Me escribí una carta
hace años (4). Un trozo de papel que puse en una bolsa plástica ziploc con mi
tabaco y algunas otras cosas que guardaba entonces en mi mesa de noche,
pensadas para verme en el futuro y reconocerme. Comprobar cómo era exactamente
y la forma en la que vivía. Una carta que escondí y cuyo lugar recuerdo ahora con
mucha fuerza. Una carta en la que todavía se lee esto: (Carta recuperada 21/07/2018)
Hoy me gusta Sarah y
Salamanca es el lugar más lindo que he visto nunca. (El rebote de
la luz en la piedra franca es solo…) Sarah está siempre en la buhardilla de la
casa 21. Arriba, sin puerta, y cuando me oye llegar baja corriendo las
escaleras para contarme algo de su clase de español, de su pésimo aprendizaje del idioma y de sus sueños delirantes de conocer la
península: los atardeceres (todos). Compartimos comida en la cocina,
(el amor que tenemos por las aceitunas verdes y el queso manchego es algo que
solo adquirí recientemente), y decidimos con una mezcla de seriedad y mucha risa
lo que vamos a tomar esa tarde para emborracharnos. Llevamos tres noches
saltando verjas, buscando casas abandonadas y la madrugada del sábado Sarah
casi se ahoga en el Tormes cuando se nos ocurrió saltar borrachos al agua
congelada del embalse, donde las lanchas de pedales se golpean entre ellas,
haciendo un ruido delicioso de puerto y marea al tocarse los cascos en la
oscuridad.
Estamos en diciembre y hemos
contado que ya son muchos días seguidos los que llevamos bebiendo hasta
emborracharnos. Algo que seguramente no nos reprochemos nunca: decir que los
dos pensamos que llevamos un ritmo de vida frenético/desquiciado y que
debiéramos parar. En el fondo sabemos que son los mejores días de nuestras
vidas y que no es nada seguro lo que vaya a durar. Ella, yo, Salamanca, los tres juntos.
A Sarah la quiero. En
verdad, demasiado. Pero eso nunca se lo voy a decir. Que la quiero hoy que escribo esto cagándome del frío, eso no va
a saberlo nunca. Ni siquiera cuando en el futuro vuelva, (aunque me he
prometido mil veces que nunca voy a tratar de volver) y esté yo solo acá en
esta ciudad una vez más, algún día, alguna noche, una madrugada, cometiendo
la estupidez de revisitarla. Ya sin ella (porque ya voy a haberla perdido) y sin las cosas que nos gustaban hacer. Bebiendo solo de las mismas marcas
blancas de Consum/Mercadona hasta la cara torcida, recordándola con
lágrimas en los ojos, agitando los puños en el aire con rabia y melancolía. Cuando mire otra vez hacia
las posiciones exactas que ocupaba Sarah en esta ciudad. Todas las bancas en
que se sentó, las aceras y los bares donde me dijo cosas puntuales y las
conversaciones que tuvimos empañándonos los ojos con el aliento feroz del
alcohol y los acentos extranjeros. Cuando vea las mesas que escogimos para
cenar, las mismísimas mesas donde apoyamos nuestros brazos jóvenes y ella sus manos
delgadas, y dibujó sonrisas que me hicieron pensar que ya estaba borracha. Sillas/mesas (cientas de ellas) desde las que la vi levantarse mil veces para orinar litros interminables de
wiski y cerveza de jarra. Y la vi en sus leggins negros caminando de espaldas entre los clientes hacia el interior del negocio. Cuando (estaba seguro) no podía ver que yo la estaba viendo.
No la voy a llamar para decírselo. Que la quiero hoy mientras escribo esta carta, que la quise con todo mi corazón cuando escribí esta carta, cuando la estaba viviendo a ella. Esta misma noche.
No la voy a llamar para decírselo. Que la quiero hoy mientras escribo esta carta, que la quise con todo mi corazón cuando escribí esta carta, cuando la estaba viviendo a ella. Esta misma noche.
Sarah cree que fumo
demasiado y eso le preocupa. Cuando me levanto en la madrugada y pongo todo el
cuerpo sobre la baranda del balconcito del tercer nivel para fumar en
calzoncillos viendo hacia abajo. Pero se ríe con mis historias en medio del
humo, memorias que avergonzarían a cualquiera, y me escucha entretenida desde
la cama cuando (estamos seguros) todos duermen en esta ciudad. Ella piensa que somos
un par de cabrones con mucha suerte porque podemos hacer lo que queremos. Ayer por ejemplo, le conté que vomité las gradas de Anaya, casi un litro de agua del Tormes que
tragué tratando de sacarla esa noche del rio, empujando como animal desde abajo
para devolverla a la superficie, cuando las piernas se atrofiaban por el
frío y la cantidad de whisky que llevábamos encima. Había logrado sostenerla
empujándola con fuerza por las nalgas porque en verdad no lograba salir
y se hundía rápidamente y creí que se me podía morir allí, en el agua congelada mientras la tenía en mis brazos. Eran las 7am cuando vomité y los zapatos quedaron
salpicados al entrar a clase, una asignatura optativa de narrativa medieval.
