lunes, 23 de mayo de 2016

concha y Toro



Hoy me topo con V en un supermercado Lupa. La saludo, como es normal, sin llegar a los dos besos. Algo más bien cordial. Distante, sí, pero cordial. Me equivoco en lo que digo y no tardamos mucho en quedar en silencio. Nos sentimos, todo de pronto, un estorbo en el pasillo de las bebidas y casi al mismo tiempo sacamos una excusa para decir adiós.

Acabo de escoger la compra cuando la veo esperar en la fila de la caja. Decido matar el tiempo con alguna revista, cualquier cosa que entretenga antes de verla desaparecer por el cristal de la puerta automática. Apuro las páginas limitándome a ver las imágenes (adolescente famosos, escenarios a plena luz del día, algún artículo sobre la separación de dos de ellos). Me pregunto, allí de pie, qué fue lo que hicieron para llegar a las páginas de la revista que sostengo en la mano, qué hicieron que yo no hiciera, aun teniendo la mitad de años que yo. Qué hicieron para que muchos otros escribieran acerca de sus vidas. Levanto la vista. V sale del supermercado con los hombros bajos del peso de la compra. Dejo la revista donde estaba y voy hasta la caja. La cajera no se fija en mi rostro y con toda la automaticidad del caso pasa las cosas por el escáner. Me dice el total que debo pagar., y eso hago.

Estoy fuera del supermercado y veo lo de siempre,: gente yendo y viniendo a ambos lados de la calle, perros que tardan en cagar lejos de sus pisos; una televisión a través de la puerta del bar local con la imagen de un torero moviendo el capote para que el toro se olvide del cansancio y avance. Llego al portal y pienso que nunca llevé a nadie hasta allí. Pienso en V, en sus cuarenta tempranos, en su fleco castaño, en su nariz salpicada de pecas. Llego a la puerta de mi piso, ¿quién sabe?, tal vez en el momento justo en que el torero está por matar al toro.

Al quedar un rato en el sofá, la sensación de alivio desaparece. Pienso en lo poco acertado que estuve de vuelta en Lupa, de las cosas que dije nervioso o llevándome varias veces la mano al pelo desarreglado, de la cobardía de no acercarme a la caja cuando ella estaba por irse. La tarde se me antojaba larga, larguísima y tal vez solo me contentara escribiendo algo. Escribo después de no saber qué, de escribir mi nombre y borrarlo mil veces, acerca de V. Alguna descripción mentirosa, tal vez de alguien que la mira desnuda desde una silla buscando su ropa interior bajo la cama o algún zapato que no alcanza a encontrar en la habitación mal iluminada mientras yo (no sé) enciendo un cigarro. A medio texto, la barrita del cursor rutila  de no escribir nada, me levanto al refrigerador. Saco un six pack de San Miguel de 50cl y agoto la primera lata viendo al techo. Pasa una media hora. Sigo escribiendo, alternando del teclado a las cervezas hasta que me noto muy vulgar allí en el office,  aporreando el portátil, escribiendo desde el estómago cualquier cosa. Voy al  teléfono, a un lado, la agenda de contactos. Busco un nombre sin aclararlo antes en mi cabeza, la cerveza ralentiza las letras, los dígitos. Finalmente reconozco los nombres y marco a algún ex compañero de trabajo que asegura no tener el  número de V. ¿Sabés quién lo tenga? Pregunto. El tipo parece desesperarse: ya te dije que no, Flavio. Vuelvo a insistir hasta quedarme con el teléfono en la mano y el sonido intermitente de la llamada finalizada. Marco a otros  ex compañeros. Dos de ellos ya no viven allí, otro no contesta, tal vez saliera al cine o a sacar la basua. Finalmente logro hablar con alguien más. Le digo: “¿Te acordás de V?” El tipo no parece reconocer mi voz o recordar mi nombre al principio. Después de una pausa larga dice (y miente) saber quién soy y hasta añade un “cuánto tiempo, ¿Cómo va todo tío?”. Respondo, creo, que estoy bien. Aunque apenado, (y también miento), por no hablar con V tras la muerte de su madre. Vuelvo sobre lo mismo “¿Te acordás de ella?” El tipo asegura no saber que su madre había muerto y dice no tener relación con V desde hace años. “Mucho tiempo desde que dejé la compañía”, dice. “No sé si ella seguirá trabajando allí”. -Bueno, no tiene importancia,- digo- ¿Tenés su número o alguna forma de contactarla?-
-MMMMM… cre-e-ría que sí- responde como alejándose del teléfono. Me quedo un rato oyendo los sonidos de su casa (que nunca veré), y escucho lo que supongo cajones, papeles removidos con la mano, alguna puerta y hasta el click de un interruptor de luz.
-Ya sé-, dice. Y tarda un rato más.
Estaba por colgar, empezando a separar el teléfono de la oreja cuando escucho: Amigo, ¿estás allí? Sí, digo. Pues bien, es 69cinco… y omito el resto para que ustedes no llamen. Le di las gracias y colgamos.

