jueves, 31 de mayo de 2018

El lago seco y lo que recuerdo de afuera


Desde el lago seco he pensado a las personas que más he querido en la vida. Apostado en un edificio feo, amarillo y empalagoso del tercer nivel con vistas a lo que alguna vez fue una orilla, vivo donde alguna vez nadaron peces y había profundidades enormes, y el agua repicaba en la superficie con el viento helado de la noche. Casi podía ver el sitio donde mayas k´iches empujaron barcazas de madera liviana hace cientos de años hacia el interior, y navegaron flotando como hojas secas devoradas por la neblina. Las olas lavaron la ribera poco a poco, una detrás de  otra, hasta la arena lisa, como peinada por la corriente terca del lago, y las señoras, indiecitas de pelo negro hasta las nalgas, hundieron sus rodillas delgadas mil veces para poderse ver en el reflejo plateado del agua.
Y me da risa la contradicción, una risa como triste de estar, digamos, en el parque Benito Juárez, buscando la puerta de cristal de Pollo Campero, ese asfixiado por puestos ilegales de venta, donde asan carne y piezas delgadas de pollo junto a ventas de ropa genérica que se queda con el olor del churrasco. Y en el medio del caos y del poco sentido de las cosas, del diésel, de microbuses silbantes y basura regada por las banquetas, pienso en todo lo que se fue alejando de mí. Las cosas que me fueron abandonando.
Desde el lago seco he pensado despacio a las personas que más he querido en la vida. Las he recordado sin prisa. He pensado, en serio, en cómo eran y en cómo me hacían sentir, y en el sonido de sus voces y en los atardeceres que vi detrás de ellas, cuando fumamos desquiciadamente encendiendo un cigarro detrás de otro, y tomamos de la vida un pedazo que nunca íbamos a devolver. Borrachos boca arriba en camas individuales, resacas atroces en lugares estupendamente lindos, y esas ganas enormes en el estómago de retirarnos para siempre de las cosas que ya conocíamos. ¿Te acordás de todo eso? Cuando todavía no hablábamos con la voz chillona de las personas que se alejan de lo que quieren.

Y escuché canciones de la playa en medio del frío. De la altura y del frío, que es Quetzaltenango. Y recordé con lágrimas en los ojos a una señora que trabajó en una tienda de artículos de piscina en Retalhuleu, a la que pregunté con doce años qué se sentía hacer el amor. Y pasé horas pensando en las casas que desaparecen en la bruma cuando ya es de madrugada y en los niños que se rompen la cara en sus uniformes de colegio cerca del INVO, dejando en el suelo pedazos de servilleta manchados de sangre. Pensando, quizás,  en las familias que vi quemando montañas de basura en terminal para poder calentarse y de las que nadie escribe nada.  Porque ya no se oyen pájaros en este lugar, especies bonitas o al menos admirables. Solo perros encerrados en sus patios y algunos otros en la calle ladrando en el medio de una libertad estridente. Todos a la vez. Ladridos agudos y graves mezclándose en la noche y en los sueños de la gente más pobre.
Me senté donde están las antenas de telefonía. A fumar un Rubios y ver la ciudad aniquilada por las 4 de la mañana por última vez. Frío. Niebla. Luz municipal. Quetzaltenango como Oporto. Igual que Oporto: frío, sucio, oscuro, mojado, triste, precioso. La catedral envuelta en una nube y  las mujeres que recuerdo ahora y las casas donde viven adivinadas desde acá, señalándolas con la mano. 

Echo un vistazo abajo. Adoquín cubierto de polvo, un Chevrolet gris descompuesto, sin llantas, apoyados los discos en blocks de cemento, y después, más al fondo, el preventivo. Los presos que gritaron todas las tardes que estuve, “sí se puede, sí se puede”, ahora dormidos en sus catres pulgosos, roídos, malolientes, listos para repetir mañana el día anterior. Y una mujer preciosa se comienza a arreglar para salir a trabajar en el Mcdonalds de Cuesta Blanca mientras apago el último cigarro, el último Rubios que voy a fumar en este lago contra la suela de mi zapato y lo arrojo a la vecindad, pensando, tal vez sí, en algunos días después de hoy. Cuando ya no exista la posibilidad de las antenas ni la ciudad suspendida en la oscuridad. Cuando ya haya escogido  Cobán.

