentido. Pero no le dije nada, la vi de espaldas entrar en el vagón y luego buscar su asiento con los ojos vidriosos, tal vez todavía esperando a que me arrepintiera y fuésemos a comer algo bueno después de allí, emborracharnos en Molly Malone pensando en esa escena ridícula de niños pequeños que hicimos en la estación de tren. Tuvimos esa breve ventana de tiempo para decidir seguir estando juntos. No dejar que ese tren nos quitara lo que ya teníamos. Ella, después de todo, nunca quiso irse y yo necesitaba que se fuera para poder empezar a escribir.

¿Qué entendí estando con ella?

-Entendí todo lo que pueden doler las historias de los demás. Al menos lo mucho que podían dolerme las suyas, cada una de las personas que conformaban sus memorias, y cómo la habían tratado.  Esos tipos que, uno a uno, habían construido su pasado para la eternidad. Nosotros habíamos vivido cosas maravillosas juntos y eso era innegable, pero siempre estaba la posibilidad de que ella se hubiese sentido así de bien, o mejor, con alguien más antes que yo, que nuestro tiempo juntos fuera apenas un reflejo de situaciones anteriores. De ser solo un débil recordatorio de las cosas que ya había vivido.


¿Que si era una pataleta infantil la mía? Por supuesto que lo era. Me sacaba 4 años y hasta ese momento de conocerla yo siempre había sido el que había vivido más, el que podía enseñar cosas, trucos; ir más lejos que el resto. Pero esta inglesa era una loca con buenas historias, anécdotas que me hacían pensar que había habido personas jugando mi papel cientos de veces antes de conocernos. Era una pelea con las cosas que yo mismo pensaba, nunca con ella.


¿Cómo me las arreglé los meses que siguieron en la casa 21, antes de mudarme a otra parte de la ciudad, al extremo completamente opuesto,  un lugar tranquilo en el norte (Paseo de los Nogales 16) al que nunca llegamos en nuestras noches atropelladas de exploración?

-Ni la menor idea. Ni siquiera sé si me las pude arreglar.


Escogí una botella de ginebra para beber esa mañana de la despedida, pues no habíamos bebido eso en todo el tiempo que estuvimos juntos. Definitivamente no hubiese soportado beber de alguna marca familiar, o algo cuyo sabor conocido me recordara un episodio reciente con ella, eso me hubiese devastado. Cambié mi marca de cigarrillos a otra desconocida (Ducados rubios), con el pretexto de que eran 40 céntimos más baratos. Aprendí a querer otras cosas, me deshice de cientos de marcas, productos de consumo y lugares queridos a  los que ir. Dejé de pescar en el río.

Me acuerdo que al volver a la casa esa mañana bebí tratando de no recordar el día que nos vimos los pelos del brazo tirados boca abajo en un jardín de Contrueces, los pelos rubios en el sol. Traté de no recordar la ropa que llevaba puesta esa última vez que se hizo un té en la cocina, pero aún hoy podría describirla con precisión, cómo iba vestida y esas cosas.  Me reí en alto con una tristeza profunda, gritando dentro de la casa vacía. Había perdido todo eso, y estaba seguro que para siempre, aunque en la nevera todavía quedaran sus cosas. 


Si tuviera que concluir ya. O "¿por qué es que preguntamos a las personas por su pasado?

-Las personas se consumen, se desgastan y degeneran, experimentan un detrimento palpable (que puede tocarse con las manos) a medida que conocen y se dejan influir por otras personas. Sobre todo las primeras. Las primeras personas en llegar a sus vidas, cuando ella, por ejemplo, sí era una chica de 15 o 16, lista para empezar a vivir, no a repetir todo lo que ya había hecho. 


Yo había llegado tarde a quererla, al menos lo suficientemente tarde como para experimentar la angustia que me provocaban sus historias.  Ahora formaba también parte del equipo de fútbol de su pasado. Todos esos nombres y apellidos que la habían visto desnudarse en una habitación o correr borracha en un descampado.


Creo que no preguntamos a los demás por sus pasados porque queramos hacernos daño o porque nos interesen (rara vez nos importan), sino porque esperamos ser los primeros en ser recordados, en tener un nicho solo para nosotros.  Que nos digan que nunca habían hecho nada memorable con nadie. Pero en las preguntas encontramos también los finales. Nosotros nunca vamos a volver a vernos.









miércoles, 13 de marzo de 2019

La depreciación de las personas


  


Depreciación. "baja o reducción de valor que sufren los      
  bienes físicos tangibles en razón de su uso, transcurso del 
tiempo y de acción de los elementos naturales".                 .

-Felipe Zamarripa Vásquez.
Contabilidad Intermedia de Costos


Vas conociendo a las personas y te vas dando cuenta lo doloroso que resultan sus pasados. Lo lesivo de todas las cosas que vivieron antes que vos aparecieras y empezaran una conversación normal en la cocina: la primera de todas. Cuando le  contaste a esa roommate que acababa de llegar que estudiabas filología y que hacía mucho tiempo que pensabas dejar de estudiar esa carrera. Largarte de una vez por todas a vivir en el carro, o rentar una habitación destartalada a cambio de poco dinero en cualquier parte de España. Te daba igual. Querías escribir. 


¿Qué pensaba ella? Que estabas loco. ¿Que si no habías considerado alguna vez en ir a Londres? No estabas seguro, en el fondo odiabas esa cultura, pero no se lo dijiste, solo que no estabas seguro. ¿Que por qué había escogido estudiar esa cosa tan rara, de tan pocas salidas. Que seguro me gustaba leer literatura o algo de eso.  ¿Que si había leído alguna vez a Golding?  ¡jaja! ¡Que si yo había leído alguna vez a Golding! Yo había conocido a una persona en la mugrienta zona 1 de Guatemala que pasó 20 años de su vida buscando el Señor de las Moscas en una traducción al español. Le compré ese mismo libro por una nada en el 2012, una edición vieja de Alianza editorial de tapa dura que todavía conservo. Y ella, ¿ella había leído alguna vez a  Connoly?! ¿Y a Julian Barnes?!

