domingo, 29 de junio de 2014

Cristie

Amigo, de pronto estoy pensando en vos.  Fue encendiendo un cigarro, en la primera calada. Te juro que estuve allí. En la fiesta de las primeras toses. De los 0 grados mentolados, del XL sin mixer. En los fríos de alguna fiesta de carretera a El Salvador afrontada con t-shirt abercrombie y jeans claros. Y la cosa movidísima, pleno desmadre. Podía ver la ropa  a colores, los vestidos, las chumpas, los zapatos, pero las caras de la gente borrosas. Sirviéndose un trago en la mesa plástica del fondo está Pili García, con quince años encima, y afuera, en el jardín, estás vos en círculo de caras desenfocadas, encendiendo el último cigarro del cartón. Está Tono haciéndose verga a una fea y está Cristie buscándome entre el gentío, estoy seguro que me está buscando. Lleva el vestido negro de puntitos blancos. Es la fiesta en que no pude besarla. ¿Te acordás? Y yo estoy flotando en el lugar, casi de espectador. No puedo hacer nada, sólo estoy allí, viéndolo todo de cerca.

De pronto se apaga la imagen y estoy de vuelta con el cigarro en la mano, que ya sólo es ceniza.

viernes, 27 de junio de 2014

El Guardían Entre el Centeno / The Catcher in the rye, (Holden Caulfield), J.D. Salinger

Alianza Editorial, Madrid (2005)
ISBN: 84-206-3409-3
228 pp.

"No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta
cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo."


La voz de Holden, protagonista de la novela publicada en 1951, recuerda la de un adolescente debatiéndose entre dos ideas: por un lado la de vivir (en su sentido más amplio y subversivo) y por otro la necedad de no faltar a lo que cree. El personaje encierra en sí el valor de ambas cosas, además llevadas a una ecuanimidad absoluta.  En otras palabras, representa la transición progresiva de alguien que se empuja a encontrar lo futuro, aunque viendo constantemente su reflejo en el pasado. Por eso las ganas de largarse, de irse lejos y olvidarse de su vida hasta ese momento. Pero también la ternura de ver a su hermana Phoebe subir al Carrousel, luego de haberle prometido regresar a casa, y contemplarla aún bajo la lluvia, dando vueltas en su abrigo azul. 

 La novlea parece tomar varias salidas. De sus primeras páginas  se intuyen innumerables posibilidades. Creo que Salinger inviste a Holden de una rebeldía pletórica que hace del lector un dependiente de la página siguiente. Moldea al personaje hasta volverlo una hoja liviana, un tipo vulnerable, digamos expuesto, a los vicios del trasnoche. Sus decisiones son poco meditadas y en esa fragilidad aparente del personaje el libro encuentra la permanencia del lector. Holden es perfectamente capaz de tomar un taxi como de llamar desde un teléfono público o abordar a alguien en la calle. Quiero decir, está dotado de comunicación, movilidad y capacidad social.  El taxi puede conducir a cualquier parte y el teléfono cogerlo también, cualquier persona. Lo sabe quien lee el libro, que además quiere que Holden se dirija a alguna parte específica o que conozca / se encuentre con alguien que gane importancia de cara a las páginas siguientes.  Y así es como Salinger logra mantenernos a la espera de un giro eventual que, en mi opinión, nunca llega.

Si antes hablé de la imperceptibilidad del personaje, que abre de par en par la puerta a posibles acontecimientos, también, en el primer párrafo, mencioné la coexistencia de un contrapeso, de un ancla moral. Se trata de un recurrente vistazo nostálgico, de una infancia reacia a abandonar al personaje.  Creo que el libro está minado de pequeñas trabas y sensaciones antes experimentadas que lo ligan inevitablemente a su pasado. Pienso que su misma búsqueda, su misma rebeldía, gira en torno a dos cosas: La primera, saciar su incipiente apetito sexual y la segunda, volver con las personas e impresiones de antaño. No es de extrañar que al encontrarse solo, luego de haber dejado el colegio, recurriera a los lugares de antes, y que en los teléfonos públicos, marcara siempre el número de aquellos a quienes no veía en mucho tiempo. La moral juega finalmente un rol esencial. Se me ocurre pensar en Sunny, la prostituta que Holden recibe en su habitación. "De pronto empecé a notar una sensación rara. (p 106)  Iba todo demasiado rápido. Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a desnudarse, uno tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo. Pues yo no. Lo que sentí fue una depresión horrible." Más adelante, ante la insistencia de la mujer por pasar al acto sexual y cobrar el dinero, Holden se vuelve a ella y pregunta "¿No te apetece hablar un rato?"

