lunes, 31 de diciembre de 2018

Mi loca. Mi letra L


Volviste al lugar de tu despedida en un taxi, y me avisaste que estabas afuera.  
Allí estabas cuando salí, parada en el asfalto mojado con tu cara de niña traviesa, tu respiración después de tantas cervezas y todas las cosas que pensaba entonces de vos (que eran muchísimas). 

Te quitaste los zapatos después de abrazarnos con fuerza en el portón de la vecindad, (los abrazos que siempre delataron la idea que tuve de vos),  y metiste tus pies descalzos  en ese charco sucio de la casa de mis padres que vi durante toda la vida; cada invierno desde que cumplí los nueve años. El charco que fui abandonando al crecer, porque ya no me interesaban las botas de hule ni los juegos después de la lluvia. 

Encendí un cigarro como todas las veces, para poner una pausa y poder verte de cerca. ¿Cuánto había pasado desde aquel café que tomamos en el Mercadito de Lola, la tarde que no pudimos recordar a Caicedo? Cuando me explicaste que tu papá era coronel, ¿te acordás? que te había gustado tanto Guatemala (lo poco que hay por hacer), y que se fueron de Milenia por tu hermana, por un vecino que fumaba en exceso. 
Hablé pestes de las redes sociales y de las cosas que no me gustaban de todo lo que había vivido, y pensaba que eras la mujer más linda que había visto nunca, porque todo en tu cara estaba en el lugar (no sé cómo decirlo:  ¿correcto?) No me atreví a sacar un solo cigarro del bolsillo porque hasta eso podía alejarte


Tiro el cigarro a la mierda. Vos todavía descalza en el charco cuando voy a decirte por primera vez que te quiero. Habías vuelto al lugar de tu despedida, y  eso a mí nunca se me iba a olvidar.  En el ABC de mi vida  eras vos (para siempre) la letra L. Un caudal interminable de cosas  que pensar.


Pero recordar y sentir son cosas diferentes, mi lu, y solo espero, que como los charcos y los juegos después de la lluvia, pronto me dejes de importar.





viernes, 28 de diciembre de 2018

La puta con cabeza de chenca



Chenca es cigarro en Guatemala y esa puta tenía la cabeza demasiado delgada, como un filtro de Ducados o cigarros Payasos. Una señora que mi madre trataba de rehabilitar y llegaba los martes a la casa para hablar de las cosas que le pasaban en la vida y tenía la cabeza, (eso), como los cigarros que fumaba mi abuela. La chica dejaba siempre un olor a  loción, una de esas lociones que vienen en bote plástico en formatos de 600 ml con aromas demasiado dulzones, como rosas con azúcar o té de canela o ambientadores para carro. Tenía las uñas largas, el pelo recogido en una goma verde y las raíces capilares arriba de la frente. Se teñía la cabeza de rubio, la puta con cabeza de chenca, y fumaba Pall Mall y se miraba en el reflejo del espejo enorme de la sala y yo pensaba que cada vez que lo hacía corría los dedos un poco más hacia arriba del filtro. Entonces llegaba mi madre disculpándose por tener que atender una llamada y la puta se aplastaba el fleco con la mano y dejaba de verse en el espejo con un movimiento brusco, como si le diera pánico que la vieran mirándose en el espejo, y decía “no te preocupes, Marianita, no has tardado nada”.  Mi madre  podía olvidarse del té y se excusaba con un ademán de “qué tonta que soy” que hacía poniendo la palma de la mano en la frente y tardaba un momentito más para volver con las dos tazas y entonces sí, empezar a platicar.

Escuché una  vez que la puta le contaba de este cliente que la había obligado a sentarse sobre una palanca de velocidades y que había sido doloroso y que encima el muy cerdo la había tomado de los hombros para bajarla con su peso. El motor del carro estaba encendido, dijo, y era desagradable la sensación de engranajes, tornillos y piezas mecánicas allí abajo. Peor aún cuando se iba para adelante (o para atrás) y sonaba la caja de cambios quemándose por la falta de embrague y producía un sonido que le hacía pensar en dientes mordiendo una acera o desplazándose sobre planchas de hormigón.  Mi madre la escuchaba todo el tiempo del mundo, trataba de aconsejarla usando los mismos consejos de siempre aunque tratando de cambiar las palabras por otras que significaran lo mismo.

