miércoles, 27 de mayo de 2015

Indes



Te conté que se llamaba Andrea Riveros, que nadie la quería porque había querido a tantos ya, que todos le habíamos visto las tetas por Messenger o que nunca la vi ganar un solo partido de tenis. Te conté que tenía una cara normal, a veces delicada; de contornos que podían llegar a gustarte si los veías demasiado.  Te dije que me fijaba en sus piernas o en sus cortísimos dry-fit,  que la veía jugar al tenis cuando no había más gente alrededor, que no era la mejor. Te conté, creo, que yo jugaba al día siguiente, que esa noche llovía a cántaros y que salimos por la puerta de atrás, que el entrenador dormía en su habitación, que habíamos llamado un taxi que aguardaba con el parabrisas puesto, quitándose el exceso de agua, a unos cien/ciento cincuenta metros del albergue. Te dije que llegamos a una discoteca y que no pasaron dos horas cuando ya estábamos borrachos de Bacardi Oro.

 A veces, ¿sabés?, a veces, sobre todo al principio, me acordaba de mis ojos inflamables contra el espejo del baño de la discoteca, de mi cara imberbe, de encarar el mingitorio, de mear sintiendo que nunca me había sentido así. Recuerdo a Tefo sobre la mesa al salir del baño y al argentino ese grandullón, que ya no alcanzo a nombrar, sirviéndose otro trago con hielo.  Me acuerdo de haber dado un mal beso, de bailar muy apretado, tal vez a destiempo, con una salvadoreña morena y gorda. Los dos entorpecidos por el ron. Me acuerdo de despedirme de la chica, de arrastrarme a la mesa y contárselo todo a Tefo, eso, que había conseguido besarla a pesar de que yo ya sabía que él lo había visto todo desde su silla (éramos tan pocos en la pista). El grandullón nos llamó con la mano, cuando lo advertimos probablemente llevaría ya mucho tiempo esforzándose para que lo viésemos. Nos presentó a dos chicas feas, me atrevería a decir gordas pero he visto gordas con caras lindas. Ellas trabajaban, creí entenderles, en algún call center o una empresa de telefonía móvil (la música estaba tan alta que no podría precisarlo bien realmente). Ninguno de los tres se atrevió a decir que teníamos 14, 15 años, tampoco que jugábamos al tenis o que de vuelta en Guatemala lo único que teníamos era la responsabilidad del colegio, algún hermano menor, un Golden Retriever  y la habitación doble que compartíamos en casa de nuestros padres. Hablamos recio para que notaran nuestro acento. Tefo se atrevió a mentir al responderles de dónde éramos o qué hacíamos en EL Salvador. Tal vez, igual que todos, sentía el distanciamiento exquisito (tan momentáneo) de nuestros padres, de nuestra edad o identidad real. Dijo que estábamos de vacaciones, que las tres eran muy guapas y que éramos unos borrachos irremediables con ganas de vivir. Nos vimos de pronto bailando con ellas, chicas de lápiz labial corrido, faldas cortas; una gorda cada uno. El argentino llevó a la suya contra la barra, de eso me acuerdo tan bien, y le pagó una cerveza (seguramente preguntando antes al barman por la más barata). La besó en el lapso en que el tipo llenaba la jarra. La chica con la que yo bailaba se apretó contra mí. Llevaríamos, no sé, unas tres o cuatro canciones bien bailadas. La vi acercarse mucho, tirar sus brazos sobre mis hombros y sentí contra mi rostro su mejilla empapada de sudor, una mejilla que era notablemente más grande que la mía. La separé para darle una vuelta, nadie estaba para hacerle el feo a nadie, y sentí el frío de su sudor en mi cara en el aire acondicionado del lugar. Hubo una transición de música. Eché un vistazo a Tefo que bailaba a unas pocas parejas de nosotros.  La gorda lo abrazaba por el cuello, él buscaba su boca haciendo como si se riera cada vez que la chica quitaba el rostro (en España: la cobra). Volví a lo mío.  Por la velocidad, tal vez por la imagen de mi chica moviéndose tan rápido, de verla desplazarse y desplazarme con ella hasta la pared de la pista, me atrevo a precisar que sonaba kulikitaka de Tonio Rosario (canción pura mierda. Eso sí, nivel experto, exigencia de piernas máxima). Y esa fue la última canción que sudamos, que en una pausa necesaria (qué calor infernal el que hacía) encontré su boca abierta antes del contacto. Lamí su lipstic, como lamer una barra de mantequilla. Sentí su mal aliento, ahora también en mi boca, clonado. Volvían a acercarse, a abrirse, sus labios contra mi cara. Su lengua era suave, ágil, digamos loca. Volví a ponerme contra su mejilla y le dije con asco que tenía solo catorce años. Me tomó por los codos, me alejó un poco para ver mi rostro. Entonces dijo sonriendo que no importaba y levantó los hombros. Seguimos bailando. Le dije que estaba cansado, que necesitaba refrescarme. Fui al lavabo y me enjugué abundantemente el rostro con agua fría. Algo vibraba, dos, tres veces, en el bolsillo del pantalón. De haber estado bailando, de estar… qué puedo decir, en medio de la pista o en una de las mesas, en medio del ruido, del movimiento, de los hombros de los demás que te tocaban constantemente bailando, no habría advertido el mensaje de texto que entraba en mi Siemens en ese momento, el agua del grifo todavía corriendo.