Sarah y yo todavía
pensamos en nosotros mismos como muy jóvenes. No sé cuánto vaya a durar eso, la
idea de nosotros dos jóvenes. Dejo constancia de que Sarah cumplió hace unos
meses 24 y yo en abril muchos menos que ella. Que lo celebramos con
botellas plásticas de tinto de verano y pasteles pequeños y la mesa se miraba
tiernamente triste, con las migajas y las servilletas hechas pelota al terminar el ruido (nunca
olvides esa mesa, Dani. Nunca olvides la mesa). Y me atreví a decirle un par de
cosas valientes y bonitas con motivo de su cumpleaños y ella repitió eso de la
suerte que teníamos, de la oportunidad de pasarlo juntos.
Reverso:
Hay un bar espantoso
tres o cuatro cuadras arriba de la casa 21. A Sarah y a mí nos gusta ver allí los partidos del Madrid los fines de semana y
conocer a los viejitos del barrio que se mantienen dentro, atrincherados todas
las noches. Señores delgados metidos en trajes enormes que hablan sin pausa de la
guerra y de mujeres hermosas (Josefina, Asunción, Trinidad) que murieron por el
paso del tiempo. Sarah les pone mucha atención a los viejos y le provoca una
ternura genuina la idea del amor, del tiempo en el rostro de personas que fueron adolescentes de
pelo rubio, niñas que fueron preciosas, y
luego sus cuerpos sin vida, esqueletos con el pelo podrido. Querer o soñar a
personas muertas, esos viejos lo siguen haciendo. Siguen imaginando y queriendo
a chicas que están muertas, imágenes límpidas de cuando ellas eran jóvenes y
movían sus piernas largas y blancas hacia la calidez del campo y del día.
Imágenes de ellas cerrando los ojos mientras, al fondo, el viento mece unos árboles
altísimos, de ellas nadando en calzones, sus manos sobre las suyas, el olor
único de las personas o la primera vez que nos encontramos a solas con una
mujer. Las descripciones detalladas que puede hacer un hombre viejo de una
mujer que está muerta cuando todavía la recuerda y siente cosas por ella es
espeluznante. Cuando uno es capaz de imaginarla a través de lo que dice el
viejo y realmente sentir que todavía la quiere en lo que recuerda. Los pobres
viejitos, que no pudieron irse, tienen que lidiar con la ciudad todos los días. Recordar a sus
muertas y los besos que les dieron en lugares que siguen estando allí: justo
como eran. Es exactamente lo que va
a ocurrirme si vengo a Salamanca a recuperar la carta. Sarah en todas partes. Sarah muerta en algún punto de mi vida.
Escondo la bolsa en el
molino. En los anillos de hormigón. Este lugar lo descubrimos también con Sarah
hace ya varias noches. Vuelvo a la casa 21, donde seguro ella me espera en este
mismo momento para decidir lo que vamos a hacer en la noche. (Podría apostar cualquier cosa a que tiene en las manos el libro de Irving, "The world according to garp"; esa edición viejita de color azul que nunca termina de leer.)
Para mí en el futuro:
Tal vez salamanca no sea
la gran cosa, Dani. Vos ahora, si estás leyendo esto podes comprobarlo vos
mismo. Tal vez no sea lo que era, o lo que pensabas que era.
Pero nunca olvides lo
que se sentía la ciudad en el 2014, lo que sentiste estallándote a
borbotones: viviéndote. No te olvides nunca de Alamedilla, del parque botánico,
jardines de facultad, aquella lectura de Carlos Marzal en Anaya, el
rostro blanco de Sarah lleno de lágrimas. No te olvides nunca de la pelea en Gran Vía, de la decoración del cuarto de Sarah, el Winnie Poo de su mesa de noche,
sus botas junto a la cama, su portátil rojo y el olor que dejaba en los
abrigos.
Y de mí, Dani, de mí no te despidas nunca. De esta versión, de lo que sos, Dani, hoy,
no te alejes nunca. Porque si entonces
no lo recuerdas bien o te ha dejado ya de importar: este lugar lo amaste.
*Se fue de la casa 21, de su buhardilla en el 3er nivel, pero el cubo de basura todavía tenía cosas suyas. Cosas que había tirado antes de irse, que permanecieron por mucho tiempo después de que se fue. Decidí no tocar nada. Ni siquiera su cama, que se mantuvo como la hizo por última vez. Se volvió un pequeño museo para mí al que subía cuando estaba borracho.