Tuvimos mucho tiempo para hablar de los dos cuando empezó a acompañarme por las mañanas a pescar. Entonces tenía una silla plegable de camping y una caja de herramientas con todos los aparejos necesarios para la pesca. Siempre fue mi pasión más grande, y lo que peor se me dio en la vida. Es curioso: la peor área de mi vida, la que más he disfrutado. Pasábamos horas tirando la caña, tirándola de maneras distintas, probando todos los tiros, todas las técnicas,  cambiando los  cebos, los anzuelos, probando con lombrices y flotadores, nuevos sedales, con Rapalas y plomos corredizos. Ella también llegó a querer la pesca, casi tanto como yo, cuando entendió todas las cosas que permitía, aunque en realidad nunca sacáramos nada bueno del agua turbia del Tormes, ni siquiera un pecesito pequeño. El anzuelo solo se hundía y avanzaba despacio en la corriente perezosa del embalse mientras mirábamos el paseo de bicicletas al otro lado y los álamos despelucándose en el viento frío de la mañana. La pesca era mucho más que sacar algo del agua, ella y yo, por ejemplo, nos estábamos consiguiendo.

-Creo que no conozco a nadie de Guatemala. -Me dijo una vez. -Eres el primer guatemalo que conozco.

El sedal brillaba un poco sobre la superficie lisa del agua, era de color verde, un verde traslucido que se miraba al tensar el hilo.

-Es un país desconocido,- dije- gracias a Dios.

-¿Gracias a Dios?

-Sí, no tenemos la mejor reputación. Es bueno que yo sea el primero que conoces.

Recogía un poco el carrete, hacía movimientos con la caña hacia arriba y después hacia los lados para atraer la atención de los peces.

-Los ingleses tampoco somos los mejores -dijo-.

-Es verdad -dije-  los ingleses tampoco tienen la mejor reputación.  No han sido unos santos que digamos.-

El viento soplaba del este. Hacía que las imágenes reflejadas en el agua se volvieran por instantes, borrosas.

-¿Es tan malo Guatemala?

-¿Malo? No sé si decir malo. Solo te digo que no estarías tan tranquila pescando con un guatemalteco si leyeras las noticias - . 

-¿Las noticias?

-Los periódicos de  mi país -dije-.Toda esa violencia.

Se asustaba falsamente, como de mentira, hacía la broma de que escapaba de mí, de un guatemalteco, luego se reía. 

-Danny boy danny boy, ¿acaso eres un delincuente? –

Ella me miraba como un niño con aficiones y conversaciones de viejo. Le divertía mis intereses, verme leer o desayunar todos los días con una lata de cerveza y la seriedad con la que hablaba de mis años en el colegio, a veces fumando en calcetines y calzoncillos  en el balcón de la casa. Yo era cuatro años menor que ella, pero teníamos la misma edad.

-Soy un ex pandillero - le dije viéndola de perfil, mientras me concentraba en recoger el hilo para traer el anzuelo de vuelta.  -¡Un maldito marero! -dije recio abriendo los brazos, aunque ella no conociera esa palabra. 


-¡No es cierto!  -decía- Tienes los ojos de una buena persona.


-¿una buena persona? ¡¿yo una buena persona?! Pffff. Es que ni siquiera me conoces. Soy un delincuente, ¿sabías eso? Un prófugo de la justicia. Tal vez luego te enseñe mis tatuajes, pero no es nada seguro.

-¡Eres un mentiroso! -decía, y se echaba a reír.

-Pues yo no estaría tan seguro si fuera tú.

-Tienes los ojos de un personaje de la Biblia, ¿sabías tú eso? La mirada de Jesucristo!

Nos reímos, vaya si no nos reíamos. La punta de la caña se doblaba a veces, ella celebraba dando gritos y saltitos de victoria, corría a la orilla en espera de ver lo que habíamos atrapado, pero entonces recogíamos el sedal  a toda prisa y veíamos solo basura enganchada en el anzuelo: hierbajos y hojas secas que se amontonaban en el fondo pegajoso del río.

-Ni siquiera me has preguntado qué estoy haciendo en este país –le dije.

-Es verdad. ¿Qué haces en España, danny Boy? Es un poco lejos de watamala, ¿no crees? -  Siempre decía  "watamala" en vez de Guatemala, todavía no entiendo por qué.

-Solo intento escapar de la justicia  –le dije bromeando de nuevo - y es verdad que ya te lo había dicho. - Me miraba con sospecha, entrecerraba un poco los ojos para verme mientras sonreía del lado. 

- Maté a varias personas, asalté varios comercios. No es algo de lo que me sienta orgulloso, te lo aseguro. Me ha traído muchos  problemas.

-Claro que sí, claro que sí. ¡Ay sí! Apostaría todo mi dinero y mis botas a que eres un amor de persona.-


Somos nuevos, pensaba mientras la miraba bajo el sol pálido de esa mañana, ella y yo, nuevos por completo. Yo podía ser perfectamente un asesino o un violador y ella jamás se daría cuenta. Teníamos apenas la capacidad de suponer lo que habíamos sido antes de conocernos, de intentar adivinar nuestros pasados, de aproximarnos torpemente a ellos, como si nunca hubiésemos tenido uno. En verdad si  hubiésemos inventado todo lo que éramos, ninguno de los dos se habría dado cuenta, no sabíamos nada del otro, y eso era todo lo que había que saber: justamente nada. 

-Bueno, puedes pensar lo que quieras. De todas formas no pienso delinquir en este país. Al menos no todavía. Están bastante molestos en Guatemala, quieren mi cabeza y no dudo que pronto pedirán mi extradición. Prefiero las actividades silenciosas ahora... ¿sabes? ¡como esta! -dije enseñando la caña de pescar-,permanecer en el anonimato. Volver a disfrutar de una vida tranquila.

Ella se echaba a reír histéricamente.

-Pues qué lástima, danny boy, iba justo  a proponerte que atracáramos un Sabadell esta noche. ¿Sabes? comprar un barco de pesca con esos euros que tanta falta nos hacen y entonces sí, te lo aseguro, conseguir sacar algo bueno del agua. ¡Un atún gigantesco!

-¿Te imaginas? – le dije, y ella ponía esos ojos taciturnos que en verdad estaban  imaginando el barco y el oleaje y el momento mismo en que pescábamos a la deriva.

-Sí, danny boy, -decía viendo al infinito. -Un barco para poder navegar en el mar. Uno con espacio suficiente en la proa para tendernos al sol y poner una hielera.-

Yo era tan tonto, pienso ahora, y ella, quizás también tan  ingenua, aunque eso no lo sé, en definitiva nunca voy a saber la verdad de las cosas que piensa la gente estando conmigo (aunque traten de decírmelo), tan ilusa tal vez que también, igual que yo, creía eso, que nos teníamos como hojas en blanco, como personas recién nacidas, o recién estrenadas en las  cosas que íbamos a empezar a vivir. Primero con la pesca, luego con otras de un corte mucho más transgresivo. Olvidando por completo que teníamos un pasado, una serie de acontecimientos y personas de arrastre permanente. ¡Fuera los 24 años que tenía ella, y fuera mis 20! Empezábamos a vivir a partir de nosotros mismos en esas conversaciones del río Tormes, en ese momento mismo en que descubríamos que nos gustaba vernos hacer las cosas juntos. Ver que nos gustaba vernos en un mismo sitio. Ya lo dije antes: juntos.