Porque son días jodidos para volver a ciudad de Guatemala. Hay muchas cosas que recuerdo. Pintura amarilla para túmulos, reflectores, raíces rompiendo banquetas, los caballos enanos de las Américas y tú, (tu nombre aquí). Tenistas, mujeres de la zona 10 con  brackets y cuerpos de la pubertad, los pants azules del Montessori o la cara del primer borracho que vi en Magdalena Milpas Altas, meciéndose contra la pantalla de una rocola. Pienso en todos los televisores que compró mi viejo, que entraron por la puerta de la casa y nos emocionaron a toda la familia. Recuerdo cómo se sentía, todos sentados juntos en la sala viendo cualquier cosa. Me acuerdo todavía del aspecto de algunos de los controles remotos viejos, de cómo eran y de cómo se sentían en la mano. Pero sobre todo esa luz que arrojaba la tele salpicándose en la cara de mis padres más jóvenes, mis hermanos cuando eran niños y sonreían con dientes enormes a la pantalla. Las teles como una forma de entender la vida, todos esos modelos y marcas de tecnología sucediéndose, reemplazándose rápidamente después de haber emocionado tanto. Lo mismo que las personas.

Y pienso en la forma despreocupada en que solíamos usar el “siempre”, vos y yo, al vernos en el futuro. Aunque solo hayamos sido como esas teles viejas con sus ratos contados de honesta admiración, y de eso ya no quede nada. Porque a veces siempre sos vos cuando me refiero a alguien. Y me jode estar pensando en una persona que no está, igual que en todas las cosas que se fueron separando poco a poco de mí, que me fueron abandonando. Y no está bien hacerlo, pensar en todo eso. Es una burrada, una verdadera estupidez. Porque ya casi nadie arriesga al usar el “siempre” y yo sigo pensando en ti, y en cada una de las cosas que te dije. Y no sé,  tal vez sí estés leyendo esto y aún te emocione. Porque sigo pensando en todo tu nombre, y en cómo suena todavía hoy, cuando me cuelgan los pies de un quinto piso y me siento derrotado una vez más por abandonar lo que más he querido en la vida. Y lo digo recio antes de irme, como gritando, tu nombre en medio de este lago.










