Daniel baja de
una camioneta agríola (tipo pickup) para saludarnos cerca de las mesas del
restaurante que acordamos para la entrevista. Investiga con minucia las caras
de las personas que ocupan las demás sillas y comenta algo acerca del lugar.
Todavía no conocía Chiantla -dice-, ni conoce suficientemente la ciudad
de Huhuetenango, algo que, me confiesa, le gusta en exceso, la sensación de
descubrir poco a poco las ciudades.
Huehuetenango le gusta
especialmente. Vive al lado del circo López Gaona, donde casi ve a un hombre
morir en la última función del domingo. Le gusta la sencillez de las paredes del restaurante y
el suelo de grava del parqueo. Se sacude los pantalones llenos de polvo y se
sienta con una sonrisa amplia en la cara. -Tocaya- dice, porque me llamo
Daniela- ¿cómo vas? -agrega con el placer de cruzar las piernas en la silla.
Hace unas semanas nos conocimos en la universidad, en horario de clase. Me dijo
tocaya cuando le dije mi nombre y me ofreció algo de tomar. Luego ocupamos una
mesita en la cafetería vacía. La entrevista empieza allí, aunque ahora
decidamos hacerla de nuevo y él siga preguntándome cómo supe que escribía.
El proyecto que escribe lo ha pensado durante toda su vida, dice, cuando
convenció a su hermano pequeño de viajar a Suecia, y verlo vivir allí, en Estocolmo, cosas que
él ya había vivido. Se puede vivir varias veces a través de la gente querida, asegura él,
cuando hay un vínculo importante en medio del cariño y la empatía. Es como volver a tener algo importante frente a ti. Algo que creíste que ya habías perdido. -Mi hermano
era yo hace 3 años -dice con los ojos brillantes perdidos hacia lo que tengo
detrás, que no es otra cosa que una ventana sucia que se abre al parque
municipal y la silueta de un señor gordo que atiende caja.
En todo caso aquí
un fragmento de lo que hablamos con un café americano, sin azúcar, como él
lo prefiere.
Es un problema
mirar demasiado a las personas, -dice echando un vistazo largo a los clientes del rededor- mirarles a la cara. Sobre todo porque tengo mirada de perro embravecido -dice riendo, y me cuenta que en la Universidad
de Salamanca algunos de sus amigos le llamaban "lobo"-.
Soy un fisgón -
dice. Porque esa es la palabra que usa: fisgón. -Y no debiera serlo. Nadie
con mala cara debiera mirar hacia las personas. Mucho menos a los ojos o las cosas
que hacen en medio de un restaurante tranquilo... digamos que un ambiente familiar. Yo, sin embargo, lo
hago. Lo miro todo.
¿Qué piensa de
Huehuetenango?
¿Qué pienso yo
de HuehuÉ?- dice imitando el acento de aquí. Se disculpa inmediatamente conmigo
- es que tienen ese cantadito final- dice. -Me gusta mucho.
Se pone serio y se echa atrás en el respaldo de la silla, repantigado.
Huehuetenango es
un lugar raro -dice mordiéndose la uña del dedo pulgar.- Pero más que extraño o diferente, es un lugar imposible. Geográficamente no puede ser que haya un lugar como este en Guatemala, un sitio que debiera pertenecer a los Andes, estar metidísimo al sur de América.
Daniel piensa.
Ojea el paquete de cigarrillos que dejó sobre la mesa. Se muerde nuevamente la uña del
dedo pulgar. Sabe bien que no se puede fumar en este lugar.
Es el departamento más bonito que conozco- dice, saliendo de ese breve estado
meditabundo-. Y le aseguro que conozco todo el país. Aquí la variedad es
insólita. Hay paisajes andinos, fincas ganaderas, tierras calcáreas, áridas y luego, al norte, selva tropical lluviosa.
