domingo, 28 de octubre de 2018

Pan Bakery



Hace años en Pan Bakery se sentó una edecán a tomar café. Estaba tan sola y desdichada que se atrevía a sonreír a cualquier cosa: la taza de café, la champurrada, un paquete de cigarros que tenía sobre la mesa; a nosotros mismos con 13 años encima, recostados en el mostrador de la cafetería para pedir algo de tomar, mirándola con fascinación hasta que se dio cuenta de que la mirábamos tanto.

-Señorita –dijo con una risa suprimida a la dependienta- lo que pidan los chicos lo pone a mi cuenta, ¿sí?-

La dependienta dijo que sí y nos tomó la orden con una sonrisa plácida, esa clase de sonrisa que sale cuando se recupera la fe en las personas.

Hoy pienso que la edecán no debía tener más de 25 años. Su piel era muy blanca, blanquísima, y sus hombros estaban descubiertos en una blusa de tirantes que dejaba ver una agrupación agradable de pecas. Le dimos las gracias. Le preguntamos que si estaba segura de pagar por lo nuestro.

-Sí, claro, -dijo- ustedes pidan lo que quieran. –

Le divertía que la miráramos, (y tanto). Como si estuviésemos de pronto enamorados de ella, lo que en parte era verdad, o al menos, en mi caso, sería verdad. Ella podía sentirlo, había visto nuestras caras sobresaltadas al entrar al negocio, cuando la descubrimos instalada en una mesita del fondo.

Pedimos unos jugos de naranja Tampico y dijo que si la queríamos acompañar en la mesa un rato, que no tuviéramos ningún reparo. El lugar, de todos modos, era muy pequeño para sentarnos lejos, así que nos sentamos con ella. Me di cuenta que había estado escribiendo en una servilleta. Había un lapicero sobre la tabla y en el papel, que había hecho una pelota junto a la taza, se adivinaban algunas palabras escritas a mano.

-¿Usted cómo se llama?- Le pegunté.

-Sofía, -dijo.- ¿Y ustedes tres?-

Le dijimos nuestros nombres, cada uno el suyo.

-¿Usted vive aquí, en Oakland? –preguntamos. -No la habíamos visto-.

-No, por Dios, -dijo- ya me gustaría a mí -. Se secó la boca con la bola de servilleta, palpando apenas la comisura de sus labios para que no se le corriera el labial.
 Nos dimos cuenta de que no era guatemalteca, tenía un acento sudamericano. 

-Venía a despedirme de una amiga – nos dijo-, pero –hizo un gesto con los hombros y  manos de impotencia - resulta que ya no vive aquí. Hay otras personas que viven en esa casa.-

-Hay mucha gente que ya no vive aquí – le explicamos.

-¿Ah, sí?

 –Sí. Solo nosotros, que  crecimos en esta colonia. Toda la vida metidos en este lugar.

Se sonrió. –¡Pobrecitos, pues! ¡Qué desdichados!-

La edecán tenía el pelo negro, muy negro en las puntas y largo, hasta la mitad del respaldo de la silla. Unos ojos enormes y tristes, como griegos, y las tetas demasiado firmes para ser naturales, que se marcaban en su blusa de tirantes celeste. Nos contó que se dedicaba a promocionar marcas, relaciones públicas, ventas, porque eso fue lo que dijo, y que trabajó para Tigo en un momento de su vida, y para las marcas de Cervecería Centroamericana cuando empezó a trabajar. Pero ahora, decía con una sonrisa desastrosa, ahora se despedía también de ese trabajo.

-¿Se va de viaje? –pregunté.

-No, no me voy de viaje –dijo. Miró hacia afuera de la ventana por un momento, el sol pálido de zona 10 sobre el techo rojo de la embajada de Israel. Rió con melancolía, bajando los ojos hasta fijarlos en la mesa, luego en  las uñas de sus dedos delgados, como si la hubiésemos puesto a recordar algo penoso.

-No me voy de viaje- repitió, pero su vista ya estaba perdida, como si ya no viese lo material.

Permanecimos en silencio un rato, bebiendo de nuestros jugos sin saber qué más hacer para poder seguir hablando con ella: prolongarla. Estábamos en ese momento en que diría adiós de repente buscando sus cosas en la mesa y se iría sin más. Me quedé mirándola y sintiendo la fuerza de su belleza en el estómago, como si de alguna forma, me doliera. Estaba seguro que iba a pensar en ella algunos días después, cuando pasara en el auto de mis padres frente a la embajada o me revolviera en la cama sin poder dormir. Se había vuelto, en cierta manera, parte de ese lugar en particular, Pan Bakery, y de un espacio puntual en nuestras cabezas; lo supimos después de haber estado viéndola de tan cerca. Todos esos detalles, sus hombros, su nariz, sus ojos grandes. Ella en nuestro Oakland querido.

La edecán subió su barbilla delicada para ver nuevamente hacia nuestras caras,  y fue entonces que dijo:

-Voy a morir. No sé por qué se los digo. Pero estoy malita del corazón.- Le temblaban los labios al decirlo.

La dependienta volteó con un movimiento brusco  de cabeza hacia nuestra mesa. Estaba seria y aterrada, igual que nosotros. Su sonrisa había desaparecido y ahora miraba con asco y angustia lo que pasaba en el local.