   El contraste de su rebeldía, de su ambición flamante en cuanto a sus resoluciones pueriles, es , creo, el residuo exquisito de un libro que pudo ser mejor y que fue, irónicamente, superado por Holden, su protagonista.


*De la lectura lamento dos cosas. La pésima traducción española de Carmen Criado, que tradujo el ejemplar que leí (a falta de conseguirlo en inglés), y que Jane Gallagher no se reencontrara con Caulfield.


jueves, 26 de junio de 2014

Son las persianas


Son las persianas. Afuera transcurren las diez de la mañana en punto, toda y su gente, toda y sus perros.  Empiezo a escuchar el ruido irregular de las pisadas en el pasillo, las habituales conversaciones de salida acompañada, una despedida en la puerta del cuarto contiguo; el incansable sonido del refrigerador enfriando hasta donde indique el termostato.

Tengo entendido que la alarma debió hacer escándalo a las 8. Entonces, entre la ducha, el desayuno, los dientes-ropa, poder alcanzar el autobús de las 8:45. Bajar en él hasta caerle por atrás a Poitiers, ya en Saint-Eloi, y  poder tomar el tranvía de las 9. Esperar cabizbajo el trayecto, evitando con la vista a los demás transeúntes, que también la fijan en cualquier parte. Bajar en Louis Blanc, seguir todo para arriba, avistar la iglesia y doblar frente a Des Plants. Finalmente caminar los cien o doscientos metros que restan a Peyrou. Para entonces, supongo que las 9 treinta, entrar al parque y con diferencia de dos minutos, estar buscando a Alice entre los árboles.  

miércoles, 25 de junio de 2014

María Ixcoy






María Ixcoy, empleada de la familia, fue la primera en dar aviso a la policía local. La llamada salió de su teléfono móvil. Según dice, corrió dando de gritos al advertir los cuerpos sobre la alfombra. Adelantó además, al ser preguntada, que las pisadas en la parte trasera del jardín eran suyas: Dijo que al bajar del autobús y caminar los cien metros que restan hasta el vallado de la mansión, vio que las luces de la casa estaban encendidas. Según el reporte, a este punto le alcanzan una fotografía de la familia y llora sobre la imagen. Acto seguido le facilitan una sala independiente donde relajarse y tomar un té de manzanilla. Más tarde, de vuelta en la primera sala, sigue e insiste en que las luces a esa hora de la mañana no eran habituales y que por ello, al abrir la reja, decidió no entrar en la casa. En cambio optó por dar  la vuelta  atravesando el jardín y asomarse por la ventana de la cocina. Al preguntarle por qué no llamó a la casa desde el timbre o dando golpes a la puerta, vuelve a mencionar las luces. Dice también haber sentido miedo al advertir el Mercedez-Benz con el retrovisor averiado, colgando de sus propios cables. Vuelve a inquietarse y ahora es ella que interrumpe al oficial: pregunta por los niños y su gesto es inconsolable.

Entre las fotografías forenses hay una en que se ve claramente al padre de familia con las piernas sobre el sillón de la sala. Tiene la cabeza contra el suelo, notablemente vuelta hacia atrás. De sus ojos abiertos sale un surco irregular de sangre que pinta su recorrido hasta desaparecer en una barba tupida de seis días. Su hijo juan, de 12, yace de bruces en la alfombra. Su cabellera fina parece como desprendida a la fuerza y casi da la impresión de que el trozo de cuero cabelludo es independiente al cuerpo. Por otro lado la madre presenta una inflamación exagerada en la frente y pómulos. Su rostro es irreconocible. De Tibi, el hijo menor, no se sabe nada.

