Chenca es cigarro en Guatemala y
esa puta tenía la cabeza demasiado delgada, como un filtro de Ducados o
cigarros Payasos. Una señora que mi madre trataba de rehabilitar y llegaba los
martes a la casa para hablar de las cosas que le pasaban en la vida y tenía la
cabeza, (eso), como los cigarros que fumaba mi abuela. La chica dejaba siempre
un olor a loción, una de esas lociones
que vienen en bote plástico en formatos de 600 ml con aromas demasiado
dulzones, como rosas con azúcar o té de canela o ambientadores para carro. Tenía
las uñas largas, el pelo recogido en una goma verde y las raíces capilares arriba
de la frente. Se teñía la cabeza de rubio, la puta con cabeza de chenca, y
fumaba Pall Mall y se miraba en el reflejo del espejo enorme de la sala y yo
pensaba que cada vez que lo hacía corría los dedos un poco más hacia arriba del
filtro. Entonces llegaba mi madre disculpándose por tener que atender una
llamada y la puta se aplastaba el fleco con la mano y dejaba de verse en el
espejo con un movimiento brusco, como si le diera pánico que la vieran
mirándose en el espejo, y decía “no te preocupes, Marianita, no has tardado
nada”. Mi madre podía olvidarse del té y se excusaba con un
ademán de “qué tonta que soy” que hacía poniendo la palma de la mano en la
frente y tardaba un momentito más para volver con las dos tazas y entonces sí,
empezar a platicar.
Escuché una vez que la puta le
contaba de este cliente que la había obligado a sentarse sobre una palanca de velocidades
y que había sido doloroso y que encima el muy cerdo la había tomado de los
hombros para bajarla con su peso. El motor del carro estaba encendido, dijo, y
era desagradable la sensación de engranajes, tornillos y piezas mecánicas allí
abajo. Peor aún cuando se iba para adelante (o para atrás) y sonaba la caja de
cambios quemándose por la falta de embrague y producía un sonido que le hacía
pensar en dientes mordiendo una acera o desplazándose sobre planchas de
hormigón. Mi madre la escuchaba todo el
tiempo del mundo, trataba de aconsejarla usando los mismos consejos de siempre
aunque tratando de cambiar las palabras por otras que significaran lo mismo.
-Y la otra vez, Marianita,-le dijo a mi madre-, llamaron estos niños que
vieron mi nombre en la guía telefónica para preguntar qué servicios ofrecía. Y
los escuchaba reírse, Marianita, en el teléfono a los muy bandidos.-
-Gente insensible –decía mi madre, y yo podía imaginar la cara de
repugnancia que tendría puesta, su cabeza haciendo movimientos reiterados de
“no”.
-Sí, Marianita. Pero ya sabes que no puedes hacerle el feo a nadie, las
cosas son así. Tengo que ganarme la vida, es lo que hago. Y los niños me dieron
una dirección ¿sabes? y me puse el abrigo y llamé a un taxi. Resultó ser,
Marianita, que era la casa de un vecino cualquiera y ya estaba cerca de tocar
el timbre cuando me gritaron del otro lado de la acera para decirme que no lo
hiciera, que fuera hacia donde estaban ellos. Tenían doce o trece años, los
niños, Marianita. Me habían dado la dirección del vecino para no dejar
constancia en el teléfono.
-No me digas, y para que nadie viera el taxi detenerse frente a su casa. ¿Y
qué hiciste?-
-Claro. Ya había pagado el taxi, Marianita, así que entré en su casa. Me
llevaron hasta la sala. Estaban muy asustados, los niños, pálidos y no podían
hablar, me señalaban las cosas, Marianita: un sillón, un vaso con cerveza, un
cenicero, un bowl con frituras. Lo tenían todo preparado–.
Las dos se callaron un rato. La
puta, supongo, tomaba un trago de té antes de seguir.
-Hubo un momento en que uno de los dos se acercó al estéreo de la sala y
puso una canción que decía “culi suelta, culi suelta” muchas veces seguidas, de
esas de reggaetón, Marianita, que son súper vulgares. Y los dos se acercaron,
parecía que lo hubiesen ensayado antes y empezaron a bailarme pegado. Eran muy
pequeños, Marianita, me llegaban al hombro y los dos empezaban a soltarse con
la música y entrelazaban las manos detrás de la nuca y se acercaban con
saltitos para restregarme sus pantalones.