-Tu apellido – dijo mientras se fijaba en el agua y la corriente débil que golpeaba en la orilla.

-Sí, ¿qué tiene mi apellido?

-Me cuesta mucho decirlo. 
¿Castilo, no? 

-Sí, Castilo está bien.

-No te rías.

-No me río. –dije- Solo sonrío.

-¿Qué quieres decir con eso? Te estás riendo.

-No me estoy riendo.

-Pero te quieres reír.

-No me quiero reír.

-Claro que sí

-Claro que no.

Me daba un empujoncito pequeño. Se cruzaba de brazos. Se ofendía también de mentiras y permanecíamos un rato en silencio, concentrados solo en la pesca mientras enfrente, del otro lado, pasaban perros y personas, bicicletas y más personas, todas queriendo parecer ocupadas, como si en verdad fuesen a alguna parte.

-No es así, ¿verdad? Tu apellido. No se pronuncia de esa manera. Sé que no es así por la cara que pones cuando lo digo.

-Castilo está bien -insistí.  -En serio está bien.- 

-Pero mi pronunciación es fatal.

-No es tan mala 

-Es Castle en inglés, ¿no?

-Sí, como el de Disney.- dije.

-Eres un tonto.


Seguimos pescando y compartiendo emociones fuertes los días que siguieron. Y aquí hablo de borracheras, lecturas de poesía en Anaya y Rastrel, la vez que le presenté a García Jambrina en la facultad de filología escupiéndole los lentes con vino y palabras obscenas difíciles de comprender, discusiones apasionadas mientras andábamos sin rumbo por la parte nueva de Salamanca, donde los edificios de apartamentos se suceden hasta el cansancio de las ciudades que se repiten. Esas secuencias de arquitectura funcional de vivienda popular que existen a la vez en varios sitios del mundo. Hacíamos siestas en los jardines del rio y Universidad y tropezábamos borrachos en Molly Malone o en las pendientes de Tentenecio después de beber doce pintas congeladas de cerveza.


-¿Dirías que eres feliz? – me preguntó una vez hablando recio, como gritando en una calle oscura y vacía de Portugal, cuando fuimos en el 2014.

Mi respuesta era que sí, que era muy feliz esos días con ella. Juro por Dios que desde que  la vi por primera vez en la cocina a mi regreso de Madrid. Podía decírselo allí mismo, sin mentirle siquiera un poco. Pero no se lo dije.

-¿Pero qué clase de pregunta es esa? -le dije en vez de eso-  Suena como una maldita  película de bajo presupuesto. Un diálogo pésimo.

-¡No es cierto! ¡No seas malo! -hacía un berrinche precioso, dando saltitos mientras me tomaba de la chaqueta para detenernos un momento en mitad de la calle - ¿eres feliz o no eres feliz, danny boy? Es así se simple.

“¡No sabes cuánto!” Era la respuesta que tenía a tiro, en la boca. Sonaba dentro de mi cabeza como una serie de estallidos concatenados, como algo que debía decirle: una verdad como un puño.

-¿Tú eres feliz? - Le pregunté de vuelta.

Me soltó de la chaqueta y me dio un empujoncito, antes de volver a acercarse y tomarme de los bolsillos del pantalón. Andábamos lento hacia una de las aceras.

-¡Pero qué clase de pregunta es esa, Mr. Castilo! Suenas como una fucking película low budget –dijo, otra vez en alto, tratando de imitar mi voz, y nos echamos a reír a gritos, deteniéndonos un momento frente a un estanco de tabaco cerrado, haciendo ruido al golpear la reja de seguridad, luego vernos los ojos de cerca.


Nos besamos mientras yo todavía pensaba en eso de la felicidad, que no me había atrevido a decirle. Pensé que podía romperme perfectamente  la cara con unos italianos en Gran Vía o desafiar la muerte caminando borracho en la cornisa de un edificio en Bilbao al salir por la ventana. Pero decir que era feliz con ella era mucho más difícil que eso.


Subimos al auto, el interior apestaba a cerveza de lata y cigarrillos mojados. Habíamos visitado Sintra, me acuerdo muy bien de eso, que vimos un pueblito encantador en el norte y luego hicimos el paseo obligatorio dentro de los bosques inmensos del parque nacional Sintra-Cascais hasta llegar al Castillo da Pena, que domina la cima de una montaña rocosa. Ese castillo que ella insistió muerta de risa que era igual al de Disney. Y era verdad, se parecía mucho al castillo de Disney que había visto en la infancia. El castle de mi apellido.

-¿Dirías que es el lugar más bonito que has visto? - me preguntó cuando estábamos de vuelta en el volkswagen.

Yo sabía que ella respondería que sí a esa misma pregunta si yo se la hubiese hecho primero. Se notaba en su cara. Sonreía esperando a que yo dijera también que sí, que era lo más hermoso que había visto nunca.

-¿El más, más bonito, decís? –dije-  ¿De todo…como decir "TODO"?.

Arranqué el auto, vi que teníamos suficiente combustible para el viaje, algo que nos ahorraría algún problema de los que ya estábamos acostumbrados. Esperamos un poco a que se calentara el motor.

-Sí, el mejor de todos. -dijo. Seguía con esa sonrisa pícara, mordía la manga de su sweater, que era el mío prestado. -¿dirías que es tu favorito?

-Tal vez sí -le dije. Y subí un poco el volumen de la radio en una canción de Deep Purple, no sabría decir exactamente cuál era en este momento, no lo recuerdo tan bien. 

Ella miró el windshield empañado enfrente suyo e hizo un círculo con la mano para ver a través del cristal, como una pequeña ventana de barco..

-Tal vez sí, - murmuré de nuevo, perdido aún en la pregunta, pero ella ya no podía oírme, mi voz se perdía en la música.