-Y la otra vez, Marianita,-le dijo a mi madre-, llamaron estos niños que vieron mi nombre en la guía telefónica para preguntar qué servicios ofrecía. Y los escuchaba reírse, Marianita, en el teléfono a los muy bandidos.-
-Gente insensible –decía mi madre, y yo podía imaginar la cara de repugnancia que tendría puesta, su cabeza haciendo movimientos reiterados de “no”.
-Sí, Marianita. Pero ya sabes que no puedes hacerle el feo a nadie, las cosas son así. Tengo que ganarme la vida, es lo que hago. Y los niños me dieron una dirección ¿sabes? y me puse el abrigo y llamé a un taxi. Resultó ser, Marianita, que era la casa de un vecino cualquiera y ya estaba cerca de tocar el timbre cuando me gritaron del otro lado de la acera para decirme que no lo hiciera, que fuera hacia donde estaban ellos. Tenían doce o trece años, los niños, Marianita. Me habían dado la dirección del vecino para no dejar constancia en el teléfono.
-No me digas, y para que nadie viera el taxi detenerse frente a su casa. ¿Y qué hiciste?-
-Claro. Ya había pagado el taxi, Marianita, así que entré en su casa. Me llevaron hasta la sala. Estaban muy asustados, los niños, pálidos y no podían hablar, me señalaban las cosas, Marianita: un sillón, un vaso con cerveza, un cenicero, un bowl con frituras. Lo tenían todo preparado–.

 Las dos se callaron un rato. La puta, supongo, tomaba un trago de té antes de seguir.
-Hubo un momento en que uno de los dos se acercó al estéreo de la sala y puso una canción que decía “culi suelta, culi suelta” muchas veces seguidas, de esas de reggaetón, Marianita, que son súper vulgares. Y los dos se acercaron, parecía que lo hubiesen ensayado antes y empezaron a bailarme pegado. Eran muy pequeños, Marianita, me llegaban al hombro y los dos empezaban a soltarse con la música y entrelazaban las manos detrás de la nuca y se acercaban con saltitos para restregarme sus pantalones.
-¿Y tú?
-Yo bailaba, Marianita, qué otra opción tenía. Iban a pagarme.
-O sea que te llamaron para bailar. –dijo mi madre, como aliviada.
-No, Marianita- dijo-. Pusieron la canción desde el principio una y otra vez y otra vez. En esa tercera vez empezaron a decirme cosas: “Vamos, puta, más rápido, más duro” o  “dale más abajo”, habían bebido ya un par de cervezas y unos tragos que sacaron del mini bar de la casa. Cuando me agachaba venía uno y me restregaba los vaqueros en la cara poniéndome una mano en la cabeza para que no me moviera.
Se quitaron sus camisetas y en ese momento pensé “por Dios, pero si deben usar talla de niño”, sus pezones rosados eran muy pequeños, con lunares y ombligos diminutos. Entonces uno de ellos, Marianita, el más atrevido,  se quitó el pantalón y me dijo que me desnudara.
-No te creo…
-Sí, Marianita. Tuve que hacerlo. Pero lo peor no fue eso. Lo peor es que cuando me desnudé y me senté en el sillón como me dijeron, me obligaron a tomar de la cerveza y después trajeron más y más y más. A los diez minutos me estaba orinando encima y les pregunté a los niños por el baño. Uno de ellos me detuvo para que no me levantara del sillón mientras otro fue rápidamente a la cocina. Trajo bolsas plásticas de basura, esas negras, marianita, grandes. Entonces pusieron el plástico en el suelo, los dos se acostaron boca arriba sobre el nylon y me pidieron que orinara encima de ellos, que apuntara a las caras abriendo bien las piernas.
-Pero… ¿qué clase de gente es esa?
Mi madre se levantó a cerrar la puerta del corredor, no le gustaba pensar que alguien en la casa pudiera estar oyendo.

