Amigo, de pronto estoy pensando en vos. Fue encendiendo un cigarro, en la primera
calada. Te juro que estuve allí. En la fiesta de las primeras toses. De los 0
grados mentolados, del XL sin mixer. En los fríos de alguna fiesta de carretera
a El Salvador afrontada con t-shirt abercrombie y jeans claros. Y la cosa
movidísima, pleno desmadre. Podía ver la ropa a colores, los vestidos, las chumpas, los
zapatos, pero las caras de la gente borrosas. Sirviéndose un trago en la mesa
plástica del fondo está Pili García, con quince años encima, y afuera, en el
jardín, estás vos en círculo de caras desenfocadas, encendiendo el último
cigarro del cartón. Está Tono haciéndose verga a una fea y está Cristie
buscándome entre el gentío, estoy seguro que me está buscando. Lleva el vestido
negro de puntitos blancos. Es la fiesta en que no pude besarla. ¿Te acordás? Y
yo estoy flotando en el lugar, casi de espectador. No puedo hacer nada, sólo
estoy allí, viéndolo todo de cerca.
domingo, 29 de junio de 2014
Cristie
viernes, 27 de junio de 2014
El Guardían Entre el Centeno / The Catcher in the rye, (Holden Caulfield), J.D. Salinger
Alianza Editorial, Madrid (2005)
ISBN: 84-206-3409-3
228 pp.
La voz de Holden, protagonista de la novela publicada en 1951, recuerda la de un adolescente debatiéndose entre dos ideas: por un lado la de vivir (en su sentido más amplio y subversivo) y por otro la necedad de no faltar a lo que cree. El personaje encierra en sí el valor de ambas cosas, además llevadas a una ecuanimidad absoluta. En otras palabras, representa la transición progresiva de alguien que se empuja a encontrar lo futuro, aunque viendo constantemente su reflejo en el pasado. Por eso las ganas de largarse, de irse lejos y olvidarse de su vida hasta ese momento. Pero también la ternura de ver a su hermana Phoebe subir al Carrousel, luego de haberle prometido regresar a casa, y contemplarla aún bajo la lluvia, dando vueltas en su abrigo azul.
La novlea parece tomar varias salidas. De sus primeras páginas se intuyen innumerables posibilidades. Creo que Salinger inviste a Holden de una rebeldía pletórica que hace del lector un dependiente de la página siguiente. Moldea al personaje hasta volverlo una hoja liviana, un tipo vulnerable, digamos expuesto, a los vicios del trasnoche. Sus decisiones son poco meditadas y en esa fragilidad aparente del personaje el libro encuentra la permanencia del lector. Holden es perfectamente capaz de tomar un taxi como de llamar desde un teléfono público o abordar a alguien en la calle. Quiero decir, está dotado de comunicación, movilidad y capacidad social. El taxi puede conducir a cualquier parte y el teléfono cogerlo también, cualquier persona. Lo sabe quien lee el libro, que además quiere que Holden se dirija a alguna parte específica o que conozca / se encuentre con alguien que gane importancia de cara a las páginas siguientes. Y así es como Salinger logra mantenernos a la espera de un giro eventual que, en mi opinión, nunca llega.
Si antes hablé de la imperceptibilidad del personaje, que abre de par en par la puerta a posibles acontecimientos, también, en el primer párrafo, mencioné la coexistencia de un contrapeso, de un ancla moral. Se trata de un recurrente vistazo nostálgico, de una infancia reacia a abandonar al personaje. Creo que el libro está minado de pequeñas trabas y sensaciones antes experimentadas que lo ligan inevitablemente a su pasado. Pienso que su misma búsqueda, su misma rebeldía, gira en torno a dos cosas: La primera, saciar su incipiente apetito sexual y la segunda, volver con las personas e impresiones de antaño. No es de extrañar que al encontrarse solo, luego de haber dejado el colegio, recurriera a los lugares de antes, y que en los teléfonos públicos, marcara siempre el número de aquellos a quienes no veía en mucho tiempo. La moral juega finalmente un rol esencial. Se me ocurre pensar en Sunny, la prostituta que Holden recibe en su habitación. "De pronto empecé a notar una sensación rara. (p 106) Iba todo demasiado rápido. Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a desnudarse, uno tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo. Pues yo no. Lo que sentí fue una depresión horrible." Más adelante, ante la insistencia de la mujer por pasar al acto sexual y cobrar el dinero, Holden se vuelve a ella y pregunta "¿No te apetece hablar un rato?"