-¿Y tú?
-Yo bailaba, Marianita, qué otra opción tenía. Iban a pagarme.
-O sea que te llamaron para bailar. –dijo mi madre, como aliviada.
-No, Marianita- dijo-. Pusieron la canción desde el principio una y otra
vez y otra vez. En esa tercera vez empezaron a decirme cosas: “Vamos, puta, más
rápido, más duro” o “dale más abajo”,
habían bebido ya un par de cervezas y unos tragos que sacaron del mini bar de
la casa. Cuando me agachaba venía uno y me restregaba los vaqueros en la cara
poniéndome una mano en la cabeza para que no me moviera.
Se quitaron sus camisetas y en ese momento pensé “por Dios, pero si deben
usar talla de niño”, sus pezones rosados eran muy pequeños, con lunares y ombligos
diminutos. Entonces uno de ellos, Marianita, el más atrevido, se quitó el pantalón y me dijo que me
desnudara.
-No te creo…
-Sí, Marianita. Tuve que hacerlo. Pero lo peor no fue eso. Lo peor es que
cuando me desnudé y me senté en el sillón como me dijeron, me obligaron a tomar
de la cerveza y después trajeron más y más y más. A los diez minutos me estaba
orinando encima y les pregunté a los niños por el baño. Uno de ellos me detuvo
para que no me levantara del sillón mientras otro fue rápidamente a la cocina.
Trajo bolsas plásticas de basura, esas negras, marianita, grandes. Entonces
pusieron el plástico en el suelo, los dos se acostaron boca arriba sobre el
nylon y me pidieron que orinara encima de ellos, que apuntara a las caras
abriendo bien las piernas.
-Pero… ¿qué clase de gente es esa?
Mi madre se levantó a cerrar la puerta del corredor, no le gustaba pensar
que alguien en la casa pudiera estar oyendo.
La puta con cabeza de Chenca se despedía siempre tardándose un poco en el
Zaguán. Se notaba que no quería irse y mi mamá obligaba un poco las cosas
respondiendo a todo “sí, no, increíble, es verdad, suele pasar, ánimo, más te
vale, claro que sí, eso es, las cosas como son, claro, bueno, un placer, cuando
quieras”.
La puta con cabeza de chenca bajó las dos gradas hasta la calle y se
buscó las llaves del auto en el bolso “-Oye, Marianita, una última cosa.-dijo-.
Estoy hablando con este psicólogo de apellido Erdmenger por teléfono, ¿Lo conoces?-
No escuché a mi madre decir que no
pero seguramente dijo que no, que no lo conocía.
–Pues no está mal, es de estos psicólogos que cobran por minuto ¿sabes
cuáles? Los que nunca ves porque trabajan desde un teléfono”. Abrió la puerta
del auto y dijo –Hasta el martes próximo, Marianita. Y gracias por el té-.
Tenía un Citroën Xsara que arrancaba a la segunda vez y una bocina que
sonaba opaca, demasiado eléctrica, que tocaba después de haber dado la vuelta y
pasado frente a la puerta del zaguán con mi madre diciéndole adiós con la mano.
Estuve pensando en ese psicólogo Erdmenger durante algunas semanas. Uno de
esos psicólogos desafortunados (pensé), tristes mediocres que se anuncian en
canales nacionales con planos de sus despachos decorados con mal gusto y
chimeneas minúsculas que no sirven; divanes color mandarina y supuestos
clientes actores (Q.500 quetzales por
anuncio) tendidos a lo largo con los ojos cerrados y sonrisas glaciales en la
boca, como si les hubiesen arreglado la vida. Malditos que no hacen otra cosa
que escuchar por teléfono a sus clientes mientras miran la T.V con poco volumen
o revisan el Facebook o fotos de google de modelos europeas o, más usual,
juegan al buscaminas mientras responden “ajá, ajá”, “sí”, “entiendo”, “claro”, “cómo
no”, “ya veo”, a las explicaciones interminables de los clientes. Me deprimía
solo de pensar en eso, me parecía triste y a la vez, cuando lo imaginaba, me
entraba una risa impulsiva que tenía que tapar con las dos manos. Las
conversaciones del psicólogo con la puta cabeza de chenca, pensaba, debían de
ser eternas.