La puta con cabeza de Chenca se despedía siempre tardándose un poco en el Zaguán. Se notaba que no quería irse y mi mamá obligaba un poco las cosas respondiendo a todo “sí, no, increíble, es verdad, suele pasar, ánimo, más te vale, claro que sí, eso es, las cosas como son, claro, bueno, un placer, cuando quieras”. 

La puta con cabeza de chenca bajó las dos gradas hasta la calle y se buscó las llaves del auto en el bolso “-Oye, Marianita, una última cosa.-dijo-. Estoy hablando con este psicólogo de apellido Erdmenger  por teléfono, ¿Lo conoces?-
 No escuché a mi madre decir que no pero seguramente dijo que no, que no lo conocía.
–Pues no está mal, es de estos psicólogos que cobran por minuto ¿sabes cuáles? Los que nunca ves porque trabajan desde un teléfono”. Abrió la puerta del auto y dijo –Hasta el martes próximo, Marianita. Y gracias por el té-. 

Tenía un Citroën Xsara que arrancaba a la segunda vez y una bocina que sonaba opaca, demasiado eléctrica, que tocaba después de haber dado la vuelta y pasado frente a la puerta del zaguán con mi madre diciéndole adiós con la mano.

Estuve pensando en ese psicólogo Erdmenger durante algunas semanas. Uno de esos psicólogos desafortunados (pensé), tristes mediocres que se anuncian en canales nacionales con planos de sus despachos decorados con mal gusto y chimeneas minúsculas que no sirven; divanes color mandarina y supuestos clientes actores  (Q.500 quetzales por anuncio) tendidos a lo largo con los ojos cerrados y sonrisas glaciales en la boca, como si les hubiesen arreglado la vida. Malditos que no hacen otra cosa que escuchar por teléfono a sus clientes mientras miran la T.V con poco volumen o revisan el Facebook o fotos de google de modelos europeas o, más usual, juegan al buscaminas mientras responden “ajá, ajá”, “sí”, “entiendo”, “claro”, “cómo no”, “ya veo”, a las explicaciones interminables de los clientes. Me deprimía solo de pensar en eso, me parecía triste y a la vez, cuando lo imaginaba, me entraba una risa impulsiva que tenía que tapar con las dos manos. Las conversaciones del psicólogo con la puta cabeza de chenca, pensaba, debían de ser eternas.


Llegó una noche en que mis padres  estuvieron arreglándose en el cuarto de arriba  para salir a una boda, buscando corbatas, calcetines formales que no tuvieran hoyo, cinturones, camisas recién planchadas; mi madre lloriqueando porque no le cerraba el vestido que quería usar y el pelo lo sentía raro, como demasiado forzado y apenas quedaba tiempo para pintarse la cara. Entré a la habitación un momento y vi su teléfono móvil cargándose en la mesa de noche. Yo llevaba mucho tiempo pensando en la puta con cabeza de chenca, está claro. No era fácil desprenderse de las cosas que escuchaba al acercarme a la puerta de la sala. Esa noche revisé en los contactos del celular de mi madre y  apunté el número de teléfono de la puta con cabeza de chenca sin que nadie se diera cuenta. A las 9 mis papás se habían ido a la boda y estaban lejos de saber que yo repasaba frente al espejo del baño diciendo: “Soy, Erdmenger, buenas noches” o “puta, soy Erdmenger” o “soy yo, Erdmenger y quiero que me orines en la cara” y me echaba a reír histéricamente y me tapaba la boca al mismo tiempo que me moría del miedo.