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Estaba conociendo a alguien de más de veinte años y creía que su vida empezaba en el momento mismo en que me había conocido a mí en la cocina de Salamanca, en el instante que yo le mostraba la mía (mi vida, mi edad, mis años) como una posibilidad desinteresada de compartirlos. Pedíamos algo de tomar en el Montaditos de plaza mayor, la cerveza más grande que tuvieran, de las que acabaríamos por ordenar muchas más.  La observaba cambiar un poco con la cerveza, pero podía tomar varios litros sin emborracharse. La locura empezaba más bien con la  transición al ron blanco o al whisky barato de Mercadona, que es el que siempre acabábamos comprando,  pero quiero decir que la vi cientos de veces borracha, atacando sus vasos sin pausa. Así fui quedándome con sus gestos y sus formas, con su estilo raro de hacer preguntas y todo lo que había aprendido antes de conocerme a mí, en esos lugares y países lejanos en que había escogido vivir al graduarse de la universidad.  Teníamos horas para hablar, muchísimo tiempo, y empezamos a cometer entonces el error de querer preguntarnos cosas de las que no queríamos respuestas, o lo que es lo mismo, de hurgar en nuestros propios pasados, ese periodo de ausencia en el que estábamos aún lejos de saber que existíamos.  Entonces descubrí (¡vaya sorpresa  idiota!) que yo no era la primera persona con la que había salido, y quizás ni siquiera de esa forma, que llegué a sentir tan mía, tan de mi estilo de vida, ni la primera vez que se metía un pene en la boca. 

¿Que qué quiero decir con todo eso? Que conoces a alguien. Alguien nuevo, siempre como empezando de cero, pero ya se la chuparon a alguien más. Con esa misma boca que vos vas a empezar a querer exageradamente cuando empiece a gustarte con delirio. Mucho antes de que puedas prever los daños irreparables que va a dejarte en la vida. Su recuerdo perpetuo como el daño más grande que puede infligirse a una persona. Aquí danny boy, el primero de todos los testigos.



-Me ofrecieron un trabajo en Salminter. -dijo.

-¿Ah, sí? ¿Y qué es eso? –le dije viendo los autos y los rótulos de la autopista portuguesa, que ahora estaba oscura y poco transitada. Teníamos una hora de carretera antes de llegar a Lisboa.

-Eres un patán - dijo riendo. - Mi academia de español, tontito. Es que nunca me pones atención.

-Creí que se llamaba Totoros o algo de eso.

-¿Totoros? Ni siquiera se parece el nombre - dijo.


-¿Quieres que te pida perdón?

-¡Hey! no te pases de grosero -dijo enseñándome el puño.

Los dos nos reímos.

-¿Es buena paga? - pregunté.

-Pues suficiente como para hacer lo que quiero.

-¿Ah sí? ¿Y qué es eso que quieres?


Abrió la boca en un gesto de sorpresa que luego transformó en una sonrisa.


-¡Lo que hablamos en Ávila, danny boy!

-¿En medio de esa borrachera?

-¿Lo ves? Eres un patán.

Otra vez se ofendía de mentiras. Sus brazos cruzados, pero no podía dejar de sonreír.  Yo no recordaba ni diez palabras que nos hubiésemos dicho esa noche atropellada de Ávila, pero recordaba las luces del muro y un terraplén con parches de grama en el que resbalamos dos veces al intentar subir.


-Debes siempre perdonar a los borrachos –le dije. -No puedes exigirles demasiado. Son, ¿sabes? ¡como niños!


Ella se quedaba en silencio. Miraba hacia otra parte en la ventanilla lateral, los árboles sucediéndose a toda velocidad y la línea continua que formaba la bionda sobre el asfalto.

-¡Vamos, hombre! ¿Acaso no vas a decirme lo que quieres en esta vida maravillosa?

No respondía.

-¿Es que no recuerdas mi estado lamentable? –le dije-  Estaba tan borracho que solo…

-Caminatas por el río, ¿no lo recuerdas? –me interrumpió- Tú escribiendo una novela mientras yo te dejo un momento a solas en el pequeño estudio del apartamento  ¡solo un momento, ¿eh?! – dijo haciendo el paréntesis- Esa novela que has empezado a escribir, danny boy, y a la que yo misma voy a poner el título cuando acabe de leer el primer borrador. Me lo prometiste. Me sé de memoria el argumento.

-Claro, claro… sí, por supuesto, la novela. Lo recuerdo.-  Le dije perdido, intentando recordar con mucho esfuerzo esa conversación, y esa novela.

-No recuerdas que te hablé del apartamento para dos que vi junto a Casa Lis, ¿verdad? Es ideal para nosotros, danny boy. ¡No te haces una idea! Me da mucha rabia que a veces solo no escuches lo que digo.-


Me conmovía mucho escucharla hacer planes conmigo. Pensaba que yo tenía desde ya un pedazo importante en su futuro. También me gustaba ese lado del río junto a Casa Lis, que era más viejo y auténtico que nuestro vecindario de gitanos de la calle Larga.
 
-¿Es seguro lo del trabajo?

-¡Sí, danny boy! Solo quería consultarlo contigo. Van a dejarme decidir hasta finales de  mes.


Se mordía las uñas. Ahora examinaba mi perfil con mucho detalle, las luces de los autos que venían en la dirección contraria salpicándose en mi rostro inexpresivo.

-Me parece una buena opción -dije- supongo que serías una buena profesora de inglés.


-¿Tú crees?

Pero la sonrisa de ella iba desapareciendo porque yo nunca pude alegrarme sin ser feliz. Esas cosas solo  se notan y ella lo estaba notando. 

Quise preguntarle si yo era la primera persona con la que había vivido antes, pero incluso allí pude contenerme y escoger no hacerme daño con la respuesta.
Los pasados de las personas que nos interesan hieren como ninguna otra cosa, y eso vamos  a entenderlo todos bien en algún momento de la vida, que son un pasivo de arrastre permanente, una deuda impagable cuyo acreedor despiadado es: la  propia mente. Pero no nos adelantemos. Quiero hablar de nosotros dos antes del desastre.






II

Empezamos, como todas las personas que se quieren, a acumular historias, cientos de ellas. Historias que dan risa, que dan rabia o reproducen permanentemente la locura. Comenzamos a apropiarnos de ciertos lugares, de algunos cafés, de dos o tres bares y hasta de algunas marcas de cigarrillos, cervezas y licores, que es justo lo que nos pasó a nosotros: quedarnos con un sinnúmero de fechas importantes y de cosas materiales a las que asignamos un valor, a las que dimos un espíritu, (que era el nuestro). Las personas se quedan con todos esos nombres e imágenes para ellas, como si se multiplicaran o se quedaran a vivir  dentro, como se quedó ella permanentemente en cientos de sitios y cosas que yo seguí viendo durante años, incluso después de creer que la olvidaba. Oyen, por ejemplo, una canción en el carro una vez en la autopista (en la emisora Cadena 100) que se vuelve como un himno privado para los dos. Una canción con la que se piensan intensamente al reproducirla estando solos. Pero quiero decir sobre todo que viajan, viajan muchísimo. Esa combinación de lugares paradisíacos y mujeres hermosas que es como más se aprovechan las vidas. 

