viernes, 23 de agosto de 2019

Un rostro que recordar


Es curioso -dijo Paulis- pero no puedo recordar la cara del primer hombre que vi orinando una calle, unas escaleras,  una pared. Tuvo que haber sido traumático para una niña, ¿se imaginan? ver por primera vez a una persona adulta tirar un chorro hacia el suelo estando de pie, sacando pis de un pene oscuro y arrugado, pero no recuerdo a ese primer sujeto,  ni la ropa que llevaba puesta.-

Todos la miraban en la sala pero ella no miraba a nadie. Quedaba apenas un resto de Xtra Ligero en el fondo de su vaso con hielo que veía de vez en cuando con gesto de mucho cansancio.

-Creo... no sé... -dijo paulis, ahora sí viéndonos con sus ojos perfectamente redondos mientras el fleco rubio daba sombra a la mitad de su cara -creo que las cosas se repiten tanto que dejamos de recordar las primeras, las que realmente nos marcaron, las que sí  tuvieron un efecto en nosotros. No sé cuántos hombres habré visto orinar a este día. A veces unos marranos sin esconderse, apuntando hacia la carretera en lugar de darse la vuelta. Pero todos me hicieron olvidar esa primera experiencia que tuve de niña. Todas las caras me hicieron no poder recordar ninguna. Hoy, se los juro, no puedo ponerme a pensar en el primero, ni el sitio donde lo vi, aunque trate con mucha fuerza de cerrar los ojos y concentrarme en ello hasta mirarlo. Tal vez fue un borrachito de Milpas Altas, Parque de la Industria, la esquina del club Primera Raqueta o el Centro Cívico de la zona uno... ¡Ni siquiera puedo estar segura!-dijo sonriendo muerta del sueño, y Biorn supo que eso sería lo último que diría esa noche antes de despedirse de todos y subir a su cuarto.-  Solo puedo decir que conozco eso...-dijo- una persona orinando, que es todas las personas al mismo tiempo.

Un rato de silencio  se instaló en medio de la sala y  solo pudieron oír la noche a través de la ventana entreabierta. Paulis se puso en pie y dio las buenas noches, tal como Biorn había imaginado.










martes, 20 de agosto de 2019

Una entrevista para nada


Daniel  baja de una camioneta agríola (tipo pickup) para saludarnos cerca de las mesas del restaurante que acordamos para la entrevista. Investiga con minucia las caras de las personas que ocupan las demás sillas y comenta algo acerca del lugar. Todavía no conocía Chiantla -dice-, ni conoce suficientemente la ciudad de Huhuetenango, algo que, me confiesa, le gusta en exceso, la sensación de descubrir poco a poco las ciudades.

Huehuetenango le gusta especialmente. Vive al lado del circo López Gaona, donde casi ve a un hombre morir en la última función del domingo. Le gusta la sencillez de las paredes del restaurante y el suelo de grava del parqueo. Se sacude los pantalones llenos de polvo y se sienta con una sonrisa amplia en la cara. -Tocaya- dice, porque me llamo Daniela- ¿cómo vas? -agrega con el placer de cruzar las piernas en la silla.

Hace unas semanas nos conocimos en la universidad, en horario de clase. Me dijo tocaya cuando le dije mi nombre y me ofreció algo de tomar. Luego ocupamos una mesita en la cafetería vacía. La entrevista empieza allí, aunque ahora decidamos hacerla de nuevo y él siga preguntándome cómo supe que escribía.

El proyecto que escribe lo ha pensado durante toda su vida, dice, cuando convenció a su hermano pequeño de  viajar a Suecia, y verlo vivir allí, en Estocolmo, cosas que él ya había vivido. Se puede vivir varias veces a través de la gente querida, asegura él, cuando hay un vínculo importante en medio del cariño y la empatía. Es como volver a tener algo importante frente a ti. Algo que creíste que ya habías perdido. -Mi hermano era yo hace 3 años -dice con los ojos brillantes perdidos hacia lo que tengo detrás, que no es otra cosa que  una ventana sucia que se abre al parque municipal y la silueta de un señor gordo que atiende caja.


 En todo caso aquí un fragmento de lo que hablamos con un café americano, sin azúcar, como él lo prefiere.