Tefo había tenido prioridad el martes tarde, después de la inscripción al torneo.  Acabábamos de llegar a El Salvador en el autobús de Comfort Lines (25$ la ida desde Vista Hermosa, zona 15). Ninguna delegación, salvo la Nicaragüense, que logró desplazarse a Mayan Country Club (cuatros pistas techadas, una de arcilla verde), tuvo acceso a entrenar a pesar de la lluvia. El resto de jugadores permanecimos en el albergue jugando a las cartas, viendo televisión o hablando obscenidades en los cuartos. Tefo tenía un año más que yo, la misma edad que Andrea Riveros. Esa tarde, de todas formas, aburridos, aburridísimos,  fui yo quien levantó el teléfono y marcó el 214. Disimulé los nervios mientras sonaba el “tuut” intermitente de la llamada en curso. Martín y Ramos jugaban guerra de cartas en la mesita de la ventana, Tefo estaba tirado en la cama de al lado, acababa de convencerme de llamar a la chica para invitarla a subir un rato. Allí estaba yo esperando sobre la mesa de noche a que contestara. Un rato más. Finalmente alguien levantó el teléfono. Creo que pregunté inmediatamente si estaba Andrea, antes de que nadie más hablara. Tuve que concentrarme y no decir Andrea Riveros, porque para nosotros siempre había sido Andrea Riveros junto, nunca Andrea por separado. Dijo que era ella, preguntó quién llamaba. Se notaba en la voz que era mayor que yo, no sé por qué. Me las arreglé para decirle quiénes éramos y que subiera (si quería) a la 416 a jugar cartas, “¿no cree que la lluvia es una mierda?”, le dije al final. Colgué diciéndole a Tefo que ya en un rato subía. Ramos dijo que no, que no subiría nunca, que apenas nos conocía de la Junior Tennis Cup (celebrada el año anterior). Era verdad. Me habían eliminado en primera ronda (mal partido, lloré de cólera al estar solo en la cafetería). Pensé que había cambiado tanto en tan poco tiempo. Ese año no recordaba siquiera haberle visto el culo a Andrea Riveros en todo el torneo. Habíamos hablado una vez,  nada más, me había preguntado por la oficina y eso había sido todo. Iba a decírselo a Tefo cuando sonó la puerta.  Martín miró hacia la entrada evidentemente nervioso y dijo “subió la muy puta”. La pasamos adelante y la sentamos en la cama. Hablamos con ella del colegio, de cómo era la vida en Costa Rica y qué pensaban en su país de los guatemaltecos. Discutimos una rivalidad que no existía lejos del fútbol y el turismo y concluimos que éramos lo mismo: centroamericanos de mierda. Tefo se acercó más a ella cuando Ramos y Martín pretextaron ir por algo de comer. Nos quedamos los tres en la habitación y vi cómo Tefo ganaba confianza, cómo ella lo veía únicamente a él a la hora de contar algo. Supe que yo (por animal) había trabajado para eso, que se la había servido en bandeja. Llegué a estorbar tanto en la habitación que era ya solo cuestión de tiempo para que Tefo me indicara disimuladamente (con algún gesto) que los dejara a solas. Abandoné antes de que ocurriera. Bajé al lobby y vi la lluvia por la ventana hasta notarla disminuir considerablemente. Fue después de una hora y media, más o menos, que toqué de nuevo a la 416. Tefo cerró la puerta después de mí. Ya no estaba la chica.

