jueves, 6 de noviembre de 2014

Lasitud

Aparco.
Me tiendo sobre el volante del Volkswagen Polo. Afuera llueve ininterrumpidamente, casi con violencia. Escucho sin querer las gotas que revientan contra el techo, el windshield que ya no enseña nada. Creo que aún piso el freno y las luces de stop tiñen los charcos de rojo, no estoy seguro. Hay una revista de pesca en el asiento trasero. Abro la puerta del auto, la empujo  y camino los 20 metros que restan hasta la casa 21, el catálogo de pesca por visera.

Dentro creo que es primeramente el microondas, esperar el pitido del segundero, que me devuelva la infusión de manzanilla, a falta de no tener un buen café molido para servir. Anoto en alguna parte: Comprar café molido. Filtros/papel. Me tiendo en el sillón, enciendo la T.V, doblo el volumen acostumbrado, la terraza recibiendo litros de agua a chicotazos.  Doy el primer sorbo y pienso: microondas de mierda. Estoy de vuelta en la cocina con el té apenas tibio, al fondo el eco de algún comercial publicitario se cuela hasta más allá del horno, ¿H&S? ¿Cápsulas contra la caída de pelo? ¿Ron Brugal?  40 segundos más al té. Es entonces que, mientras el líquido da vueltas sobre sí mismo en la taza, al otro lado y casi por encima del polo estacionado, se escucha una risa estentórea. Aparto algo las cortinas y me asomo por el cristal de la puerta corredera. En el edificio contiguo, a la altura del 3er nivel, se ve con claridad absoluta, acaso solo rasgada por la lluvia, la figura de una rubia  que corre alrededor de un sillón individual.  A los dos/tres segundos veo al tipo que también, muerto de risa, circunda el sillón tratando de alcanzar a la rubia. Tres pitidos del microondas, retiro el té que humea fuera de su taza. Me arrastro hasta el sillón, doy un sorbo y el té es imposible, me quema los labios. Corre el programa, no podría precisar cuál, acaso un documental de Discovery Channel o “La que se avecina”, probablemente corriera en solitario el telediario de las 9. Soplo el té hasta agotar los pulmones. Hay una transición de imagen, estamos otra vez en el espacio publicitario, “Mahou 5 estrellas”, de pronto Del Bosque  anunciando un yogur con envase miniatura que desatasca las arterias. Apago el televisor, un televidente menos. Subo las escaleras hasta dar con la puerta de mi habitación. Echo un vistazo a lo largo del pasillo. Creo que Idoia duerme, no hay luz por debajo de su puerta. Empujo la manecilla. Me encuentro con mi cama y una novela detestable de Pérez de Ayala por la mitad encima de la almohada. La aparto de allí.

Luz apagada, techo invisible, el murmullo de los autos pasando sobre los charcos tres plantas abajo y, finalmente, el sueño impostergable, infinito, delicioso de quien está  muy cansado.

De pronto lo único que sé es que despierto sobre  las 3 de la mañana con ganas de mear. Siento el estómago vacío de una cena que nunca tuvo lugar, lejos ya de aquel té de manzanilla.  Atravieso mi habitación a tientas, pasando por sobre los zapatos. Salgo al pasillo y distingo la puerta del baño al fondo, noto que hay luz por debajo de la puerta y pienso: Idoia. Bajo hasta la cocina, un silencio absoluto devora  la casa, tal vez solo interrumpido por el goteo intermitente de los árboles cansados de tanta agua. Ha escampado. Volviendo sobre el refrigerador advierto el paquete de Marlboro por encima del estante. Abro la nevera y saco un bistec. Lo pongo sobre el sartén y le tiro sal por encima. Pongo el fuego bastante bajo y salgo a fumar.

 Tres chispazos de mechero hasta la punta rojiza/el humo dulzón. Comienzo a caminar.

Creo que si te fijas bien en Idoia, no es que le importe todo un carajo. –Doy un hervor holgado al cigarrillo--Creo que al contrario. No sé. –Tirás el humo por la nariz--  La hija de puta a veces ni te saluda, Dani. Pasa de largo por detrás del sillón, seguro que se dice a ella misma: Qué asco de tipo, ocupa todo el tiempo la televisión. Entonces sigue, se mete en la cocina, se sirve un vaso de agua por la mitad (por hacer algo) y se vuelve a su habitación, sin haber ojeado siquiera el televisor. Después te quedás pensando en que sos una mierda por no haberle dicho algo como “Vení, Idoia, sentáte, ponéte cómoda. ¿Te gusta esta película? O ¿Solés ver este programa?” Pero qué hago, realmente,  si además no queremos vernos por miedo a cagar la convivencia en algún punto. No sé, un comentario inapropiado, una actitud molesta, un derrame accidental de limonada sobre los sillones de cuero. El cigarro por la mitad. Voy casi por el puente romano, un poco más allá, el campo de fútbol. ¿Y si de pronto renunciaras a todo, Dani? Abrieras la puerta de la habitación de Idoia y le dijeras, sentándote en su cama: siempre me importaste un carajo, no soporto tus ojos menospreciándolo todo, tu sonrisa forzada, apenas vista.  No sé qué putas haces acá, pero oíme bien (entonces probarla): ¿Me pregunto si tú también sabés o entendés la magnitud de la casualidad de estar, de pronto, compartiendo una casa los dos solos, de pagar la luz, el agua, la renta, todo a medias? Quiero decir, la estupidez de coincidir en un espacio tan limitado, tan cercado por estas tristes paredes después de haber pasado ambos nuestras vidas en continentes distintos, acaso opuestos. ¿Qué harías ahora,(respondéme sin pensarlo), si te doy un beso en los labios o te toco por el cuello? ¡Ah! ¡Ah! ¿Qué harías? Abrí los ojos. Date cuenta. Fijáte en la coincidencia, fijáte en que todo esto tenía que pasar, en algún punto teníamos que coincidir, en algún punto tenía que abrir esta puerta. Desnudémonos con la luz encendida y no tengamos vergüenza ¿Te ayudo con la blusa? Ayudáme con los zapatos, tirá de ellos. Y solo estemos, hombro con hombro, solo estemos. Sin prisa miráme, Idoia y decime  ¿Verdad que no sos tan dura?