Es un problema mirar demasiado a las personas, -dice echando un vistazo largo a los clientes del rededor- mirarles a la cara. Sobre todo porque tengo mirada de perro embravecido -dice riendo, y me cuenta que en la Universidad de Salamanca algunos de sus amigos le llamaban "lobo"-. 

Soy un fisgón - dice. Porque esa es la palabra que usa: fisgón. -Y no debiera serlo. Nadie con mala cara debiera mirar hacia las personas. Mucho menos a los ojos o las cosas que hacen en medio de un restaurante tranquilo... digamos que un ambiente  familiar. Yo, sin embargo, lo hago. Lo miro todo.

¿Qué piensa de Huehuetenango? 

¿Qué pienso yo de HuehuÉ?- dice imitando el acento de aquí. Se disculpa inmediatamente conmigo - es que tienen ese cantadito final- dice. -Me gusta mucho. 

Se pone serio y se echa atrás en el respaldo de la silla, repantigado.

Huehuetenango es un lugar raro -dice mordiéndose la uña del dedo pulgar.- Pero más que extraño o diferente, es un lugar imposible. Geográficamente no puede ser que haya un lugar como este en Guatemala, un sitio que debiera pertenecer a los Andes,  estar metidísimo al sur de América.


Daniel piensa. Ojea el paquete de cigarrillos que dejó sobre la mesa. Se muerde nuevamente la uña del dedo pulgar. Sabe bien que no se puede fumar en este lugar.

Es el departamento más bonito que conozco- dice, saliendo de ese breve estado meditabundo-. Y le aseguro que conozco todo el país. Aquí la variedad es insólita. Hay paisajes andinos, fincas ganaderas, tierras calcáreas, áridas y luego, al norte, selva tropical lluviosa. Sitios para nadar y lugares para morirse del frío. Ríos de agua cristalina y ciudades mayas; neblina, piscinas termales y acantilados. Mucha basura, ocupación y belleza juntas. Cientos de años de historia y miles de locales amarillos de impresiones, fotocopias, gasolineras con nombres bíblicos y negocios de cibers/ internet. Una vez vi a diez o quince niños jugando fútbol al atardecer en un campo de pelota maya, en Zaculeu. Increíble, me hizo pensar  muchas cosas.

¿Estos viajes le ayudan a escribir?

Aquí las historias de las personas son mejores que las que he escuchado en otros sitios. Creo que es lo que ocurre con las regiones fronterizas. Al estar al lado de México, las personas concentran en sí mismas una intensidad mayor de acontecimientos y situaciones insólitas. Contrabando, narcotráfico y paso de inmigrantes, por decir solo tres cosas comunes. Los delitos son distintos, lo pensamientos de las personas que los cometen también, sus formas de manifestar emociones y resolver materialmente sus problemas llaman mucho la atención.

 Se muerde la uña con desesperación.

Digamos que en los municipios de frontera se produce una convergencia mayor de objetivos personales, de sueños que encuentran lugares militarizados y bandas de crimen organizado. Es decir, impedimentos uniformados (en forma de aparatos del Estado) y sus "antagonistas" directos, que al final son solo algo de lo mismo que hay por ahí, un juego de contrariedades y disfraces. Normas jurídicas hechas finalmente objetos tangibles, personas, marcas territoriales y edificios, da igual. Las transgresiones se producen a la vista de todas esas cosas, que a la vez son nada.  Hay sitios en que matarían a un policía solo con verlo.

Al conocernos usted empezó a hablarme inmediatamente de un circo. ¿Lo recuerda?
¿Qué ocurrió ese domingo en el circo? 

Sí, claro (se ríe), el circo.  Hace poco me mudé de la zona uno de Huehuetenango a una colonia en la zona 8, las Hortensias,  se llama, queda casi al frente del estadio, a un lado del terreno que arriendan esas tristes empresas de la farándula. -Da un trago largo al café, que ya no quema-. Desde la primera vez que atravesé la garita con mis cosas en la palangana del pickup, vi el terreno descampado que hay a  la par y la carpa gigante de nylon negro que se erige por encima de todos los techos y que pone, así,  en caracteres chabacanos enormes:  "Circo López Gaona".  CIRCO LÓPEZ GAONA INTERNACIONAL.