Esa noche no pude dormir porque le había olido los dedos a Tefo. Al extenderme la mano había tocado mi labio superior y podía, (cada vez con menor la intensidad porque el olor se desprendía a cada minuto), respirar el sexo de Andrea Riveros que había quedado impregnado en mi surco subnasal.  Todos dormían mientras yo lo respiraba enloquecido. Se lo contaría a Martín dos días después. Le diría “¿Vos querés saber a qué huele una pusa? Entonces salí a correr dos horas, bien corridas. Esa tarde no te duches. Hacé lo mismo el día siguiente y el que le sigue y lo mismo, no te duches. Entonces, cuando sintás que ya olés a mierda, (sólo entonces), juntá dos dedos y ponélos bajo la axila. Dejálos allí unos treinta segundos, haciendo presión, por supuesto. Lleválos después a la nariz y respirá a quemarropa a través de los dedos. Te aseguro que no van a oler a jabón de manos.” 

El mensaje que leí en el baño de la discoteca, número desconocido, decía más o menos: “Albergue inundado, basta de hacer el tonto. Regresar inmediatamente”. Salí de allí y antes de interrumpir a Tefo o al argentino, cada quien con su gorda, vi por la puerta de la discoteca. La música, lo dije antes, altísima, nos impedía escuchar los relámpagos y la lluvia cayendo a manotazos por encima del techo. Primero le enseñé el mensaje al argentino, que restó importancia al texto diciendo “¡bah!, es joda pibe, te están cargando” y se enfrascó otra vez con la gorda que tenía de la mano. Tefo tardó en leerlo, según me dijo, la pantalla tenía mucho brillo. Claro, el ron empañaba todo a esas alturas de la noche. Lo leyó mal y dijo que no tenía sentido, volví a ponerle el aparato enfrente y esta vez se lo leí yo en voz alta. Había dejado de bailar, su chica esperaba a que volviera a prestarle atención con movimientos fáciles (a la mano) de la cadera, de sus piernas cortas. Finalmente se despidió, también yo dije adiós a la gorda que había besado, que en ese momento bebía un cóctel sola en la mesa. Desde la puerta hicimos una seña al argentino para indicar que nos íbamos. Al vernos insistir hizo un gesto con la mano como diciendo “después, llego después”. Alcanzamos un taxi poco más allá de Multiplaza. Subimos mojando los asientos de tela. “Polideportivo, por favor”.


El taxista atravesó sin prisa el complejo deportivo, las canchas de tenis encharcadas.                   -Deténgase, acá está bien- le dije al tipo cuyo rostro (imposible), no recuerdo. Restaban cien metros hasta el albergue. La lluvia caía moviéndose del lado, en ráfagas constantes que te mojaban la oreja; enjambres de frías avispas con trayectorias cambiantes.

 Desde el taxi, desde la imagen que tengo de Tefo pagando al taxista, logro (casi) ver el albergue al fondo, las luces del tercer nivel titilando, las del 4to completamente muertas. Nos acercamos al motor lobby, había una Chevrolet Suburban con el motor encendido a pocos metros de la puerta. Antes de entrar, ya a punto de abrir, me retuvo Tefo diciendo que alguien dentro del auto nos estaba haciendo luces. Yo entré de todas formas y al poco rato alcancé a escuchar el ruido de la puerta de la Suburban abrir y cerrarse.  Volví sobre la entrada y sólo a través del cristal vi el perfil de Tefo que hablaba con alguien. No pude escucharlo. Sabía que seguramente habían venido a buscarnos, que se habían registrado en otro hotel y que sólo faltábamos nosotros (por eso el mensaje de texto). El emisor a esas alturas probablemente fuera el de la Suburban, a punto de entrar al albergue. Entré  hasta el fondo del recibidor en un arrebato. Encontré las escaleras y empecé a subir.  El segundo nivel estaba intacto, únicamente viendo las escaleras que conducían al tercer nivel podías ver el resto del agua que bajaba débil hasta morir en unas toallas que pusieron (supongo) los pocos empelados del edificio. El recepcionista bajó corriendo, el pelo descompuesto, sudada la frente. Antes de bajar al lobby, jadeante, se detuvo para preguntarme en qué piso estaba mi habitación. Mentí suponiendo que el 3ero y 4to estarían clausurados por la inundación. “Estoy en el segundo”, dije.  El tipo se levantó el fleco con la mano, después dijo “entonces bien. Perdone las molestias”. 