Mis padres salieron. Encendí la tele en un canal aleatorio para matar el silencio de la casa desocupada. Bajé a la cocina  por algo de comida y una lata de cerveza de las que toma mi padre. Me tendí en el sillón y estuve pensando, ahora sí en serio, en lo que le diría a la puta cuando contestara el teléfono.  Comí y tomé de la lata 10 minutos hasta decidirme a marcar en el teclado, sabiendo que mi voz forzosamente grave podía confundirse con la de Erdmenger y solo entonces poder conversar con ella. Empecé a escuchar en el auricular, el sonido inconfundible de la llamada en curso. La estaba llamando.
-¿Aló? –atajó ella a los pocos segundos.
-¿Gloria?- dije. Así se llamaba.
-Sí. ¿Quién es?
-Gloria, soy Erdmenger.
-Oh, Erdmenger. Qué extraño, creí que usted no realizaba llamadas.
-Hay excepciones, Gloria.
-¿Ah, sí?
-Sí. Su caso nos preocupa.
Se escuchaba como si estuviera en la calle. Carros, bocinas, chiflidos, motores diésel. Estaba nerviosa. Hubo un silencio.
-¿Cómo consiguió mi número?
-Tenemos una base de datos. Cuando usted llama nos aparece su número en pantalla.
-Ah…
-¿Cómo se ha sentido últimamente, Gloria?
-Oiga, Erdmenger, no le importará llamarme en unos minutos, ¿verdad?
 
Me di cuenta que en verdad me moría de ganas de hablar con ella desde hacía mucho tiempo. Se sentía de maravilla estar hablando con alguien a la que había escuchado a escondidas por tanto tiempo y que ahora me escuchara de vuelta era fantástico, que fuera capaz de responder a cualquier cosa que yo dijera.  Empezaba a notar una erección en mis shorts.
-No, en absoluto. Solo me gustaría que me dijera, Gloria, con toda confianza, si está en medio de algo extraño o incómodo. La escucho agitada.
-Mire, Edmenger, hoy es el día… usted sabe…., no puedo hacerlo si volvemos a hablarlo todo otra vez. Necesito estar segura de algo en la vida ¿sabe? Esto ya lo hablamos. No tengo tiempo. El casamiento, Erdmenger, es hoy.
-Entiendo… pero no comprendo –dije confundido-. ¿Podría decirme nuevamente lo que está a punto de hacer? Es terapéutico, -le dije- a veces conviene hablarlo todo dos veces. - Ahora sentí que no sonaba tan seguro. Me recriminé por parecer ansioso.
-¿Es en serio, Erdmenger?, no quiero volver a considerarlo todo otra vez. Ya sabe… después de esto es que finalmente abandono todo lo que hago hasta ahora y me voy para siempre. Es el golpe que necesito.
Hubo una pausa en el teléfono, un perro ladraba en la vecindad y los autos pasaban escasamente por la hora, acelerando antes del alto y me dio la impresión de oírlo todo con claridad a través de su teléfono, exactamente lo mismo, solo algún retraso y el tono metálico del celular.

-¿Dónde está? –le pregunté.
-Usted sabe, Erdmenger. Ahora voy a colgar, no tengo mucho tiempo antes de que regresen.
-Gloria, dígame si necesita que…
Entonces colgó el teléfono. No había podido conseguir que se quedara más tiempo en línea. El perro seguía ladrando a unas cuantas casas de distancia.


En la tele pasaban algo de dos negros, Brad y Logan, que odiaban a la gente rubia y a sus nombres demasiado británicos y hacían planes para secuestrar a ese tipo de gente y matarla pero siempre fracasaban. Algo así como la caricatura en la que Tom nunca logra a atrapar a Jerry y hasta cierto punto hay espectadores que simpatizan con Tom y empiezan a querer que triunfe, que mate al ratón de una vez por todas.  La película se interrumpía solo por comerciales cansinos de telefonía móvil y ofertas de pizza y lugares para tomar las vacaciones lejos de la ciudad con actores que ponían caras de placer exageradas cuando saltaban a la piscina o comían algo en el restaurante del hotel o se bebían un whiskey a pequeños tragos en la barra. Bajé a la cocina por otra lata de cerveza y unos tacos dorados que puse a calentar en el microondas. Cuando subí la película ya había empezado de vuelta y aparecían los dos negros otra vez en un plano fijo bailando. Estaban en una discoteca llena de chicas y uno de ellos (no recuerdo si era Brad o Logan), empezaba a acariciar a una de ellas por el cuello mientras bailaban, una chica blanquísima y pelirroja que restregaba su falda contra los jeans del negro. El otro lo veía con un trago en la mano mientras bailaba con una chica fea y desinteresada y los dos se miraban con malicia en la cara, como diciendo: “está hecho”. Fue entonces que escuché un ruido en el primer nivel, tal vez en la cocina o en el recibidor de la puerta. Puse la tele en mute y me quedé un rato tratando de escuchar algo más en la casa vacía. Algo había hecho ruido en mi propia casa. Los negros bailaban sin música en la pantalla, yo oía con sospecha intentando explicar lo anterior, sintiendo una punzada que se empezaba a expandir en el estómago: miedo. 

