martes, 23 de abril de 2019

La primera vez que fuimos adultos






-¿Español? - dijo rompiendo el silencio de esa lavandería pequeña de libre-service.

 
-Sí... no... bueno… de Guatemala -dije.- Quiero decir que hablo español.- (Mucho después ella misma me confesó que no sabía dónde quedaba Guatemala, pero en ese momento  solo  dijo: -¿de Guatemala?... ¡vaya!  ¡qué bien!)


-Supongo que sí... -dije- y volví a mirar el cartel ilegible de los programas de lavado, que estaban en francés.

-No entiendes nada, ¿verdad?
-Ni dos palabras –dije.

Sonrió como apunto de echarse a reír.

-Te ayudo-  

 
-No, no. Solo tal vez podrías decirme qué dice el programa de lavado número 7.

Se hizo hacia delante en la silla de espera para ver el cartel y el programa de lavado número 7. Entrecerró los ojos.

-Dice "ropa de colores... temperatura mediana... 45 minutos... centrifugado".
¿Es suficiente?
-Totalmente -dije.- Muchas gracias- y metí mi ropa sucia de varios días en la lavadora, poniendo en marcha el programa número 7.

En el silencio escuchamos las máquinas trabajar. Se notaba que a ella todavía le emocionaba eso de tener que lavar su propia  ropa, que no llevaba más de pocos meses haciéndolo, y que le parecía bien conocer gente de vez en cuando, sobre todo gente que resultara más parecida a ella, que hablara español. 


-Vives en Francia y no sabes ni dos palabras de francés, ¿verdad? - dijo con ese acento imperdible de ciudad de México.

-Ni decir buenos días- .le dije.- Si fueras francesa no habría podido hablarte.



Los dos sonreímos bajo la luz amarilla del cielo falso.


-¿Lo habrías intentado? -preguntó.


-Solo si me hubieses gustado. 

Su ropa se secaba en una máquina grande puesta sobre una lavadora desocupada. Quedaban cuatro minutos para que estuviera lista, según vi en la pantalla del tiempo, que era el tiempo que nos quedaba  también a nosotros dos para estar juntos. Sus calcetas, calzones y blusas daban vueltas y aparecían una y otra vez en el cristal circular de la portezuela. Vi su cara en el reflejo del vidrio cuando ella pensaba que no la estaba mirando. Se miraba, lo recuerdo bien ahora, feliz.
  
-¿Vivís también en la Radieuse? -le pregunté-.
-¿La Radieuse?- dijo esbozando una sonrisa, esta vez de cansancio. -¿Qué es eso?

-Eso de enfrente –dije señalando por la ventana. - Ese bloque espantoso de paredes rosa.-

Entonces volteó y vio el edificio  por primera vez en todaa su vida, estaba justo detrás de ella, cruzando la calle vacía: LA RADIESUSE. Fui yo quien le enseñó todo eso.





Antes no entendía que tener 18 años era ser un niño porque yo también tuve 18 y 19 y 20 y era un imbécil con libertades enormes que me hacían pensar que ya era un adulto de verdad. Que así sería el resto de mis días si conseguía mantenerme con vida.
 
Sofía, que así se llamaba la chica de la lavandería, se había ido de su casa en México con esa misma edad. Vivía sola, se cocinaba y hacía la compra, tenía un gato (que me amaba), que era la primera mascota que dependía enteramente de ella, pero seguía siendo una niña. Una niña que cuidaba de un gato pequeño que ronroneaba al ponerlo sobre la almohada.

Salía a citas sin pensar en la hora y le gustaban las películas de Disney, los juegos para beber y besarse la boca, patinar sobre hielo en Odysseum y taparse hasta la barbilla con historias de miedo que yo mismo le contaba, antes de decirme que por favor parara, que no podría dormir esa noche si llegaba a desvelarle el final. Tenía 18 años, ya lo dije, pero solo era una niña que iba a la universidad, que  se emocionaba con ir al zoo de Lunaret los domingos y apoyar la cara en la reja de las jirafas e insistir que eran unos animales demasiado bonitos, porque la escuché por lo menos veinte veces decirlo. Sus ojos, que ella nunca se vio a sí misma, tenían la seriedad de la admiración más honda que pude ver en muchos años, la admiración que tuvo por mí y que yo  atesoré siempre, sin que  se diera cuenta. Encendía un cigarro en alguna parte del recorrido y me ponía a pensar que el mundo nos había exigido finalmente  a los dos  ser adultos, mientras paseábamos en el zoo de Lunares hablando estupideces, historias de borracheras y unos zapatos de fútbol que siempre quise tener. Después de imaginar tanto cómo sería eso de ser mayor, ahora estábamos allí, como si nada, pequeños adultos en medio de esa transición feliz en la que éramos mayores solo porque así disponía la ley civil mexicana, francesa y guatemalteca.