 El agua caía de las lámparas del tercer nivel. El cielo falso de algunas habitaciones había cedido al peso del agua y la escena era un desastre de mesas de noche, sillas, almohadas y televisores empapados. Estaba subiendo al cuarto piso cuando escuché que alguien gritaba mi apellido; alguien mayor, alguien como la gran puta. “¡CASTILLO!”, desde el lobby, “¡CASTILLO!” desde las escaleras del lobby, “¡CASTILLO!”, desde las primeras gradas al segundo nivel. Empecé a subir más deprisa. Entonces llegué al descansillo de las escaleras y me encontré con Andrea Riveros viendo a través de la ventana, hacia la parte posterior del edificio. Estaba recostada en la baranda de las últimas gradas al cuarto nivel, como hipnotizada por la lluvia. Le pregunté “¿qué hacés acá? Dijo “nada, nada”.  Mi apellido sonó fuerte en el 2do, vi a la chica reírse en la penumbra. Reírse de mí, de mi fuga estúpida, de creer que todos dormíamos o que todos estábamos en el albergue en el momento de la inundación.
((Más tarde yo seguiría yendo a El Salvador, me seguiría hospedando en el mismo albergue, seguiría perdiendo en las primeras rondas, seguiría saliendo a discotecas, seguiría viendo a las chicas al pasar en la cafetería o atravesando el complejo deportivo con las mismas ganas de siempre pero nunca habría otra inundación, nunca la vería. Lo mismo, no volvería a ver a Andrea Riveros.)) “¿De qué te reís?”, le dije borracho. “De nada”, respondió, “te están buscando”. Me acerqué más, adivinando su cara, su boca. La besé, la besé. Se dejó tan fácil que quise llorar, sus manos todavía sujetaban la barandilla.  Éramos tan pequeños que Andrea Riveros nunca supo que yo estaba borracho al volver al albergue, no se dio cuenta, aunque apestaba a alcohol. Ella seguramente nunca se había emborrachado antes, no sabía el sabor del alcohol en la boca, no pudo reconocerlo en la mía.

“¡CASTILLO!”, sonó otra vez, ahora sobre el tercer nivel, tal vez en el pasillo. La tomé de la mano, subimos lo que restaba al 4to piso. Nuestras pisadas sonaban chiclosas sobre el suelo cerámico encharcado. Entramos en una habitación al azar, la primera que tuvimos a la mano. En el interior flotaba un perfume, tal vez desodorante de chica (aerosol, nunca de barra) que lo invadía todo. Jamás supimos, Andrea Riveros y yo, quién ocupaba esa habitación; quién dormía  en el momento de la inundación, antes del agua filtrándose por el techo, por encima del ropero o la mesilla de noche. ¿Quién sería?, después de tanto.    