El contraste de su rebeldía, de su ambición flamante en cuanto a sus resoluciones pueriles, es , creo, el residuo exquisito de un libro que pudo ser mejor y que fue, irónicamente, superado por Holden, su protagonista.
*De la lectura lamento dos cosas. La pésima traducción española de Carmen Criado, que tradujo el ejemplar que leí (a falta de conseguirlo en inglés), y que Jane Gallagher no se reencontrara con Caulfield.
ISBN: 84-206-3409-3
228 pp.
"No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta
cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo."
La voz de Holden, protagonista de la novela publicada en 1951, recuerda la de un adolescente debatiéndose entre dos ideas: por un lado la de vivir (en su sentido más amplio y subversivo) y por otro la necedad de no faltar a lo que cree. El personaje encierra en sí el valor de ambas cosas, además llevadas a una ecuanimidad absoluta. En otras palabras, representa la transición progresiva de alguien que se empuja a encontrar lo futuro, aunque viendo constantemente su reflejo en el pasado. Por eso las ganas de largarse, de irse lejos y olvidarse de su vida hasta ese momento. Pero también la ternura de ver a su hermana Phoebe subir al Carrousel, luego de haberle prometido regresar a casa, y contemplarla aún bajo la lluvia, dando vueltas en su abrigo azul.
La novlea parece tomar varias salidas. De sus primeras páginas se intuyen innumerables posibilidades. Creo que Salinger inviste a Holden de una rebeldía pletórica que hace del lector un dependiente de la página siguiente. Moldea al personaje hasta volverlo una hoja liviana, un tipo vulnerable, digamos expuesto, a los vicios del trasnoche. Sus decisiones son poco meditadas y en esa fragilidad aparente del personaje el libro encuentra la permanencia del lector. Holden es perfectamente capaz de tomar un taxi como de llamar desde un teléfono público o abordar a alguien en la calle. Quiero decir, está dotado de comunicación, movilidad y capacidad social. El taxi puede conducir a cualquier parte y el teléfono cogerlo también, cualquier persona. Lo sabe quien lee el libro, que además quiere que Holden se dirija a alguna parte específica o que conozca / se encuentre con alguien que gane importancia de cara a las páginas siguientes. Y así es como Salinger logra mantenernos a la espera de un giro eventual que, en mi opinión, nunca llega.
Si antes hablé de la imperceptibilidad del personaje, que abre de par en par la puerta a posibles acontecimientos, también, en el primer párrafo, mencioné la coexistencia de un contrapeso, de un ancla moral. Se trata de un recurrente vistazo nostálgico, de una infancia reacia a abandonar al personaje. Creo que el libro está minado de pequeñas trabas y sensaciones antes experimentadas que lo ligan inevitablemente a su pasado. Pienso que su misma búsqueda, su misma rebeldía, gira en torno a dos cosas: La primera, saciar su incipiente apetito sexual y la segunda, volver con las personas e impresiones de antaño. No es de extrañar que al encontrarse solo, luego de haber dejado el colegio, recurriera a los lugares de antes, y que en los teléfonos públicos, marcara siempre el número de aquellos a quienes no veía en mucho tiempo. La moral juega finalmente un rol esencial. Se me ocurre pensar en Sunny, la prostituta que Holden recibe en su habitación. "De pronto empecé a notar una sensación rara. (p 106) Iba todo demasiado rápido. Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a desnudarse, uno tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo. Pues yo no. Lo que sentí fue una depresión horrible." Más adelante, ante la insistencia de la mujer por pasar al acto sexual y cobrar el dinero, Holden se vuelve a ella y pregunta "¿No te apetece hablar un rato?"
El contraste de su rebeldía, de su ambición flamante en cuanto a sus resoluciones pueriles, es , creo, el residuo exquisito de un libro que pudo ser mejor y que fue, irónicamente, superado por Holden, su protagonista.
