Los primeros recuerdos que tengo
son del año 1998. Es la primera noción que tengo de estar vivo y de saber una
fecha concreta: la primera noción que tengo del tiempo. De salir un poco del letargo que
es la niñez, una borrachera nefasta, y escuchar de los demás, de la radio, la
tele o de las formas que miraba desde el carro pintadas en las paredes, o en los
calendarios de las gasolineras Shell, que estaba corriendo el año 98.
Tenía 4 años y es el tiempo de
las primeras imágenes que tengo, que todavía sobreviven recortadas sobre mi
mente. El disfraz amarillo de la mascota de Pollo Campero, una piscina en las
Lisas y el olor denso de la marea baja en el canal, del fango invadido de
cangrejos. El mangle arrejuntado en una secuencia interminable de árboles
puestos de cabeza. El tufo de una lata vacía de cerveza abandonada en mitad de la arena.
Mi madre, por quien siempre tuve
la debilidad de la más honda ternura, el punto más grande de vulnerabilidad en
mi vida, hablando por teléfono en la casa de Monte María, sus dientes
blanquísimos mientras sonríe y vigila mis movimientos de borrachito desde el auricular. Después abro la puerta del fondo, mi papá sentado en un
escritorio, sus ojos ocupados en algunos papeles antes de verme y saludarme
moviéndome el pelo con la mano, como a un perro. “Hola Dani. Hola fiera.”
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