domingo, 12 de mayo de 2019

Vení a ver lo que traté de explicarte

Guatemala no es, bajo ninguna circunstancia, lo que dice una guía objetiva de viajes que recoge en sus manos una señora gorda y aburrida en un consultorio de Escocia, cuando  planea sus vacaciones de agosto y no se decide entre la aventura de conocer el tercer mundo latinoamericano o el asiático, que por lo demás resulta  más conglomerado, ruidoso y trillado que el nuestro. Revisa a través de sus gruesos lentes de policarbonato una sucesión de imágenes recortadas sobre papel glaseado que incorporan instantáneas de niños con ojos enormes y manchas de leche materna en la boca mientras son llevados a la espalda por sus madres enanas en un mercado de Chichicastenango; fotografías donde se ven las chiches flacas, aplanadas de una madre adolescente con  pezones negros tan grandes como la cabeza del niño que alimenta. Volcanes salpicados de buenos atardeceres, ríos, lagos, mares y publicidad engañosa de playas muy parecidas a las de Hawái, solo que en Monterrico, donde la gente holgazanea bajo láminas oxidadas de casitas de block sencillas y escupe resacas atroces hacia la puerta de entrada,  sobre el asfalto que derrite las chanclas. Imágenes de otros cuerpos de agua que no describen con honestidad los envases plásticos que rebalsan los afluentes ni las tuberías naranjas que empujan excremento hasta el fondo de todos  los ríos y barrancos del país. Pero la escocesa gorda revisa despacio, con mucho entusiasmo cada una de las fotos parcializadas de la guía de viajes y lee con cuidado las anotaciones al margen que señalan que Guatemala es un país de 108,800 kilómetros cuadrados de riqueza cultural  inconmensurable y gente feliz. ¡120 lagos!  El Oceáno Pacífico al Sur y el Atlántico abriéndose apenas al Norte ¡25 etnias! ¡21 lenguas mayas! ¡34 volcanes! ¡El epicentro mismo de la cosmovisión maya y el misterio de una civilización desaparecida! Pero eso, yo lo sé bien, no es Guatemala. Al menos nunca lo fue para mí.

Llega el momento en que una persona te pregunta, a vos, lo que es tu país, cuando llevas meses pensando en regresar. Y no es una noche cualquiera, porque te acordás todavía perfectamente de cómo fue todo, de cómo te sentiste esa vez. Lo que pensabas en las idas al baño al mirarte en  el espejo con el agua corriendo en el lavamanos, tus ojos borrachos, y luego su cabeza vista desde atrás en el respaldo del sillón, cuando ibas de vuelta a la sala para encontrarte con ella.  Entonces llegaban esas preguntas que nunca te habías respondido antes porque nunca nadie te las había hecho así, de esa forma, ni habías vivido con esa intensidad ¿Qué es un país, una luz amarilla colgando del techo? ¿qué es el gusto por una mujer, un cuerpo hinchado y sin vida tendido a la orilla del mar? ¿qué es Guatemala? ¿Qué son las equivocaciones? ¿Cuánto dura el arrepentimiento en la cabeza de una persona?

Miraba alrededor y no había nada que me dejara explicarlo. Los ojos chispeantes de esa mujer que quise mucho en la sala, nada más, y en la mesa de centro productos de consumo ordinarios cuyas marcas no tenían nada que ver con lo que había sido antes mi vida, ni siquiera con esos cigarrillos que torpemente aprendimos a liar en España (Golden Virginia). ¿Cómo le explico? -me decía a mí mismo- Dani cómo vas a hacer para contarle que Guatemala es una fragmentación absoluta de personas, malas decisiones y objetos materiales. Un cristal reventado a patadas, como el de un auto accidentado en Escuintla donde muere una familia entera.