A seis años del caso, migración del aeropuerto de Guatemala recibe y sella en aprobación el pasaporte de María Ixcoy, que regresa a su país natal después de una larga estancia fuera. Va acompañada de un adolescente taciturno a quien antes solían llamarle Tibi.  María nunca se repuso de un dolor punzante a la altura de la cadera, producto tal vez, de golpear un retrovisor en carrera.

martes, 24 de junio de 2014

No olvide el recibo



Claro que me había dado cuenta, ella viéndome desde el mostrador. No me inmuté al sacar las cosas de la cesta para que pudiera cobrarme, ni aun cuando sé que debió suponer, después de escanear parsimoniosamente el tabaco, el vino más barato del supermercado y las otras pocas cosas en lata que llevaba, de que era un infeliz tal vez divorciado y con hijos, que vivía en la más perra de las soledades. Tal vez imaginó un apartamento de paredes amarillas y en la cocina los trastos sin lavar; un olor estancado a cigarrillo y la taza del inodoro a gotas ambarinas de pipí.  || Seguía viéndome.|| Casi alternaba la vista del producto que pasaba sobre el escáner a mis ojos. Acabé de guardar la triste compra en dos bolsas plásticas y cuando me volví a ella con ademán de sacar la billetera, me encontré  de nuevo con sus dos ojos fijos. 

-Quince euros, por favor. –dijo, extendiendo la mano. Su acento me recordó a las meteorólogas de Televisión Española, o más bien a las presentadoras de boca afilada y pelo corto, también de Televisión Española, que discuten enérgicas la deuda externa con cifras desorbitantes en el telediario de las 9.

Le di la cantidad justa en tres billetes de cinco. Cuando me vio guardar la cartera de vuelta en el bolsillo, giró la pantalla del total hacia mí para que pudiera ver la cantidad exacta en dígitos verdes. Faltaban por pagar 50 céntimos. Lo entendí. Su mirada empezaba a inquietarme y casi sentí la presión de sus ojos  cafés cuando buscaba en mi billetera los centavos restantes, quería sacarlos cuanto antes. La cajera daba toques en el metal con sus uñas rojas, también mascaba un chicle con la boca abierta, me parecía humillante. Puse un euro sobre el mostrador,  ella lo tomó con indiferencia y casi inmediatamente me dio el cambio junto al recibo.  Al momento de recibirlo dejé la factura a un lado de la caja para que no me estorbara guardando las monedas. 

-No olvide usted el recibo- dijo, abriendo más los ojos. Me lo acercó con la mano, después agregó-  Por si luego desea cambiar algo, vamos, que no es mucho lo que lleva pero… -alargó la “o”- de pronto ve que una cosa no le convence y… no sé. Sólo por si acaso, tómelo. - Al viejo que iba detrás mío en la fila le era indiferente todo y sólo quería pagar sus bombillas eléctricas de bajo consumo para salir del lugar. Tomé la factura y la guardé en una de las bolsas plásticas. Donde estaba, ya antes de irme, sentí el aliento de la cajera que llegaba retrasado. Dije hasta luego, ella no respondió. 

En mi apartamento la pensé sobre el sillón de la sala, paladeando largamente una copa de mal vino francés. Recordé su pelo teñido de rubio, sus uñas rojas perla y sus tetas de española contra  el uniforme del supermercado. Pensé en las bocas que articulaban “eses” afiladas y en el “cincuenta” que dijo z-incuenta. Y los ojos ¡Ah! Esos ojos cafés tan descarados para encontrar los míos al otro lado del mostrador. De pronto me asaltó el aroma de su aliento, ese vaho a hierbabuena que salía tímido a cada palabra. Y  recordar el sonido de su boca abierta al mascar y mascar el chicle me hizo quererla. Sonó escandaloso el timbre de mi apartamento. Casi había olvidado que venía a cenar Nathan. 

Preparé unos raviolis de lata y les vertí encima una salsa de queso, también de lata. Acerqué dos sillas al balcón y una mesita plástica de exterior. Al ofrecer el primer cigarro a Nathan recordé la botella de vino que había comprado unas horas antes en el supermercado. Me conduje a la cocina haciendo gracia en voz alta de lo que íbamos a beber. -Vas a ver lo que compré – le decía -, un vino verde que mandé a traer de Portugal. Una maravilla-.   

