domingo, 28 de julio de 2019

Nentón

En Nentón tuve por primera vez la sensación de que ya había muerto. Tenía un cactus al frente -en una ventana-, y relampagueaba atrás, al fondo de un grupo diáfano de montañas azules. La electricidad rugía formando  arterias en el cielo. Avanzaba en lentos bramidos y escuchábamos con calma el susurro de las descargas eléctricas viniendo hacia nosotros, arrastrándose en dirección a nuestros cuerpos cansados  apenas dos segundos después de ver la luz tocar el cristal, haciéndolo temblar junto a mi cara.


La suave llama de un quinqué dentro del cuarto, cuando veo de perfil el resto de lo que hay. La luz rebotando en las paredes viejas y acartonadas de piedra y la chimenea grande del final. En cualquier momento resulta que estoy viviendo doscientos años antes y  todo lo que he vivido, el auto que nos trajo hasta aquí y las canciones del nuevo pop que escuchamos  y los  camiones modelo 2000 que vimos en el camino son un invento, una mentira del autismo que padezco. Es 1800 tal vez he imaginado teléfonos celulares y computadoras portátiles y mujeres que se rapan la cabeza y el sexo, en lugar de  hermosas enfermas de tuberculósis  que andan descalzas en camisones blancos enormes alumbradados por la frágil luz de una candela. Salgo de esa reflexión tonta con una risa pequeña que solo yo puedo escuchar. Danielita está allí, mirándome desde la cama.


¿Cuándo va a dejar de gustarme tanto los hoteles y las mujeres delgadas como danielita, que ahora mismo (en este mismo instante) bebe a sorbos de un vaso de duroport lleno de  vino? Un pésimo tempranillo que compramos en la Despensa Familiar y que ahora bebe tosiendo por la agresividad de la uva mal fermentada y el aire congelado que baja de la montaña  hasta lamer sus piernas estiradas en la cama.

-Termino de fumar y  cierro la ventana, ¿va?- le digo con la voz ronca de un constipado y mucho tabaco, y ella dice que sí con su cabeza  redonda de pelo negro, viéndome detrás de la copa de duroport que sostiene; sus ojos grandes y entretenidos de verme fumar un Rubios. Todo se reduce a esto, pienso.  De pronto todo lo que importa, toda mi vida es esto. Es lo único que puedo tocar ahora mismo si me acerco lo suficiente y alcanzo a sentir; todo lo que logra  salpicarme la vista/los ojos en una ventana de Chaculá: El cuerpo de esa mujer sobre una vieja cama imperial  y los relámpagos azules rompiéndose arriba, detonando el cielo completo. Esto es, repito, todo lo que tengo ahora, y todo lo que importa. Lo que cae bajo el imperio inmediato de mis sentidos.

Doy una calada honda al cigarro. Luego intento soplar el humo hacia afuera, muy lejos de ella.

¿Cuándo va a dejar de emocionarme esto? –repito en mi cabeza-. El keroseno quemando lento la mecha de algodón de la lámpara, una luz amarilla que proyecta formas aleatorias en la piedra con el movimiento dormilón de la llama, como una lengua pegajosa de cera, chorreándose en esa pared de más de cien años, y  danielita linda con sus manos afuera de la manta, sujetando el vino que le quema la garganta, el estómago, los pulmones, y yo muerto por primera vez en toda mi vida.

Voy a deslizarme en la cama con ella y voy a decirle las cosas que pienso en este momento, sin guardarme nada, sin querer arreglar nada. Voy a leerle algo que escribí acerca de ella hace unos días, (algo que va sobre un vestido negro y sus piernas lisas cuando las he visto de cerca), y voy a decirle que también ella, como todas las cosas que han conformado mi vida, pronto dejará de importarme. Pero no hoy. ¡Te juro que hoy no, danielita! Hoy voy a contártelo nada más porque estoy muerto en una ventana, porque te aseguro que estoy fenecido, acabado, roto cerca del cristal viendo hacia la tormenta eléctrica que se revuelve al frente, avanzando hacia el sur de nuestros propios cuerpos. Tal vez el agua cayendo a borbotones en Yuxquen o Yalambojoch, justo por encima de la aldea, sobre las cabezas pishpinudas y olor a humo de los pobladores pequeños de la montaña. En un momento voy a apartar el cactus con la mano para poder saltar por ahí, correr por el prado, tropezar con las piedras en la oscuridad y esperar a que la tormenta rompa, ahora sí, el paisaje que piso. Una lluvia copiosa que no va a poder mojarme ni hacerme sentir frío, pues hoy estoy  muerto por primera vez en toda mi vida y no hay nada, salvo los pensamientos del pasado, que puedan tocarme.