Pero todo estaba en silencio después de un rato y pensé que se trataba de un ruido de la película o uno de esos sonidos sordos que hace el refrigerador a veces en la noche. Volví a poner audio, solo bajé un poco el volumen y seguí viendo la película.  Los negros estaban por abrir la puerta de una casa para que entrara la pelirroja blanquísima de la discoteca (la chica caminaba riéndose en zigzag, evidentemente borracha, y al parecer esta vez sí  iban a lograr su cometido. Tal vez la conducirían a un sótano con telarañas y olor a humedad para torturarla y quien sabe, ¿matarla?). Justo en el momento en que la chica de la película entraba a la casa de los malhechores, escuché, ahora con mucha claridad, la manecilla de la puerta de la cocina que venía de abajo. Alguien estaba tratando de entrar por el garaje. 

Apagué la tele y permanecí sentado en el sillón. La vista acostumbrada a la pantalla hizo que todo lo demás en la sala quedara a oscuras. Traté varias veces de abrir y cerrar los ojos para asimilar la oscuridad pero seguía siendo inútil, no se veía nada. Alguien empezaba a caminar en el primer nivel y, (parecía), recorría el comedor pasando cerca del baño de visitas y el mini bar de mi padre. El corazón me latía a toda velocidad, lo sentía golpeándome las sienes, la garganta, la boca del estómago, y estuve a punto de gritar con voz ronca “¿QUIÉN ESTÁ ALLÍ?”, pero la voz nunca saldría, al menos no en ese momento de crisis y testículos pequeños en que deseaba desesperadamente la presencia de mis padres. La persona seguía moviéndose por la casa. Ahora se escuchaba el ruido de sillas jaloneadas, cajones que se abrían con fuerza y cerámicas que chocaban entre sí. El intruso se movía con la libertad de saberse solo en la casa. Decidí quitarme sin ruido los zapatos para amortiguar bien los pasos y en calcetines caminar hasta el armario de mis padres. Justo cuando me levanté del sillón la persona abordó el primer set de escaleras y tuve que apurarme a entrar en el cuarto lo antes posible. Encontré el walking closet a tientas, me senté en el suelo y metí los hombros y la cabeza entre los abrigos colgados en fila de mi madre. Se escuchaban los pasos del intruso ensordecidos por la tela que cubría mi cara y el sonido como de un líquido dentro de un frasco de cristal en movimiento; ya estaba en el segundo nivel y, (pensaba), es solo cuestión de tiempo para que vea mis piernas o los calcetines en la oscuridad del closet y me saque de aquí y me secuestre o me mate o solo me amarre a la pata de un mueble para poder robar tranquilo.

Escuché que la persona se detenía un momento y se dejaba caer sobre la cama, la de mis padres, y otra vez el sonido del líquido con el vidrio. Creí que se trataba de una botella. Era claramente el sonido de una botella de vidrio empinándose y regresando el líquido hasta el fondo del envase. Entonces  escuché a la persona resoplar de cansancio. Un resoplido ¡ay! demasiado agudo para ser el bandido tosco y asesino que me imaginaba. Entonces lo pensé, o, como dicen algunos, se me ocurrió. De pronto todo parecía hacerme cierto sentido. Saqué mi celular entre la ropa y busqué el último número al que había llamado. Decidí marcar y, en medio del susto de ambos y de la habitación enorme, se escuchó con mucha claridad la  canción que tenía puesta por tono. Era el “Santo Cachón”, de los Embajadores Vallenatos, y casi inmediatamente después, la voz recia de la puta con cabeza de chenca al contestar la llamada en el cuarto de mis padres diciendo:
-Erdmenger, está hecho. Ya no hay nada que pueda hacer para detenerme.
Silencio. Otra vez el ruido de la botella empinándose y regresando a su sitio.
-Oh, usted sabe, no se haga el sorprendido. Solo quería sentirme Marianita por un momento. Hasta nunca, querido Erdmenger. 