Llegó una noche en que mis padres
estuvieron arreglándose en el cuarto de arriba para salir a una boda, buscando corbatas,
calcetines formales que no tuvieran hoyo, cinturones, camisas recién
planchadas; mi madre lloriqueando porque no le cerraba el vestido que quería
usar y el pelo lo sentía raro, como demasiado forzado y apenas quedaba tiempo
para pintarse la cara. Entré a la habitación un momento y vi su teléfono móvil
cargándose en la mesa de noche. Yo llevaba mucho tiempo pensando en la puta con
cabeza de chenca, está claro. No era fácil desprenderse de las cosas que
escuchaba al acercarme a la puerta de la sala. Esa noche revisé en los
contactos del celular de mi madre y
apunté el número de teléfono de la puta con cabeza de chenca sin que
nadie se diera cuenta. A las 9 mis papás se habían ido a la boda y estaban lejos
de saber que yo repasaba frente al espejo del baño diciendo: “Soy, Erdmenger,
buenas noches” o “puta, soy Erdmenger” o “soy yo, Erdmenger y quiero que me
orines en la cara” y me echaba a reír histéricamente y me tapaba la boca al
mismo tiempo que me moría del miedo.
Mis padres salieron. Encendí la tele en un canal aleatorio para matar el
silencio de la casa desocupada. Bajé a la cocina por algo de comida y una lata de cerveza de
las que toma mi padre. Me tendí en el sillón y estuve pensando, ahora sí en
serio, en lo que le diría a la puta cuando contestara el teléfono. Comí y tomé de la lata 10 minutos hasta
decidirme a marcar en el teclado, sabiendo que mi voz forzosamente grave podía
confundirse con la de Erdmenger y solo entonces poder conversar con ella.
Empecé a escuchar en el auricular, el sonido inconfundible de la llamada en
curso. La estaba llamando.
-¿Aló? –atajó ella a los pocos segundos.
-¿Gloria?- dije. Así se llamaba.
-Sí. ¿Quién es?
-Gloria, soy Erdmenger.
-Oh, Erdmenger. Qué extraño, creí que usted no realizaba llamadas.
-Hay excepciones, Gloria.
-¿Ah, sí?
-Sí. Su caso nos preocupa.
Se escuchaba como si estuviera en la calle. Carros, bocinas, chiflidos,
motores diésel. Estaba nerviosa. Hubo un silencio.
-¿Cómo consiguió mi número?
-Tenemos una base de datos. Cuando usted llama nos aparece su número en
pantalla.
-Ah…
-¿Cómo se ha sentido últimamente, Gloria?
-Oiga, Erdmenger, no le importará llamarme en unos minutos, ¿verdad?
Me di cuenta que en verdad me moría de ganas de hablar con ella desde hacía
mucho tiempo. Se sentía de maravilla estar hablando con alguien a la que había
escuchado a escondidas por tanto tiempo y que ahora me escuchara de vuelta era
fantástico, que fuera capaz de responder a cualquier cosa que yo dijera. Empezaba a notar una erección en mis shorts.
-No, en absoluto. Solo me gustaría que me dijera, Gloria, con toda
confianza, si está en medio de algo extraño o incómodo. La escucho agitada.
-Mire, Edmenger, hoy es el día… usted sabe…., no puedo hacerlo si volvemos
a hablarlo todo otra vez. Necesito estar segura de algo en la vida ¿sabe? Esto
ya lo hablamos. No tengo tiempo. El casamiento, Erdmenger, es hoy.
-Entiendo… pero no comprendo –dije confundido-. ¿Podría decirme nuevamente
lo que está a punto de hacer? Es terapéutico, -le dije- a veces conviene
hablarlo todo dos veces. - Ahora sentí que no sonaba tan seguro. Me recriminé
por parecer ansioso.
-¿Es en serio, Erdmenger?, no quiero volver a considerarlo todo otra vez.
Ya sabe… después de esto es que finalmente abandono todo lo que hago hasta
ahora y me voy para siempre. Es el golpe que necesito.