Se lo voy a decir cuando ya me haya deslizado en las mantas  junto con ella y me hable de cerca y sienta el tufo estremecedor de lo que respira, que no es otra cosa que vino y cerveza Modelo:

-Danielita. Danielita. Dani linda. Tocaya –diré.- ¿Te acordás de esa recta preciosa de Guaxacaná donde detuvimos el auto para bajar un momento  a tomar una foto de los dos juntos parados en la línea punteada de la carretera? ¿Sí, Danielita? ¿Sí? ¿Te acordas de eso? Pues quiero que me entierren allí, en el cementerio pequeño que vimos después de las cosechas, donde el cemento de los sepulcros es color menta, naranja, amarillo y rosa pastel, y en las quebraduras, en las grietas que hizo el tiempo se adivinan los materiales pobres de construcción que hay debajo; los bloques grises de cemento de una ferretería local pequeña, adonde fue una familia sencilla y devastada para comprar el homenaje último que harían a un muerto. Tal vez a un campesino sin dientes, danielita, un bolo desdentado con botas de hule rebalsadas de papel periódico que murió de cirrosis,  quizás un niño atropellado en la curva que conduce a Gracias a Dios, o una abuelita morena y delgada como momia, con el pelo blanco enmarañado que descubrieron colgada del pescuezo en el corredor de su propia  casa de lámina, dando vueltas como piñata en  el viento de las seis de la tarde. Quiero que le digas a mis papás cuando se enteren que estoy muerto, que mi última voluntad fue esa: llenarme la cara, los ojos podridos y los orificios de la nariz con esa tierra de Nentón, y dar de comer de mis órganos a los mismos gusanos que roen las siembras de los potreros contiguos. 

Querré fumar un cigarro entero cerquita de ella. Tirar la ceniza en cualquier parte. Qué más daba, después de todo dejaríamos la fonda en la mañana.

Deciles toda la verdad, que me conoces de un viaje que hicimos por carretera y que pensabas que era una persona entretenida, amable, hasta querible cuando me viste por primera vez en los jardines de la universidad. Un capitalino con historias que podías, por momentos, imaginar (aunque vos no supieras nada de mi ciudad, de la zona 9, 10 y 15,  ni de la voz de una niña argentina que fumaba cigarrillos en los terrenos abandonados de Oakland conmigo  y me preguntaba de cerca con ojos estúpidos y engañables qué era el mundo y la vida y el odio que sentía por su padre; a veces cosas más complicadas  que esas, como la  la belleza  ¿qué era un paisaje hermoso? y las separaciones definitivas que enfrentan las personas cuando todavía no quieren dejarse). Contáles cómo nos conocimos y la entrevista en Nuestro Diario, cuando hablamos en la cafetería del campus sobre la literatura, todo lo que siento por ella, y ese conversatorio que íbamos a tener en Chiantla, cuando decías que mi acento sonaba demasiado  a capital. Esa misma tarde te dije tocaya y eso te dio risa, porque era verdad que éramos tocayos y te lo dije: yo jamás había tenido danielas en mi vida. Pero deciles a mis padres que  por nada en el mundo me entierren en la ciudad de Guatemala, que no me entierren nunca en ese lugar. Que jamás trasladen mi cuerpo muerto hasta allá, pues quiero que me sepulten en la recta de Guaxacaná, como te dije, y que las personas que quieran visitarme un día para tirarme alguna flor o un chorro de XL, vean ese paisaje que me hizo temblar en julio de 2019 y se imaginen el punto exacto de carretera que tocaron mis botas cuando bajamos del auto para girarme erráticamente en el asfalto, y queriendo llorar balbuceé mil veces  "¡qué sitio tan lindo, tocaya! ¡qué lugar más hermoso, danielita... danielita linda... huehueteca…!”, con una honestidad  que no tuve antes para decir las cosas.