Las personas en mi país pierden un ojo, y a veces una pierna, y hasta las ganas de amar el mundo, que es perder la vida misma. ¡Y las causas son tan salvables!  Pero eso no importa, ni siquiera se lo dije a ella esa noche. Una vez quise ayudar a unos pescadores en Güija que me dieron de comer, sus rostros parecían máscaras de hule quemadas al sol. Hicimos un fuego, charlaron conmigo y quise llorar, yo no había vivido nada de las cosas de las que hablaban: es lo que pensaba insistentemente mientras miraba sus caras alumbradas desde abajo por la fogata. Ellos tenían las cicatrices de una vida dura, y sus sentimientos eran genuinos, podían amar un hijo y una mujer, y verdaderamente sentirlo, poder decirlo usando solo la verdad, porque los habían amado a ellos a pesar de estar arruinados. Yo acababa de salir a rastras de la caverna de Platón para volver a entrar corriendo  para siempre en ella, esta vez encadenado a una ceguera privilegiada, reservada solo para la élite, que se salva de tener que ver un bebé recién nacido abandonado, muriéndose del frío sobre una acera mojada de Quetzaltenango, llorando sin fuerza en el interior de una bolsa plástica. “Dinero” -pensé esa noche adentro de la carpa, cuando escuchaba las olas del lago  volcar las piedras lisas  de la orilla una y otra vez, y la boca me apestaba a pescado, el pescado que habían preparado para mí esa noche. “Voy a darles todo el dinero que tenga por la mañana. Eso haré. Cuando nos despidamos en el recodo de la pequeña tienda. Voy a pagar por lo que ellos compren. Cigarrillos, espirales  para moscos, arroz,  tomates, café instantáneo y una libra de azúcar.” Eso fue lo que me dije balbuceando en el interior tórrido de la carpa, justo antes de quedarme dormido, cuando poco a poco el estómago repleto de pescado me embriagó y fue llevando lentamente  hacia un sueño profundo.  

A las 6 me despertaron. Se escuchaba el motor a lo lejos del único bus que pasaba en el día bajando la ribera. Les dije que me habían salvado, estaba durmiendo 100 metros adentro de mi  cerebro. Saqué del zapato 120 quetzales, que era todo lo que tenía y cuando quise  pagar por algunas cosas que pidieron en la tienda a la espera de que el bus diera la vuelta y pasara enfrente, sus caras de amabilidad se desmoronaron. Se dieron la vuelta dejándome solo, sin darme la mano, sin decir adiós. Uno de ellos, el más viejo, se volteó unos metros después para enseñarme las encías inflamadas -"vos no entendes nada" me dijo, mientras movía la cabeza negativamente y se alejaba hacia las barcas. Me quedé con esa frase muchos años, sin entenderla, hasta ahora, que todavía a veces la escucho en mi cabeza. El dinero ensucia, como las botellas plásticas a los ríos o las tuberías naranjas que conducen las heces: ensucia el corazón.


Quería contárselo a Sarah. El wiski me nublaba los ojos como una película de vapor y había una frase persistente en mi cabeza  que me decía insistentemente  que debía contárselo.
 


Pero  ¿cómo le contas que asesinan a balazos a los alcaldes de lugares imposibles de imaginar: La Tinta, Tiquisate, Santa Catalina la Tina, Zacapa, San Andrés Petén? Cómo hacer que se lo imagine. Decir que los niños en este país sueñan con las imágenes de los carros llenos de disparos, orificios de bala como bellas creaciones estéticas. Decirle que de pequeño me emocionaban esas imágenes, los cuerpos acribillados  cubiertos por una lona del Ministerio Público y los zapatos del muerto todavía por fuera, visibles sobre el asfalto; el espesor de la sangre haciendo un charco junto a los rostros agujereados  que vi por primera vez en una edición dominical de Nuestro Diario que descuidó el jardinero del condominio donde vivíamos, que tenía un cuarto minúsculo en el sótano con recortes en las paredes de mujeres desnudas. Me robé ese primer periódico y leía con curiosidad los titulares en mi habitación, lo había guardado como un tesoro en mi mesa de noche y examinaba las mismas noticias todos los días. Me gustaba ver las fotos de las escenas del crimen. Las agentes fiscales con mascarillas blancas, chalecos negros con letras amarillas de "Ministerio Público" y pésimos cuerpos, que no se parecían en nada a las chicas sin ropa que decoraban las paredes del cuarto del jardinero.

