Te conté que se llamaba Andrea Riveros, que nadie la quería
porque había querido a tantos ya, que todos le habíamos visto las tetas por Messenger
o que nunca la vi ganar un solo partido de tenis. Te conté que tenía una cara normal, a
veces delicada; de contornos que podían llegar a gustarte si los veías demasiado. Te dije que me fijaba en sus piernas o en sus
cortísimos dry-fit, que la veía jugar al
tenis cuando no había más gente alrededor, que no era la mejor. Te conté, creo,
que yo jugaba al día siguiente, que esa noche llovía a cántaros y que salimos
por la puerta de atrás, que el entrenador dormía en su habitación, que habíamos
llamado un taxi que aguardaba con el parabrisas puesto, quitándose el exceso de
agua, a unos cien/ciento cincuenta metros del albergue. Te dije que llegamos a
una discoteca y que no pasaron dos horas cuando ya estábamos borrachos de
Bacardi Oro.
A veces, ¿sabés?, a
veces, sobre todo al principio, me acordaba de mis ojos inflamables contra el
espejo del baño de la discoteca, de mi cara imberbe, de encarar el mingitorio, de mear
sintiendo que nunca me había sentido así. Recuerdo a Tefo sobre la mesa al
salir del baño y al argentino ese grandullón, que ya no alcanzo a nombrar, sirviéndose
otro trago con hielo. Me acuerdo de haber dado un
mal beso, de bailar muy apretado, tal vez a destiempo, con una salvadoreña
morena y gorda. Los dos entorpecidos por el ron. Me acuerdo de despedirme de la chica,
de arrastrarme a la mesa y contárselo todo a Tefo, eso, que había conseguido
besarla a pesar de que yo ya sabía que él lo había visto todo desde su silla (éramos
tan pocos en la pista). El grandullón nos llamó con la mano, cuando lo
advertimos probablemente llevaría ya mucho tiempo esforzándose para que lo viésemos.
Nos presentó a dos chicas feas, me atrevería a decir gordas pero he visto
gordas con caras lindas. Ellas trabajaban, creí entenderles, en algún call
center o una empresa de telefonía móvil (la música estaba tan alta que no
podría precisarlo bien realmente). Ninguno de los tres se atrevió a decir que
teníamos 14, 15 años, tampoco que jugábamos al tenis o que de vuelta en Guatemala
lo único que teníamos era la responsabilidad del colegio, algún hermano menor,
un Golden Retriever y la habitación
doble que compartíamos en casa de nuestros padres. Hablamos recio para que
notaran nuestro acento. Tefo se atrevió a mentir al responderles de dónde éramos
o qué hacíamos en EL Salvador. Tal vez, igual que todos, sentía el
distanciamiento exquisito (tan momentáneo) de nuestros padres, de
nuestra edad o identidad real. Dijo que estábamos de vacaciones, que las tres
eran muy guapas y que éramos unos borrachos irremediables con ganas de vivir.