Quiero que las personas que sintieron un ápice de ternura por mí lean un epitafio sencillo que lleve mi nombre completo y el día de mi muerte, que tanto he imaginado, con un número 44 que sea más grande que todo mi nombre junto. Un 44 del color verdoso que tienen los tatuajes viejos en la piel vieja (hay un cuello en Bogotá que todavía lleva uno. Un mapa de Guatemala que hicieron en el edificio Reforma Montúfar en el 2017, con ese número 44 puesto en Izabal, pero esa historia nunca te la voy a contar). No sé si entiendes adonde voy con todo esto pero quiero que las personas vean algo que vieron mis ojos cuando estuvieron vivos. Que se encuentren con un recuerdo limpio cada vez que quieran imaginarse mis restos debajo de la tierra, del hormigón y sus zapatos y mi garganta y tal vez mi voz aplastada por ellos mismos cuando me visiten y pongan sus pies sobre mis muslos enterrados. Que cuando traten de imaginar cómo fueron mis últimas horas, puedan también ver esos paisajes amarillos que vimos juntos y recordar algo que les dije a ellos en vida. Algo puntual, no sé, algo literal. Como comentar acerca del tiempo,  promesas que hice sabiendo que jamás cumpliría,  hazañas que nunca llevé a cabo, la hora de una película de estreno en La Pradera, los motores a diésel o mi amor por el Real Madrid  en el año 2005, cuando escuchaba excitado mis propios zapatos de fútbol  en un sótano del Campello.

Doy una última calada al cigarro. El viento silba en una vocal, en la letra "o" cuando aplasto la colilla con mis dedos en el marco de la ventana y veo las hebras rojas de tabaco  hirviendo pasar por encima del cactus. Ahora sí voy a meterme en las sábanas  con ella y ella sabrá que estoy muerto. Va a escuchar con atención  todo lo que yo diga en esos minutos porque entenderá sin dificultad que estoy fallecido y que nos separa apenas una frágil película de mundo, acaso una débil capa de realidad. Una cortina que solo ahora podemos abrir para espiarnos un rato y tal vez,  pasar el resto de esa noche juntos. Porque ella, lo digo mil veces más, solo verá un muerto, y yo el cuerpo de esa mujer huehueteca desnuda sobre la cama imperial de un hotel avejentado, que todavía es parte del mundo que quiere abandonarme.

“¡No puede estar borracho!” -pensará ella sin decir nada, hacia su  cerebro borracho, ¡y de eso estará tan segura!, que no estoy borracho ni entorpecido por nada más que por mi  propia despedida del mundo-, aunque el vino me empañe la vista y se mueva de un lado a otro dentro del vaso que sostengo en la mano, sin salirse apenas del borde, ¡Y saber que un poco antes, cuando ella se cambiaba en el baño, no hubiese podido encender la chimenea sin tirar la cera de las candelas sobre los muebles y el delgado voladizo del nicho! Ahora estaba allí el caos,  la cera endurecida como una costra que podía contar algo, como que estaba muy borracho para encender la chimenea en mis últimas horas de aliento en Nentón. Hablaré fuerte y ella sabrá que solo puede hablar así un muerto, que mi visión es la de un finado, porque los ojos dejan ver eso, la ausencia de un  alma,  y  voy a decirle que una vez, cuando vivía muy lejos de este país tuve 19 y 20 años, casi como ella, y una noche de no recuerdo qué mes vi a una mujer de 24 años que lloraba amargamente por mí. Esa mujer pálida chillando por algo que yo mismo había provocado. (¡yo mismo!) Cuandi a los 19 estaba muy lejos de saber que podía hacer algo tan importante en el mundo como romperle el corazón a una mujer hermosa; alguien más grande, más astuta, más linda y mucho más fuerte que yo. Porque yo no era nada después de todo, ni lo he sido tampoco con los años. Pero la vi llorar a menos de un metro de mi nariz en una escalera interminable de Castilla y León y todavía me acuerdo del olor que salía de su cara al sollozar, cuando intentaba decirme d-d-d-d-d- da-da-da-da-da –¡daaani! ¡¿Qué- q q q q q qué hiciste?!,  aunque yo no merecía nada de esa muestra inequívoca de amor embravecido que interpretaba para mí esa noche. Tenía la cara caliente y era, me acuerdo bien de eso, el olor de un charco, del agua empozada; el agua sucia estancada y el barro que gobierna las mareas más bajas. Lloraba por mí con la boca pastosa de saliva y lágrimas que había tragado, y eso era, quizás, todo lo que había que ver y oler de cerca para ser alguien en un país abandonado, en un mundo que no se acordaría fácilmente de mí. Había pateado su corazón, el de se esa mujer mayor. Había conseguido lastimarla, lastimar su alma, rasgar un poco su espíritu, y me sentía el dueño del mundo por eso, salivando de la felicidad como un dogo guatemalteco y las ganas tremendas de correr a cualquier parte que solo se sienten en el estómago. Me alegraba como un demonio de verla llorar,  y estaba a punto de echarme a reír con esa imagen clara de ella bajo las farolas amarillas de Vaguada. De revolcarme en el piso y lanzar carcajadas monstruosas al aire frío de la noche al comprobar que me excitaba verla sufrir mientras estaba ocurriendo (esa delicia de su llanto por mí), porque llegué a pensar que eso nunca se iría de ella, que nunca la abandonaría el sentimiento fatal que guardaba por mí. Y es que todo aquello fue alguna vez mi presente, la totalidad de lo que me estaba ocurriendo; en un momento ahí la tenía, al frente, viéndome como una figura borrosa en medio de sus ojos colmados de llanto, y era una caricia, pensaba, un bálsamo para el resto de lo que sería mi vida. 

