miércoles, 15 de agosto de 2018

Volver al molino



Me escribí una carta hace años (4). Un trozo de papel que puse en una bolsa plástica ziploc con mi tabaco y algunas otras cosas que guardaba entonces en mi mesa de noche, pensadas para verme en el futuro y reconocerme. Comprobar cómo era exactamente y la forma en la que vivía. Una carta que escondí y cuyo lugar recuerdo ahora con mucha fuerza. Una carta en la que todavía se lee  esto: (Carta recuperada 21/07/2018)


Hoy me gusta Sarah y Salamanca es el lugar más lindo que he visto nunca. (El rebote de la luz en la piedra franca es solo…) Sarah está siempre en la buhardilla de la casa 21. Arriba, sin puerta, y cuando me oye llegar baja corriendo las escaleras para contarme algo de su clase de español, de su pésimo  aprendizaje del idioma y de sus sueños delirantes de conocer la península: los atardeceres (todos). Compartimos comida en la cocina,  (el amor que tenemos por las aceitunas verdes y el queso manchego es algo que solo adquirí recientemente), y decidimos con una mezcla de seriedad y mucha risa lo que  vamos a tomar esa tarde para emborracharnos. Llevamos tres noches saltando verjas, buscando casas abandonadas y la madrugada del sábado Sarah casi se ahoga en el Tormes cuando se nos ocurrió saltar borrachos al agua congelada del embalse, donde las lanchas de pedales se golpean entre ellas, haciendo un ruido delicioso de puerto y marea al tocarse los cascos en la oscuridad. 

Estamos en diciembre y hemos contado que ya son muchos días seguidos los que llevamos bebiendo hasta emborracharnos. Algo que seguramente no nos reprochemos nunca: decir que los dos pensamos que llevamos un ritmo de vida frenético/desquiciado y que debiéramos parar. En el fondo sabemos que son los mejores días de nuestras vidas y que no es nada seguro lo que vaya a durar. Ella, yo, Salamanca, los tres juntos.

A Sarah la quiero. En verdad, demasiado.  Pero eso nunca se lo voy a decir. Que la quiero hoy que escribo esto cagándome del frío,  eso no va a saberlo nunca.  Ni siquiera cuando en el futuro vuelva, (aunque me he prometido mil veces que nunca voy a tratar de volver) y esté yo solo acá en esta ciudad una vez más, algún día, alguna noche, una madrugada, cometiendo la estupidez de revisitarla. Ya sin ella (porque ya voy a haberla perdido) y sin las cosas que nos gustaban hacer. Bebiendo solo de las mismas marcas blancas de Consum/Mercadona hasta la cara torcida,  recordándola con lágrimas en los ojos, agitando los puños en el aire con rabia y melancolía. Cuando mire otra vez hacia las posiciones exactas que ocupaba Sarah en esta ciudad. Todas las bancas en que se sentó, las aceras y los bares donde me dijo cosas puntuales y las conversaciones que tuvimos empañándonos los ojos con el aliento feroz del alcohol y los acentos extranjeros. Cuando vea las mesas que escogimos para cenar, las mismísimas mesas donde apoyamos nuestros brazos jóvenes y ella sus manos delgadas, y dibujó sonrisas que me hicieron pensar que ya estaba borracha. Sillas/mesas (cientas de ellas) desde las que la vi levantarse mil veces para orinar litros interminables de wiski y cerveza de jarra. Y la vi en sus leggins negros caminando de espaldas entre los clientes hacia el interior del negocio. Cuando (estaba seguro) no podía ver que yo la estaba viendo.
No la voy a llamar para decírselo. Que la quiero hoy mientras escribo esta carta, que la quise con todo mi corazón cuando escribí esta carta, cuando la estaba viviendo a ella. Esta misma noche.

Sarah cree que fumo demasiado y eso le preocupa. Cuando me levanto en la madrugada y pongo todo el cuerpo sobre la baranda del balconcito del tercer nivel para fumar en calzoncillos viendo hacia abajo. Pero se ríe con mis historias en medio del humo, memorias que avergonzarían a cualquiera, y me escucha entretenida desde la cama cuando (estamos seguros) todos duermen en esta ciudad. Ella piensa que somos un par de cabrones con mucha suerte porque podemos hacer lo que queremos. Ayer  por ejemplo, le conté que vomité las gradas de Anaya, casi un litro de agua del Tormes que tragué tratando de sacarla esa noche del rio, empujando como animal desde abajo para devolverla a la superficie, cuando las piernas se atrofiaban por el frío y la cantidad de whisky que llevábamos  encima. Había logrado sostenerla  empujándola con fuerza por las nalgas porque en verdad no lograba salir y se hundía rápidamente y creí que se me podía morir allí, en el agua congelada mientras la tenía en mis brazos. Eran las 7am cuando vomité y los zapatos quedaron salpicados al entrar a clase, una asignatura optativa de narrativa medieval.