Nos vimos de pronto bailando con ellas, chicas de lápiz labial corrido, faldas
cortas; una gorda cada uno. El argentino llevó a la suya contra la barra, de
eso me acuerdo tan bien, y le pagó una cerveza (seguramente preguntando
antes al barman por la más barata). La besó en el lapso en que el tipo llenaba
la jarra. La chica con la que yo bailaba se apretó contra mí. Llevaríamos, no
sé, unas tres o cuatro canciones bien bailadas. La vi acercarse mucho, tirar
sus brazos sobre mis hombros y sentí contra mi rostro su mejilla empapada de sudor, una
mejilla que era notablemente más grande que la mía. La separé para darle una
vuelta, nadie estaba para hacerle el feo a nadie, y sentí el frío de su sudor en mi cara en el aire acondicionado del lugar. Hubo una transición de música. Eché un vistazo a Tefo que bailaba a unas pocas parejas de nosotros. La gorda lo abrazaba por el cuello, él
buscaba su boca haciendo como si se riera cada vez que la chica quitaba el
rostro (en España: la cobra). Volví a lo mío. Por la velocidad, tal vez por la imagen de mi
chica moviéndose tan rápido, de verla desplazarse y desplazarme con ella hasta
la pared de la pista, me atrevo a precisar que sonaba kulikitaka de Tonio
Rosario (canción pura mierda. Eso sí, nivel experto, exigencia de piernas
máxima). Y esa fue la última canción que sudamos, que en una pausa necesaria (qué
calor infernal el que hacía) encontré su boca abierta antes del contacto. Lamí su lipstic, como lamer
una barra de mantequilla. Sentí su mal aliento, ahora también en mi boca,
clonado. Volvían a acercarse, a abrirse, sus labios contra mi cara. Su lengua
era suave, ágil, digamos loca. Volví a ponerme contra su mejilla y le dije con
asco que tenía solo catorce años. Me tomó por los codos, me alejó un poco para
ver mi rostro. Entonces dijo sonriendo que no importaba y levantó los hombros. Seguimos
bailando. Le dije que estaba cansado, que necesitaba refrescarme. Fui al lavabo
y me enjugué abundantemente el rostro con agua fría. Algo vibraba, dos, tres veces, en el bolsillo del pantalón. De haber estado bailando,
de estar… qué puedo decir, en medio de la pista o en una de las mesas, en medio
del ruido, del movimiento, de los hombros de los demás que te tocaban
constantemente bailando, no habría advertido el mensaje de texto que entraba en
mi Siemens en ese momento, el agua del grifo todavía corriendo.
Tefo había tenido prioridad el martes tarde, después de la
inscripción al torneo. Acabábamos de
llegar a El Salvador en el autobús de Comfort Lines (25$ la ida desde Vista
Hermosa, zona 15). Ninguna delegación, salvo la Nicaragüense, que logró desplazarse a
Mayan Country Club (cuatros pistas techadas, una de arcilla verde), tuvo acceso
a entrenar a pesar de la lluvia. El resto de jugadores permanecimos en el
albergue jugando a las cartas, viendo televisión o hablando obscenidades en los
cuartos. Tefo tenía un año más que yo, la misma edad que Andrea Riveros. Esa tarde, de todas formas, aburridos, aburridísimos, fui yo quien levantó el teléfono y marcó el
214. Disimulé los nervios mientras sonaba el “tuut” intermitente de la llamada
en curso. Martín y Ramos jugaban guerra de cartas en la mesita de la ventana,
Tefo estaba tirado en la cama de al lado, acababa de convencerme de llamar a la
chica para invitarla a subir un rato. Allí estaba yo esperando sobre
la mesa de noche a que contestara. Un rato más. Finalmente alguien levantó el
teléfono. Creo que pregunté inmediatamente si estaba Andrea, antes de que nadie
más hablara. Tuve que concentrarme y no decir Andrea Riveros, porque para
nosotros siempre había sido Andrea Riveros junto, nunca Andrea por separado. Dijo que era
ella, preguntó quién llamaba. Se notaba en la voz que era mayor que yo, no sé
por qué. Me las arreglé para decirle quiénes éramos y que subiera (si quería) a
la 416 a jugar cartas, “¿no cree que la lluvia es una mierda?”, le dije al
final. Colgué diciéndole a Tefo que ya en un rato subía. Ramos dijo que no, que
no subiría nunca, que apenas nos conocía de la Junior Tennis Cup (celebrada el
año anterior). Era verdad. Me habían eliminado en primera ronda (mal partido,
lloré de cólera al estar solo en la cafetería). Pensé que había cambiado tanto en tan
poco tiempo. Ese año no recordaba siquiera haberle visto el culo a Andrea
Riveros en todo el torneo. Habíamos hablado una vez, nada más, me había preguntado por la oficina y
eso había sido todo. Iba a decírselo a Tefo cuando sonó la puerta. Martín miró hacia la entrada evidentemente nervioso
y dijo “subió la muy puta”. La pasamos adelante y la sentamos en la cama. Hablamos con ella del colegio, de
cómo era la vida en Costa Rica y qué pensaban en su país de los guatemaltecos.