-No creo que viva más de una semana –nos dijo. Sonreía con resignación, como si no esperara nada a cambio de esas palabras.

Había un espacio de silencio para decirle algo bonito, pero ninguno lo aprovechó. Nuestras gargantas se habían encogido.

- ¿Saben algo? – dijo(en ese momento hizo una cara de tristeza como nunca he vuelto a ver)- Ahora es que  me doy cuenta  que realmente no tengo nada que hacer. No deseo nada antes de morir. Ni siquiera tengo prisa por llegar a ningún sitio. Creo que solo necesitaba hablar con esta amiga,  no sé, alguien con quien poder recordar mi propia  vida ¿saben? lo que fue. Si es que de verdad, en algún momento, valió la pena vivirla.-

Me atreví a decirle que lo sentía mucho pero la voz me salía un poco quebrada y muy débil, como si yo mismo no pudiera escucharla, desde luego ella no pudo escucharla. Así que no seguí. Miré a los demás. Todos tenían la vista fija en ella, el mismo rostro acongojado que el mío.

- Lo único que me asusta –dijo al final, antes de verla levantarse de la mesa que compartimos- es no tener a nadie que me recuerde, no poder avisar a mi amiga y a nadie que me voy. Que ya pueden comenzar a extrañarme- eso último lo dijo con la voz quebrada y empezó a sollozar, pidiendo perdón una y otra vez por la escena que había montado mientras sus lágrimas caían en la mesa y le temblaba la cara, la mano delgada que cubría su boca.

Empezó a buscar sus cosas y guardó el paquete de cigarrillos (Marlboro Lights) en el bolso. Se levantó abruptamente mientras se despedía de nosotros diciendo que había sido un gusto conocernos. Ella también tenía historias en Oakland, nos dijo mientras pagaba la cuenta en el mostrador. Había recuperado la fuerza del principio, aunque su cara seguía despintada por el llanto. Salió caminando rápido, como si tuviera algo que hacer después de allí, un compromiso, una motivación cierta, pero ahora todos en Pan Bakery sabíamos que no haría nada después de ese café. Tal vez esperar la muerte en un apartamento que le recordaba sus buenos días de edecán, cuando llegó a Guatemala por primera vez y los agentes de las marcas llamaban sin descanso a su teléfono fijo. Ahora esperaría sola con el televisor encendido en un canal aleatorio, fumando hacia la ventana cerrada. Sus días se habían acabado.

Antes de irnos tomé la servilleta que había dejado en la mesa y la guardé en el bolsillo, esperé hasta estar solo en mi habitación para leerla. Antes de lavarme los dientes me tendí en la cama y puse el papel contra mi rostro. Entendí que ese era el primer momento de mi vida en que la iba a pensar con tanta fuerza, cuando todavía, al menos esa noche, estaría viva al mismo tiempo que yo. Pasee la servilleta contra mis labios y sentí el olor del café, el café que había resbalado de su boca trémula junto con algo de saliva y lapiz labial. La extendí para verla completa, la letra era muy pequeña pero aun se alcanzaba a leer. Esto es lo que decía:


“Hoy vine a buscarte, Lucy, pero no estabas. Tu casa sigue igual que la primera vez que me invitaste a jugar, aunque pintaron el portón de negro y el jardín se mira descuidado. Hacen falta los ladridos locos del Wudy y los columpios, que ya se han oxidado. 

Me abrió  la puerta una familia extraña que no supo decirme adónde se habían marchado ustedes después de la mudanza, en verdad no se me ocurre nadie que pueda saberlo en este momento, ¡ni siquiera sabía que se hubieran mudado, Lucy!, nunca me contaste, supongo que hay mucho que nunca me contaste. Pero me dejaron entrar a ver tu habitación por última vez. La ventanita con barrotes donde veíamos llover y el color pastel de las paredes casi me hace llorar. Todo el tiempo tuve la impresión de que todavía estabas allí.


En todo caso solo quería despedirme de ti, amiga, pues hoy me voy para siempre. Hay muchas cosas que ya no pudimos hacer, que habría querido recordar esta tarde contigo. Nunca nos casamos con los chicos que quisimos en el colegio, y en la televisión dejaron de gustarnos casi todos los programas infantiles. No me parezco nada a lo que queríamos ser cuando fuéramos grandes: ¿te acordás? todas las cosas que hablamos.  Es muy difícil ser princesa en este país.”


Pan Bakery sigue estando en Oakland, y siguen vendiendo las mismas cosas a poquísimos clientes que se acercan. Han pasado 11 años desde entonces y todavía miro a veces hacia el interior del pequeño negocio,  la vitrina y la mesa donde nos sentamos ese día, cada vez que paso por ahí. Pero nunca volví a entrar.

He pensado mil veces en cómo habrá sido la muerte de la chica y no sé si los demás que la conocieron esa tarde también, pero yo sigo recordándola con mucho detalle y pensando en que tal vez, a mi manera, sí la quise. Por la fragilidad de su corazón enfermo y la fuerza de un cuerpo tempranamente desperdiciado. Por la belleza, que como el ánimo, también se pierde para siempre. 












jueves, 25 de octubre de 2018

Escribir


Me siento un héroe  cada vez que escribo
Y pienso en tu espalda en arco chorreada de pelo


Escribir, amorcita, es solo recordar
Antes de olvidar para siempre