domingo, 17 de marzo de 2019

Una conclusión para la entrada anterior



¿Qué concluí la mañana que la despedí en la estación de tren de Salamanca, al regresar, ahora sin ella en el asiento de copiloto del VolksWagen (donde me había acostumbrado a verla), hacia la misma casa 21, al reconocer los espacios vacíos que habían dejado sus cosas y  emborracharme a las 9 de la mañana porque no soportaba el silencio, ni la idea de tener que subir en algún momento a mirar su habitación?

-Que perdemos valor en el pasado. Nos hacemos mierda en nuestro propio pasado.

Había visto el tren irse en el andén. Yo mismo lo había provocado. Tenía todavía el sabor de su saliva en la boca cuando el AVE se alejó de la terminal y no alcancé a verlo más, pues le había dado un beso sabiendo que ese sería el último. Un besuqueo que se sintió tan parecido al primero que a los dos nos dio miedo. Lo vi en sus ojos: el miedo, y ella en los míos: el miedo, antes de separarnos. Mi saliva brillando todavía un poco en sus labios cuando se separó de mí para siempre. 

Hubo un momento pequeño para dejarlo todo sin efecto, pienso ahora, un momento para arrepentirse, decirle que se quedara, que no subiera a ese tren (ella quería escucharlo), que yo había sido solo un niño pequeño, un mocoso resentido. Pero no le dije nada, la vi de espaldas entrar en el vagón y luego buscar su asiento con los ojos vidriosos, tal vez todavía esperando a que me arrepintiera y fuésemos a comer algo bueno después de allí, emborracharnos en Molly Malone pensando en esa escena ridícula de niños pequeños que hicimos en la estación de tren. Tuvimos esa breve ventana de tiempo para decidir seguir estando juntos. No dejar que ese tren nos quitara lo que ya teníamos. Ella, después de todo, nunca quiso irse y yo necesitaba que se fuera para poder empezar a escribir.

¿Qué entendí estando con ella?

-Entendí todo lo que pueden doler las historias de los demás. Al menos lo mucho que podían dolerme las suyas, cada una de las personas que conformaban sus memorias, y cómo la habían tratado.  Esos tipos que, uno a uno, habían construido su pasado para la eternidad. Nosotros habíamos vivido cosas maravillosas juntos y eso era innegable, pero siempre estaba la posibilidad de que ella se hubiese sentido así de bien, o mejor, con alguien más antes que yo, que nuestro tiempo juntos fuera apenas un reflejo de situaciones anteriores. De ser solo un débil recordatorio de las cosas que ya había vivido.


¿Que si era una pataleta infantil la mía? Por supuesto que lo era. Me sacaba 4 años y hasta ese momento de conocerla yo siempre había sido el que había vivido más, el que podía enseñar cosas, trucos; ir más lejos que el resto. Pero esta inglesa era una loca con buenas historias, anécdotas que me hacían pensar que había habido personas jugando mi papel cientos de veces antes de conocernos. Era una pelea con las cosas que yo mismo pensaba, nunca con ella.


¿Cómo me las arreglé los meses que siguieron en la casa 21, antes de mudarme a otra parte de la ciudad, al extremo completamente opuesto,  un lugar tranquilo en el norte (Paseo de los Nogales 16) al que nunca llegamos en nuestras noches atropelladas de exploración?

-Ni la menor idea. Ni siquiera sé si me las pude arreglar.


Escogí una botella de ginebra para beber esa mañana de la despedida, pues no habíamos bebido eso en todo el tiempo que estuvimos juntos. Definitivamente no hubiese soportado beber de alguna marca familiar, o algo cuyo sabor conocido me recordara un episodio reciente con ella, eso me hubiese devastado. Cambié mi marca de cigarrillos a otra desconocida (Ducados rubios), con el pretexto de que eran 40 céntimos más baratos. Aprendí a querer otras cosas, me deshice de cientos de marcas, productos de consumo y lugares queridos a  los que ir. Dejé de pescar en el río.

Me acuerdo que al volver a la casa esa mañana bebí tratando de no recordar el día que nos vimos los pelos del brazo tirados boca abajo en un jardín de Contrueces, los pelos rubios en el sol. Traté de no recordar la ropa que llevaba puesta esa última vez que se hizo un té en la cocina, pero aún hoy podría describirla con precisión, cómo iba vestida y esas cosas.  Me reí en alto con una tristeza profunda, gritando dentro de la casa vacía. Había perdido todo eso, y estaba seguro que para siempre, aunque en la nevera todavía quedaran sus cosas. 


Si tuviera que concluir ya. O "¿por qué es que preguntamos a las personas por su pasado?

-Las personas se consumen, se desgastan y degeneran, experimentan un detrimento palpable (que puede tocarse con las manos) a medida que conocen y se dejan influir por otras personas. Sobre todo las primeras. Las primeras personas en llegar a sus vidas, cuando ella, por ejemplo, sí era una chica de 15 o 16, lista para empezar a vivir, no a repetir todo lo que ya había hecho. 


Yo había llegado tarde a quererla, al menos lo suficientemente tarde como para experimentar la angustia que me provocaban sus historias.  Ahora formaba también parte del equipo de fútbol de su pasado. Todos esos nombres y apellidos que la habían visto desnudarse en una habitación o correr borracha en un descampado.


Creo que no preguntamos a los demás por sus pasados porque queramos hacernos daño o porque nos interesen (rara vez nos importan), sino porque esperamos ser los primeros en ser recordados, en tener un nicho solo para nosotros.  Que nos digan que nunca habían hecho nada memorable con nadie. Pero en las preguntas encontramos también los finales. Nosotros nunca vamos a volver a vernos.









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