No puedo decir que estuviera borracho, quedaba el culito de la última lata y sólo notaba  la seguridad de poder con todo, de quererlo todo. Tal vez el estado ese inflamable de mear tratando de verte en el espejo, o tal vez después, lavándote las manos, diciéndote (ojos brillantes, bien abiertos, el agua corriendo contra la cerámica), algo que debiera pensarse en silencio, un “sos un grande Flavio”, “podés con todo lo que pensés, cualquier mierda”,  un “invitála a cenar maldito, a dar una vuelta”, decíselo nomás.  Estiré el cable del teléfono hasta poder sentarme. Marqué su número despacio, digito por digito, procurando no equivocarme por miedo a acobardarme en un segundo intento.
Tuuuuuut… (dos segundos) tuut… otros dos segundos, después otra vez el tuut y un segundo más para la voz.
-¿Aló?
Silencio prolongado. La misma voz del supermercado, tal vez más limpia, más suya sin el ruido de los demás clientes de Lupa.
-¿Aló?- volvió a decir como dando una última oportunidad.
-Soy Flavio –dije precipitándome- sólo eso. Flavio.-
La oí respirar contra el teléfono.
-¿Garmendia?- dijo.
-Sí,- respondí- Garmendia. Nos vimos en el supermercado hace unas horas.
-Oiga Flavio, no le importará que lo llame dentro de un rato, ¿O sí? Estoy en medio de algo.
-Claro que no. Mi número es … -y esperé a que anotara. Ella diciendo ajá, cada vez que  decía un digito.
-Estupendo- dijo sin ganas. Colgó el teléfono.

A la hora y media (más o menos) de esperar a que llamara sonó el teléfono.
-¿Si? ¿Hola? – contesté.
-Hola.
Era ella.
A falta de qué decir, tal vez confiando en que ella diría algo, un “cómo está” o un “¿qué es eso que quería decirme?”, me apuré a preguntar por la compañía de seguros. Lo único que teníamos en común.
-Igual que siempre. -dijo- Por cierto… - y se calló como arrepintiéndose a tiempo.
-¿Qué? ¿Por cierto qué? – pregunté lo más cordialmente que pude.
-Nada. No tiene importancia. – respondió.
-Por favor, dígame. ¿Es que no se atreve a preguntar por qué me despidieron?, ¿es eso?-
-No, no.
-Vamos, dígalo.
Me empecé a sentir cómodo con ese juego de pregunta-respuesta, con su risa despojada. Creí que duraría mucho más.
-Ja-ja V, dígame.- continué diciendo. -no sea mala. 
Probablemente notó que yo empezaba a confiarme, que me acomodaba en el sillón y que hasta había aflojado la voz. Entonces dijo:
-No, es sólo que hoy que lo vi en el supermercado no supe quién era. Justo ahora, al preguntar usted por la compañía comprendí que su rostro me resultaba familiar de alguna parte, del trabajo. ¿Se da cuenta? Ja-ja. Como cuando usted saluda en la calle a alguien que cree conocer de algo pero no alcanza a precisar de qué. Supongo que a todos nos pasa, ¿no?-
Miré la pared al fondo, y la vi, y la vi. Me arrepentí de Lupa, de haber omitido la ducha en la mañana, de mi pelo descolocado, de mis ojos acobardados. De haber coincidido con ella a esa hora de la tarde o de haberla llamado después.
-¿Hola? ¿Sigue allí?- preguntó tras no escuchar nada.
-Sí- respondí. Sin pensar. Los ojos todavía en la pared. Tomé de la San Miguel, vi de cerca la lata.
 –Soy, (¿sabe?), como el toro ese de la televisión que mira medio muerto el capote-.

Ninguno de los dos se volvió a llamar por
teléfono.




sábado, 14 de mayo de 2016

La posibilidad de una camarera



Había una última pareja en la mesa más alejada de la terraza. Aguanté desde la puerta a que se levantaran, tú les llevaste la cuenta. Me dolía el estómago de pensarte fuera del trabajo. No podía verte pero escuchaba los platos, algún gabinete abrir/cerrarse, el sonido metálico de los cubiertos chocando entre sí. Entonces te oí decir adiós, tal vez a los demás empleados de la cocina. Me viste recostado en la pared y tuviste que hablar tú porque en ese momento no se me ocurrió cómo decir que te estaba esperando. Bajamos el ascensor viéndonos a los ojos. Se abrió la puerta en el lobby, pregunté “¿adónde vamos?” Entonces te reíste y dijiste que a esa hora todo estaba cerrado, que además,  ¡ah!, estabas tan cansada y que el último autobús pasaría dentro de poco. Te pedí un beso antes de cruzar las puertas del hotel y lo pensaste, levantaste la vista hasta ver al recepcionista y sólo entonces dijiste que habíamos coincidido en el peor lugar del mundo. Me fui pensando ¿Honduras?