Nathan sabía mucho de vinos, en especial del buen blanco. Abrí la bolsa del supermercado y me encontré con el ticket de la compra a un lado de las cosas. Pensé en que las únicas palabras de la cajera, aparte del total a pagar, giraban en torno a la insistencia de  que conservara la factura. Tomé el trozo rectangular de papel  y viéndolo a ambos lados, advertí estupefacto que en el reverso se distinguían palabras pálidas escritas a lápiz. Cuando salí al balcón con la botella de vino en la mano me fue imposible reparar en lo que Nathan decía, que se retorcía a carcajadas en su silla al advertir la bebida. Encendí un cigarro, el seguía diciendo  “vaya mierda de vino”. Lo descorchó y me sirvió del líquido hasta la mitad de la copa. Alcanzándome el vino y viéndome de cerca a la cara, le fue inevitable preguntar “¿Qué te pasa?”
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Ya al acabar de contarle, omitiendo detalles como lo de las uñas rojas, las “eses” afiladas o el vapor de su aliento, lo vi tomarse una pausa para beber del vino y apagar la colilla contra el cenicero antes de decir: -Yo que vos la esperaba a la salida del supermercado. 

Lo despedí en la puerta, sin bajar siquiera al portal. Desde el balcón, recogiendo las copas de la mesa, lo vi atravesar la calle pendiente de los autos que pasaban silbando en ambas direcciones. Se llevaba  un cigarro a la boca cuando  lo vi desaparecer tras la esquina.   

A primera hora del día siguiente escribí un e-mail a Nathan diciéndole que me sentía mal y que prefería no trabajar en los textos hasta encontrarme mejor. Para entonces traducía al inglés un librito de cuentos de un joven autor guatemalteco que según mi amigo, prometía muchísimo. A pesar de que la editorial lo había promovido en España, no consiguió vender ni la mitad de lo esperado. Nathan estaba convencido de que el lector angloparlante sabría apreciar  el libro por encontrar en él un algo que distaba notoriamente de los  textos de muchos otros cuentistas de habla inglesa contemporánea.  Al cabo de algún tiempo logró convencer al director de la editorial acerca de su idea, finalmente accedió y se me encargó a mí la traducción. 

Ese día no quise ver el material, no quise siquiera leer el último cuento que restaba por traducir y que sería mi última semana de encierro; (por eso la comida enlatada). En cambio estuve contemplando largo rato el recibo del supermercado, a veces lo olía, a veces pasaba los dedos sobre las letras.
Nathan llamó al teléfono una hora después “Leí tu mensaje, no hay problema. Tratá de descansar y dame una llamada mañana en la mañana para ver cómo seguiste. ¡Ah! y si necesitás ayuda con algo mandámelo directamente al correo electrónico”. Ya antes de colgar me recordó lo de la cena en Lizarrán.- “Muy importante que podás mostrarle una parte del trabajo”- dijo. Lo apunté en un papel dibujando en el centro un “ 8 “ gigante y justo debajo, en mayúsculas, “LLEVAR TEXTOS”. Lo puse en la esquina  del espejo de baño. 

A las 9 de esa misma noche me contuve de ir al supermercado. Ya había descolgado el abrigo y lavado los dientes. A las 10 me asaltó la imagen de la cajera, otra vez en el sillón. Lo remedié con un libro de cuentos de Dylan Thomas que tenía por la mitad en la mesa de noche. A las 11 lo terminé y salí a fumar al balcón. Entre los paseantes de 7 pisos abajo, busqué la cara de la cajera. Arrojé la última colilla. A las 12 la imagen volvió a acontecerme, esta vez débil. A las 12:15 revisé la hora por última vez.
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Llegué a Lizarran antes de las ocho. Aquel día tampoco trabajé en el último cuento y en cambio me paseé por el centro hasta llegada la hora de la cita. A los veinte minutos de esperarlos afuera del restaurante, los vi bajar de un taxi en la esquina de Pintor Sorolla. El escritor era más bajito de lo que me imaginaba. Casi bajando del taxi se dirigió a donde estaba. Llevaba la mano extendida y una sonrisa plácida en los labios.
-Así que vos sos el traductor -dijo-. Muchísimo gusto. Que sepas que admiro tu labor más que la mía.-  Le estreché la mano viéndole a los ojos. Sabía que mentía. En su postura exageradamente recta y en el apretón de manos hidráulico que me dio se notaba un algo de superioridad.  Me limité a sonreír y tras un silencio le pregunté por Guatemala. “¿Qué tal la Ciudad?” 