Empezas a ver la belleza de los cuartos de hotel en que se quedan, habitaciones sencillas, y las caminatas por la mañana, después de desayunar con café negro, bien cargado,  y fumar un cigarrillo con sueño, pisoteándolo luego en el suelo de grava del parking. Los dedos empiezan a volverse amarillos de tanta nicotina y ella te examina cada uno de ellos con una caricia. “Siempre fumas con la mano izquierda, ¿verdad que sí, danny boy?”  te dice. Y vos nunca habías pensado en eso, que fumabas solo con la mano izquierda. Te descubres a través de ella, pensás, todos los años en que no te pusiste atención ella te los recuerda, te dice como sos, te informa quien eres desde afuera.
 
Ejecutan torpemente cada uno de los planes del viaje, sabiendo que de todas formas son ellos la atracción más importante, la razón misma de querer hacerlo en el primer lugar: la cara confundida de ella, de una mujer hermosa intentando leer un mapa para después poderte explicar dónde están exactamente: perdidos en medio de un parque natural con los efectos psicoactivos del alcohol en su punto más alto. 

Hay momentos que te convencen de que nunca habías sido tan feliz en la vida como en ese, mientras fumas y la ves, como si en esa hora que tienes de pronto en las manos con ella superara todas las anteriores, algo que te había costado 20 años conseguir, y lo repites mentalmente: ¡20años, dani de la re verga! 20 años para llegar a ella. Ahora estás con esa mujer en el centro mismo del éxtasis y la belleza y la abrazas con todas las fuerzas que tienes, como si a través del abrazo dijeras mucho más de lo que serías capaz de  decir en palabras, que es una divisa de mucha menor cuantía.

 Te ven a ti, mujeres como ella, con los ojos brillantes y serios de la importancia más honda. Como si en verdad también sintieran el tamaño colosal de ese momento y hasta lo respetaran de una forma solemne y profundamente agradecida. Crees (erróneamente crees, porque aquí va tu primera errata) que ustedes dos se enseñaron eso por primera vez, que se guiaron espontáneamente hasta allí, sin saber lo que estaban haciendo. Definitivamente la sensación de que fuiste vos quien le enseñó todo eso, esa fuerza, esas vistas, la energía incomparable de los viajes y el amor irresponsable asistido por pequeñas trampas, como el abuso del alcohol y la transgresión de las normas. Pero la sigues viendo y ella te mira también de regreso y su fleco se mueve con el viento hasta golpearle la frente. En un momento sujeta su pelo poniéndolo detrás de la oreja con un movimiento maravilloso de la mano derecha, un gesto automático,  casi involuntario que vas a recordar para siempre, dani.

Ves sus ojos siendo penetrados por el último esfuerzo de luz de esa tarde. Son de un café claro perlado, pensas que nunca los viste con tanto detalle antes, ni las pecas de su nariz.  Sus pupilas se mueven para ver todo tu rostro con movimientos medidos, severos, contundentes. Sus ojos viendo los tuyos y cómo se mira cuando los mira.  Sonríe y se te ocurre que te mira con mucha fuerza.. ¿Qué estará pensando? Te decís entonces a vos mismo. Están juntos los dos,  pero eso no quiere decir que no se dejen de hablar en privado. Vos pensas con palabras, ella también lo hace, también piensa en palabras, se dice cosas a la misma velocidad de una conversación convencional. Llegas a una conclusión obvia, pero en la que no habías reparado ante, y es que cuando te mira con esa intensidad no solo te ve a ti, como ilusamente creías que hacía, sino que ve a otras personas,  y es eso justamente lo que empieza de pronto a lastimarte, a joderte  como una basurita que entra en el ojo, como una piedra en el zapato. Lo que lastra todas las relaciones del mundo, pensas. Al menos las que comienzan después de los veinte años, cuando ambos han hecho cosas lastimeras. Cosas, digamoslo así, que dolerían a un padre, a una madre si las supieran.

Se abrazan en un mirador abandonado al final de un trayecto accidentado en el que fumaron y bebieron licor de un pachón deportivo, justo en la última actividad del sol, cuando las nubes se agolparon de pronto en grandes grupos grises  al este y estuvieron seguros de  que la lluvia los encontraría inevitablemente a medio camino de regreso, cuando se refugiaron corriendo en una capilla medieval de frías paredes enmohecidas en mitad del campo y se besaron en los cuellos tibios que escurrían agua, secando cigarrillos con mecheros para poderlos encender  y así fumar en espera del temporal. Vuelven a verse. Desde la puerta llegan los olores de viejas gavetas de madera y filtraciones de agua que proceden del interior congelado  de la iglesia. Se miran trabando los ojos en los del otro y se te ocurre pensar de nuevo que ella no te ve sin ver a más genre, porque es la impresión que tienes ahora. Pensas que ahora no vas a dejar de pensar en eso, que ella ve a otras personas cuando está contigo, cuando te mira de tan cerca. Otros hombres que llegaron antes que vos a tocar esa fibra íntima que ella escogió desproteger al estar contigo, dejándote vulnerarla. Pero sos un recordatorio, nada más que eso, o eso crees ahora,  una forma que tiene ella de revivir cosas que ya había vivido antes, con anterioridad a todo esto que tienen mientras esperan a que  escampe resguardados en la capilla. Pensas que  ella ya sabía lo que iba a sentir al final de todo, por eso lo buscó y lo quiso tanto contigo, porque ya sabía dónde encontrarlo, y lo bien que se sentía, por eso aceptó que viajaran juntos en el primer lugar. Porque, insisto, lo había hecho con otras personas y conocía bien el resultado. No descubría, como habías creído al principio, sino que "re-descubría", dos cosas diametralmente opuestas.



Esa tarde regresan al hotel y en lo que ella acomoda sus cosas, vos salís a la tienda de un chino de esas que nunca cierran, ¿o era  un turco? (han pasado más de cinco años ya, lo siento). Compras cigarros, una botella de whiskey, vasos desechables y una bolsa generosa de hielo, y mientras pagas estás pensando en que quizás la chica es nueva para vos solo en la medida en que todavía no le has preguntado por su pasado, preguntas que nunca nadie debiera hacer a alguien que quiere. Pero el pasado de ella ahora te ronda la cabeza como un fantasma que antes no estaba, el hecho de que igual que vos, ella ya conociera todas esas cosas, esos trucos que ahora repite contigo. Viajes, licores, habitaciones de hotel en carretera. 