*De la lectura lamento dos cosas. La pésima traducción española de Carmen Criado, que tradujo el ejemplar que leí (a falta de conseguirlo en inglés), y que Jane Gallagher no se reencontrara con Caulfield.
jueves, 26 de junio de 2014
Son las persianas
Son las persianas. Afuera transcurren las diez de la mañana en punto, toda y su gente, toda y sus perros. Empiezo a escuchar el ruido irregular de las pisadas en el pasillo, las habituales conversaciones de salida acompañada, una despedida en la puerta del cuarto contiguo; el incansable sonido del refrigerador enfriando hasta donde indique el termostato.
Tengo entendido que la alarma debió hacer escándalo a las 8. Entonces, entre la ducha, el desayuno, los dientes-ropa, poder alcanzar el autobús de las 8:45. Bajar en él hasta caerle por atrás a Poitiers, ya en Saint-Eloi, y poder tomar el tranvía de las 9. Esperar cabizbajo el trayecto, evitando con la vista a los demás transeúntes, que también la fijan en cualquier parte. Bajar en Louis Blanc, seguir todo para arriba, avistar la iglesia y doblar frente a Des Plants. Finalmente caminar los cien o doscientos metros que restan a Peyrou. Para entonces, supongo que las 9 treinta, entrar al parque y con diferencia de dos minutos, estar buscando a Alice entre los árboles.
miércoles, 25 de junio de 2014
María Ixcoy
María Ixcoy,
empleada de la familia, fue la primera en dar aviso a la policía local. La
llamada salió de su teléfono móvil. Según dice, corrió dando de gritos al
advertir los cuerpos sobre la alfombra. Adelantó además, al ser preguntada, que
las pisadas en la parte trasera del jardín eran suyas: Dijo que al bajar del
autobús y caminar los cien metros que restan hasta el vallado de la mansión,
vio que las luces de la casa estaban encendidas. Según el reporte, a este punto
le alcanzan una fotografía de la familia y llora sobre la imagen. Acto seguido
le facilitan una sala independiente donde relajarse y tomar un té de
manzanilla. Más tarde, de vuelta en la primera sala, sigue e insiste en que las
luces a esa hora de la mañana no eran habituales y que por ello, al abrir la
reja, decidió no entrar en la casa. En cambio optó por dar la
vuelta atravesando el jardín y asomarse por la ventana de la cocina. Al
preguntarle por qué no llamó a la casa desde el timbre o dando golpes a la
puerta, vuelve a mencionar las luces. Dice también haber sentido miedo al
advertir el Mercedez-Benz con el retrovisor averiado, colgando de sus propios
cables. Vuelve a inquietarse y ahora es ella que interrumpe al oficial: pregunta por
los niños y su gesto es inconsolable.
Entre las
fotografías forenses hay una en que se ve claramente al padre de familia con
las piernas sobre el sillón de la sala. Tiene la cabeza contra el suelo,
notablemente vuelta hacia atrás. De sus ojos abiertos sale un surco irregular
de sangre que pinta su recorrido hasta desaparecer en una barba tupida de seis
días. Su hijo juan, de 12, yace de bruces en la alfombra. Su cabellera fina
parece como desprendida a la fuerza y casi da la impresión de que el trozo de
cuero cabelludo es independiente al cuerpo. Por otro lado la madre presenta una
inflamación exagerada en la frente y pómulos. Su rostro es irreconocible. De
Tibi, el hijo menor, no se sabe nada.
A seis años
del caso, migración del aeropuerto de Guatemala recibe y sella en aprobación el
pasaporte de María Ixcoy, que regresa a su país natal después de una larga estancia
fuera. Va acompañada de un adolescente taciturno a quien antes
solían llamarle Tibi. María nunca se
repuso de un dolor punzante a la altura de la cadera, producto tal vez, de golpear un
retrovisor en carrera.
martes, 24 de junio de 2014
No olvide el recibo
Claro que me había dado cuenta, ella viéndome desde el mostrador. No me inmuté al sacar las cosas de la cesta para
que pudiera cobrarme, ni aun cuando sé que debió suponer, después de escanear
parsimoniosamente el tabaco, el vino más barato del supermercado y las otras
pocas cosas en lata que llevaba, de que era un infeliz tal vez divorciado y con
hijos, que vivía en la más perra de las soledades. Tal vez imaginó un
apartamento de paredes amarillas y en la cocina los trastos sin lavar; un olor
estancado a cigarrillo y la taza del inodoro a gotas ambarinas de pipí. || Seguía viéndome.|| Casi
alternaba la vista del producto que pasaba sobre el escáner a mis ojos. Acabé
de guardar la triste compra en dos bolsas plásticas y cuando me volví a ella
con ademán de sacar la billetera, me encontré de nuevo con sus dos
ojos fijos.