Sarah y yo todavía pensamos en nosotros mismos como muy jóvenes. No sé cuánto vaya a durar eso, la idea de nosotros dos jóvenes. Dejo constancia de que Sarah cumplió hace unos meses 24 y yo en abril muchos menos que ella.   Que lo celebramos con botellas plásticas de tinto de verano y pasteles pequeños y la mesa se miraba tiernamente triste, con las migajas y las servilletas hechas pelota al terminar el ruido (nunca olvides esa mesa, Dani. Nunca olvides la mesa). Y me atreví a decirle un par de cosas valientes y bonitas con motivo de su cumpleaños y ella repitió eso de la suerte que teníamos, de la oportunidad de pasarlo juntos.

Reverso:

Hay un bar espantoso tres o cuatro cuadras arriba de la casa 21. A Sarah y a mí nos gusta ver allí  los partidos del Madrid los fines de semana y conocer a los viejitos del barrio que se mantienen dentro, atrincherados todas las noches. Señores delgados metidos en trajes enormes que hablan sin pausa de la guerra y de mujeres hermosas (Josefina, Asunción, Trinidad) que murieron por el paso del tiempo. Sarah les pone mucha atención a los viejos y le provoca una ternura genuina la idea del amor, del tiempo en el rostro de personas que fueron adolescentes de pelo rubio,  niñas que fueron preciosas, y luego sus cuerpos sin vida, esqueletos con el pelo podrido. Querer o soñar a personas muertas, esos viejos lo siguen haciendo. Siguen imaginando y queriendo a chicas que están muertas, imágenes límpidas de cuando ellas eran jóvenes y movían sus piernas largas y blancas hacia la calidez del campo y del día. Imágenes de ellas cerrando los ojos mientras, al fondo, el viento mece unos árboles altísimos, de ellas nadando en calzones, sus manos sobre las suyas, el olor único de las personas o la primera vez que nos encontramos a solas con una mujer. Las descripciones detalladas que puede hacer un hombre viejo de una mujer que está muerta cuando todavía la recuerda y siente cosas por ella es espeluznante. Cuando uno es capaz de imaginarla a través de lo que dice el viejo y realmente sentir que todavía la quiere en lo que recuerda. Los pobres viejitos, que no pudieron irse, tienen que lidiar con la ciudad todos los días. Recordar a sus muertas y los besos que les dieron en lugares que siguen estando allí: justo como eran. Es exactamente lo que va a ocurrirme si vengo a Salamanca a recuperar la carta.  Sarah en todas partes. Sarah muerta en algún punto de  mi vida.

 Escondo la bolsa en el molino. En los anillos de hormigón. Este lugar lo descubrimos también con Sarah hace ya varias noches. Vuelvo a la casa 21, donde  seguro ella me espera en este mismo momento para decidir lo que vamos a hacer en la noche. (Podría apostar cualquier cosa a que tiene en las manos el libro de Irving, "The world according to garp"; esa edición viejita de color azul que nunca termina de leer.)



Para mí en el futuro:

Tal vez salamanca no sea la gran cosa, Dani. Vos ahora, si estás leyendo esto podes comprobarlo vos mismo. Tal vez no sea lo que era, o lo que pensabas que era.
Pero nunca olvides lo que se sentía la ciudad en el 2014,  lo que sentiste estallándote a borbotones: viviéndote. No te olvides nunca de Alamedilla, del parque botánico, jardines de facultad,  aquella lectura de Carlos Marzal en Anaya, el rostro blanco de Sarah lleno de lágrimas. No te olvides nunca de la pelea en Gran Vía, de la decoración del  cuarto de Sarah, el Winnie Poo de su mesa de noche, sus botas junto a la cama, su portátil rojo y el olor que dejaba en los abrigos.


Y de mí, Dani, de mí  no te despidas nunca. De esta versión, de lo que sos, Dani, hoy, no te alejes nunca.  Porque  si entonces  no lo recuerdas bien o te ha dejado ya de importar: este lugar lo amaste.













*Se fue de la casa 21, de su buhardilla en el 3er nivel, pero el cubo de basura todavía tenía cosas suyas. Cosas que había tirado antes de irse, que permanecieron por mucho tiempo después de que se fue.  Decidí no tocar nada. Ni siquiera su cama, que se mantuvo como la hizo por última vez. Se volvió un pequeño museo para mí al que subía cuando estaba  borracho.