Pero nadie tarda  en aprender a querer las cosas de ser adulto. Conmigo empezaste a querer eso de podernos invitar a un apartamento, Sofi, donde estar solos y atendernos con soltura, servir licor en los vasos y fumar sin preocuparnos por el olor de las paredes, de las cortinas. Explorar los pasillos del vino en el supermercado, pasar mucho tiempo viendo esos vinos, y las carnes, y los postres... fantasear con hacernos una buena cena y la forma de besarnos cuando estábamos con una cerveza en la mano, borrachos afuera, en la terraza de mi apartamento hablando de cosas que creíamos haber descubierto para siempre. (¡Si supieras lo equivocado que estaba respecto de mucho de lo que hablamos entonces!)  Adoptar las  formas de la responsabilidad adulta, como quien dice, sin ser adultos de verdad. Eso era, dos putos niños jugando a parecer serios mientras disimulábamos la excitación que sentíamos por dentro, en el estómago, poniendo  caras artificiales de normalidad, costumbre y hasta de mucho aburrimiento. Pero en verdad era muy emocionante todo aquello, andar por ahí, sentirnos como nos sentíamos esos días, cuando fuimos adultos por primera vez.



  En su bolso tenía las llaves de un apartamento que quedaba a un costado de Route de Mende, ella misma lo había rentado después de ver muchos en el centro,  pero su vida todavía estaba salpicada de niñez. Podía recordar sin esfuerzo el patio de su escuela y la sensación pegajosa del uniforme. Las personas de clase que había querido obsesivamente y los profesores que la marcaron con una humillación a tiempo. Recordaba el hastío de las mañanas en México y las salidas al cine de Calzada Vallejo, antes de la despedida sorpresa que organizaron para ella en la casa de su abuela, donde vio las caras conocidas de sus amigos decirle adiós con envidia y mucha tristeza, porque empezaba su vida de adulta, la búsqueda misma de su futuro. De lo que ella misma descubriría que era.

 

Tengo ahora a la vista  las fotos de una vez que hiciste una reunión pequeña en tu apartamento con otros mexicanos que también estudiaban en Francia, en Lyon, creo. Aparecen los vasos amarillos que tenías y las botellas de licor que escogimos para esa vez. Me veo a mí mismo en esa foto, la forma en que miro la cámara, y tengo la certeza absoluta de saber qué es lo que estaba pensando en ese mismo segundo, por eso me dan tanto miedo las fotos. Hay cartas de póker regadas  en la mesa, acababas de perder en el juego y estabas a punto de beber un shot de wiSKi. Tu cara es la de una persona feliz. Y digo que "es" porque todavía está allí,  en esa foto, como si siguiera ocurriendo.
 

Pero eso pasó hace muchos años ya.  Mucho tiempo. Ahora debes trabajar sin descanso para hacerle el dinero a alguien más, una corporación importante, tal vez, una financiera.  Tenes un novio que no queres, un apartamento decorado como habías imaginado de niña y gatos que ya no te conmueve acariciar o ver crecer. Sigues lavando tu ropa y cocinando para ti. Pero la independencia ya no te emociona, porque ahora sí eres adulta, esta vez sí, de verdad. 


Lo pensé una noche que no podía dormir, revolviéndome en las sábanas quinientas veces. Viendo cientos de imágenes que pasaban a toda velocidad por la cabeza. : si te viera de nuevo (en alguna parte, intentando no llorar) te preguntaría si todavía te acordabas de lo que sentimos cuando fuimos adultos por primera vez. Ese tiempo en Montpellier. Las cartas que me escribiste a mano y todo lo que pensabas entonces de mí, que había tanto por delante en nuestras vidas. ¿Te acordás que tenía un buzón con mi nombre escrito en él, que llenaste de papeles borrosos? Apuesto a que tú también lo echas de menos, todo eso, ahí donde estés, aunque nunca más te hayas detenido a pensar en mí o en esa luz naranja que teñía las tardes largas de Montpellier.  No sé bien lo que digo en este momento, te lo juro, es media noche y cumplo años, pero estoy seguro que al menos a mí me habría encantado quedarme más tiempo metido en eso:  volver a tenerme otra vez. Volver a ser adulto por primera vez.










sábado, 20 de abril de 2019

Cantabria



Queríamos hacer un cortometraje/un documental de nosotros dos juntos el mes que empezamos a grabarnos en video. La primera vez ella estaba sentada en una silla, todavía borracha frente a la cámara cuando empezó a balbucear lo que recordaba de la noche anterior, algo que había sido mi idea: que comenzáramos a conservar las cosas que ocurrían para cuando dejáramos de vernos.  Para cuando dejáramos de tenernos.