Puse la compra encima del mostrador para que pudieran cobrarme, hasta ver  el escaneo perezoso de los productos con la pistola láser.

-Diez euro –dice la dependienta extranjera, que seguramente era propietaria del comercio junto con su marido, que sería la persona delgada y calva que vi acomodando cajas en la parte de atrás.

 El rostro de la señora tenía un tono gris, lleno de dudas con respuestas (podía notarlo solo con verla) dañinas, quizás un poco como las mías en ese momento. Un rostro poco feliz, eso era.

Saqué un billete de cinco euros, lo demás en monedas que fui sacando lentamente del pantalón. Escuché a la señora resoplar desesperada cuando vio que me tardaba tanto al pagar. Quise herirla, decirle tal vez: “¡mejor regrese a su país de una vez por todas, harpía asquerosa!”. Pero yo era lo mismo que ella, un extranjero viviendo en Europa. Venía de un país peor que el suyo y todavía no enfrentaba una vida tan dura como la de ella en esa tienda de 24 horas. Además no quería irme sin la botella y los cigarros. No había otro lugar  cerca donde poder conseguirlo.

Dejé las monedas en desorden sobre el mostrador, un puñado grande de calderilla. Me alegré de que ella tuviera que contar todo. Volvió a resoplar mientras me di el gusto de acercar mi cara para ver en detalle cómo recogía con dificultad las monedas más pequeñas, una por una, destrozando sus  uñas rojas en el procedimiento. Sabía que mi atención la presionaba  a hacerlo más rápido. Resoplé queriendo parecer también desesperado, moviendo el pie para para hacerle creer que llevaba prisa.

Vi por la ventana grande de la tienda, hacia donde estaba el hotel y donde estaba Sarah en ese momento y Se me ocurrió entonces que estaba pagando por emociones adicionales a esa hora donde el turco: tabaco y embriaguez en forma de una botella grande de J y B. Pero eso también, los dos, la inglesa y yo, lo habíamos tenido  que aprender de alguien más para quererlo, alguien que no eras vos, y que tampoco era ella, pero que también habíamos querido en algún momento de nuestras vidas. La sonrisa desapareció lentamente de mi cara cuando pensé en que pronto estaría de nuevo con ella en la habitación del hotel y que me vería tentado a hacerle preguntas que podían dañarlo todo: el tiempo que llevábamos juntos.

La dependienta terminó de guardar las monedas en la caja registradora  y me dio las buenas noches de forma mecánica, sin verme mientras se ocupaba en acomodar algunos productos en la vitrina frontal. No respondí de regreso, pero ya no sentía placer al tratarla mal.

Salí de la tienda con las cosas dentro de una bolsa plástica y encendí un cigarrillo para el camino de regreso,  ahora había una angustia que no estaba las dos semanas antes, cuando hablamos en la cocina de Salamanca y luego nos pusimos de acuerdo para salir a explorar borrachos la misma ciudad todas las noches, para ver lo que nos sucedía en medio de cien estados etílicos diferentes, poco antes de comenzar a viajar por la autopista en el polito azul y renunciar, ahora sí de por vida, a mis clases en la universidad. 









III
Llegas al edificio pequeño del hotel con el letrero de neón rojo al que le falla la letra <e>, “HOTL”, dice, porque la "e" está  apagada y no se mira en la oscuridad, ni siquiera parpadea. Cuentas los pisos y las ventanas. Hay tres o cuatro que todavía tienen la luz encendida. La recepción se mira desde la calle, han apagado las lámparas del lobby y solo queda una luz pequeña encima de la cabeza calva del recepcionista soñoliento.

Ahora dudabas de entrar en ese hotel de Lisboa, dani. Dudas de ella, casi como si te hubiese mentido o fuera alguien desconocida la que ibas a encontrar adentro. Había tanto por descubrir de ella y no querías saberlo.

Tiras el cigarro y saludas al recepcionista, vas por el pasillo que conduce a la habitación y entras poniendo la llave en la cerradura. La ves en cuclillas junto a la maleta, tiene solo los calzones puestos y cuando escucha que abres la puerta se dirige hacia ti con una cara de deseo que hace mordiendo el labio, sus dientes superiores encima del labio inferior, una expresión que ahora reconoces que es aprendida, aunque te gustara tanto esos meses, era aprendida con  alguien más que antecedía el beso también aprendido que iba a darte,  y cada uno de los movimientos que hacía, todo era aprendido, como lo tuyo, que también lo tuviste que aprender de otras personas.  Pensas:  ¡cuantas personas del pasado se necesitan para saber ejecutar un abrazo, un beso, una caricia!   Se besan junto a la cama y ella te estrecha más contra sus pechos desnudos. Se cae tu gorra dentro del cuarto al acercar tanto las caras. El sonido del plástico de la visera queda rebotando como cosa única dentro de la habitación,  antes del silencio y el murmullo de las respiraciones agitadas.  ¿Cuantos habrán estado antes así con ella antes que vos, dani? ¿8, 14, 20, 30 personas?

Te apartas un momento para enseñarle la compra. Ella dice entonces que le urge un trago de whiskey y a ti también, te urge empezar a beber. Servís el hielo en los dos vasos de plástico y luego un poco de licor. Es justamente esa imagen del licor la que me permite evocar todo ahora que escribo, es mi ancla o mi punto de referencia en el tiempo, el hielo crujiendo y derritiéndose un poco al entrar en contacto con la tibia temperatura del whiskey, mientras sus muslos amplios descansan paralelos a la cama, sus caderas anchas en una hendidura ovalada del edredón. Pensas que todo su cuerpo se ve mejor acostado. Te duele que sea tan linda.

-¿qué te pasa, danny boy?

-¿pasarme algo? -dije-  Absolutamente nada. –Me costaba un huevo sonreír. Me molestaba que ella se diera cuenta  de que me costaba un huevo sonreír.

-¿Estás seguro?

-¿Seguro? Por supuesto que estoy seguro.-

Estaba arrinconado, podía leerme demasiado bien -pensé-. Le había enseñado demasiado de mí como para poder engañarla con éxito.

-Cien por ciento seguro .-insistí probando otro tono de voz, uno más convincente.

-Me duelen un poco las piernas, y creo que también un poco los dedos de los pies, danny boy- dijo llevando sus manos a uno de sus pies descalzos.

Sonreí sin decir nada.

-¿Te has acalambrado alguna vez los pies, danny boy? Duele muchísimo. Sobre todo cuando los pones en arco.

