viernes, 3 de enero de 2020

De volver en el 2019 (parte 1)

Hace exactamente dos años y 4 meses estaba llegando a la estación de autobuses de Álamo, en la 6ta Calle de la zona 3 de esta ciudad, sin tener la menor idea de donde estaba parado al recoger mis cosas, ni a donde iba cuando miré los taxis viejos  haciéndome luces para invitarme a utilizar el servicio. 

¿A dónde va, jóven? -decía una voz gruesa de alcantarilla que salía de alguna parte: una pared húmeda, un atolladero, un espacio vacío. Vocales nasales seguidas de una tos gangosa y un escupitajo redondo que dio perfectamente en la banqueta: la voz de un taxista peludo. 
Ni puta idea.  Esa noche no me interesaba  nada,  acaso solo andar erráticamente por allí con mis cosas,  hacia tribunales con una maleta de ruedas, arrastrándola sobre el adoquín nauseabundo de Quetzaltenango.  Esperar  que el primer borrachito del Chirriez se acercara rascándose los sobacos para decirme que el centro  histórico estaba e-xac-ta-men-te del otro lado (tan cerca que podía oírle el estómago revolviéndose del hambre).   Anduve un poco más lejos antes de dar la vuelta,  hasta la pared larga de Block  avejentado donde un año más tarde escribiría mi nombre con una lata de pintura,  pensando en todas las cosas que ya no tenía: Luisa, un hotelito en el mar Pacífico con Ligg, el uniforme blanco de mi colegio, mi madre en sus  30s enredada en el cable de un teléfono fijo, hablando con sus dientes largos enormes y  la primera vez que vomité en una regadera. 
Llovía estúpidamente esa noche  (28 de mayo del 17)  y estaba enamorado de una mujer que dejaba el país 3 días después de mi llegada. Ella mientras tanto en GT, despidiéndose de todo  lo que había visto conmigo en este país de tristes extensiones de tierra, carreteras llenas de basura, rostros morenos chupando cerveza en gasolineras y lotes baldíos en condominios tan sencillos que las garitas no tenían policías.
 ¿Lo había visto ella también en Colombia? Todas esas cosas sin gracia, las vidas torcidas, yéndose por el retrete, de las personas. Ni si quiera estaba seguro. No tenía idea de cómo era Bogotá, pero había visto ya las casas de mis profesoras por dentro, los maestros más pobres  de este país que enseñaron literatura leyendo 3 libros al año. Casas de interiores amarillos con diplomas chabacanos claveteados en las paredes  y fotografías de gente sencilla sonriendo en balnearios de agua lechosa, piscinas de Champerico o Taxisco que no dejan ver el fondo, piernas cruzadas en sillas plásticas de  cerveza y gordas acostadas en toboganes celestes (a punto de bajar tapándose la nariz). Turicentros como trampas para pobres.  Me preguntaba si en Bogotá también había esas cosas. Adolescentes de 17 años que ya habían matado a una persona y los domingos se morían del sueño y el aburrimiento aplastados en un sillón, viendo caricaturas viejas con sus dos hijos pequeños, a quienes amaron tanto que pusieron apodos llenos de ternura (Estivy o Toti o Reshis) la primera vez que los vieron andar. Cocos lisos de cabellos oscuros que besaron mil veces,  hasta quedarse dormidos con la televisión encendida y la voz de porky y el pato donald rebotando en las paredes de Block.  Algo acaso mucho más fuerte que acuchillear a una persona en el vientre: el amor por un niño pequeño. ¿Cómo es Bogotá, rola de Ibagué? Decime de una vez. Te busqué dos noches seguidas en esa ciudad y ni siquiera conozco.

Esa madrugada te alistabas para irte lejos de las cosas que hicimos juntos.  La luna gigante que vimos  en zona 16, sentados en una piedra con el vino y los cigarros y las carcajadas asfixiadas por los besos, cuando admitimos que la luna solo era una mierda y casi vomitamos de la risa al decirlo. Qué más daba,  ¿Te acordas de todas las cosas que había alrededor? estábamos ahí y nos teníamos cerca:  el pasto crecido a lo loco y mis manos en tus caderas, a lo loco, y los olores de nuestra ropa, a lo loco,  ahí, cerquita Roli preciosa, con tus veinte años encima, como si nada. Se me ponía dura de solo olerte la respiración. Hay días que todavía despierto queriéndolo, que todavía se me pone dura pensando que me estás dando la espalda.

Vi la tele toda la madrugada, un televisor pequeño y curvo puesto sobre una silla de madera del Calvario, que fue el sitio que renté la primera semana que estuve en Quetzaltenango. Es extraño decirlo ahora (septiembre del 19), pero todavía conservo una imagen limpia de mis zapatos al final de la cama, la pantalla inmediatamente después, arrojando luz en las paredes infantiles del cuarto en mitad de una película malísima de Lea Thompson,  y mi estómago respirando angustiado dentro de una camisa que ella, la mujer que quise tanto, todavía había llegado a abrazar. Aquella camiseta de superman que había rodeado con sus brazos y llenado de saliva  apenas la noche anterior. Lágrimas y besos apretujados en el lobby de un edificio: los abrazos fuertes de zona 14 como un recuerdo incorporado para siempre en mi vieja camiseta. Ahora lo recordaba bien, cómo había sido todo. Podía olerla en esa camita del Calvario y me desesperaba apretando las sábanas entre los puños. Su olor flotando como una mosca en una ciudad que ella nunca visitaría. Ya todo había pasado y  solo quedaba una tele al frente con mis zapatos tapando la cara de Lea Thompson.

Apagué la TV  y salí a dar un paseo antes del amanecer, temblando del frío junto a los charcos de las calles polvorientas del Calvario, hasta mojarme los calcetines y los hombros   de una chaqueta vieja con el agua que resbalaba de los techos. El primer paseo de muchos que daría a esa hora en que  las ciudades no son de nadie, de quien las pisa y recorre, nada más. Cuando a los parques, los zoológicos y los bustos congelados de un dictador no los mira nadie. ¿Qué viste tú la primera noche que no nos vimos?  





                                                                                                      Septiembre 2019


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