miércoles, 23 de mayo de 2018

Para recordar lo que está pasando hoy


Hoy Cobán Imperial quedó eliminado. Vi el segundo tiempo a través de la vitrina de Max, en una de esas televisiones que tienen exhibidas en la parte de enfrente, cuadriculada por la reja de seguridad. Al salir a la calle, después del partido, los carros de los aficionados que habían ido al estadio para animar a Cobán, se agrupaban derrotados en el semáforo de 1era Calle. Una mujer con la gorra oficial del equipo veía por la ventana de su carro con la vista perdida en los rótulos de telefonía y los cables de alta tensión, su cabeza apoyada en el cristal. No había sido una buena noche para ella. Seguro solo quería llegar a su casa para ver algo en la tele con su familia. Distraerse. Pensar avergonzada en lo que le dirían sus amigas luego de haberles presumido tanto que iría al estadio. Porque Cobán Imperial había caído contra Guastatoya jugando contra diez jugadores y nada funcionaba en este país. El fútbol no emociona. Ya casi nada lo hace.
Conocí las instalaciones de la universidad durante el día. Las recorrí todas. Descubrí que los módulos son compartidos con el liceo Javier. Estudiantes del colegio se mezclan con  universitarios. Podés verlo.  Las caras grasosas y el olor penetrante a sobacos de los adolescentes otra vez. Y es triste ver a niños y niñas uniformados, salir al recreo, sus rostros en las paletas de vidrio. Te hace pensar en lo que pensabas cuando eras igual que ellos: Daniel Castillo Pérez con uniforme y zapatos negros, un casillero en alguna parte, mío durante el año escolar, libros  alquilados que ponían ese nombre en una tarjeta: Daniel Castillo Pérez, y la seriedad que le dabas a todas esas cosas. Me hace pensar en niñas que quise con sus brackets y loncheras marca Igloo y los lapiceros de colores suaves que usaban y los corazones que pintaban sobre las "i"es. Era un día para recordar y extrañar. Eso era todo. 20 de mayo.
Alquilé una cabaña en una reserva natural a unos 7 kilómetros del centro de Cobán. Me preguntó el casero mil veces si estaba seguro de querer vivir ahí  ¿de verdad, pagar de una vez un mes? La carretera está lejos. El lugar es… ¿cómo le digo?... Muy solo. Le dije que no me importaba. Tiene chimenea y las noches son lentas y oscuras, realmente negras en medio de tantos árboles cerrados. Te despierta la lluvia, las ganas de fumar un cigarro en el corredor con las luces apagadas o seguir pensando, como todos los días, en lo poco conveniente que resulta querer a alguien. Seguirte queriendo a vos en esta hora.
Lo último que hice  esa noche fue entrar al cine a ver una película pésima. Y estuve a punto de llorar con la estética de la sala. Los interiores se repiten hasta el cansancio, pensaba todo el rato,  Cobán es un viaje en el tiempo, un viaje a un trozo de mi vida  y eso duele mucho. Las lámparas del cine, la decoración lateral, el rótulo de luz con letras rojas de "salida de emergencia", las butacas flacas y despotricadas, las películas dobladas al español. Eso estuvo en Ciudad de Guatemala hace tiempo. Lo mismo, yo lo vi con mis propios ojos. Lo conozco. Magic place de las Américas o los cines viejos de Pradera. Puta madre… 13 años antes, Dani, y ahora estás ahí.
El cine me hizo pensar en la vez que me despidieron en 4to primaria, con solo 10 años de edad, cuando me iba a vivir a España con mi familia y dejaba a la primera niña que quise con todo mi corazón. Ahora no sé nada de las personas que me despidieron esa vez, ni lo que hacen. No sé si todavía piensen en mí o recuerden también esa vez del cine, lo que dijeron, que  me iban a extrañar y que nunca cambiara y esas cosas. De todas formas es vergonzoso pensar en 14 años atrás.
La cosa es que una señora gorda entró sola a la última función de Deadpool 2, y eso es todo lo que quiero contar. Nos vimos a un lado y otro de la sala con la misma curiosidad, yo también estaba solo en la parte de atrás. No nos reímos ni una sola vez en toda la película de los chistes doblados al español. Era ese humor yankee terrible y la nostalgia, que ella seguramente también experimentaba al estar sola, el lugar donde todos los guatemaltecos dimos nuestros primeros besos, nos hacía pensar mucho más allá de la pantalla. La tristeza de la sala, de asomarse a una maqueta de mi propia vida. Intentamos ver la película con mucha atención, sin esperar realmente nada, poniendo mucha atención a los diálogos. Tal vez queriendo que no terminara nunca, porque afuera no había demasiado ya para nosotros. 
Al salir el centro comercial estaba cerrado. Todas las luces apagadas. Las tiendas clausuradas por el día, los restaurantes protegidos con rejas. Caminamos el estacionamiento desierto sin ninguna prisa, la gorda delante mío. De alguna forma, juntos. Habíamos parqueado lejos y entonces, en un momento, nos dejamos de forma suave, sin darnos cuenta. Sin saber qué haríamos después.  
Me subí al carro y antes de arrancar, la vi marcharse lento, conduciendo despacio al llegar a la plumilla de la garita. Iba en un pickup beige, un Chevrolet S10 de cabina sencilla. En el semáforo de Carchá cruzó hacia la izquierda, donde la perdí finalmente de vista. Pensé: esto es Cobán y los días que vienen, lo que va a ocurrirme en medio de las cosas que aún sigo recordando. La gente aquí también, Dani, se aburre de estar viva.