Sitios para nadar y lugares para morirse del frío. Ríos de agua cristalina y
ciudades mayas; neblina, piscinas termales y acantilados. Mucha basura, ocupación y belleza juntas. Cientos de años de historia y miles de locales amarillos de impresiones,
fotocopias, gasolineras con nombres bíblicos y negocios de cibers/ internet. Una vez vi a diez o quince niños jugando fútbol al atardecer en un campo de pelota maya, en Zaculeu. Increíble, me hizo pensar muchas cosas.
¿Estos viajes le
ayudan a escribir?
Aquí las historias de
las personas son mejores que las que he escuchado en otros sitios. Creo que es
lo que ocurre con las regiones fronterizas. Al estar al lado de México, las
personas concentran en sí mismas una intensidad mayor de acontecimientos y
situaciones insólitas. Contrabando, narcotráfico y paso de inmigrantes, por decir solo tres cosas comunes. Los delitos son distintos, lo pensamientos de las personas que
los cometen también, sus formas de manifestar emociones y resolver
materialmente sus problemas llaman mucho la atención.
Se muerde la uña con desesperación.
Digamos que en los municipios de frontera se produce una
convergencia mayor de objetivos personales, de sueños que encuentran
lugares militarizados y bandas de crimen organizado. Es decir, impedimentos
uniformados (en forma de aparatos del Estado) y sus "antagonistas"
directos, que al final son solo algo de lo mismo que hay por ahí, un juego de contrariedades y disfraces. Normas
jurídicas hechas finalmente objetos tangibles, personas, marcas territoriales y edificios, da igual. Las transgresiones se producen a la vista de todas esas cosas, que a la vez son nada. Hay sitios en que matarían a un policía solo con verlo.
Al conocernos
usted empezó a hablarme inmediatamente de un circo. ¿Lo recuerda?
¿Qué ocurrió ese domingo en el circo?
Sí, claro (se
ríe), el circo. Hace poco me mudé de la zona uno de Huehuetenango a una
colonia en la zona 8, las Hortensias, se llama, queda casi al frente del
estadio, a un lado del terreno que arriendan esas tristes empresas de la
farándula. -Da un trago largo al café, que ya no quema-. Desde la primera vez que atravesé la garita con mis cosas en la
palangana del pickup, vi el terreno descampado que hay a la par y la carpa
gigante de nylon negro que se erige por encima de todos los techos y que pone, así, en
caracteres chabacanos enormes: "Circo López Gaona". CIRCO LÓPEZ GAONA INTERNACIONAL.
Desde
pequeño me dan lástima los circos. (Se cruza de brazos en su impermeable,
que hace ruido por la tela sintética tocándose a sí misma.) Es, creo,-dice- la
misma tristeza que sentí de niño, y siento ahora, al
ver una prostituta en la calle, o una mujer desvistiéndose en algún tugurio de
ciudad de Guatemala, ¡o Chimaltenango! ¿las ha visto?, paradas en las banquetas con sus trajes
típicos mirando hacia los camiones. Nunca fui alguien de putas, experimento una
angustia profunda y mucha melancolía en esos sitios, como mirar un circo por
dentro, exactamente lo mismo: un grupo de payasos mexicanos diciendo chistes aprendidos, un
malabarista con la cara grasosa equivocándose alguna vez, perdiendo sus clavas
en el piso y sonriendo de la vergüenza, ¿sabe, las clavas? esos objetos que
parecen pinos de boliche, y luego la gente aplaudiendo los errores de los
artistas con falsos arrebatos de empatía. Hasta los niños ponen cara de asco por la mediocridad y mal gusto.
¿Cómo
fue lo del hombre que estuvo a punto de morir?
