"¡Mandarinas!, arrímese, vea. La mandarina.
Tengo LA mandarina” dice una voz metálica, como robot paisa a través
de un altoparlante viejo, percudido y roto, mientras dos esquizofrénicos se
tienden en la grama de unos arriates.
Locos toreando carros y desesperándose en las
banquetas de Botero. Dando vueltas sobre cartones sucios para quedarse dormidos en medio del mono y el
concreto recalentado de una avenida. Fumando piedra con los ojos desconfiados de los bebés al mamar de una teta. Mujeres hermosas. Jodidas realmente hermosas y putas
en plaza Lleras dando vueltas en el sentido de las agujas del reloj. Jóvenes
dolarizadas que se arrastran con sus bolsos pequeños al hombro y dicen, como llorando, “vení pa-ccccccáaaaa”.
Medellín se destruye todas las noches después de
las once. Cuando me miro en el espejo roto de un karaoke de la calle 70 con los
ojos estallados de guaro y empiezo a balbucear: “Te debo mi lealtad a vos,
dani, y todo lo bueno que pueda quedar. Quedar en vos, dani, quedar en mí. Todo lo que
pueda pasarte.”
Vuelvo caminando por el lado del estadio, escupiendo por
todas partes, seguro de que no voy a encontrar el hotel en medio de esa ceguera. Al día siguiente (mañana) empiezan otra
vez las noches frías de diciembre en mi país, y el jardín donde empecé a escribir. Todas las cosas que creí entender
entonces para tener la arrogancia de querer escribirlas. Orino largo contra una pared
de ladrillo. “Hay formas de nunca perder,
dani". -digo en voz alta- "Es todo lo que hay que saber.”
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