Devolvió sin prisa una respuesta negativa, tirando de su conocimiento político. Como es habitual en mis paisanos, en diez minutos, tal vez siete, me había dado todas las soluciones al problema político-social del país. Nathan escuchaba plácido la conversación. Al acabar dijo “Qué loco, tres chapines discutiendo de problemática guatemalteca en Valencia, a punto de sentarse a la mesa de un restaurante vasco. Ja-ja ¿Pasamos?”- De camino detuvo a un mesero por el brazo para preguntar por los vinos. Nos sentamos en una mesa aparte del resto, junto a una ventana con barrotes de hierro forjado que Julio, el joven escritor, no escatimó en comparar con las de Antigua. Habló de la arquitectura renacentista española, de las fachadas barrocas y de la exquisitez de sus iglesias. Finalmente procuró convencernos de que el restaurante, más que vasco, parecía estar fuertemente ligado a Sevilla, y por tanto, a la arquitectura colonial latinoamericana.

Lo siguiente fue ver a Nathan cual catador de vino, meciendo la copa ligeramente de un lado a otro, con especial atención en el aroma, en el color que adquiría el líquido escarlata a contra luz. Había ordenado el tinto más caro de la carta. Antes de pasar a la comida bebimos  acompañando el vino de buen queso de Idiazábal. Más tarde pedimos Bacalao, chipirones, merluza a la koskera y gran variedad de pinchos. Así bebimos y comimos hablando de cualquier cosa, de autores europeos y de corrientes experimentales. Más allá de la ventana abierta se suspendía en medio de todo una luna exquisita, apenas y se sentía la brisa de una noche veraniega. Tras cesar las risas y escasear los autores de quienes hablar, Nathan aparató las copas con la mano y preguntó por  los documentos. Sobre la mesa puse el sobre manila que contenía todo lo que hasta ese momento había traducido. –Ahí están –dije- todos los cuentos excepto el último, que llevo por la mitad - mentí. Julio cruzaba las piernas en la silla junto a  la ventana. Encendió un cigarrillo y desde ahí vio el sobre como quien no quiere la cosa. Nathan sacó del bolsillo frontal de su camisa unas gafas de marco plateado, se las puso y sólo entonces retiró los documentos del sobre. Tardó algún tiempo en leer el primer cuento. Pasados unos minutos dobló sus gafas y las guardó nuevamente en el bolsillo. Le alcanzó las hojas a Julio y se volvió a mi sonriente, tocándome el hombro.
-Supiste mantener la esencia –dijo- por eso la importancia de ser un lector minucioso antes de escribir o traducir nada.

Encendí un cigarro a la espera de que Julio terminara también de leer su cuento, ahora en inglés. Cuando acabó dijo “excelente, excelente”. Después, con suma amabilidad, me invitó a pulir dos o tres cosas, nada más. Tenía especial interés por los adjetivos. Dijo que estaba convencido de que en algunos casos la traducción vencía la intensidad, a veces la fuerza de ciertas descripciones.
-Fijáte acá – decía señalando con el dedo- light Green cuando el adjetivo es glauco, o sino acá, resounding  en función de “estrepitoso”. ¿Me entendés? Y en la descripción de la negra ¿Sabés cuál? La del vestido fucsia, no tiene la misma fuerza extravagant que estrafalario. Allí se me ocurre lavish, incluso eccentric o mejor aún outlandish. 
 Empero, quedamos en afinar los últimos detalles vía correo electrónico. 

Salimos del restaurante y esperamos fumando el taxi. Prometí ponerlo al tanto de la situación y él, por su parte, prometió reescribir algunos fragmentos si no encontrábamos los adjetivos que contuvieran la fuerza equivalente vueltos al inglés. Estrechamos manos, le deseé buenas noches. Ya cuando se iba, sujetando la manija del taxi, se volvió un momento a donde estaba y dijo “Te encargo en especial el último cuento, es mi favorito”. Acto seguido me dio una tarjeta de contacto con dos números fijos y me palmeó la espalda. “Llama al segundo en caso de ser urgente”. Volví a estrecharle la mano antes de verlo partir. 