Mire -me interrumpe señalándome con el dedo, recordando decir algo que había olvidado. Se ríe
y niega con la cabeza. Mueve la mano para enfatizar lo que dirá a
continuación-: le aseguro que lo peor no es haber estado a punto de ver a un
hombre morir, que desde luego habría sido algo terrible, ¿no le parece? Ver a
alguien caer desde tan alto por unas monedas. Lo peor es tener que
escuchar las funciones del circo todos los días desde mi casa, desde mi
habitación, porque se oye re bien desde mi cama. (Se ríe mientras aprieta los dientes con los ojos bien abiertos y
continúa negando con la cabeza). Con cada canción del
espectáculo que escucho desde mi cuarto sé exactamente en que parte de la función se
encuentran los acróbatas. ¿Sabe? Es inevitable visualizar la función entera aunque trate de
pensar en otras cosas, porque ya la vi una vez y sé lo que hacen las personas ahí dentro con la música que suena. Las canciones me hacen ver de nuevo la función, imaginármela una y otra y otra vez. Fue un error tremendo haber ido. Lo lamento
muchísimo.
¡Cuénteme! - le
digo divertida- y entonces saca del bolsillo del pantalón su teléfono celular
para enseñarme una nota escrita por él, a propósito de lo que vio en el
circo.
Es de ayer-
dice- ¿se la leo?
¿Puede
aparecer en la entrevista?
Me da lo mismo. Se la regalo, si quiere. De
todas formas solo va a terminar en mi blog.
¿Escribe mucho en su
blog?
No. Casi nada. A veces lo que guardo en mi celular, ideas desordenadas, eso es
todo lo que acaba metido allí, aunque sea un desastre y apenas publique de vez en cuando.
¿Le parece bien si consigno la dirección web de su blog para que busquen esa
entrada del circo?
Adelante.
(Daniel lee en
medio del caos de sus anotaciones. Su voz es muy recia, casi como si solo estuviésemos los dos en ese lugar y algunos clientes voltean a ver molestos en dirección a nuestra mesa, pero no se atreven a decir nada. A él no le importa. Termina la lectura. Agradezco divertida por habérmela leído).
Volviendo
a la ciudad de Huehuetenango, concretamente los sitios que ahora concurre y la
vidilla que ha construido en este lugar, ¿ todo esto le recuerda a algo?
Nada. A nada. No se parece a nada.
¿Había estado antes en
huehuetenango?
Dos veces. La primera la recuerdo muy poco. Era muy pequeño. Tengo apenas la
imagen de los Cuchumatanes y de unas lombrices gigantes que encontré muertas a la
orilla de un charco.
¿Y la segunda? Cuénteme todo el trayecto, si es que no vino directo a Huehue.
Daniel sonríe al recordar. Ahora sí con holgura.
En el 2016 atravesé el país a lo ancho, ¿sabe? la transversal del norte
completa. Esa vez me acompañó un amigo de toda la vida: Deco Cabrera (lo saludo
si lee esta entrevista). El viaje fue una paliza, se lo aseguro, el camino
estaba fatal. Era semana santa y caímos de noche a Río Dulce para visitar a un
amigo que estaba allí. No teníamos planes. Nadie nos había
invitado a ningún sitio esa semana santa. Yo llevaba poco tiempo de haber
vuelto a vivir Guatemala, algunos amigos ni siquiera sabían que había regresado, así que le propuse a Deco que saliéramos a conocer alguna
parte del país. Viajamos casi todo de noche en ese mismo pickup que está ahí afuera-dice señalando
su auto parqueado en el estacionamiento-. Lo pusimos a prueba de lo lindo.
Estuvimos dos noches en Izabal, y de Río Dulce nos desplazamos a las Conchas, en Alta Verapaz. Nadamos y saltamos como enanos de las cascadas y pasamos la noche en el hotel
Posada de la Virgen, de Chisec. Al día siguiente, me acuerdo,
visitamos Sepalau (cuando todavía había agua), un lugar increíble, había
muchísimas personas que no sabían hablar castellano, jóvenes, niños nacidos después del 2010 y eso nos impresionó
mucho, luego seguimos por la transversal del norte hasta llegar a
Quiché.