Discutimos una rivalidad que no existía lejos del fútbol y el turismo y concluimos que
éramos lo mismo: centroamericanos de mierda. Tefo se acercó más a ella cuando
Ramos y Martín pretextaron ir por algo de comer. Nos quedamos los tres en la
habitación y vi cómo Tefo ganaba confianza, cómo ella lo veía únicamente a él a
la hora de contar algo. Supe que yo (por animal) había trabajado para eso, que
se la había servido en bandeja. Llegué a estorbar tanto en la habitación que
era ya solo cuestión de tiempo para que Tefo me indicara disimuladamente (con algún
gesto) que los dejara a solas. Abandoné antes de que ocurriera. Bajé al lobby y
vi la lluvia por la ventana hasta notarla disminuir considerablemente. Fue
después de una hora y media, más o menos, que toqué de nuevo a la 416. Tefo
cerró la puerta después de mí. Ya no estaba la chica.
Esa noche no pude dormir porque le había olido los dedos a
Tefo. Al extenderme la mano había tocado mi labio superior y podía, (cada vez
con menor la intensidad porque el olor se desprendía a cada minuto), respirar el sexo de Andrea Riveros que
había quedado impregnado en mi surco subnasal. Todos dormían mientras yo lo respiraba
enloquecido. Se lo contaría a Martín dos días después. Le diría “¿Vos querés saber a qué huele una pusa? Entonces
salí a correr dos horas, bien corridas. Esa tarde no te duches. Hacé lo mismo el
día siguiente y el que le sigue y lo mismo, no te duches. Entonces, cuando
sintás que ya olés a mierda, (sólo entonces), juntá dos dedos y ponélos bajo la
axila. Dejálos allí unos treinta segundos, haciendo presión, por supuesto. Lleválos
después a la nariz y respirá a quemarropa a través de los dedos. Te aseguro que
no van a oler a jabón de manos.”
El mensaje que leí en el baño de la discoteca, número desconocido, decía más o menos: “Albergue
inundado, basta de hacer el tonto. Regresar inmediatamente”. Salí de allí y
antes de interrumpir a Tefo o al argentino, cada quien con su gorda, vi por la
puerta de la discoteca. La música, lo dije antes, altísima, nos impedía
escuchar los relámpagos y la lluvia cayendo a manotazos por encima del techo. Primero
le enseñé el mensaje al argentino, que restó importancia al texto diciendo
“¡bah!, es joda pibe, te están cargando” y se enfrascó otra vez con la gorda que tenía de la mano.
Tefo tardó en leerlo, según me dijo, la pantalla tenía mucho brillo. Claro, el
ron empañaba todo a esas alturas de la noche. Lo leyó mal y dijo que no tenía
sentido, volví a ponerle el aparato enfrente y esta vez se lo leí yo en voz
alta. Había dejado de bailar, su chica esperaba a que volviera a prestarle
atención con movimientos fáciles (a la mano) de la cadera, de sus piernas
cortas. Finalmente se despidió, también yo dije adiós a la gorda que había besado,
que en ese momento bebía un cóctel sola en la mesa. Desde la puerta hicimos una
seña al argentino para indicar que nos íbamos. Al vernos insistir hizo un gesto
con la mano como diciendo “después, llego después”. Alcanzamos un taxi poco más
allá de Multiplaza. Subimos mojando los asientos de tela. “Polideportivo, por
favor”.
