Con 14 años, durmiendo en un hotel evacuado e inundado con
una tenista que tal vez no se acuerde de mí, descubrí la belleza que hay en los
hoteles sencillos, en una televisión culona chorreando agua desde arriba y en las
cosas estropeadas y la oscuridad absoluta de los pasillos encharcados y nuestra
propia voz cuando no hay posibilidad de que alguien más la escuche. En la soledad cuando nos damos risa o lástima
o asco, cuando verdaderamente nos damos algo.
Y es que hay abdómenes subiendo y bajando en camas
de hoteles sencillos de personas consumidas por resacas atroces ahora mismo que escribo sobre la madrugada de un martes.
Y niñas preocupadas que van a tener que explicar en el desayuno a sus padres
todo lo que tomaron esa madrugada para que sus cuartos lujosos amanecieran
oliendo a repelente Off para moscos o a ron calentado en el microondas. Y van a
tener que mentir sobre el XL, la botella que pusieron vertical sobre sus vasos
plásticos con hielo antes de perder sus sweaters y bailar con cara de asco y
los ojos cerrados queriendo alejar a todo el mundo de allí. Antes de dejarse bailar y besar por alguien menor que ellas, alguien que las va a recordar por siempre, como
también yo recuerdo ahora a algunas mujeres. Y
van a sentir que sus vidas son ajetreadas y arriesgadas, y que el alcohol es un
portal a cosas fantásticas y aventuras de las que no es difícil salvarse. Y van
a representar un momento lindo en otras cabezas porque algún día van a orinar
con la puerta abierta cuando alguien más las mire, se van a desnudar con la luz
encendida, van a enseñarle a un niño cosas de las que no sospechaba antes sobre
calidez y ternura y esa fuerza en el estómago cuando llega el momento de decir
adiós. Pero nunca van a conocer los
hoteles sencillos, ni la belleza que encierran con sus fachadas pintadas a mano,
aunque ellas mismas encierren belleza ahí borrachas, chorreando posibilidades
eternas con su pelo liso y piernas largas, ni van a conocer a los huéspedes recios como carceleros hablando por
teléfono en el cuarto contiguo con cigarros, abriendo agujeros en las alfombras
al apagar las colillas y pisarlas con chanclas, diciendo recio que están en el
hotel yuuuunior o TONNY o Mirrors. Nunca van a encontrar la belleza de
las cosas mal hechas, la ternura de los muebles sencillos o las vistas
mediocres. El ruido de los motores diésel moviendo una ventana congelada.
Es
por eso que me obligo desde hace algún tiempo a pasar la noche una vez por
semana en habitaciones de hotel de Quetzaltenango, las más sencillas, donde
hace frío y las fundas de las almohadas huelen a pelo sucio y no hay mesas de noche ni agua caliente y los colchones están
cubiertos de plástico y hay un olor permanente a pintura que nunca termina de
secar. Y las televisiones en los cuartos contiguos están puestas en volumen demasiado alto: habitaciones
ocupadas por huéspedes patanes que se ganan la vida como guardias de empresas
privadas, de esos que se paran en la puerta de librerías durante 8 horas continuas
o en restaurantes de comida rápida o viajan en camiones repartidores sacando la
punta de escopetas cromadas por la ventana. Huéspedes pelados, pulgosos que se voltean
en sus camas pensando en cómo salir de
madrugada del hotel sin pagar, saltando la verja y corriendo como endemoniados
para nunca más regresar. Infelices que se encierran y se tienden a lo largo del colchón a tomar
cerveza tibia de lata hasta dormir con la televisión encendida y los pantalones
meados.
Hay
que conocer la belleza de una muñeca rota sobre un patio de tierra, de una
desdentada que no recuerda los primeros 15 años de su vida.
Voy a grabar estos espacios, pagarme noches en alojamientos mediocres hasta dar con el hotel más ratoso de Quetzaltenango. Ahí voy a estar,
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