lunes, 30 de septiembre de 2019

Unas piernas que no sirven. Una vida que se recuerda


Me había estallado la mano con una bomba de pólvora a finales del 2016, el 7 de diciembre del 2016,   y al año siguiente seguía jodido, yendo a rehabilitarla de vez en cuando con una fisioterapista belga, que tenía un local pequeño cerca de las Américas, en Quetzaltenango. Allí vi cientos de paralìticos que llegaban a sus citas puntuales.  A veces yo los esperaba afuera, escuchando los aullidos que emitían, dando voces de terror por ser tan consicentes de su propia desgracia y las palabras derrotistas que decían "¡no puedo más, doctora!" (porque así le decían a la belga: "doctora" con la voz llena de miedo, aunque ella no tuviera ningún tipo de estudios) "no puedo más, doctora, se lo juro por Dios. No puedo moverme. Trato con todas mis fuerzas, doctora, e imagino los movimientos, pero no respoden. No sucede nada ahí abajo, doctora, está todo muerto ya. " Luego le pedían disculpas por no poder completar los ejercicios, como si ellos no pagasen un centavo de las citas que agendaban. Otras veces ellos me esperaban a mí a que terminara la sesión, que era una veradera tortura sin fruto. Ahora mismo veo mi mano sobre el teclado, por ejemplo, y me doy cuenta que nunca me sirvió de nada, todavía no consigo estirar los dedos al mismo tiempo, ni replegarlos, voy a cumplir 3 años de no poder hacer un puño perfecto. Algo que francamente no tiene importancia.

Una tarde,  al frente de esa clínica pequeña vi llorar a una paralítica joven, de las regulares (¡todavía recuerdo el esfuerzo que tenían que hacer sus familiares para moverla de un lado a otro! ¡para bajarla del auto!), una señora que seguro se acordaba de la época en que podía caminar, pues no tendría más de cuarenta años y quizás tres o cinco de su accidente, de haber dejado de sentir las piernas. Una mujer de pelo liso que temblaba en el asiento delantero de un Toyota rojo cuando la vi, y se llevaba sus manos disfuncionales al rostro para poder llorar, regándose las lágrimas por todas partes como agua sucia de pies mojados, y se sentía estúpidamente triste y desdichada  en ese mundo de personas que se empujan en la calle y escupen las aceras  y se agachan en los pasillos del supermercado y hacen el amor hincados y fuman apoyados en árboles  y balcones de un sexto nivel, y bajan a la cocina por botellas de vino y andan sin calcetines sobre fríos pisos cerámicos. Personas que saltan encima de  carros abandonados y atraviesan campos baldíos y ciudades enteras y escogen zapatos cómodos para llevar en las calles, para pisar embragues y aceleradores a fondo y se cortan las uñas del pie viendo la tele o escuchando la radio o hablando por teléfono  y pueden correr de un momento a otro si quieren, a cualquier parte del mundo, sentir los pies ralentizados por la arena hirviente del pacífico en un viaje improvisado que hagan con jóvenes que aman y hieleras llenas de cerveza.

Lloraba por no poder cruzar la calle ese mismo día ni el resto de su vida. Una maldita calle. Ni gustarle a nadie ni sentir que alguien querría verle alguna vez las piernas delgadas como palos de escoba. Porque ella ya no tenía posibilidad de escapar a ningún sitio, pensé mientras la miraba llorar en la cabina,  al menos no había nadie que quisiera empujar su silla hacia alguna aventura. Porque las banquetas de este país son muy chicas para el ancho de las ruedas, y la gente muy superficial para quererla. Para empujarla valientemente  hacia una buena historia que mejorara (salvara) sus días.

Hoy siento lástima por esa persona del carro rojo en Quetzaltenango y solo espero que los años que pudo usar sus piernas hayan valido la pena. Que los recuerde constantemente en la noche y sonría.