El taxista atravesó sin prisa el complejo deportivo, las
canchas de tenis encharcadas. -Deténgase, acá está bien- le dije
al tipo cuyo rostro (imposible), no recuerdo. Restaban cien metros hasta el albergue. La lluvia caía moviéndose del lado, en ráfagas constantes que te mojaban la
oreja; enjambres de frías avispas con trayectorias cambiantes.
Desde el taxi, desde la imagen que tengo de Tefo pagando al taxista, logro (casi) ver el albergue al fondo, las luces del tercer nivel titilando, las del 4to completamente muertas. Nos acercamos al motor lobby, había una Chevrolet Suburban con el motor encendido a pocos metros de la puerta. Antes de entrar, ya a punto de abrir, me retuvo Tefo diciendo que alguien dentro del auto nos estaba haciendo luces. Yo entré de todas formas y al poco rato alcancé a escuchar el ruido de la puerta de la Suburban abrir y cerrarse. Volví sobre la entrada y sólo a través del cristal vi el perfil de Tefo que hablaba con alguien. No pude escucharlo. Sabía que seguramente habían venido a buscarnos, que se habían registrado en otro hotel y que sólo faltábamos nosotros (por eso el mensaje de texto). El emisor a esas alturas probablemente fuera el de la Suburban, a punto de entrar al albergue. Entré hasta el fondo del recibidor en un arrebato. Encontré las escaleras y empecé a subir. El segundo nivel estaba intacto, únicamente viendo las escaleras que conducían al tercer nivel podías ver el resto del agua que bajaba débil hasta morir en unas toallas que pusieron (supongo) los pocos empelados del edificio. El recepcionista bajó corriendo, el pelo descompuesto, sudada la frente. Antes de bajar al lobby, jadeante, se detuvo para preguntarme en qué piso estaba mi habitación. Mentí suponiendo que el 3ero y 4to estarían clausurados por la inundación. “Estoy en el segundo”, dije. El tipo se levantó el fleco con la mano, después dijo “entonces bien. Perdone las molestias”.
Desde el taxi, desde la imagen que tengo de Tefo pagando al taxista, logro (casi) ver el albergue al fondo, las luces del tercer nivel titilando, las del 4to completamente muertas. Nos acercamos al motor lobby, había una Chevrolet Suburban con el motor encendido a pocos metros de la puerta. Antes de entrar, ya a punto de abrir, me retuvo Tefo diciendo que alguien dentro del auto nos estaba haciendo luces. Yo entré de todas formas y al poco rato alcancé a escuchar el ruido de la puerta de la Suburban abrir y cerrarse. Volví sobre la entrada y sólo a través del cristal vi el perfil de Tefo que hablaba con alguien. No pude escucharlo. Sabía que seguramente habían venido a buscarnos, que se habían registrado en otro hotel y que sólo faltábamos nosotros (por eso el mensaje de texto). El emisor a esas alturas probablemente fuera el de la Suburban, a punto de entrar al albergue. Entré hasta el fondo del recibidor en un arrebato. Encontré las escaleras y empecé a subir. El segundo nivel estaba intacto, únicamente viendo las escaleras que conducían al tercer nivel podías ver el resto del agua que bajaba débil hasta morir en unas toallas que pusieron (supongo) los pocos empelados del edificio. El recepcionista bajó corriendo, el pelo descompuesto, sudada la frente. Antes de bajar al lobby, jadeante, se detuvo para preguntarme en qué piso estaba mi habitación. Mentí suponiendo que el 3ero y 4to estarían clausurados por la inundación. “Estoy en el segundo”, dije. El tipo se levantó el fleco con la mano, después dijo “entonces bien. Perdone las molestias”.
El agua caía de las
lámparas del tercer nivel. El cielo falso de algunas habitaciones había cedido
al peso del agua y la escena era un desastre de mesas de noche, sillas, almohadas y televisores empapados.