Vi sin sorpresa que era una habitación doble, como todas las habitaciones allí. Una de las camas tenía manchas de humedad al comienzo de la cabecera, la otra estaba seca. El suelo había quedado bajo unos dos centímetros de agua estática. Andrea Riveros lo miraba todo con ojos que yo no alcanzaba a mirar, tal vez, igual que yo, atónita. La senté en la cama para que no se mojara más los zapatos  y escuchamos en silencio las pisadas del tipo que había llegado por mí, seguramente de la delegación guatemalteca, todavía gritando mi apellido, ahora al final del pasillo. Antes de oírlo bajar se oyó otra voz, tal vez la del recepcionista diciendo “¿lo encontró?”. Pero no obtuvo respuesta. Me senté junto a la chica y le quité los zapatos. Tuve problemas con las cintas de las deportivas y se rió diciendo que no sabía quitarlos. Se había tirado a lo largo de la cama y seguía riéndose en silencio. Ella no se daba cuenta (lo dije antes) que sus zapatos, el nudo de sus cordones se borraba por el ron que nublaba mis ojos. La dejé en calcetas, las toqué para ver si estaban húmedas, apretando sus pies. Me dijo que por favor, también se las quitara. La besé, la besé y la besé mucho. Me quité los zapatos, los calcetines. Nos tiramos boca arriba un rato y me habló de la inundación, de los primeros gritos. Todo había sido tan gracioso y después tan aterrador, me dijo, la gente buscando el lobby en pijama, en ropa interior. Sacó un chicle, me lo ofreció diciendo que sólo quedaba ese. Lo masticamos un rato cada uno. En un momento se levantó para orinar. Dejó la puerta abierta y pude oír perfectamente el chorro ganando intensidad contra el agua, después perdiéndola. El techo se nubló, la ventana, las farolas a través de las ventanas dejaron un recorrido de luz al momento de echarles un vistazo. Me levanté para verla orinar antes de que acabara. Estaba todavía sentada, sus calzones en los tobillos. Me miró sonriendo. Se levantó para alcanzar el rollo de papel sobre el lavabo, arrancó un pedazo y se lo llevó al sexo. Lo tiró en el wáter. Volvió a subirse el calzón y la falda que llevaba puesta. Nos abrazamos en la entrada del baño con los pies empapados, oyendo el ruido del inodoro desechándolo todo. 

Al filo de la mañana, de haber finalmente escampado aunque el sol sin llegar a la cama (todavía muy oscuro), ofrecí llevarla a su habitación. La besé frente a la 214 y la apreté contra mí en un último abrazo. No habíamos hecho el amor.

Quedé solo en el pasillo y subí las escaleras del tercer nivel empezando a sentir la resaca. Abrí una puerta, después otra y otra y otra más. Todo el nivel estaba desierto y yo yendo hasta el final. Seguí abriendo puertas (no sé bien por qué, supongo que la posibilidad de un albergue abandonado es única y emocionante), hasta dar con una habitación cuya televisión estaba encendida. La luz de la lámpara estaba en off y sólo salpicaba los muebles la pantalla del televisor, la sucesión de imágenes del reality show que corría. Cerré la puerta detrás de mí, el audio del programa era bastante bajo, lo suficiente como para poder escucharlo; el mando tirado sobre la cama. Advertí la puerta del baño después del ropero (roperos excesivos para el tamaño modesto de las habitaciones), y vi que había luz por debajo de la puerta. Extendí la mano hasta sentir la manija fría entre mi puño. La gire despacio, haciendo el menor ruido posible. La puerta se abrió. No había nadie ni nada aparte de un bote de Pantene pro-V al pie de la ducha y un inodoro igual al que había usado ella. Me tendí en una de las camas, cambié de canal hasta dar con una presentadora rubia de CNN en español. Me acomodé bien, doblé la almohada. Me desabroché el pantalón y llevé los dedos de la otra mano al rostro, donde estaba reciente el olor de Andrea Riveros.






domingo, 10 de mayo de 2015

LPCY


Es una fotografía noventera, de finales de los 90s, probablemente revelada en Fujifilm Pradera, segundo nivel. Se trata de Cobos, de unos 5 años de edad, abrazando a un pastor alemán desafortunado. El jardín a parches de grama, las paredes blancas amarilleando irregulares desde abajo, como un electrograma de mierda, de caca. El razor ribbon oxidado se extiende por sobre el muro, los vecinos en cambio se habían decantado por botellas verdes de 7up rotas por la mitad. Si lees esto, Cobos, es mentira hermano, me gusta la foto. La camisa polo me recuerda a una que tenía, también amarilla. Figuráte que de la infancia me acuerdo sólo de dos camisas y unos zapatos negros que tenía y que no me gustaban nada. Absolutamente nada. Pero eso no importa, ¿verdad? Ha pasado el tiempo y solo puedo decir que hoy pienso en vos. 