En Nebaj paramos en un hotel vacío, ya le digo yo que nadie escoge Nebaj para
la semana santa. El recepcionista dormía a sus anchas sobre el mostrador. Lo despertamos y todavía soñoliento nos
dio mal el precio de las habitaciones. Nos dijo que salía al mismo precio rentar una habitación doble entre los dos que
alquilar una cada quien, así que escogimos esa última opción, cada uno con su
propia habitación doble. Se ve que estaba enloquecido del aburrimiento el pobre hombre.
En la noche fuimos por algo de comer al pueblo y vimos a un grupo de indígenas
con candelas en las manos que alumbraban sus caras curtidas de frío. Iban hombres y mujeres en fila india
en medio de un bamboleo siniestro hacia el parque Santa María Nebaj, hasta que entraron y saturaron (verdaderamente atascaron) la
iglesia católica, un edificio mandado a construir durante la Colonia. Fue un espectáculo ver eso, Tocaya, la
catedral alumbrada desde abajo por las candelas que sujetaban los indígenas en
las manos y sus rostros deformados por la luz, como recortes itinerantes proyectados en las columnas anchas y el techo de cemento. El padre, que no se veía en la oscuridad, daba palabras a gritos embarrados de eco, y luego las personas entonaban himnos incomprensibles que me ponían la piel de gallina. Aún tengo videos de todo eso, y recuerdos muy claros. Después de la cena compramos un sixpack de cerveza para
matar de vuelta en el hotel.
En el hotel nos pusimos a hablar de la guerra y de algunos sindicalistas bochornosos de la ciudad
capital hasta acabarnos la cerveza que habíamos comprado. Entonces, muertos del
cansancio, nos dimos las buenas noches y me dirigí a mi habitación doble. Era
domingo de pascua y no sentía absolutamente nada por ello, era como cualquier
otra noche, una noche quieta de 2016 en el interior del país. En la televisión pasaban
"La Pasión de Cristo", al menos en 7 canales distintos. La apagué después de un rato y traté
de dormir algo, pero tenía unas ganas inmensas de tomar otra cerveza antes
del sueño. Quiero decir, que no habría podido dormir sin tomar otra cerveza.
Así que salí sin hacer ruido hasta el parqueo del hotel. Desperté nuevamente al
recepcionista para preguntarle dónde podía comprar algo de cerveza a esa hora.
"Uyyy mano", dijo el empleado, "A esta hora no va conseguir nada
de eso" me dijo. "Solo que se vaya a meter al Boxbolandia o pase por el
destacamento militar. Allí va a ver un rótulo de colores y un anuncio de Barra
Show. Es un lugar de señoritas" me dijo avergonzado, "pero es el
único lugar que se me ocurre donde seguro le venden cerveza a estas hora."
Me fui en la dirección que me dijo, no sin perderme un poco, hasta que vi
finalmente el destacamento militar al lado de la carretera y unos
dos kilómetros después un rótulo chabacano de neón rosa del lugar cuyo nombre
no recuerdo. El rótulo tenía una flecha apuntando hacia la izquierda que se encendía y se apagaba enseñando una
bajada sinuosa de tierra. Bajé sin pensármelo mucho.
El estacionamiento estaba absolutamente vacío. Yo era el único cliente, la
única persona que visitaba ese lugar en semana santa, pero se oía la música atrapada adentro y las luces que saltaban en las ventanas.
Adentro del local había música latina con trazas de techno y merengue, y
alguien hablaba en un micrófono con voz dormilona y nasal, de abejorro, bajando
y subiendo el volumen mientras anunciaba alguna promoción en cerveza de litro a los
clientes en general, algo patético, pues estaba claro que solo yo estaba metido en ese
lugar, y que se estaba dirigiendo exclusivamente a mí. El pobre hombre había empezado a hablar en el micrófono justo en el momento en que me vio entrar y tenía que simular que llevaba horas haciéndolo. Ninguna chica estaba
bailando en el escenario. Fui a la barra y pedí un litro de Dorada Ice. Me tomé
el primer vaso de cerveza sin ver hacia las demás mesas, donde estaban "las
señoritas".