La mañana siguiente en el departamento me encargué de despejar el escritorio en que trabajaba. Cambié el cenicero por otro limpio y organicé una serie de papeles que yacían desparramados sobre la máquina de escribir. Levanté unas copas con el vino ya seco en los bordes de cristal y dos o tres latas de cerveza vacías. Cuando me senté resuelto a empezar, sorbiendo a pequeños tragos un té de manzanilla, volví a pensar en la cajera. ¡Ah! sus dos ojos fijos. Su acento. Tan sólo imaginar sus “eses” acentuadas cerca de mi boca era una delicia. Supe inmediatamente que esta vez ni la buena lectura me salvaría de pensarla. Descolgué mi abrigo, me cepillé los dientes y ésta vez…, ésta vez sí me conduje al supermercado.
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A las dos horas o tres estaba de vuelta en el sillón negro de la sala. Lo cierto es que no la encontré, ni aun cuando pregunté por ella a una empleada regordeta que ocupaba la misma caja. –No conozco a ninguna tintada de rubio, o que se pinte las uñas de rojo perla.- me dijo.  Añadió además que no mantenía una relación con las demás empleadas y que sólo conocía a su superior de nombre completo. Lo que sí me dijo es que la trasladaron a esa caja (la 4), porque una de las cajeras estaba ausente o había renunciado recientemente. De nada me serviría esperarla en el estacionamiento cigarro a cigarro, pendiente de la puerta que ponía “Personal Autorizado”. Igual vería salir a la gorda y a las encargadas de las cajas contiguas, pero  ¿a la rubia? Empezaba a culparme por no haber bajado al supermercado el día en que Nathan me lo aconsejó. Bebí el resto de una botella de coñac que tenía en la despensa. Después me acomodé, allí sentado donde estaba y sucumbí a la profundidad de un sueño movedizo.

Eran casi las 2 de la madrugada cuando desperté. Me pareció haber oído el timbre del departamento. Descolgué el auricular y comprendí que no era nadie.  Desde  el sillón alcancé al otro lado de la mesa el libro del guatemalteco y encendí la lámpara. Personalmente no me gustaba su estilo, y a diferencia de Nathan, no creía que prometiese demasiado. Recordé, sin embargo, sus palabras “el último es mi favorito”.  Lo abrí en la página correspondiente.

 El relato se titulaba Compras de Última Hora. Me metí de lleno en una lectura que duraría cinco o siete minutos.  Imaginarán ustedes la sorpresa y casi el miedo que sentí cuando página a página el relato describía a la cajera. Y ¡Qué horror! Cuando dibujó exquisitamente y con palabras sus dos ojos fijos, o el pelo tintado de rubio y las uñas a rojo perla. Cómo me palpitó el corazón cuando mencionó detalladamente el acento estoico y bien articulado y con qué precisión describió el supermercado a color rojo chillón o la caja en la que se encontraba. ¡Ah!  Pero entonces, cuando creí que la casualidad de una descripción exacta había llegado al colmo, mencionó lo que haría pararme del sillón y tirarme del pelo hasta releer el cuento tres veces, hasta convencerme de que las palabras realmente estaban allí, retratando lo que yo ya había visto: habló de palabras a lápiz escritas en el reverso de una factura. Corrí a la mesa de noche en busca de la tarjeta que me dio Julio al salir del restaurante. La encontré dentro de la billetera y llamé inmediatamente al segundo número, tal como lo indicado. 

A través del auricular se oía el tono punzante y espaciado de la llamada en curso. Se me hinchaba el pecho a cada respiración, sentía la sangre amontonarse en mis sienes. Ya cuando estaba a punto de colgar el teléfono a falta de respuesta, dejé de oír el tono de llamada. Inmediatamente percibí una respiración al otro lado del teléfono. No pude articular palabra.

-¿Si?... ¿Diga?... …¿Quién es? – decía una voz femenina. -¿Hola? ¿Si? – continuaba.

Casi me arranco el pelo con la mano al escucharla y sentir por poco, a través del teléfono, el olor ilusorio de su aliento, el vapor menta de su chicle.