-Quince euros, por favor. –dijo,
extendiendo la mano. Su acento me recordó a las meteorólogas de Televisión
Española, o más bien a las presentadoras de boca afilada y pelo corto, también
de Televisión Española, que discuten enérgicas la deuda externa con cifras
desorbitantes en el telediario de las 9.
Le di la cantidad justa en tres billetes
de cinco. Cuando me vio guardar la cartera de vuelta en el bolsillo, giró la
pantalla del total hacia mí para que pudiera ver la cantidad exacta en dígitos
verdes. Faltaban por pagar 50 céntimos. Lo entendí. Su mirada empezaba a
inquietarme y casi sentí la presión de sus ojos cafés cuando buscaba
en mi billetera los centavos restantes, quería sacarlos cuanto antes. La cajera
daba toques en el metal con sus uñas rojas, también mascaba un chicle con la
boca abierta, me parecía humillante. Puse un euro sobre el
mostrador, ella lo tomó con indiferencia y casi inmediatamente me
dio el cambio junto al recibo. Al momento de recibirlo dejé la
factura a un lado de la caja para que no me estorbara guardando las
monedas.
-No olvide usted el recibo- dijo, abriendo
más los ojos. Me lo acercó con la mano, después agregó- Por si luego
desea cambiar algo, vamos, que no es mucho lo que lleva pero… -alargó la “o”-
de pronto ve que una cosa no le convence y… no sé. Sólo por si acaso, tómelo. -
Al viejo que iba detrás mío en la fila le era indiferente todo y sólo quería
pagar sus bombillas eléctricas de bajo consumo para salir del lugar. Tomé la
factura y la guardé en una de las bolsas plásticas. Donde estaba, ya antes de
irme, sentí el aliento de la cajera que llegaba retrasado. Dije hasta luego,
ella no respondió.
En mi apartamento la pensé sobre el sillón
de la sala, paladeando largamente una copa de mal vino francés. Recordé su pelo
teñido de rubio, sus uñas rojas perla y sus tetas de española
contra el uniforme del supermercado. Pensé en las bocas que
articulaban “eses” afiladas y en el “cincuenta” que dijo z-incuenta. Y los ojos
¡Ah! Esos ojos cafés tan descarados para encontrar los míos al otro lado del
mostrador. De pronto me asaltó el aroma de su aliento, ese vaho a hierbabuena
que salía tímido a cada palabra. Y recordar el sonido de su boca
abierta al mascar y mascar el chicle me hizo quererla. Sonó escandaloso el
timbre de mi apartamento. Casi había olvidado que venía a cenar Nathan.
Preparé unos raviolis de lata y les vertí
encima una salsa de queso, también de lata. Acerqué dos sillas al balcón y una
mesita plástica de exterior. Al ofrecer el primer cigarro a Nathan recordé la
botella de vino que había comprado unas horas antes en el supermercado. Me
conduje a la cocina haciendo gracia en voz alta de lo que íbamos a beber. -Vas
a ver lo que compré – le decía -, un vino verde que mandé a traer de Portugal.
Una maravilla-.
Nathan sabía mucho de vinos, en especial
del buen blanco. Abrí la bolsa del supermercado y me encontré con el ticket de
la compra a un lado de las cosas. Pensé en que las únicas palabras de la
cajera, aparte del total a pagar, giraban en torno a la insistencia
de que conservara la factura. Tomé el trozo rectangular de
papel y viéndolo a ambos lados, advertí estupefacto que en el
reverso se distinguían palabras pálidas escritas a lápiz. Cuando salí al balcón
con la botella de vino en la mano me fue imposible reparar en lo que Nathan
decía, que se retorcía a carcajadas en su silla al advertir la bebida. Encendí
un cigarro, el seguía diciendo “vaya mierda de vino”. Lo descorchó y
me sirvió del líquido hasta la mitad de la copa. Alcanzándome el vino y
viéndome de cerca a la cara, le fue inevitable preguntar “¿Qué te pasa?”
----
Ya al acabar de contarle, omitiendo
detalles como lo de las uñas rojas, las “eses” afiladas o el vapor de su
aliento, lo vi tomarse una pausa para beber del vino y apagar la colilla contra
el cenicero antes de decir: -Yo que vos la esperaba a la salida del
supermercado.