 Me pregunto si habrás besado alguna vez, Cobos. En verdad. ¿Habrás tomado a alguien por la cintura alguna vez, mientras ella te miraba atónita desde poco más arriba del 1.60 a los ojos? ¿Habrás bailado con alguien y sentir al tenerla cerca que el beso era factible, que era posible? ¿Abrazaste alguna a vez a alguien por atrás en una fiesta y sentiste el olor de su pelo? ¿Sabés el olor del shampoo en una mujer, CObos, o del pelo quemado por la plancha, el secador? No sé. ¿Te habrá pasado algo, Cobos? ¿Habrás vivido, realmente, habrás vivido? ¿Qué es del perro desafortunado ese? ¿Sigue con vida? ¿A qué jugaban los dos en el jardín cuando volvías de clase, te acordás? ¿Cómo quedaba el pantalón del uniforme después de irte al suelo y revolcarte en la grama? ¿Te decía algo tu vieja al verse obligada a lavarlo? A veces todos somos como vos, Cobos. En el fondo sí, ¿sabés? Me gustaba que fueras capaz de comer solo en los recreos, y tan tranquilo. Yo nunca tuve los huevos de hacerlo. Me gustaba, hay que decirlo, la calma con que sacabas los panes de tu vieja, la jalea saliéndose por los bordes ¿O era otra cosa? No sé, hermano, nunca te pude decir todo esto, pero es verdad. Y ¿sabés qué pienso? Que probablemente te haya ido bien, cabrón, y de la casa esa de tu infancia no quede sino la grama o algún árbol que deba su longevidad a la mierda que hizo el pastor alemán. Probablemente si te vea en un supermercado te encuentre con dos hijos: un hijo y una hija preciosa. Tal vez tu mujer esté buena y cuando me la presentés la vea largamente a los ojos, después nos despidamos y, todavía sujetando el carrito de la compra me gire para verle las nalgas al fondo del pasillo. Es muy probable que seas mejor que yo, y me jode decirlo después de tanto. Que  de pronto al final la vida te dio la razón, a vos, por triste. Por nunca arriesgar más allá del pan con jalea fuera de la lonchera.

La posibilidad del toque



Hay una diferencia, ella se acuerda de mis manos en su espalda. 

Hoy que se haga de noche, que caiga negra encima de su edificio, de su apartamento en el 4to o 5to piso y no haya salido porque probablemente haya pasado el fin de semana en Bilbao (tan frío, tan opaco, tan borroso) y la ciudad se le haya antojado corriente, se va a acordar de la piscina, del sol incesante, de mi cuerpo sin camiseta, de mis manos blancas de crema. De pronto se planteó salir con alguna amiga al verse tendida en el sofá, sus padres viendo televisión, ella quizás viendo sus caras salpicadas por la tele, sus ojos vidriosos viendo lo mismo, y desistió por precisar de una ducha, de secarse el pelo, de vestirse bien y maquillarse. Sin tener todavía sueño se despidió tirando un “buenas noches” general a los viejos que sólo entonces despegaron la cara de la T.V. Tal vez el padre insistiera en que se quedara un rato más, cambiando de programa precipitadamente, creyendo que la razón de irse a la habitación tan pronto era la falta de un buen programa que ver. Pero el programa anterior le gustaba, probablemente siempre le gustó y solo no pudo concentrarse esa noche porque a Salamanca la sentía tan lejos el fin de semana. Se encerró en su habitación sin lavarse los dientes, tirándose en la cama sin desatar siquiera los converse o aflojar el pantalón. Pensó, casi podría asegurarlo, en mis manos resbalando por su espalda baja, separada nuestra piel apenas por una capa mínima de crema solar. Contra la almohada se sintió vulnerable y es muy probable que tratara de recrearlo todo. Tal vez buscando, alterando todo, alguna imagen suya acariciándome, tocándome por el cuello. Le costó la noche entera entender el poder de mis manos en su espalda, la incapacidad de olvidar los toques, unos más bruscos que otros. Tardó el fin de semana  para darse cuenta que yo tenía ventaja por haberla tocado. Ignoraba, sin embargo, que yo también la pensaba imaginando sus manos.