sábado, 10 de noviembre de 2018

A es Alice



Cuando hablaba por teléfono con Alice desde La Rioja, siempre tenía un cuadro del mar enfrente. El sillón daba oblicuo con la tele (una tv vieja que nunca encendí), y en la pared opuesta estaba la pintura del mar con una barca varada en la orilla y dos casas blancas enormes, de dos o tres plantas, con ventanas rojas y amarillas y las puertas azules.


-¿Y te gusta la universidad, Alice? ¿Y qué clase de gente hay en Granada, Alice? ¿Y no te aburrís a veces, Alice? Contáme, Alice ¿no extrañás a tus papás?

Había estado en muchos sitios en mi vida, pero ninguno era como ese del cuadro. Este me hacía pensar cada vez que lo miraba en la palabra en abstracciones del tipo "único" “perfecto” o “serías muy feliz en ese lugar, dani cerote”.  No era Túnez capital, ni Marruecos, ni Frigiliana, como había creído en un primer momento. Había estado antes en esos sitios y lo del cuadro, lo sabía bien, lo del cuadro era diferente.



-¿Y Ya fuiste a la Alhambra, Alice? Qué pregunta más tonta, Alice, perdón. Claro que ya fuiste al Generalife, Alice. Es impresionante, ¿verdad que sí, Alice?


En 20 años no me había gustado nada que no hubiese conocido antes, o lo que es lo mismo, nada que no hubiese podido tocar.
 Ahora estaba lejos de todas las cosas que había aprendido a querer en Guatemala. Lejos en el tiempo y lejos en el espacio que enseñaban los mapas. Porque  las cosas solo se pueden querer si antes aprendemos a quererlas. Es decir, si alguien más nos enseñó primero a quererlas. Generalmente personas con formas poco o nada convencionales de ver el mundo. Porque no se sienten de repente las cosas, como aseguran los más sensibleros. Querer es más bien un proceso cognitivo lento que se configura y perfecciona en el tiempo, nunca un trance emocional con vuelcos y dependencias felices, como, (creía), se engañan al asegurar las personas que desprecian las virtudes más hondas de la soledad.

Ahora hablaba  con Alice en el teléfono y me sentía confundido. Empezaba a querer ese lugar de la pintura, que tal vez no existía en ninguna parte del mundo.  Casi como las cosas que, me daba cuenta, había dejado de hacer (y tener) con ella cuando me marché de Francia.

 
-El acento andaluz es muy curioso, ¿verdad, Alice? Mucha fiesta en Granada, ¿verdad, Alice?
Todo el mundo borracho, ¿verdad que sí Alice?



No se puede obligar a nadie a obsesionarse con una pintura barata, puesta en un apartamento de acabados sencillos y trastos viejos, que era el sitio que rentaba entonces en Logroño. A desear con honestidad estar en el interior de una casa junto al mar que solo existe  por estar dibujada en un lienzo, que fue lo primero que aprendí a querer por mi cuenta. Querer, como si realmente hubiese nacido en mí el deseo genuino de asomarme de noche a una de esas ventanas de colores del segundo nivel para escuchar el mar sin poder verlo. Como hiciera alguna vez en Guatemala, al perder de vista el océano Pacífico en la oscuridad y sentirlo solo al acercarme  al sonido fulgurante de la marea embravecida, hasta mojarme los pies en la espuma.


Me ponía a fumar varios cigarros en el teléfono (Golden Virginia). Fue en Logroño que empecé a liar cigarrillos.

-¿Y mucha gente de erasmus, Alice? ¿Y Son buena onda, Alice? ¿Y te caen bien, Alice? ¿Y a qué hora entras a clase, Alice?
¿Y estás 100% segura que no te obligo a desvelarte, Alice?

Entonces decíamos adiós porque la llamada pasaba de la hora y media, y ella tenía que madrugar al día siguiente.

-Bueno, Alice, te dejo, ¿ok?. Te mando un beso, ¿ok Alice? Adiós, Alice. Ok.




Colgaba el teléfono sabiendo que lo de Alice y yo había terminado. Ya no estaba, aunque tratáramos inútilmente de mantener el contacto y volver a vernos en alguna parte (lo que en el fondo hubiese sido intentar recrear lo nuestro: repetir sin éxito cada una de  las cosas que nos  habían gustado de los dos al verla esperando por primera vez en Comedie). Ahora teníamos un pedazo grande en el pasado, eso era verdad, o al menos yo siempre lo vi así: un tesoro en lo que recordaba de ella. De los dos solos y el vino ácido en las noches quietas de Pont du Diable y Salagou. Pero todo lo que habíamos podido tocar en una época había dejado de existir para siempre, no había más de eso en ninguna parte, aunque tratásemos de rehacerlo todo. De pronto éramos/ y esto es lo único que quiero decir/ como esa casa de la pintura, sin cuerpo ni sitio cierto en el mundo, que seguía viendo durante mucho tiempo después de colgar el teléfono con ella.


No existimos más, A. Somos una pintura ¡Una foto en Mont Liausson!