Lo despedí en la puerta, sin bajar
siquiera al portal. Desde el balcón, recogiendo las copas de la mesa, lo vi
atravesar la calle pendiente de los autos que pasaban silbando en ambas
direcciones. Se llevaba un cigarro a la boca cuando lo vi
desaparecer tras la esquina.
A primera hora del día siguiente escribí
un e-mail a Nathan diciéndole que me sentía mal y que prefería no trabajar en
los textos hasta encontrarme mejor. Para entonces traducía al inglés un librito
de cuentos de un joven autor guatemalteco que según mi amigo, prometía
muchísimo. A pesar de que la editorial lo había promovido en España, no
consiguió vender ni la mitad de lo esperado. Nathan estaba convencido de que el
lector angloparlante sabría apreciar el libro por encontrar en
él un algo que distaba notoriamente de los textos de muchos otros cuentistas de habla inglesa contemporánea. Al cabo de algún tiempo
logró convencer al director de la editorial acerca de su idea, finalmente
accedió y se me encargó a mí la traducción.
Ese día no quise ver el material, no quise
siquiera leer el último cuento que restaba por traducir y que sería mi última
semana de encierro; (por eso la comida enlatada). En cambio estuve contemplando
largo rato el recibo del supermercado, a veces lo olía, a veces pasaba los
dedos sobre las letras.
Nathan llamó al teléfono una hora después
“Leí tu mensaje, no hay problema. Tratá de descansar y dame una llamada mañana
en la mañana para ver cómo seguiste. ¡Ah! y si necesitás ayuda con algo
mandámelo directamente al correo electrónico”. Ya antes de colgar me recordó lo
de la cena en Lizarrán.- “Muy importante que podás mostrarle una parte del
trabajo”- dijo. Lo apunté en un papel dibujando en el centro un “ 8 “ gigante
y justo debajo, en mayúsculas, “LLEVAR TEXTOS”. Lo puse en la
esquina del espejo de baño.
A las 9 de esa misma noche me contuve de
ir al supermercado. Ya había descolgado el abrigo y lavado los dientes. A las
10 me asaltó la imagen de la cajera, otra vez en el sillón. Lo remedié con un
libro de cuentos de Dylan Thomas que tenía por la mitad en la mesa de noche. A
las 11 lo terminé y salí a fumar al balcón. Entre los paseantes de 7 pisos
abajo, busqué la cara de la cajera. Arrojé la última colilla. A las 12 la
imagen volvió a acontecerme, esta vez débil. A las 12:15 revisé la hora por
última vez.
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Llegué a Lizarran antes de las ocho. Aquel día tampoco trabajé en el último cuento y en cambio me paseé por el centro hasta llegada la hora de la cita. A los veinte minutos de esperarlos afuera del restaurante, los vi bajar de un taxi en la esquina de Pintor Sorolla. El escritor era más bajito de lo que me imaginaba. Casi bajando del taxi se dirigió a donde estaba. Llevaba la mano extendida y una sonrisa plácida en los labios.
Llegué a Lizarran antes de las ocho. Aquel día tampoco trabajé en el último cuento y en cambio me paseé por el centro hasta llegada la hora de la cita. A los veinte minutos de esperarlos afuera del restaurante, los vi bajar de un taxi en la esquina de Pintor Sorolla. El escritor era más bajito de lo que me imaginaba. Casi bajando del taxi se dirigió a donde estaba. Llevaba la mano extendida y una sonrisa plácida en los labios.
-Así que vos sos el traductor -dijo-. Muchísimo
gusto. Que sepas que admiro tu labor más que la mía.- Le estreché
la mano viéndole a los ojos. Sabía que mentía. En su postura exageradamente
recta y en el apretón de manos hidráulico que me dio se notaba un algo de
superioridad. Me limité a sonreír y tras un silencio le pregunté por
Guatemala. “¿Qué tal la Ciudad?”