Al cabo de un rato el teléfono cambió de manos y  la voz se tornó en una masculina.

-¿Si? ¿Bueno? ¿Quién llama?... ¿Me escucha?- Después se oyó como si hablara para sí mismo - “no sé quién putas sea”.

Entonces dije – Julio, ¿A vos también te escribió en el reverso de la factura algo así como “te
robé cincuenta céntimos?”


Colgó el teléfono inmediatamente. Contra mi oreja, brotando del auricular, quedó el tono intermitente de la llamada frustrada.


lunes, 16 de junio de 2014

Trois cigarettes, quatre




La negra se acercó a pedirme un cigarrillo. Cuando extendí el cartón, recién estrenado, para que tomara uno preguntó si podía tomar tres. Le dije igualmente que sí. Regresó sobre sus pasos y dobló en el pasillo de la izquierda. 

La residencia era una especie de cuadrado conformado por cuatro edificios de tres plantas, conectados entre sí por corredores de baldosa. Cada habitación tenía su balcón con vistas a un jardincito paupérrimo del primer nivel, donde los universitarios arrojaban  sus colillas. La negra debió verme encender el cigarrillo a través de las persianas. A las dos chupadas de nicotina la vi asomarse en mi pasillo y supe que venía a pedirme uno, (aunque quiso tres). Terminé de fumar el  marlboro, pisoteé la colilla en la baldosa y entré en mi estudio. Encendí la computadora portátil, dejé el paquete de tabaco sobre la mesa y empecé a escribir un relato a partir de la negra. A las cinco líneas alguien tocó a la puerta, era la negra. Nos costó entendernos en francés, ella sacó un inglés chapuceado y más o menos propuso ir a su habitación. Asentí con la cabeza, entré por mis llaves, cerré la laptop y me volví a incorporar. Ahora la seguía a través de su pasillo.

Después de que me hubiese enseñado su estudio, que era, insospechablemente más pequeño que el mío, me sentó en una silla junto a la ventana. Tenía una mesita blanca enfrente que contrastaba bien con las paredes rosa. Se perdió un momento en la cocina y regresó con una botella de ron, la puso sobre la mesa, luego trajo dos vasos con hielo y un doble litro de Pepsi-cola. A todo esto nadie hablaba. Encendió un cigarro de los tres que le había dado y me alcanzó el encendedor. Palpé mi bolsillo, olvidé el tabaco. Quise levantarme y salir a buscarlo, pero entonces me sentó de vuelta y me dio un cigarrillo de los antes míos. Los dos fumábamos. La negra me veía sonriente, sus dientes eran más blancos que la mesa. Soltaba el humo en leves soplidos, apoyaba el codo en la mesa y sostenía el marlboro entre sus dedos a la altura de la cabeza, su mano vuelta hacia atrás. Seguíamos en silencio,  noté que le gustaba verme a los ojos.

Luego de que hubiésemos compartido el tercer y último cigarrillo se levantó de su silla a servir el ron. Llenó su vaso a la mitad y cuando se acercó a llenar el mío se dejó caer en mis piernas. La tenía contra mis muslos. Llenó el vaso desde allí y alcanzó el suyo al otro lado de la mesa.  No parecía querer levantarse. Cuando la botella estuvo por la mitad ensayé la vista contra la etiqueta. Fracasé en la lectura, pudiendo leer solamente la marca del ron en letras grandes, doradas, movedizas. 

Me gustaba la negra, sus piernas firmes, su boca, su olor a detergente de ropa; sus nalgas tersas en shorts deportivos haciendo presión contra mis piernas. Cuando se distrajo en llenar nuevamente los vasos descubrí su cuello, se me antojó besarlo. Le pase la lengua, sentí el sabor amargo de su perfume. Terminamos la botella de ron hasta la última gota.

 Hace un par de días alguien leyó el relato que escribí a partir de la negra. Me preguntó “¿Te has acostado alguna vez con una francesa?, ¿La negra de la que hablás es real?”. Le respondí que no, le recordé que escribo ficción. Me felicitó, le gustó. Volví a mi laptop después de algunos días sin escribir. Allí estaba el tabaco, descansando en la mesa. A la cajetilla faltaban 4 cigarrillos.