Desde pequeño  me dan lástima los circos. (Se cruza de brazos en su impermeable, que hace ruido por la tela sintética tocándose a sí misma.) Es, creo,-dice- la misma tristeza  que sentí de niño, y siento ahora, al ver una prostituta en la calle, o una mujer desvistiéndose en algún tugurio de ciudad de Guatemala, ¡o Chimaltenango! ¿las ha visto?, paradas en las banquetas con sus trajes típicos mirando hacia los camiones. Nunca fui alguien de putas, experimento una angustia profunda y mucha melancolía en esos sitios, como mirar un circo por dentro, exactamente lo mismo: un grupo de payasos mexicanos diciendo chistes aprendidos,  un malabarista con la cara grasosa equivocándose alguna vez, perdiendo sus clavas en el piso y sonriendo de la vergüenza, ¿sabe, las clavas? esos objetos que parecen pinos de boliche, y luego la gente aplaudiendo los errores de los artistas con falsos arrebatos  de empatía.  Hasta los niños ponen cara de asco por la mediocridad y mal gusto.


¿Cómo fue lo del hombre que estuvo a punto de morir?

Mire -me interrumpe señalándome con el dedo, recordando decir algo que había olvidado. Se ríe y niega con la cabeza. Mueve la mano para enfatizar lo que dirá a continuación-: le aseguro que lo peor no es haber estado a punto de ver a un hombre morir, que desde luego habría sido algo terrible, ¿no le parece? Ver a alguien caer desde tan alto por unas monedas.  Lo peor es tener que escuchar las funciones del circo todos los días desde mi casa, desde mi habitación, porque se oye re bien desde mi cama. (Se ríe mientras aprieta los dientes con los ojos bien abiertos y continúa negando con la cabeza). Con cada canción del espectáculo que escucho desde mi cuarto sé exactamente en que parte de la función se encuentran los acróbatas. ¿Sabe? Es inevitable visualizar la función entera aunque trate de pensar en otras cosas, porque ya la vi una vez y sé lo que hacen las personas ahí dentro con la música que suena. Las canciones me hacen ver de nuevo la función, imaginármela una y otra y otra vez. Fue un error tremendo haber ido. Lo lamento muchísimo.

¡Cuénteme! - le digo divertida- y entonces saca del bolsillo del pantalón su teléfono celular para enseñarme una nota escrita por él, a propósito de lo que vio en el circo. 

Es de ayer- dice- ¿se la leo?

¿Puede aparecer en la entrevista?

Me da lo mismo. Se la regalo, si quiere. De todas formas solo va a terminar en mi blog.

¿Escribe mucho en su blog?

No. Casi nada. A veces lo que guardo en mi celular, ideas desordenadas, eso es todo lo que acaba metido allí, aunque sea un desastre y apenas publique de vez en cuando.


¿Le parece bien si consigno la dirección web de su blog para que busquen esa entrada del circo?

Adelante.

(Daniel lee en medio del caos de sus anotaciones.  Su voz es muy recia, casi como si solo estuviésemos los dos en ese lugar y algunos clientes voltean a ver molestos en dirección a nuestra mesa, pero no se atreven a decir nada. A él no le importa. Termina la lectura. Agradezco divertida por habérmela leído).

Volviendo a la ciudad de Huehuetenango, concretamente los sitios que ahora concurre y la vidilla que ha construido  en este lugar, ¿ todo esto le recuerda a algo?

Nada. A nada. No se parece a nada.

¿Había estado antes en huehuetenango?

Dos veces. La primera la recuerdo muy poco. Era muy pequeño. Tengo apenas la imagen de los Cuchumatanes y de unas lombrices gigantes que encontré muertas a la orilla de un charco.

¿Y la segunda? Cuénteme todo el trayecto, si es que no vino directo a Huehue.

Daniel sonríe al recordar. Ahora sí con holgura.

En el 2016 atravesé el país a lo ancho, ¿sabe? la transversal del norte completa. Esa vez me acompañó un amigo de toda la vida: Deco Cabrera (lo saludo si lee esta entrevista). El viaje fue una paliza, se lo aseguro, el camino estaba fatal. Era semana santa y caímos de noche a Río Dulce para visitar a un amigo que estaba allí. No teníamos planes. Nadie nos había invitado a ningún sitio esa semana santa. Yo llevaba poco tiempo de haber vuelto a vivir Guatemala, algunos amigos ni siquiera sabían que había regresado, así que le propuse a Deco que saliéramos a conocer alguna parte del país. Viajamos casi todo de noche en ese mismo pickup que está ahí afuera-dice señalando su auto parqueado en el estacionamiento-. Lo pusimos a prueba de lo lindo.