Las señoritas era un grupo de gordas en torno a una mesa circular que me
miraban al mismo tiempo. Yo era el único cliente de todo el lugar. La
única fuente de dinero, si se quiere ver así. Me arrastré a un sillón con mi litro de cerveza y me dejé caer pesadamente
en él. Después de todo el sitio no estaba mal para beber un trago. No
había chicas gordas desnudas en el escenario y eso ya lo hacía todo mucho mejor, acaso
menos deprimente.
Pasado un rato se acercó una de las gordas mascando chicle y se sentó en
el sillón opuesto, frente a mí. Se notaba que no quería hacerlo pero tenía la obligación de
hacerse cargo del negocio, de acercarse a los clientes y convencerlos de hacer
algo divertido. Al menos conseguir que consumieran más de lo normal.
Se llamaba Greis, eso me dijo extendiéndome su manita morena, regordeta
y húmeda, y de entrada me explicó que no estaba ofreciendo sus servicios esa
noche porque en un día como ese Cristo había resucitado. Le dije que no se
preocupara y le compré una cerveza. Yo también creía en Jesús.
Insistió un rato en que de verdad lo sentía mucho, como si yo me hubiese perdido de una gran
experiencia al haber llegado en un día tan importante para la tradición
cristiana, y para su integridad, pero escogí no sacarla de su equivocación. "Una lástima"
le dije. "Me lo perdí esta vez ¡Tal vez la próxima tenga más suerte!". Pedí otro litro que bebí de pie junto a la barra y me marché de vuelta al hotel,
viendo a los soldados rasos en el camino de regreso siguiendo mi auto con la vista mientras tomaba la primera curva hacia el este, sus cabezas mal rapadas acompañando el movimiento endeble de las luces traseras en la oscuridad.
Perdón, hablo demasiado -dice Daniel- Usted tiene que pararme o no dejo de
hablar. -dice y aprovecha a darle un buen trago a su café americano.
¡No, no! Por favor ¡cuénteme más! -insisto- ¡Ya no dijo nada sobre
Huehuetenango!
Claro, Huehuetenango. Llegamos a huehue la tarde siguiente. A mi amigo no
le dije nada sobre mi salida la noche anterior, él había dormido como bebé en
su habitación. Además me habría dado mucha vergüenza que se enterara del
sitio en el que había estado metido. Una experiencia, cuando menos, deprimente.
Llegamos a la ciudad de Huehuetenango y enseguida, sin detenernos más que para recargar
combustible, abordamos el camino en dirección a Todos Santos Cuchumatán,
queríamos ver la laguna Magdalena con alguna urgencia después de mirar unas fotos magníficas del sitio en un comedor de carretera.
Fue muy bonito el camino y mi reencuentro con ese paisaje de mentira que
presenta la sierra. Es como el país de los teletubbies (se ríe), al menos eso es lo que
recuerdo haberle dicho a Deco en el largo camino de terracería que
conduce a la laguna.
En el sitio perseguimos una vaca lechera que se había escapado de su dueña, que casi me da una cornada cuando orinaba tranquilamente en el monte, y conocimos a un viajero salvadoreño que acampaba solo con una pistola
Beretta. Era un guanaco hipposo, o al menos trataba de hacerse el hippie pero
llevaba a la mano una pistola 9 mm cargada ¡imagínese! Un hippie volátil, peligroso, violento. "Nunca se sabe" decía lamiéndose los
labios de desconfianza mientras miraba alrededor. "Nunca se sabe cuándo toca vacunar a un zipote" y se tocaba la cangurera de tela típica donde llevaba el arma escondida.
Lo llevamos hasta la ciudad de Huehuetenango, supuestamente una tía suya
vivía allí. Lo dejamos afuera de una casa vacía. Ahora que yo vivo acá sé que era la zona 4. Pero eso es todo lo
que recuerdo de esa ocasión. Perdón por extenderme tanto. Ahora si me da un chancesito...
Daniel se
excusa, toma el paquete que hay en la mesa y sale a fumar.