Devolvió sin prisa una respuesta negativa,
tirando de su conocimiento político. Como es habitual en mis paisanos, en diez
minutos, tal vez siete, me había dado todas las soluciones al problema
político-social del país. Nathan escuchaba plácido la conversación. Al acabar
dijo “Qué loco, tres chapines discutiendo de problemática guatemalteca en
Valencia, a punto de sentarse a la mesa de un restaurante vasco. Ja-ja
¿Pasamos?”- De camino detuvo a un mesero por el brazo para preguntar por los
vinos. Nos sentamos en una mesa aparte del resto, junto a una ventana con
barrotes de hierro forjado que Julio, el joven escritor, no escatimó en
comparar con las de Antigua. Habló de la arquitectura renacentista española, de
las fachadas barrocas y de la exquisitez de sus iglesias. Finalmente procuró
convencernos de que el restaurante, más que vasco, parecía estar fuertemente
ligado a Sevilla, y por tanto, a la arquitectura colonial latinoamericana.
Lo siguiente fue ver a Nathan cual catador
de vino, meciendo la copa ligeramente de un lado a otro, con especial atención
en el aroma, en el color que adquiría el líquido escarlata a contra luz. Había
ordenado el tinto más caro de la carta. Antes de pasar a la comida
bebimos acompañando el vino de buen queso de Idiazábal. Más tarde pedimos
Bacalao, chipirones, merluza a la koskera y gran variedad de pinchos. Así
bebimos y comimos hablando de cualquier cosa, de autores europeos y de
corrientes experimentales. Más allá de la ventana abierta se suspendía en medio
de todo una luna exquisita, apenas y se sentía la brisa de una noche veraniega.
Tras cesar las risas y escasear los autores de quienes hablar, Nathan aparató
las copas con la mano y preguntó por los documentos. Sobre la mesa
puse el sobre manila que contenía todo lo que hasta ese momento había
traducido. –Ahí están –dije- todos los cuentos excepto el último, que llevo por
la mitad - mentí. Julio cruzaba las piernas en la silla junto a la
ventana. Encendió un cigarrillo y desde ahí vio el sobre como quien no quiere
la cosa. Nathan sacó del bolsillo frontal de su camisa unas gafas de marco
plateado, se las puso y sólo entonces retiró los documentos del sobre. Tardó
algún tiempo en leer el primer cuento. Pasados unos minutos dobló sus gafas y
las guardó nuevamente en el bolsillo. Le alcanzó las hojas a Julio y se volvió
a mi sonriente, tocándome el hombro.
-Supiste mantener la esencia –dijo- por
eso la importancia de ser un lector minucioso antes de escribir o traducir
nada.
Encendí un cigarro a la espera de que
Julio terminara también de leer su cuento, ahora en inglés. Cuando acabó dijo
“excelente, excelente”. Después, con suma amabilidad, me invitó a pulir dos o
tres cosas, nada más. Tenía especial interés por los adjetivos. Dijo que estaba
convencido de que en algunos casos la traducción vencía la intensidad, a veces
la fuerza de ciertas descripciones.
-Fijáte acá – decía señalando con el
dedo- light Green cuando el adjetivo es glauco, o sino
acá, resounding en función de “estrepitoso”. ¿Me
entendés? Y en la descripción de la negra ¿Sabés cuál? La del vestido fucsia,
no tiene la misma fuerza extravagant que estrafalario. Allí se
me ocurre lavish, incluso eccentric o mejor
aún outlandish.
Empero,
quedamos en afinar los últimos detalles vía correo electrónico.
Salimos del restaurante y esperamos
fumando el taxi. Prometí ponerlo al tanto de la situación y él, por su parte,
prometió reescribir algunos fragmentos si no encontrábamos los adjetivos que
contuvieran la fuerza equivalente vueltos al inglés. Estrechamos manos, le
deseé buenas noches. Ya cuando se iba, sujetando la manija del taxi, se volvió
un momento a donde estaba y dijo “Te encargo en especial el último cuento, es
mi favorito”. Acto seguido me dio una tarjeta de contacto con dos números fijos
y me palmeó la espalda. “Llama al segundo en caso de ser urgente”. Volví a
estrecharle la mano antes de verlo partir.
La mañana siguiente en el departamento me
encargué de despejar el escritorio en que trabajaba. Cambié el cenicero por
otro limpio y organicé una serie de papeles que yacían desparramados sobre la
máquina de escribir. Levanté unas copas con el vino ya seco en los
bordes de cristal y dos o tres latas de cerveza vacías. Cuando me senté
resuelto a empezar, sorbiendo a pequeños tragos un té de manzanilla, volví a
pensar en la cajera. ¡Ah! sus dos ojos fijos. Su acento. Tan sólo imaginar sus
“eses” acentuadas cerca de mi boca era una delicia. Supe inmediatamente que
esta vez ni la buena lectura me salvaría de pensarla. Descolgué mi abrigo, me cepillé
los dientes y ésta vez…, ésta vez sí me conduje al supermercado.