Pero eso tiene poco que ver con esta noche,  Danielita. Esta noche no puedo reírme de eso, por ejemplo, ni alegrarme de las cosas que he dejado de tener con una mujer. Al fin entiendo que solo existen  pérdidas materiales, personas que se alejan, que se cambian de país o dejan de estar, que evitan voluntariamente los sitios de antes, pero eso nunca sucede en la cabeza. Las pérdidas jamás son emocionales o cognitivas, pues seguimos recordando todos los días a las personas, aunque estén muertas o desaparecidas, o solo medie una contundente despedida entre los dos. Es en la cabeza donde nada se pierde, donde nada se marcha, donde nada se despide de nada. Es allí  donde todavía encuentro con nitidez las escaleras de Castilla y León, una y otra vez,  y escucho el sollozo de una mujer mayor que aún llora por mí.

Le voy a decir:  ¡Danielita yo he llegado a querer personas que yo mismo he soterrado bajo capas enormes de ingratitud y desprecio! ¡De olvido!, que no es más que ingratitud y un jodido desprecio. Porque eso mismo es lo que vas a ver conmigo en los días que vienen, tocaya linda, el hundimiento más injusto de toda tu vida, justo cuando empieces a recordar este viaje y la sensación de la ventanilla abajo en carretera, de las latas heladas de cerveza, las canciones a todo volumen que escuchamos y lo que sentiste por mí después de refugiarnos en una carpa minúscula al sur de Laguna Brava.  Cuando yo ya no me parezca en nada a la persona que se lanzó desde arriba del cenote de Candelaria esa tarde celeste, ni el que te besó la boca por primera vez en el filo del Cimarrón, cuando probé tu saliva y luego nos abrazamos con los ojos puestos en México.

Quiero encender otro cigarro pero me contengo, lo conservo apagado entre los dedos.  Lo contengo.

-¡¿Te das cuenta la estupidez que representa un muerto pensando en las cosas que ama del mundo?! -le digo. -Como el pensamiento plomizo, de letras cargadas que cruza mi cabeza encharcada de vino en este momento, cuando miro la basura y el desorden que empieza a acumularse dentro del cuarto, el caos que empezamos a formar vos y yo en la habitación después de algunas horas, como si llevásemos semanas viviendo en  este lugar. “La gente que bebe lo destruye todo” - me dijo una vez una señora que no conocía en Asunción Mita. Su esposo la pateaba en la cabeza y en las costillas mientras ella  intentaba protegerse poniendo los brazos alrededor de su cara en el suelo de la cocina, cuando él volvía a casa borracho y saltaba la pared del jardín para entrar con las botas llenas de lodo hasta la habitación  y la encontraba a ella orinandonse del miedo con solo escuchar sus bramidos  ralentizados por el guaro. Ella decía, y lo recordaba bien, me dijo: “era como la respiración lenta y profunda de un toro de lidia a través de viejas tablas de madera”. "El soplo profundo de unos pulmones llenos de cerveza".

Me tiendo en la cama. Me veo los pies descalzos al final del colchón.

- ¿Crees que todavía puedo orinar el piso y dejar un charco? –le digo a Danielita linda desde muy cerca. Emocionado de sentir con la mano el relieve de sus rodillas en la manta- -¿Acaso puede un muerto ensuciar algo? –le digo con los ojos brillantes. - Dejar caer la copa de vino sobre las sábanas blancas, por ejemplo, y dejar una muestra indiscutible de mi  presencia en el mundo, una prueba de que todavía estuve en pie la noche de mi muerte, aquí, en este mismo lugar.