En medio de la grabación empecé a reírme a gritos, justo en el momento en que estaba contando que orinamos una cama en  un hotelito de Cantabria y yo sabía exactamente cómo había sido todo. Quería joderme bien contado esa historia. Traté de contenerme, pensar en cosas que me disgustaran, al menos que me distrajesen de ese momento. Estaba arruinando la grabación y siendo un verdadero imbécil mientras la luz de una ventana abierta daba delicadamente en su cara y era casi sagrado. Era un plano precioso, irrepetible, de una borracha que quise mucho diciendo cosas para una cámara Nikon que me prestó mi hermano durante un semestre universitario, su voz registrada para siempre en mi grabadora Olympus 833, que todavía conservo. Pero me reía demasiado y arruinaba ese plano precioso de ella borracha hablando para un "yo" que la espiaría mil veces en el futuro, de su voz tratando de explicar una noche movida de 2014. Su cara en alta resolución, su cara como casi siempre que la recuerdo.


Dejé de reírme de pronto, cuando ella ya no podía detenerse porque me señalaba con el dedo mientras hablaba acusatoriamente con la boca llena de saliva y me culpaba de haber orinado esa cama del hotelito de Cantabria que compartimos mientras dormíamos juntos. Desde donde estaba percibía el tufo del ron que todavía circulaba por sus venas y llenaba sus pulmones. Dejé de reírme como todas las veces que dejo de reírme al recordar algo importante. CUANDO SUENA EN MI CABEZA ESA PALABRA: CANTABRIA.


Yo viví de niño en un condominio de zona 13 (es lo que pienso mientras la grabo diciendo Cantabria)  un condominio de casas color ocre y jardines alargados donde conocí las primeras personas que odié (vecinos con los que me di a puñetazos por defender a mi hermano y mis aliados del vecindario), el nacimiento mismo de mis prejuicios, pero también  otras personas que quise, en las que vi la belleza de la lealtad y  la  nobleza de llegar a confesar una verdad. Dicen que todo nuestro carácter se forma de los 0 a 8 años de edad, que el resto de nuestra vida es apenas un rebote, un pálido reflejo de las cosas que ya hicimos y gravaron/condicionaron nuestra  mente. Dicen que ya no creamos ningún sentimiento nuevo, ideas o impresiones  de las cosas, sino solo reaccionamos a las que ya tenemos arraigadas,  estímulos conocidos que se desprenden de situaciones una y otra vez repetidas: hasta el cansancio mismo de los años que vayamos a vivir.  Nadie vive nada nuevo, como quien dice, solo pasa su vida dentro de una cadena interminable de reacciones a cosas ya descubiertas en  el pasado.  Es decir, que pasamos toda la vida mostrando las mismas emociones a las mismas cosas repetidas.

Yo todo lo aprendí de niños y niñas de 7 y 8 años de edad, que eran mis vecinos, y mis amigos en ese condominio que todavía se llama Cantabria. Y leía el rótulo del lugar cuando salíamos por la mañana hacia el colegio, justo después de salir del sótano en el carro de mi mamá. Decía “CANTABRIA” en letras grandes, y lo leía todas las veces que salí de ese lugar: “CANTABRIA, CANTABRIA”. A veces dividiendo el nombre en dos palabras, algo que me divertía muchísimo. Canta y brilla. Canta bria, bria y canta. “¿De qué te reís,  mi dani.” Decía mi madre a veces, viéndome por el retrovisor cuando empezaba a decirlo en alto y me regañaba por dar saltos en el sillón sin ponerme el cinturón de seguridad.  De nada mama. De nada, decía dejando de sonreír. Pero me seguía pareciendo gracioso, un descubrimiento total, el fruto de mi propia imaginación.

Jugaba con esa palabra y estaba realmente lejos de saber qué era Cantabria. Un  lugar frío, escarpado y exageradamente bello en el norte de una península transgredida, que es la de mis abuelos.  Lejísimos de saber que iba a llegar un día /una noche a hospedarme con una mujer que quise verdaderamente en un hotel sencillo de esa ciudad, que orinaría  un colchón entero  junto a ella dormida al lado mío después de beber una botella de whisky pensando en los años que forjaron nuestro carácter. Situaciones acumuladas que nos permitieron llevarnos bien y dormir juntos esa misma noche. Porque nuestros pasados tenían la fuerza de las cosas comunes que nos llevaron juntos y podía hacerla reír, sentir rabia o imaginarse las estupideces que le decía, aunque ella no conociera mi país, ni esa Cantabria de la zona 13 de Guatemala que yo no he podido dejar de recordar nunca. La quería, a ella, y a mí,  y a los lugares que nos metíamos cada vez que la miraba. Cuando vi sus muslos enfriarse y temblar sobre mis propios meados esa noche que conocí la verdadera Cantabria  con los ojos llenos de wiskey. La vez que pensé suavemente en las dos Cantabrias que había en mi vida al mismo tiempo mientras ella se empezaba a despertar, lejos, muy lejos ya, de su infancia. Cuando empezó a sentir la incomodidad de las sábanas mojadas de pipí y se llevó una mano humedecida a la nariz y dijo NOOOOOOOOO comenzando a sonreír.

-DALE TE PROMETO QUE YA NO ME RÍO. VOLVÉ A CONTAR TODO DESDE EL PRINCIPIO. YA ESTOY GRABANDO.