Estuvimos dos noches en Izabal, y de Río Dulce nos desplazamos a las Conchas, en Alta Verapaz. Nadamos y saltamos como enanos de las cascadas y pasamos la noche en el hotel Posada de la Virgen, de Chisec. Al día siguiente, me acuerdo, visitamos Sepalau (cuando todavía había agua), un lugar increíble, había muchísimas personas que no sabían hablar castellano, jóvenes, niños nacidos después del 2010 y eso nos impresionó mucho,  luego seguimos por la transversal del norte hasta llegar a Quiché.

En Nebaj paramos en un hotel vacío, ya le digo yo que nadie escoge Nebaj para la semana santa. El recepcionista dormía a sus anchas sobre el mostrador. Lo despertamos y todavía soñoliento nos dio mal el precio de las habitaciones. Nos dijo que salía al mismo precio rentar una habitación doble entre los dos que alquilar una cada quien, así que escogimos esa última opción, cada uno con su propia habitación doble. Se ve que estaba enloquecido del aburrimiento el pobre hombre.

En la noche fuimos por algo de comer al pueblo y vimos a un grupo de indígenas con candelas  en las manos que alumbraban sus caras curtidas de frío. Iban hombres y mujeres en fila india en medio de un bamboleo siniestro hacia el parque Santa María Nebaj,  hasta  que entraron y saturaron (verdaderamente atascaron) la iglesia católica, un edificio mandado a construir durante la Colonia. Fue un espectáculo ver eso, Tocaya, la catedral alumbrada desde abajo por las candelas que sujetaban los indígenas en las manos y sus rostros deformados por la luz, como recortes itinerantes proyectados en las columnas anchas y el techo de cemento. El padre, que no se veía en la oscuridad, daba palabras a gritos embarrados de eco, y luego las personas entonaban himnos incomprensibles que me ponían la piel de gallina. Aún tengo videos de todo eso, y recuerdos muy claros. Después de la cena compramos un sixpack de cerveza para matar de vuelta en el hotel.

En el hotel nos pusimos a hablar de la guerra y de algunos sindicalistas bochornosos de la ciudad capital hasta acabarnos la cerveza que habíamos comprado. Entonces, muertos del cansancio, nos dimos las buenas noches y me dirigí a mi habitación doble. Era domingo de pascua y no sentía absolutamente nada por ello, era como cualquier otra noche, una noche quieta de 2016 en el interior del país. En la televisión pasaban "La Pasión de Cristo", al menos en 7 canales distintos. La apagué después de un rato y traté de dormir algo, pero tenía unas ganas inmensas  de tomar otra cerveza antes del sueño. Quiero decir, que no habría podido dormir sin tomar otra cerveza. Así que salí sin hacer ruido hasta el parqueo del hotel. Desperté nuevamente al recepcionista para preguntarle dónde podía comprar algo de cerveza a esa hora.

"Uyyy mano", dijo el empleado, "A esta hora no va conseguir nada de eso" me dijo. "Solo que se vaya a meter al Boxbolandia o pase por el destacamento militar. Allí va a ver un rótulo de colores y un anuncio de Barra Show. Es un lugar de señoritas" me dijo avergonzado, "pero es el único lugar que se me ocurre donde seguro le venden cerveza a estas hora."

Me fui en la dirección que me dijo, no sin perderme un poco, hasta que vi finalmente  el destacamento militar al lado de la carretera y unos dos kilómetros después un rótulo chabacano de neón rosa del lugar cuyo nombre no recuerdo. El rótulo tenía una flecha apuntando hacia la izquierda que se encendía y se apagaba enseñando una bajada sinuosa de tierra. Bajé sin pensármelo mucho. El estacionamiento estaba absolutamente vacío. Yo era el único cliente, la única persona que visitaba ese lugar en semana santa, pero se oía la música atrapada adentro y las luces que saltaban en las ventanas.