Ella no dice nada y solo sonríe, porque aunque yo no pueda verle la boca con el vaso de vino tapándole la mitad de la cara, se nota en sus ojos que sonríe, que nunca estuvo tan viva como en ese segundo.


-Le pagaría a alguien por saber qué hora es –le digo poniendo el cigarro en mis labios y echando un vistazo a mi muñeca como si tuviese un reloj.  Nuestros teléfonos descargados en la mesa de noche y otra vez hago un esfuerzo enorme por no encender el cigarro –Esto es muy lindo, Danielita, algo muy importante para mí como para no saber la hora que es. ¿Acaso puede recordarse algo para siempre sin recordar una hora concreta? ¿Acaso a ti no te parece lindo?

Me toco los pantalones en busca de papel y lápiz, algo que desde luego nunca llevo conmigo, pero de pronto quiero escribir  acerca de esto con urgencia. Dejar un papel que diga: Me gusta mucho la boca  de danielita linda apestando a cerveza y vino peleón, esa botella ácida de 30 quetzales que escogimos en Huehuetenango, detrás de los rotulitos minúsculos de “¡OFERTA!”.

 Después escribir algo sobre las cervezas que destapamos en la mañana y en la carretera hacia Nentón, parando a orinar como mangueras cada 15 kilómetros, atacando la hielera de la palangana como alcohólicos que aún no saben que lo son, sintiendo cómo la música de antes nos estalla en el pecho. “Todo lo que quiero del mundo”, es lo que quería escribir finalmente, “hoy, por lo menos, junto a una puta ventana de Chaculá, y con los pechos desnudos de una mujer hermosa, lo tengo”.

Mañana en la mañana, mientras el agua de la regadera caiga en el piso. De tu pelo y hombros al piso, golpeándolo intermitentemente bajo tu cuerpo desnudo  y yo lo oiga acostado a través de la puerta, después de resbalar  y precipitarse de tus caderas anchas el agua caliente y se vuelva parte del azulejo, voy a esperar a que salgas y cuando me veas al salir voy a preguntarte si crees que estuve muerto por unos minutos la noche anterior.  Porque nunca vi las cosas como esta noche las veo, con los ojos de una persona fenecida, todas las cosas que un hombre vivo y una  mujer viva a menudo desperdician. Como si de pronto me diera cuenta de lo mucho que se pierde alguien al perder a alguien. Los momentos que no se alcanzan en lo que dura una vida: 60, 70, 80 años, a quién le importa, hay mucho que jamás se consigue. Porque, te lo digo, hay cientos de miles de cosas soñadas que nunca se tocan, igual que  las ideas.

-¡Para que me entiendas mejor! -le diré incorporándome en la cabecera-. Pienso en todos los vivos que jamás verán quitarte la ropa en una fonda antiquísima de Nentón, Danielita, que es toda la población mundial menos yo. Hombres que no verán nunca tu cuerpo desnudo desde atrás  ni los pasos descalzos que diste en el baño, dándome la espalda descubierta hasta los talones mientras te pasabas un peine plástico por el cabello, cuando traté por primera vez de cerrar los ojos y no quedarme con la imagen de ese cuerpo joven blanquísimo que espero poder olvidar antes de que termine el año.

¿Cuántos muertos –solo decime eso antes de que salga a fumar al corredor- podrán ver  una vez más la lluvia en una ventana con visiones escandalosamente bellas de una tormenta eléctrica que se acerca con el murmullo sordo de arrastres metálicos? Cuántos verán el día de su muerte un cuerpo desnudo para acariciar toda la noche con muestras de cariño repetidas, que pertenecen a otras personas que las enseñaron en el primer lugar, y otros sitios, que ese cuerpo y tu cabeza de pelo negro no sabrán jamás reconocer de ninguna parte de mi pasado.  Como si vos y yo nos debiésemos solo a este momento, que es hoy, en particular.

Esta noche nos quedaremos dormidos a pocos kilómetros de México. En la parte más cercana a la frontera de Gracias a Dios que estuve nunca.

Diré:
-Noches, Danielitia linda. Noches Tocaya preciosa.

Y tú no vas a responder, pues estarás metida cien metros adentro del sueño. Las plantas ásperas de tus pies tocarán mis rodillas  cuando piense en todo lo que Dios me ha regalado.