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A las dos horas o tres estaba de vuelta en
el sillón negro de la sala. Lo cierto es que no la encontré, ni aun cuando
pregunté por ella a una empleada regordeta que ocupaba la misma caja. –No
conozco a ninguna tintada de rubio, o que se pinte las uñas de rojo perla.- me
dijo. Añadió además que no mantenía una relación con las demás
empleadas y que sólo conocía a su superior de nombre completo. Lo que sí me
dijo es que la trasladaron a esa caja (la 4), porque una de las cajeras estaba
ausente o había renunciado recientemente. De nada me serviría esperarla en el
estacionamiento cigarro a cigarro, pendiente de la puerta que ponía “Personal
Autorizado”. Igual vería salir a la gorda y a las encargadas de las cajas
contiguas, pero ¿a la rubia? Empezaba a culparme por no haber bajado
al supermercado el día en que Nathan me lo aconsejó. Bebí el resto de una
botella de coñac que tenía en la despensa. Después me acomodé, allí sentado donde
estaba y sucumbí a la profundidad de un sueño movedizo.
Eran casi las 2 de la madrugada cuando
desperté. Me pareció haber oído el timbre del departamento. Descolgué el
auricular y comprendí que no era nadie. Desde el sillón
alcancé al otro lado de la mesa el libro del guatemalteco y encendí la lámpara.
Personalmente no me gustaba su estilo, y a diferencia de Nathan, no creía que
prometiese demasiado. Recordé, sin embargo, sus palabras “el último es mi
favorito”. Lo abrí en la página correspondiente.
El relato se titulaba Compras
de Última Hora. Me metí de lleno en una lectura que duraría cinco o
siete minutos. Imaginarán ustedes la sorpresa y casi el miedo
que sentí cuando página a página el relato describía a la cajera. Y ¡Qué
horror! Cuando dibujó exquisitamente y con palabras sus dos ojos fijos, o el
pelo tintado de rubio y las uñas a rojo perla. Cómo me palpitó el corazón
cuando mencionó detalladamente el acento estoico y bien articulado y con qué
precisión describió el supermercado a color rojo chillón o la caja en la que se
encontraba. ¡Ah! Pero entonces, cuando creí que la casualidad de una
descripción exacta había llegado al colmo, mencionó lo que haría pararme del
sillón y tirarme del pelo hasta releer el cuento tres veces, hasta convencerme de
que las palabras realmente estaban allí, retratando lo que yo ya había visto:
habló de palabras a lápiz escritas en el reverso de una factura. Corrí a la
mesa de noche en busca de la tarjeta que me dio Julio al salir del restaurante.
La encontré dentro de la billetera y llamé inmediatamente al segundo número,
tal como lo indicado.
A través del auricular se oía el tono
punzante y espaciado de la llamada en curso. Se me hinchaba el pecho a cada
respiración, sentía la sangre amontonarse en mis sienes. Ya cuando estaba a
punto de colgar el teléfono a falta de respuesta, dejé de oír el tono de
llamada. Inmediatamente percibí una respiración al otro lado del teléfono. No
pude articular palabra.
-¿Si?... ¿Diga?... …¿Quién es? – decía una
voz femenina. -¿Hola? ¿Si? – continuaba.
Casi me arranco el pelo con la mano al
escucharla y sentir por poco, a través del teléfono, el olor ilusorio de su
aliento, el vapor menta de su chicle.
Al cabo de un rato el teléfono cambió de
manos y la voz se tornó en una masculina.
-¿Si? ¿Bueno? ¿Quién llama?... ¿Me
escucha?- Después se oyó como si hablara para sí mismo - “no sé quién putas
sea”.
Entonces dije – Julio, ¿A vos también te
escribió en el reverso de la factura algo así como “te
robé cincuenta céntimos?”
robé cincuenta céntimos?”