Estaría pensando toda esa mierda cuando alguien apareció tras la esquina de la Repsol. Antes de culpar a las farolas, a la opacidad de la noche que lo engullía todo, me acerqué a la persona (no sé bien por qué) arrojando la colilla sobre la grama húmeda y soltando al aire una última bocanada de humo. El individuo caminaba aprisa y no tardó en atravesar la calle. El asfalto brillaba y el verde/amarillo/rojo del semáforo se reflejaba perfectamente en él. Estuve muy cerca cuando vi que optó por tomar el puente y se perdió tras sus columnas. Cuando yo también estuve sobre el puente, bajo las farolas que apuntaban a las piedras del suelo, advertí que era una chica con las manos dentro de su impermeable. El pelo brillaba bajo la luz y tuve el presentimiento de que fuera ¿ella? Aumenté disimuladamente el ritmo de mis pasos para estar a su lado exactamente. Antes de haber siquiera llegado se giró al escuchar que alguien la seguía. Era la rubia del edificio vecino, la que giraba alrededor del sillón. Seguimos caminando algunos metros más. Cuando la tuve al lado y me giré para verla de perfil noté que lloraba, de sus ojos bajaba un surco negro de cosméticos que moría en los labios. Le ofrecí un cigarro diciendo: No sé quién seas, pero no llores. Por favor coge uno --(y le extendí el cartón)--. No pasa nada –repetí-, no pasa nada.
Tardó un rato en volverse.

-Gracias –dijo, y sacó uno.

-Me llamo Daniel, no soy de por acá pero…

-No me interesa – interrumpió. En este momento solo necesito un trago, tres tragos, una botella.

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Se emborrachan. Ella habla y le cuenta todo, absolutamente todo. El tipo que horas antes la perseguía muerto de risa alrededor del sillón había matado a Idoia mientras D. dormía. Tal vez seguiría dentro de la casa  21. No sé si se habló de algún alucinógeno. ¿Sales de baño? 
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Y por eso lloraba, la rubia, desconsoladamente, tragando mocos, palabras entrecortadas. Y es que ¿Cómo pararlo cuando se arrojó con tanta fuerza por las escaleras? ¿Cómo gritarle desde la ventana: ¡No cruces la calle, idiota!? ¿Cómo evitar que no entrase en la casa vecina? 
Entonces paro un poco, la rubia solloza (LA PUTA MADRE) y pienso a chorretadas de sangre en las sienes:  ¿Qué tiene que ver Idoia en todo esto? ¡¿Qué putas tiene que ver con toda esta mierda?!  Ahora estaría manchando el suelo cerámico del baño con una espesa capa de sangre. Mi champú volcado, los cepillos de dientes caídos dentro del lavabo.
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De pronto es un toque de manos en el vidrio lateral de mi Volkswagen Polo. Despierto, estoy de bruces en el volante. Bajo la ventanilla, es un gordo diciendo que por favor mueva el auto, estoy bloqueando la entrada a su garaje. Entonces comprendo que nunca tomé ese té de manzanilla, que en el asiento trasero no hay una revista de pesca.

Volkswagen

Recuerdo el ronroneo del Polo en punto muerto a un lado del camino y las luces de stop tiñendo el pasto de rojo. Recuerdo la casa amarilla de Fran, la espera de dos/tres minutos antes de verlo aparecer frente a la puerta del garaje.

Todo se repitió el día que vino su hermana, digo, el ronroneo, la opacidad de la noche, la casa, el garaje. Pero esa noche Fran, acercándose a la ventanilla del Polo, dijo “¿Te importa que venga Pili?” Y contesté que no, que no pasaba nada. El carro era dos puertas, primero pasó Fran y después entró su hermana, que ocupó el asiento de enfrente. Puse música, tal vez alguna canción de Oasis. “¿Qué hacemos? “Pregunté viendo a Fran en el retrovisor. “Lo que hablamos ¿No?” Dijo. “¿Estás seguro?” espeté. Mis ojos se cercioraban de su rostro, de que estuviera convencido. “Totalmente”, dijo, y se perdió en su ventanilla. Antes de estacionar el polo en el lote vacío busqué otra vez a Fran en el retrovisor. Pero nada. Parqueé la nave. Pilar bajó primera, yo le seguí.


Advertí que Fran permanecía dentro del Volkswagen y que tal vez, desde la ventanilla, vio cómo su hermana, ya en los primeros árboles, me llamaba con la mano.