Estaba subiendo al cuarto piso cuando escuché que alguien gritaba mi apellido;
alguien mayor, alguien como la gran puta. “¡CASTILLO!”, desde el lobby,
“¡CASTILLO!” desde las escaleras del lobby, “¡CASTILLO!”, desde las primeras
gradas al segundo nivel. Empecé a subir más deprisa. Entonces llegué al
descansillo de las escaleras y me encontré con Andrea Riveros viendo a través de la ventana, hacia la parte posterior del edificio. Estaba recostada en la
baranda de las últimas gradas al cuarto nivel, como hipnotizada por la lluvia. Le pregunté “¿qué hacés acá? Dijo
“nada, nada”. Mi apellido sonó fuerte en
el 2do, vi a la chica reírse en la penumbra. Reírse
de mí, de mi fuga estúpida, de creer que todos dormíamos o que todos estábamos
en el albergue en el momento de la inundación.
((Más tarde yo seguiría yendo a El Salvador, me seguiría
hospedando en el mismo albergue, seguiría perdiendo en las primeras rondas, seguiría
saliendo a discotecas, seguiría viendo a las chicas al pasar en la cafetería o
atravesando el complejo deportivo con las mismas ganas de siempre pero nunca habría otra
inundación, nunca la vería. Lo mismo, no volvería a ver a Andrea Riveros.)) “¿De qué te reís?”, le
dije borracho. “De nada”, respondió, “te están buscando”. Me acerqué más,
adivinando su cara, su boca. La besé, la besé. Se dejó tan fácil que quise llorar,
sus manos todavía sujetaban la barandilla.
Éramos tan pequeños que Andrea Riveros nunca supo que yo estaba borracho
al volver al albergue, no se dio cuenta, aunque apestaba a alcohol. Ella seguramente nunca se había emborrachado
antes, no sabía el sabor del alcohol en la boca, no pudo reconocerlo en la mía.
“¡CASTILLO!”, sonó otra vez, ahora sobre el tercer nivel,
tal vez en el pasillo. La tomé de la mano, subimos lo que restaba al 4to piso.
Nuestras pisadas sonaban chiclosas sobre el suelo cerámico encharcado. Entramos
en una habitación al azar, la primera que tuvimos a la mano. En el interior
flotaba un perfume, tal vez desodorante de chica (aerosol, nunca de barra) que lo invadía todo.
Jamás supimos, Andrea Riveros y yo, quién ocupaba esa habitación; quién dormía en el momento de la inundación, antes del agua filtrándose por el techo, por encima del ropero o la mesilla de
noche. ¿Quién sería?, después de tanto.
Vi sin sorpresa que era una habitación doble, como todas las habitaciones
allí. Una de las camas tenía manchas de humedad al comienzo de la cabecera, la
otra estaba seca. El suelo había quedado bajo unos dos centímetros de agua estática. Andrea Riveros lo miraba todo con ojos que yo no alcanzaba a mirar, tal
vez, igual que yo, atónita. La senté en la cama para que no se mojara más los
zapatos y escuchamos en silencio las pisadas del tipo que había llegado por mí, seguramente de la delegación guatemalteca, todavía gritando mi
apellido, ahora al final del pasillo. Antes de oírlo bajar se oyó otra voz, tal vez la
del recepcionista diciendo “¿lo encontró?”. Pero no obtuvo respuesta. Me senté
junto a la chica y le quité los zapatos. Tuve problemas con las cintas de las
deportivas y se rió diciendo que no sabía quitarlos. Se había tirado a lo
largo de la cama y seguía riéndose en silencio. Ella no se daba cuenta (lo dije antes) que sus zapatos, el
nudo de sus cordones se borraba por el ron que nublaba mis ojos. La dejé en
calcetas, las toqué para ver si estaban húmedas, apretando sus pies. Me dijo
que por favor, también se las quitara. La besé, la besé y la besé mucho. Me quité los
zapatos, los calcetines. Nos tiramos boca arriba un rato y me habló de la
inundación, de los primeros gritos. Todo había sido tan gracioso y después tan aterrador, me dijo, la
gente buscando el lobby en pijama, en ropa interior. Sacó un chicle, me lo ofreció diciendo que sólo quedaba ese. Lo masticamos un rato cada uno. En un momento se levantó
para orinar. Dejó la puerta abierta y pude oír perfectamente el chorro ganando
intensidad contra el agua, después perdiéndola. El techo se nubló, la ventana,
las farolas a través de las ventanas dejaron un recorrido de luz al momento de
echarles un vistazo. Me levanté para verla orinar antes de que acabara.