Estábamos en esa salita de la casa de Salamanca, y todavía sus ojos esperaban mi respuesta. Habíamos empezado a beber desde temprano y ahora los gestos languidecían hasta la honestidad más honda que pude alcanzar. Estaba cansado, y se lo dije. “Estoy reventado sarita. Un poco muerto y borracho, sarita. Voy a dormir, sarita. Dormir como un niño, sarita.”. Me desvestí para tenderme en la cama y ella llegó unos minutos después para decirme desde la puerta que le hablara de Guatemala, que también ella estaba borracha y que ¡qué más daba! ¡Teníamos el mundo entero y todo el tiempo para nosotros! “Somos unos vagos, Dani, ¿recuerdas? Lo que hacemos es hablar y beber, encontrar historias. Y tú ya no me dijiste nada, dani” dijo luego bajando la voz, y la barbilla. “¿Cómo es tu país, danyboy?” "quiero saber algo de eso".

Te digo, -empecé a decirle entonces, mientras ella sujetaba su vaso de wiski y me miraba atenta a los ojos. No creo que podás verlo. Te lo puedo contar, pero no vas a poder verlo ¿Las manos frías de un motorista, su pelo rizado y grasoso con olor a gasolina? El tufo de una mujer cuando llora, el sonido del fuego al abrasar el plástico de unas chancletas, encogiéndolo hasta dejar en el suelo nada, un líquido negro burbujeante que despide humo de colores, pero nada de lo que era antes del fuego. Gente que duerme en una palangana, sarita, tú no sabes qué es eso, una palangana, no hay imagen mental que se desprenda de tus orejas escuchando esa palabra. Pero déjame decirlo, dos señoras acostadas en la palangana de un auto en movimiento.




Todo para decir que 

 Hace cinco años te podía contar esas cosas y oler tu aliento saturado de wiski, sarita.  Ya no te daba asco que fumara. Hasta eso habías aprendido a querer, o al menos aceptar de mí, de lo que era. El país no importaba, nuestros hábitos no importaban, nuestras ideas sobre el pasado y lo que estábamos buscando en salamanca no importaban. Estábamos juntos y un poco borrachos en un segundo nivel que yo nunca olvidaría sarita, y lo demás, de verdad , no importaba.

La víspera del día que te fuiste metí sin que te dieras cuenta una camisa mía de Guatemala en tu maleta, esa que tenía una camioneta (chiken bus) dibujada y unas letras chistosas que decían Guate en varios colores. Me escribiste un correo electrónico cuando llegaste a Lincolnshire y la descubriste, dijiste que ibas a ir algún día, visitar Watamala, que el reencuentro con tu familia había sido increíble, algo especial pero que ya estabas pensando en irte a otro lugar. 


Ahora estoy  gordo y ya no diría que soy alguien joven, al menos no tengo acceso a muchísimas cosas que echo de menos,  y pienso en días/personas/planes insatisfechos en los que ya nadie debiera pensar, empezando por nosotros dos, sairta. Y me gustaría preguntarte ¿Cuánto tiempo crees que puede durar una idea en la cabeza de una persona? Ahora sí, enserio, como esa vez que nos lo preguntamos en una casa de Salamanca, cuando solo pensábamos en respuestas bonitas. Hay quienes no recuerdan el deseo que tuvieron alguna vez por algo, y yo a veces, te lo juro, creo que recuerdo las cosas para siempre, aún después de desaparecer. Aún después de no ser nadie para las cosas que recuerdo. ¿A ti también te pasa?