Colgó el teléfono inmediatamente. Contra
mi oreja, brotando del auricular, quedó el tono intermitente de la llamada
frustrada.
lunes, 16 de junio de 2014
Trois cigarettes, quatre
La negra se acercó a pedirme un cigarrillo. Cuando extendí
el cartón, recién estrenado, para que tomara uno preguntó si podía tomar tres.
Le dije igualmente que sí. Regresó sobre sus pasos y dobló en el pasillo de la
izquierda.
La residencia era una especie de cuadrado conformado por cuatro
edificios de tres plantas, conectados entre sí por corredores de baldosa. Cada
habitación tenía su balcón con vistas a un jardincito paupérrimo del primer
nivel, donde los universitarios arrojaban sus colillas. La negra debió verme encender el
cigarrillo a través de las persianas. A las dos chupadas de nicotina la vi
asomarse en mi pasillo y supe que venía a pedirme uno, (aunque quiso tres).
Terminé de fumar el marlboro, pisoteé la
colilla en la baldosa y entré en mi estudio. Encendí la computadora portátil,
dejé el paquete de tabaco sobre la mesa y empecé a escribir un relato a partir
de la negra. A las cinco líneas alguien tocó a la puerta, era la negra. Nos
costó entendernos en francés, ella sacó un inglés chapuceado y más o menos
propuso ir a su habitación. Asentí con la cabeza, entré por mis llaves, cerré
la laptop y me volví a incorporar. Ahora la seguía a través de su pasillo.
Después de que me hubiese enseñado su estudio, que era, insospechablemente
más pequeño que el mío, me sentó en una silla junto a la ventana. Tenía una
mesita blanca enfrente que contrastaba bien con las paredes rosa. Se perdió un
momento en la cocina y regresó con una botella de ron, la puso sobre la mesa, luego
trajo dos vasos con hielo y un doble litro de Pepsi-cola. A todo esto nadie
hablaba. Encendió un cigarro de los tres que le había dado y me alcanzó el
encendedor. Palpé mi bolsillo, olvidé el tabaco. Quise levantarme y salir a
buscarlo, pero entonces me sentó de vuelta y me dio un cigarrillo de los antes míos.
Los dos fumábamos. La negra me veía sonriente, sus dientes eran más blancos que
la mesa. Soltaba el humo en leves soplidos, apoyaba el codo en la mesa y
sostenía el marlboro entre sus dedos a la altura de la cabeza, su mano vuelta
hacia atrás. Seguíamos en silencio, noté que le gustaba verme a los ojos.
Luego de que hubiésemos compartido el tercer y último cigarrillo se levantó de su silla a servir el ron. Llenó su vaso a la mitad y cuando se acercó a llenar el mío se dejó caer en mis piernas. La tenía contra mis muslos. Llenó el vaso desde allí y alcanzó el suyo al otro lado de la mesa. No parecía querer levantarse. Cuando la botella estuvo por la mitad ensayé la vista contra la etiqueta. Fracasé en la lectura, pudiendo leer solamente la marca del ron en letras grandes, doradas, movedizas.
Luego de que hubiésemos compartido el tercer y último cigarrillo se levantó de su silla a servir el ron. Llenó su vaso a la mitad y cuando se acercó a llenar el mío se dejó caer en mis piernas. La tenía contra mis muslos. Llenó el vaso desde allí y alcanzó el suyo al otro lado de la mesa. No parecía querer levantarse. Cuando la botella estuvo por la mitad ensayé la vista contra la etiqueta. Fracasé en la lectura, pudiendo leer solamente la marca del ron en letras grandes, doradas, movedizas.
Me gustaba la negra, sus piernas firmes, su boca, su olor a
detergente de ropa; sus nalgas tersas en shorts deportivos haciendo presión contra
mis piernas. Cuando se distrajo en llenar nuevamente los vasos descubrí su
cuello, se me antojó besarlo. Le pase la lengua, sentí el sabor amargo de su
perfume. Terminamos la botella de ron hasta la última gota.
Hace un par de días
alguien leyó el relato que escribí a partir de la negra. Me preguntó “¿Te has
acostado alguna vez con una francesa?, ¿La negra de la que hablás es real?”. Le
respondí que no, le recordé que escribo
ficción. Me felicitó, le gustó. Volví a mi laptop después de algunos días sin
escribir. Allí estaba el tabaco, descansando en la mesa. A la cajetilla
faltaban 4 cigarrillos.
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