Habíamos caminado durante horas. Estábamos agotados. Era el mejor escenario de todos para abrir una botella, (algo que sí habíamos descubierto juntos en las semanas anteriores). Bebimos en silencio unos minutos hasta que en un momento ella se rió soplando con la nariz dentro del vaso. Escuché los hielos moverse, su risa ahogada en el fondo del plástico.

-¿Qué pasa? -le dije.

-Nada. Solo recuerdo una estupidez. –respondió.

-¿Sí?

-Algo sin sentido. -dijo.

-Una estupidez, ¿no?-. 

-Eso es.-


Puse la tele en un canal aleatorio para escuchar algo de portugués mientras bebíamos. Era un programa de bajo presupuesto.

-¿De qué se trata esa “estupidez”, si se puede saber? -le dije

-No tiene sentido, danny boy -dijo- es solo una estupidez.

Solo eso me faltaba, pensé. ¡una estupidez! , un secreto más en esa noche asquerosa.

-¿Tiene que ver conmigo?

-No, no, por Dios ¡No! –dijo, y me dolió el énfasis que hizo en el no. -nada que ver contigo. –repitió. -Nada de nada.

El portugués se entendía a veces perfectamente, las caras del programa se miraban más pobres que las de España (no puedo explicar eso de “pobres”, pero se miraban más sencillas, más desgastadas, al menos anímicamente). 

-Es increíble a veces cómo recordamos el pasado, ¿no crees? -le dije, y me acosté junto a ella.

-¿El pasado? ¿A qué te refieres?

-El pasado que tienes. A veces sale de pronto, ¿no te parece? Como si se rebalsara hasta salirte por la nariz.

Hizo una cara típica de "estar pensando", de reflexión, sus ojos fijos un rato en la unidad  apagada de aire acondicionado.

-Supongo que sí- musitó.   Tenía sus dedos entre mi pelo, sentí cómo se detenían por un momento en  su recorrido al decir  eso sobre el pasado. Tuve la impresión de que sabía adonde estaba yendo yo con toda esa porquería, como si hubiese podido leer 5 segundos de mis pensamientos en ese momento.

Dejó la caricia unos segundos después y se acomodó en la cama, tapando sus pechos desnudos con la sábana, viendo la tele con mucha atención. Era un concurso de la televisión portuguesa en que los concursantes buscaban  ganar premios en efectivo a cambio de responder correctamente a una serie de preguntas capciosas.

-¿Estuviste alguna vez con un latino? -Le dije de pronto, después del resto de ese vaso que tomamos en silencio. Ella había terminado antes que yo de beberlo, pero no se había atrevido a decirme que le sirviera más.

-¿Perdón? –dijo.

-¿Estuviste con alguno antes?

-¿Qué quieres decir?

Había dado justo en la tecla que habría querido nunca tocar. 

-Un latino.

-¿Un latino? –dijo. Su cara de pronto nerviosa detrás del vaso de whiskey, que ya solo tenía hielo y un poco de agua derretida en el fondo. Había pasado muchos días con ella como para que ahora pudiera engañarme con sus gestos. Los conocía todos. Los había estudiado bien. Supongo que ella también los míos.

-Sí, un latino. –respondí. –Como yo.

-¿Te refieres a alguien de Latinoamérica?

-Sí. Claro.

-De América.

-Claro.

Sentí un hondo dolor en el estómago. Un gusto amargo al comprobar mis sospechas. Sonreí escondiendo la falsedad de esa sonrisa en el vaso  de whiskey, pegándole un buen trago hasta sentir el sabor fuerte y  poder trasladar (2 segundos) el dolor hacia algo equivalente. 

-Te refieres si salí alguna vez con un latino, ¿no? Como en plan novios y eso.

-Sí… esas cosas.

-Pues... hace mucho tiempo –dijo mordiendo la orilla del vaso. -Creo que cuando vivía en China. –Su cara se había puesto un poco roja, sus ojos más grandes.

-¿Crees?

-Sí, han pasado años ya.

-¿Años?

-Bueno, un año y medio, casi dos.

El programa portugués se hacía insoportable. Estaban en medio de una pregunta de la serie final, si el concursante erraba perdía todo el dinero que había acumulado. Corría un segundero con sonido  de tic-tac y había música de suspenso en el fondo.

-¿Besaba bien? –dije sin pensar. Era patético, una pregunta estúpida. Lo supe  nomás decirla. 

Me vio sonriendo. Luego pareció molestarse. Era una transición emocional demasiado brusca como para saber qué estaba pensando.

-La verdad es que sí –dijo-. supongo que era un buen besador.

-¿Supones?

-Lo era.

Eso último lo dijo tan rápido que no pude sentir nada. Ella quería acabar cuanto antes, y con razón. Vi las luces de la tele rebotando en sus ojos grandes, que ya no me miraban.

-¿Lo hacían mucho? –¡Soy un idiota!, pensé, solo lo estoy empeorando todo.

-¿Hacer qué? -.

-El amor. -

Me había quedado en el aire. No anticipaba el tamaño de esa caída. Estaba jodido.

-Lo normal –dijo ella, que notaba mi creciente malestar y sabía exactamente cómo es que debía responder ahora. Estaba dándole un mal rato, y mucho poder al mostrarle mi enojo y ese  dolor infantil.

-¿Era mexicano o algo de eso? –le dije.

-¿Mexicano? ¿Por qué iba a ser mexicano?

-Argentino o mexicano, no sé, están en todas partes, ¿no?. –Son una plaga- eso ultimo lo dije con rabia.

-No, no –dijo ella. - Para nada - Sus ojos fijos en la tele. -

Hubo otro rato de silencio. Quedaban diez segundos al concursante de la tele para responder. Miraba los segundos cambiar con lentitud. 9,8,7---

-¿De dónde era entonces?

Hizo una pausa mientras resoplaba.

-¿En verdad te importa eso?

-Pues ya que estamos hablando de él... o de ellos -dije haciendo demasiado el ridículo. Era vergonzoso.

-¿¡Ellos?!

-Quiero decir, él.

-Eso pensé, - dijo ella.

-¿De dónde era?

 El concursante eligió su respuesta a falta de 1 segundo. El público suspiró, algunas caras denotaban que se había equivocado.

-De Venezuela. -dijo, todavía sin verme.

Sentí un pinchazo en el estómago de angustia. Odiaba el acento venezolano y no me costó imaginarlo, al tipo,  una imagen absurda de un moreno flaco diciendo "marico marico" con ese acento repugnante que tienen.

-De Valencia –dijo después de un silencio largo con los ojos todavía puestos en la tele. Su rostro serio, mientras recordaba seguramente a esa persona. La miré de lleno durante algunos segundos, estaba viendo al infinito de una forma lastimera, como cuando se había imaginado nuestro barco de pesca.