Tiró su celular a cualquier parte del cuarto, lo escuché caer en el piso. Permanecí en mi escondite y empecé a escuchar a la puta con cabeza de chenca cantar una especie de himno infantil mientras apretaba algo plástico, como el sonido de un blíster de medicamentos, luego otra vez el sonido de la botella al empinarla. La puta entonces empezó a llorar y a decir repetidas veces “perdón Jesusito, perdón niño Dios, perdóname diosito lindo”, hasta que sus palabras se tornaron balbuceos infantiles incomprensibles. Decidí salir entonces de mi escondite y fui directamente al interruptor de la luz. Cuando se encendió la lámpara vi a la puta como nunca la había visto antes de cerca, mis rodillas tocaban la cama en la que yacía con los brazos abiertos. El pelo era amarillo y las raíces negras como escarabajos, justo como recordaba, aunque de cerca y con la luz encima se podía ver cierta armonía. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos  e inyectados en sangre mirando fijamente al techo del cuarto. De la boca le salía una espuma blanca con velocidad de lava volcánica, y desde donde yo estaba parado mirándola llegaba sin dificultad el olor etílico del ron XL que había tomado  y que ahora mojaba sus labios.  Quité la botella de la almohada y la puse en la mesa de noche. Me senté a ver cómo moría mientras le sujetaba su mano delgada, la más próxima. Esos dedos largos y flacos que había visto antes sujetar cigarros frente al espejo de la sala mientras se arreglaba un poco el pelo. 

Su compañía confortaba y había cierta belleza y ternura en ella, en todo lo que era y en cómo se veía y en cómo se sentía estar allí. Verdaderamente la podía sentir. La había espiado tanto y ahora estaba sujetando su mano. Vi el blíster de diazepanes  sobre su vientre, supe que se había suicidado, que las conversaciones con mi madre no habían servido para nada y que la gente es siempre inútil para salvar a las demás. Antes de llamar a los bomberos me acosté junto con ella y le di un beso prolongado en su triste cabeza de chenca. 





 Ficción

martes, 25 de diciembre de 2018

Las noches alumbradas de Medellín



"¡Mandarinas!, arrímese, vea. La mandarina. Tengo LA mandarina” dice una voz metálica, como robot paisa a través de un altoparlante viejo, percudido y roto, mientras dos esquizofrénicos se tienden en la grama de unos arriates. 

Locos toreando carros y desesperándose en las banquetas de Botero. Dando vueltas sobre cartones sucios para quedarse dormidos en medio del mono y el concreto recalentado de una avenida. Fumando piedra con los ojos desconfiados de los bebés al mamar de una teta. Mujeres hermosas. Jodidas realmente hermosas y putas en plaza Lleras dando vueltas en el sentido de las agujas del reloj. Jóvenes dolarizadas que se arrastran con sus bolsos  pequeños al hombro y dicen, como llorando, “vení pa-ccccccáaaaa”.
 
Medellín se destruye todas las noches después de las once. Cuando me miro en el espejo roto de un karaoke de la calle 70 con los ojos estallados de guaro y empiezo a balbucear: “Te debo mi lealtad a vos, dani, y todo lo bueno que pueda quedar. Quedar en vos, dani, quedar en mí. Todo lo que pueda pasarte.”

Vuelvo caminando por el lado del estadio, escupiendo por todas partes, seguro de que no voy a encontrar el hotel en medio de esa ceguera. Al día siguiente (mañana) empiezan otra vez las  noches frías de diciembre en mi país, y el jardín donde empecé a escribir. Todas las cosas que creí entender entonces para tener la arrogancia de querer escribirlas. Orino largo contra una pared de ladrillo.  “Hay formas de nunca perder, dani". -digo en voz alta- "Es todo lo que hay que saber.”