Hubo una pausa en el teléfono, un perro ladraba en la vecindad y los autos
pasaban escasamente por la hora, acelerando antes del alto y me dio la
impresión de oírlo todo con claridad a través de su teléfono, exactamente lo
mismo, solo algún retraso y el tono metálico del celular.
-¿Dónde está? –le pregunté.
-Usted sabe, Erdmenger. Ahora voy a colgar, no tengo mucho tiempo antes de
que regresen.
-Gloria, dígame si necesita que…
Entonces colgó el teléfono. No había podido conseguir que se quedara más
tiempo en línea. El perro seguía ladrando a unas cuantas casas de distancia.
En la tele pasaban algo de dos negros, Brad y Logan, que odiaban a la gente
rubia y a sus nombres demasiado británicos y hacían planes para secuestrar a
ese tipo de gente y matarla pero siempre fracasaban. Algo así como la
caricatura en la que Tom nunca logra a atrapar a Jerry y hasta cierto punto hay
espectadores que simpatizan con Tom y empiezan a querer que triunfe, que mate
al ratón de una vez por todas. La
película se interrumpía solo por comerciales cansinos de telefonía móvil y
ofertas de pizza y lugares para tomar las vacaciones lejos de la ciudad con actores
que ponían caras de placer exageradas cuando saltaban a la piscina o comían
algo en el restaurante del hotel o se bebían un whiskey a pequeños tragos en la
barra. Bajé a la cocina por otra lata de cerveza y unos tacos dorados que puse
a calentar en el microondas. Cuando subí la película ya había empezado de
vuelta y aparecían los dos negros otra vez en un plano fijo bailando. Estaban
en una discoteca llena de chicas y uno de ellos (no recuerdo si era Brad o
Logan), empezaba a acariciar a una de ellas por el cuello mientras bailaban,
una chica blanquísima y pelirroja que restregaba su falda contra los jeans del
negro. El otro lo veía con un trago en la mano mientras bailaba con una chica
fea y desinteresada y los dos se miraban con malicia en la cara, como diciendo:
“está hecho”. Fue entonces que escuché un ruido en el primer nivel, tal vez en
la cocina o en el recibidor de la puerta. Puse la tele en mute y me quedé un
rato tratando de escuchar algo más en la casa vacía. Algo había hecho ruido en
mi propia casa. Los negros bailaban sin música en la pantalla, yo oía con
sospecha intentando explicar lo anterior, sintiendo una punzada que se empezaba
a expandir en el estómago: miedo.
Pero todo estaba en silencio después de un rato y pensé que se trataba de
un ruido de la película o uno de esos sonidos sordos que hace el refrigerador a
veces en la noche. Volví a poner audio, solo bajé un poco el volumen y seguí
viendo la película. Los negros estaban
por abrir la puerta de una casa para que entrara la pelirroja blanquísima de la
discoteca (la chica caminaba riéndose en zigzag, evidentemente borracha, y al
parecer esta vez sí iban a lograr su
cometido. Tal vez la conducirían a un sótano con telarañas y olor a humedad
para torturarla y quien sabe, ¿matarla?). Justo en el momento en que la chica
de la película entraba a la casa de los malhechores, escuché, ahora con mucha
claridad, la manecilla de la puerta de la cocina que venía de abajo. Alguien
estaba tratando de entrar por el garaje.
Apagué la tele y permanecí sentado en el sillón. La vista acostumbrada a la
pantalla hizo que todo lo demás en la sala quedara a oscuras. Traté varias
veces de abrir y cerrar los ojos para asimilar la oscuridad pero seguía siendo
inútil, no se veía nada. Alguien empezaba a caminar en el primer nivel y,
(parecía), recorría el comedor pasando cerca del baño de visitas y el mini bar
de mi padre. El corazón me latía a toda velocidad, lo sentía golpeándome las
sienes, la garganta, la boca del estómago, y estuve a punto de gritar con voz
ronca “¿QUIÉN ESTÁ ALLÍ?”, pero la voz nunca saldría, al menos no en ese
momento de crisis y testículos pequeños en que deseaba desesperadamente la
presencia de mis padres. La persona seguía moviéndose por la casa. Ahora se
escuchaba el ruido de sillas jaloneadas, cajones que se abrían con fuerza y
cerámicas que chocaban entre sí. El intruso se movía con la libertad de saberse
solo en la casa. Decidí quitarme sin ruido los zapatos para amortiguar bien los
pasos y en calcetines caminar hasta el armario de mis padres. Justo cuando me
levanté del sillón la persona abordó el primer set de escaleras y tuve que
apurarme a entrar en el cuarto lo antes posible. Encontré el walking closet a
tientas, me senté en el suelo y metí los hombros y la cabeza entre los abrigos
colgados en fila de mi madre. Se escuchaban los pasos del intruso ensordecidos
por la tela que cubría mi cara y el sonido como de un líquido dentro de un
frasco de cristal en movimiento; ya estaba en el segundo nivel y, (pensaba), es
solo cuestión de tiempo para que vea mis piernas o los calcetines en la
oscuridad del closet y me saque de aquí y me secuestre o me mate o solo me
amarre a la pata de un mueble para poder robar tranquilo.