Me puse el abrigo.

-¿Adónde vas? -dijo ella.

-Afuera - respondí tontamente. -Voy a comprar cerveza. -

-Todavía queda whiskey -dijo.

-Sí, pero tengo ganas de beber cerveza.

-Ok. –dijo ella, que había tomado el control remoto en la mano, apuntándolo a la tele, pero sin cambiar de canal.

La persona del concurso se había equivocado y ahora el presentador lo consolaba con otros premios: un juego de mesa, artículos deportivos y una cesta con quesos y  botellas de vino verde, todo de las marcas patrocinadoras del programa que ahora el anfitrión enseñaba a la cámara mientras el concursante hacía una cara de falsa felicidad,  quería llorar, estaba claro, pero se las arreglaba para no pegarle un puñetazo al presentador en medio de la cólera que sentía. Había perdido cuarenta mil euros en una pregunta de opción múltiple.










IV

Salí del hotel y anduve hacia la calle que bajaba, que era hacia donde no habíamos ido en todo el viaje. No había nadie ahí afuera, hacia frio y el asfalto estaba  mojado. No se secaría hasta el medio día siguiente, cuando cargamos nuestras mochilas pequeñas en el maletero del polo sin hablarnos en todo el camino.

Encontré un parque cerrado unos minutos después de andar hacia abajo, eran poco más de las 12 de la noche y la cartilla de información que colgaba en la entrada ponía que el parque cerraba a las 18 horas entre semana y a las 16 los sábados y domingos. Eché un vistazo alrededor para comprobar que no hubiera nadie viendo y salté la verja oxidada de acceso, rompiéndome el pantalón con el filo de una punta de lanza en la parte más alta. Me arrojé desde allí sobre unos arriates y me sacudí luego los pantalones, que se habían llenado de pequeñas flores blancas y hojas muertas. Abordé los senderos estrechos de tierra que conducían al resto del parque: jacarandas y araucarias agrupadas en filas agradables,    bancos de cemento, pequeñas fuentes del siglo XIX y arbustos cortados en forma de animales poco reconocibles, hasta descubrir un estanque mediano a unos 200 metros de donde estaba, bastante grande para estar dentro de una ciudad, donde flotaba basura amarillenta de hojas secas. Encontré un sitio para sentarme justo  frente a la ribera artificial. Encendí un cigarro y estiré las piernas en el banco todo lo que pude, hasta poder mirar hacia arriba, las estrellas azules que se disipaban en la bruma de Lisboa.

Cerré los ojos. El soplo del viento que atravesaba los árboles y los setos de aligustre se intensificaba al tener los párpados cerrados, o al menos esa era la sensación que tenía. Iba y venía en ráfagas, una más larga que la otra,  y pronto sentí la humedad salobre del mar que se acumulaba en mi frente, en mis antebrazos cruzados sobre el pecho. Tenía las piernas calientes dentro de los pantalones vaqueros cuando abrí nuevamente los ojos.

 ¿habría peces en esa laguna? Ahora miraba la superficie con más claridad, pero no lograba concentrarme en ella. Apostaría cualquier cosa a que sí había peces allí, sobre todo en la parte donde crecían esos carrizos que ahora se doblaban con el viento. Las dimensiones eran apenas suficientes para pescar. ¿qué pensaría la inglesa: se podía pescar allí? ¿se atrevería a nadar conmigo esa misma noche para ver la profundidad del agua? ¿iríamos al fondo en medio de la oscuridad para tomar un puñado de fango con la mano? ¿dejaría de nuevo su ropa colgando en un banco para zambullirse? ¿Se acordaría tanto como yo de esa noche?

Saqué otro cigarrillo y lo encendí. Era raro estar en un lugar de esos extraños sin ella.  Sobre todo por la hora que era y lo importante que habría sido estar solos los dos allí, era  el momento favorito de  cada uno de nuestros días. Ahora la estaba pensando de nuevo  y me recriminaba por ello.


Ella estaría igual en la habitación del hotel -pensé-, mirando la tele sin verla, pensando en mí, y en su pasado, que me lastimaba tanto. Habría bebido ya la mitad de lo que quedaba en la botella de whiskey sin cambiar aún de canal, y trataría de imaginar  dónde estaba metido  yo en ese momento. Tal vez en el puerto, Belém o Alcantara, más arriba quizás, en la confluencia del río Tajo. Siempre buscaba un sitio con agua para pensar,  al menos eso me había dicho ella  sobre mí,  que yo siempre buscaba un afluente cuando necesitaba concentrarme en algo importante, y tal vez era verdad. Ahora estaba tendido a lo largo de una banca dispuesta frente a una triste laguna cercada, fumando mientras la ceniza caía en mi camiseta  y pensaba: “de todas las cosas que había vivido ella,  ¿qué  sería lo mejor que había tenido, lo mejor que le habría pasado?”  ¿tendría acaso yo  un sitio dentro de eso? “¿qué podía ser mejor que nosotros dos  juntos esa noche que desperdiciábamos en  Lisboa?" 


Regresé al hotel  a la hora y media de haberme marchado. Me detuve un momento junto a la puerta de la habitación  para escuchar el sonido de la tele dentro del cuarto: risas y aplausos. Otro programa de esos que invitan a un público -pensé,-, pero no había cambiado de canal todavía,  era el mismo concurso de preguntas, solo que la repetición de otro episodio. Hice ruido a propósito al girar la llave en la cerradura y entrar, como avisándole de que ya se podía hacer la dormida. 

 Adentro me desvestí lentamente, serví un trago de whiskey en uno de los vasos vacíos de plástico  y me acosté en la cama junto con ella, que tenía el rostro hacia la otra  pared. Vi el resto del episodio sorbiendo el whiskey sin prisa, paladeándolo. Esta vez el concursante era un viejo de dientes amarillos que también perdía en la fase final de preguntas y estuvo a punto de llorar cuando el público se puso de pie en sus sillas  para aplaudirle. Tal vez el programa no tenía el dinero de los premios, pensé, por eso los concursantes siempre perdían. Le eché un último vistazo a la inglesa  antes de apagar la tele y quedar sumido  en la oscuridad. Ahí estaba su pelo negro regado en la almohada del hotel y el relieve de su cuerpo bajo la sábana. Yo nunca me iba a olvidar de eso: de su cabeza alumbrada por la luz de una tele.  Mañana le diría que no tomara ese empleo en la academia de español, que no quería que siguiera viviendo conmigo.