domingo, 3 de noviembre de 2019

El sonido de una moto sin gasolina



Cae la tarde como nunca vi caer una tarde, y la moto empieza a asfixiarse, a quedarse sin gasolina.. El tanque vacío cuando me acerco a preguntar en las champitas de adobe  si hay alguien que pueda venderme un par de litros de gasolina, que la única forma que tengo  de salir de este lugar. Entonces las personitas de chocolate hablan sin que yo pueda entender nada de lo que dicen, su idioma enrevesado y gutural (desde la tráquea) y aparece la silueta de un hombre pequeño, alguien que baja arrastrando el ruedo de unos pantalones enormes  sin hacer ruido por la cuesta pronunciada de barro. Tiene  una botella de Big Cola entre los brazos que se mira demasiado grande para su cuerpo. Reconozco el líquido  sin problema  moviéndose  a través del envase  y le digo a la distancia que si es regular lo que tiene. -¿Regular es lo que tiene? - le digo-., y la persona mueve afirmativamente su cabeza de pelo espinudo, dice que sí, que es regular lo que tiene. Me arreglo torpemente con él sacando la billetera, pago el precio convenido, lleno el tanque derramando un poco de combustible en el motor, arranco la moto y me largo haciendo ruido hacia la niebla.






Ahora veo esa gente desde la moto, las mismas casas de barro  y sus perros delgados: los mayas que había imaginado durante años, y sus rodillas llenas de  lodo. Veo a las mujeres de pezones largos y oscuros ponerse de rodillas ante un comal hirviendo y un fuego mediano que cruje en Todos Santos Cuchumatán, languideciendo en medio del frío  y  las llamas azules y grises que se cierran sobre los palos. Veo los viejos sordos de caras de corteza de árbol que se desvían la columna vertebral con cargas excesivas de leña.  Hormigas con mochilas de expedición, eso parecen de lejos, cuando los paso saludando desde la moto y los observo saludarme de vuelta sin una expresión reconocible en el rostro (desesperación o amabilidad, bondad o miseria, eso allí nunca se sabe), mientras toman aire de sus narices ganchudas a la salida quebrada de barrancos alfombrados de musgo. 

Veo un niño descalzo mirándome desde una ventana rota de Chóchal con un solo ojo, un ojo café incrustado en una cabeza enorme, rapada y melosa, llena de moscas, que ha visto de cerca también los ojos negros -como de insecto- de su propio padre. Sus expresiones de asco cuando amanece maldiciendo una resaca de muerte en la choza y se alista para salir a trabajar. Él ha podido observarlo toda su vida hacer lo mismo: manejar un machete y un cuchillo  con el mango remendado, ponerse unas botas de hule después de vaciar el polvo y hasta vomitar las podridas escaleras de una iglesia católica mientras se sostiene con temblores del brazo en un pasamanos de pino y emite esos estertores estomacales escalofriantes que nunca se borran de la imaginación; le ponen la piel de gallina, al peloncito, y lo hacen tener pesadillas iguales a la realidad.  Lo ha visto ponerse una misma camisa vieja de botones  sin mirarse en un espejo y patear al perro en las costillas cuando roba algo de comer, como si esas fuesen las únicas acciones que es capaz de ejecutar su padre (cinco o seis cosas, pero nada más que eso). Ni siquiera poder abrazarlo o besarlo en medio de la cabeza, piensa,  como ha visto en  recortes de periódico y en algún calendario de La Parma que hacen las familias felices, las formas reconocibles del amor,y aún no se decide si su tata es, después de todo, una buena persona. Porque no ha crecido lo suficiente para saber muchas cosas, para ser igual que él a la salida de una jornada de trabajo y comprar envases oscuros de vidrio a través de  barrotes oxidados, pegar a una mujer avejentada en el rostro, que es lo que ha sido su madre, una señora delgada sin dientes y tetas aplanadas, caídas, receptora de golpes que la tiran al suelo, entonadora de lamentos mayas, profundos chillidos de puerca. Verlo allí, a su padre, tan cerca de su propio cuerpo infantil y su cabeza sucia y sus mejillas cubiertas de mocos amarillos. Mirarlo escupir su propia camiseta cuando blasfema en mam diciendo ¡dios puerco! sentado en el camastro, balanceándose hacia adelante con el pelo apelmazado por el sombrero de paja. Cuando lo mira en el suelo de tierra y sonríe endemoniado, ¡helo ahí! un maya milenario con los dientes picados. 

El futuro:

El peloncito es pequeño aún, y solo con los años dejará de tener miedo de ver a su papá borracho en las noches tan oscuras que hace en la sierra, con los sonidos silbantes del bosque, todo ese silencio y la seguridad de que hay cientos de hombres afuera como su padre, que vigilan su choza escondidos en el monte, esperando el momento de poder entrar por la ventana y hacerles daño. a todos. Escuchar de nuevo a su madre chillar como puerca.

Perdón por meter mi moto y hacer ruido en días tan  viejos como los suyos. Pronto también me iré de este lugar, lo prometo. No corran del sonido, no huyan de las cosas que quiero contar.





No hay comentarios:

Publicar un comentario