Escuché que la persona se detenía un momento y se dejaba caer sobre la cama,
la de mis padres, y otra vez el sonido del líquido con el vidrio. Creí que se
trataba de una botella. Era claramente el sonido de una botella de vidrio
empinándose y regresando el líquido hasta el fondo del envase. Entonces escuché a la persona resoplar de cansancio. Un
resoplido ¡ay! demasiado agudo para ser el bandido tosco y asesino que me
imaginaba. Entonces lo pensé, o, como dicen algunos, se me ocurrió. De pronto
todo parecía hacerme cierto sentido. Saqué mi celular entre la ropa y busqué el
último número al que había llamado. Decidí marcar y, en medio del susto de
ambos y de la habitación enorme, se escuchó con mucha claridad la canción que tenía puesta por tono. Era el
“Santo Cachón”, de los Embajadores Vallenatos, y casi inmediatamente después,
la voz recia de la puta con cabeza de chenca al contestar la llamada en el
cuarto de mis padres diciendo:
-Erdmenger, está hecho. Ya no hay nada que pueda hacer para detenerme.
Silencio. Otra vez el ruido de la botella empinándose y regresando a su
sitio.
-Oh, usted sabe, no se haga el sorprendido. Solo quería sentirme Marianita
por un momento. Hasta nunca, querido Erdmenger.
Tiró su celular a cualquier parte del cuarto, lo escuché caer en el piso.
Permanecí en mi escondite y empecé a escuchar a la puta con cabeza de chenca cantar
una especie de himno infantil mientras apretaba algo plástico, como el sonido
de un blíster de medicamentos, luego otra vez el sonido de la botella al
empinarla. La puta entonces empezó a llorar y a decir repetidas veces “perdón
Jesusito, perdón niño Dios, perdóname diosito lindo”, hasta que sus palabras se
tornaron balbuceos infantiles incomprensibles. Decidí salir entonces de mi
escondite y fui directamente al interruptor de la luz. Cuando se encendió la
lámpara vi a la puta como nunca la había visto antes de cerca, mis rodillas
tocaban la cama en la que yacía con los brazos abiertos. El pelo era amarillo y
las raíces negras como escarabajos, justo como recordaba, aunque de cerca y con
la luz encima se podía ver cierta armonía. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos e inyectados en sangre mirando fijamente al
techo del cuarto. De la boca le salía una espuma blanca con velocidad de lava
volcánica, y desde donde yo estaba parado mirándola llegaba sin dificultad el olor
etílico del ron XL que había tomado y
que ahora mojaba sus labios. Quité la botella de la almohada y la puse en la
mesa de noche. Me senté a ver cómo moría mientras le sujetaba su mano delgada,
la más próxima. Esos dedos largos y flacos que había visto antes sujetar
cigarros frente al espejo de la sala mientras se arreglaba un poco el pelo.
Su compañía confortaba y había cierta belleza y ternura en ella, en todo lo
que era y en cómo se veía y en cómo se sentía estar allí. Verdaderamente la
podía sentir. La había espiado tanto y ahora estaba sujetando su mano. Vi el
blíster de diazepanes sobre su vientre,
supe que se había suicidado, que las conversaciones con mi madre no habían
servido para nada y que la gente es siempre inútil para salvar a las demás.
Antes de llamar a los bomberos me acosté junto con ella y le di un beso prolongado
en su triste cabeza de chenca.
Ficción