Adentro del local había música latina con trazas de techno y merengue, y alguien hablaba en un micrófono con voz dormilona y nasal, de abejorro, bajando y subiendo el volumen mientras anunciaba alguna promoción en cerveza de litro a los clientes en general, algo patético, pues estaba claro que solo yo estaba metido en ese lugar, y que se estaba dirigiendo exclusivamente a mí. El pobre hombre había empezado a hablar en el micrófono justo en el momento en que me vio entrar y tenía que simular que llevaba horas haciéndolo. Ninguna chica estaba bailando en el escenario. Fui a la barra y pedí un litro de Dorada Ice. Me tomé el primer vaso de cerveza sin ver hacia las demás mesas, donde estaban "las señoritas".

Las señoritas era un grupo de gordas en torno a una mesa circular que me miraban al mismo tiempo. Yo era el único cliente de todo el lugar. La única fuente de dinero, si se quiere ver así. Me arrastré a un sillón con mi litro de cerveza y me dejé caer pesadamente en él. Después de todo el sitio no estaba  mal para beber un trago. No había chicas gordas desnudas en el escenario y eso ya lo hacía todo mucho mejor, acaso menos deprimente.

Pasado un rato se acercó  una de las gordas mascando chicle y se sentó en el sillón opuesto, frente a mí. Se notaba que no quería hacerlo pero tenía la obligación de hacerse cargo del negocio, de acercarse a los clientes y convencerlos de hacer algo divertido. Al menos conseguir que consumieran más de lo normal.

Se llamaba  Greis,  eso me dijo extendiéndome su manita morena, regordeta y húmeda,  y de entrada me explicó que no estaba ofreciendo sus servicios esa noche porque en un día como ese Cristo había resucitado. Le dije que no se preocupara y le compré una cerveza. Yo también creía en Jesús.

Insistió un rato en que de verdad lo sentía mucho, como si yo me hubiese perdido de una gran experiencia al haber llegado en un día tan importante para la tradición cristiana, y para su integridad, pero escogí no sacarla de su equivocación. "Una lástima" le dije. "Me lo perdí esta vez ¡Tal vez la próxima tenga más suerte!". Pedí otro litro que bebí de pie junto a la barra y me marché de vuelta al hotel, viendo a los soldados rasos en el camino de regreso siguiendo mi auto con la vista mientras tomaba la primera curva hacia el este, sus cabezas mal rapadas acompañando el movimiento endeble de las luces traseras en la oscuridad.

Perdón, hablo demasiado -dice Daniel- Usted tiene que pararme o no dejo de hablar. -dice y aprovecha a darle un buen trago a su café americano.

¡No, no! Por favor ¡cuénteme más! -insisto- ¡Ya no dijo nada sobre Huehuetenango!


Claro, Huehuetenango. Llegamos a huehue  la tarde siguiente. A mi amigo no le dije nada sobre mi salida la noche anterior, él había dormido como bebé en su habitación. Además me habría dado mucha vergüenza que se enterara del sitio en el que había estado metido. Una experiencia, cuando menos, deprimente.

Llegamos a la ciudad de Huehuetenango y enseguida, sin detenernos más que para recargar combustible, abordamos el camino en dirección a Todos Santos Cuchumatán, queríamos ver la laguna Magdalena con alguna urgencia después de mirar unas fotos magníficas del sitio en un comedor de carretera.

Fue muy bonito el camino y mi reencuentro con ese paisaje de mentira que presenta la sierra. Es como el país de los teletubbies (se ríe), al menos eso es lo que recuerdo haberle dicho a  Deco en el largo camino de terracería que conduce a la laguna.

En el sitio perseguimos una vaca lechera que se había escapado de su dueña, que casi me da una cornada cuando orinaba tranquilamente en el monte,  y conocimos a un viajero salvadoreño que acampaba solo con una pistola Beretta. Era un guanaco hipposo, o al menos trataba de hacerse el hippie pero llevaba a la mano una pistola 9 mm cargada ¡imagínese! Un hippie volátil, peligroso, violento. "Nunca se sabe" decía lamiéndose los labios de desconfianza mientras miraba alrededor. "Nunca se sabe cuándo toca vacunar a un zipote" y se tocaba la cangurera de tela típica donde llevaba el arma escondida.
 
Lo llevamos  hasta la ciudad de Huehuetenango, supuestamente una tía suya vivía allí. Lo dejamos afuera de una casa vacía. Ahora que yo vivo acá sé que era la zona 4. Pero eso es todo lo que recuerdo de esa ocasión. Perdón por extenderme tanto. Ahora si me da un chancesito...
 

 Daniel se excusa, toma el paquete que hay en la mesa y sale a fumar.