Recuerdo el ronroneo del Polo en punto muerto a un lado del camino
y las luces de stop tiñendo el pasto de rojo. Recuerdo la casa amarilla de
Fran, la espera de dos/tres minutos antes de verlo aparecer frente a la puerta
del garaje.
Todo se repitió el día que vino su hermana, digo, el
ronroneo, la opacidad de la noche, la casa, el garaje. Pero esa noche Fran,
acercándose a la ventanilla del Polo, dijo “¿Te importa que venga Pili?” Y
contesté que no, que no pasaba nada. El carro era dos puertas, primero pasó
Fran y después entró su hermana, que ocupó el asiento de enfrente. Puse música,
tal vez alguna canción de Oasis. “¿Qué
hacemos? “Pregunté viendo a Fran en el retrovisor. “Lo que hablamos ¿No?” Dijo.
“¿Estás seguro?” espeté. Mis ojos se cercioraban de su rostro, de que estuviera
convencido. “Totalmente”, dijo, y se perdió en su ventanilla. Antes de
estacionar el polo en el lote vacío busqué otra vez a Fran en el retrovisor. Pero
nada. Parqueé la nave. Pilar bajó primera, yo le seguí.
Advertí que Fran permanecía dentro del Volkswagen y que tal
vez, desde la ventanilla, vio cómo su hermana, ya en los primeros árboles, me
llamaba con la mano.
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