Podés tener suerte. Si esa noche, digamos, la llevas a
pescar a inmediaciones del río y algo realmente grande tira del sedal: ella
sujetando la caña. Sólo entonces sentiría el coleteo del pez contra la
superficie del agua; tal vez vería mi perfil difuminado a media intensidad lunar, sentiría
la noche, para no hacerlo largo,
pasándole por encima. Ya cuando note la vida palpitándole cerca de la
oreja, vibrándole muy de cerca, es posible que se olvide de la pesca, del
reflejo intermitente de las farolas en el agua. Es posible que deje al triste
róbalo coleteando fiero contra el pasto de la orilla, el anzuelo a modo de
piercing. Y de pronto, (realmente) olvidándolo todo, se abalance a donde cree
que estás, adivinando tu cuello en medio de la oscuridad. Puede que entonces
sintás sus labios y pensés que de vuelta en la casa, sobre el sillón de la
sala, nunca te habría besado.
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