Estaba todavía sentada, sus calzones en los tobillos. Me miró sonriendo. Se
levantó para alcanzar el rollo de papel sobre el lavabo, arrancó un pedazo y se
lo llevó al sexo. Lo tiró en el wáter. Volvió a subirse el calzón y la falda
que llevaba puesta. Nos abrazamos en la entrada del baño con los pies
empapados, oyendo el ruido del inodoro desechándolo todo.
Al filo de la mañana, de haber finalmente escampado aunque
el sol sin llegar a la cama (todavía muy oscuro), ofrecí llevarla a su
habitación. La besé frente a la 214 y la apreté contra mí en un último abrazo.
No habíamos hecho el amor.
Quedé solo en el pasillo y subí las escaleras del tercer nivel empezando a sentir la resaca. Abrí una puerta, después otra y otra y otra más. Todo el nivel estaba desierto y yo yendo hasta el final. Seguí abriendo puertas (no sé bien por qué, supongo que la posibilidad de un albergue abandonado es única y emocionante), hasta dar con una habitación cuya televisión estaba encendida. La luz de la lámpara estaba en off y sólo salpicaba los muebles la pantalla del televisor, la sucesión de imágenes del reality show que corría. Cerré la puerta detrás de mí, el audio del programa era bastante bajo, lo suficiente como para poder escucharlo; el mando tirado sobre la cama. Advertí la puerta del baño después del ropero (roperos excesivos para el tamaño modesto de las habitaciones), y vi que había luz por debajo de la puerta. Extendí la mano hasta sentir la manija fría entre mi puño. La gire despacio, haciendo el menor ruido posible. La puerta se abrió. No había nadie ni nada aparte de un bote de Pantene pro-V al pie de la ducha y un inodoro igual al que había usado ella. Me tendí en una de las camas, cambié de canal hasta dar con una presentadora rubia de CNN en español. Me acomodé bien, doblé la almohada. Me desabroché el pantalón y llevé los dedos de la otra mano al rostro, donde estaba reciente el olor de Andrea Riveros.
Quedé solo en el pasillo y subí las escaleras del tercer nivel empezando a sentir la resaca. Abrí una puerta, después otra y otra y otra más. Todo el nivel estaba desierto y yo yendo hasta el final. Seguí abriendo puertas (no sé bien por qué, supongo que la posibilidad de un albergue abandonado es única y emocionante), hasta dar con una habitación cuya televisión estaba encendida. La luz de la lámpara estaba en off y sólo salpicaba los muebles la pantalla del televisor, la sucesión de imágenes del reality show que corría. Cerré la puerta detrás de mí, el audio del programa era bastante bajo, lo suficiente como para poder escucharlo; el mando tirado sobre la cama. Advertí la puerta del baño después del ropero (roperos excesivos para el tamaño modesto de las habitaciones), y vi que había luz por debajo de la puerta. Extendí la mano hasta sentir la manija fría entre mi puño. La gire despacio, haciendo el menor ruido posible. La puerta se abrió. No había nadie ni nada aparte de un bote de Pantene pro-V al pie de la ducha y un inodoro igual al que había usado ella. Me tendí en una de las camas, cambié de canal hasta dar con una presentadora rubia de CNN en español. Me acomodé bien, doblé la almohada. Me desabroché el pantalón y llevé los dedos de la otra mano al rostro, donde estaba reciente el olor de Andrea Riveros.