Estar, de pronto, en el sótano de Pradera fumando un cigarro
mentolado. Y es esperar a mi hermano mientras le hacen un handjob en el asiento
trasero de su Mazda. A contra luz, sólo a contraluz, se distinguen sus
cabezas en el polarizado. Ella más gacha que él. Tengo la imagen de estar
esperando recostado en la pared inmediata a los ascensores, cigarro tras
cigarro, encendiendo uno con la colilla del otro. Bajaban/subían grupos de
gente, más que nada familias y amiguitos de primaria. Tal vez con vistas a una
película infantil, que para entonces sería La era del hielo 2, Shrek o alguna
otra mariconada, no tengo idea. Creo que fue agotando el paquete que se abrió
la puerta opuesta del Mazda, eso es, la del lado al que no tenía visibilidad. La
chica bajó primero y se compuso el bolso por encima del sweater. Mi hermano permaneció
dentro. Para entonces el sótano había quedado desierto y los pasos de la chica se
hacían recios contra el concreto “tac, tac, tac”. Caminó hasta donde yo estaba
sin saber quién era. Se peinó frente a las puertas cromadas del ascensor y
pulsó el botón para pedirlo. Di un vistazo al auto, mi hermano seguía en el
asiento trasero. El ascensor llegó, la chica subió y todavía me
pregunto qué pensó al cerrarse las puertas y quedar completamente sola.
jueves, 23 de octubre de 2014
martes, 14 de octubre de 2014
La posibilidad de una cajera
Me dijo:
Acá entrás al supermercado local y cuando estás en la caja, en ese lapso nimio en
que la cajera pasa las cosas por el
escáner, te da el total, toma el dinero y después te alcanza el cambio al otro
lado del mostrador, apurás palabras concentradas. Vas, digamos, directamente al cumplido, al "me gusta tu pelo, tu naríz, tus
ojos", cualquier cosa. Ya cuando guardás la compra en
una bolsa plástica y el cliente detrás tuyo lo ve todo con asco, entonces
preguntás a la chica"¿a qué hora sales de trabajar?" Y, naturalmente,
tras la respuesta viene la inquietud implacable de la cajera que ya no
espera un día normal, y que tal vez te aguarde afuera cuando todas sus compañeras hayan
dejado el supermercado.
domingo, 12 de octubre de 2014
Outlook: Imagen adjunta (2.90 MB)
Mirála
A
Mirá bien la imagen. Notá nuestras caras a chorros de luz borracha, lusazos como difuminados con el dedo. ¿No es la foto acaso una representación vaporosa del tiempo? Digo, del invierno rasgando el impermeable negro, tu chaqueta beige o la punta rojiza de aquel cigarro que acabamos muertos de frío. A veces, M, a veces la sostengo en mis manos, y no siento sólo un rectángulo glaseado por encima del papel. Mierda, como si no me bastara saberla vulnerable a las más paupérrimas tijeras.
A
Mirá bien la imagen. Notá nuestras caras a chorros de luz borracha, lusazos como difuminados con el dedo. ¿No es la foto acaso una representación vaporosa del tiempo? Digo, del invierno rasgando el impermeable negro, tu chaqueta beige o la punta rojiza de aquel cigarro que acabamos muertos de frío. A veces, M, a veces la sostengo en mis manos, y no siento sólo un rectángulo glaseado por encima del papel. Mierda, como si no me bastara saberla vulnerable a las más paupérrimas tijeras.
B
Tal vez sepás del polvo por encima de los
muebles, de los cabellos largos, permanentes detrás del refrigerador, de cada armario. ¿Sabés que me digo a
veces, cuando espero el café instantáneo al pie del microondas? Pienso: Y
si quedara todavía de ese polvillo en las juntas del piso o en el vértice del
zócalo; y si los pelos que se curvan en las patas de la nevera o los que no
abandonan la profundidad de la escoba fueran tuyos, si todavía estuvieran allí
¿Sabés? Algo así como creer que la arenisca por encima de los estantes
fuera responsabilidad nuestra, M, aún después de tanto, de que no
alcanzaras con el paño ni siquiera estando sobre alguna silla o que yo no
subiera por tenderme en el sillón y dejara la casa como carajo estuviera. Por
eso la foto, M, por eso la importancia de dos caras borrosas envueltas por la
madrugada de un tres de abril.
A
No quiero que en este punto del mail
sonriás burlona a la pantalla del ordenador y pensés "¡Qué nivel de
imbécil! ¡Qué estúpido!". No veás la foto y digás que es una imagen
desafortunada, de farolas de luz al fondo y tan tenues, tan desvanecidas que
ralentizan el obturador de la cámara. Fijáte antes en el estacionamiento de
atrás y en los autos deformados a lo lejos modelo ¿90? ¿94? ¿Acaso 88? Y decime, ¿Crees
que todavía anden por ahí, ronroneando avenidas francesas? ¿Estaremos nosotros también por ahí, M, retratados
en el polvo del suelo, en los cabellos bajo la cama?
Recordarás que llovía. Creo que volvíamos
de un cumpleaños. Subimos la Route de Mende a empellones de borrachos que
comparten una misma acera. Te revolvías a carcajadas de la respuesta que di al
revisor antes de bajar zigzagueantes del tranvía. Realmente nunca entendí
el francés, nunca llegué a quererlo del todo. Tampoco me gustaba oírte hablarlo
tan suelta y tan alto para que todo el mundo
te oyera. Esa noche maldije tus ojos alternando de mi rostro al bigote
espeso del revisor que demandaba algo a quemarropa. Yo buscando el ticket
en algún bolsillo de mi abrigo, sin entender absolutamente nada, y fue verte
tan callada, pudiendo intervenir en cualquier momento con un francés inmaculado.
Más tarde te lo dije, que Francia no era el idioma, ni la comida, tampoco el
paisaje, era la posibilidad de encender un cigarro en el balcón, entrar hasta
la cocina, atravesarla y más lejos
descolgar el impermeable negro del ropero, tu chaqueta beige; volver hasta la puerta corredera y
tropezar contigo, apoyada en la balaustrada, perdida en el estacionamiento
contiguo, en los autos aparcados dos plantas abajo. Entonces, 3 de abril, me acuerdo, con
la colilla humeando en la comisura de mis labios subí la Kodak a la altura de
nuestras caras, te giraste, puse el dedo en el disparador y “paf”, nos
resguardamos del tiempo en un trozo rectangular de papel.
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