sábado, 20 de abril de 2019

Cantabria



Queríamos hacer un cortometraje/un documental de nosotros dos juntos el mes que empezamos a grabarnos en video. La primera vez ella estaba sentada en una silla, todavía borracha frente a la cámara cuando empezó a balbucear lo que recordaba de la noche anterior, algo que había sido mi idea: que comenzáramos a conservar las cosas que ocurrían para cuando dejáramos de vernos.  Para cuando dejáramos de tenernos.


En medio de la grabación empecé a reírme a gritos, justo en el momento en que estaba contando que orinamos una cama en  un hotelito de Cantabria y yo sabía exactamente cómo había sido todo. Quería joderme bien contado esa historia. Traté de contenerme, pensar en cosas que me disgustaran, al menos que me distrajesen de ese momento. Estaba arruinando la grabación y siendo un verdadero imbécil mientras la luz de una ventana abierta daba delicadamente en su cara y era casi sagrado. Era un plano precioso, irrepetible, de una borracha que quise mucho diciendo cosas para una cámara Nikon que me prestó mi hermano durante un semestre universitario, su voz registrada para siempre en mi grabadora Olympus 833, que todavía conservo. Pero me reía demasiado y arruinaba ese plano precioso de ella borracha hablando para un "yo" que la espiaría mil veces en el futuro, de su voz tratando de explicar una noche movida de 2014. Su cara en alta resolución, su cara como casi siempre que la recuerdo.


Dejé de reírme de pronto, cuando ella ya no podía detenerse porque me señalaba con el dedo mientras hablaba acusatoriamente con la boca llena de saliva y me culpaba de haber orinado esa cama del hotelito de Cantabria que compartimos mientras dormíamos juntos. Desde donde estaba percibía el tufo del ron que todavía circulaba por sus venas y llenaba sus pulmones. Dejé de reírme como todas las veces que dejo de reírme al recordar algo importante. CUANDO SUENA EN MI CABEZA ESA PALABRA: CANTABRIA.


Yo viví de niño en un condominio de zona 13 (es lo que pienso mientras la grabo diciendo Cantabria)  un condominio de casas color ocre y jardines alargados donde conocí las primeras personas que odié (vecinos con los que me di a puñetazos por defender a mi hermano y mis aliados del vecindario), el nacimiento mismo de mis prejuicios, pero también  otras personas que quise, en las que vi la belleza de la lealtad y  la  nobleza de llegar a confesar una verdad. Dicen que todo nuestro carácter se forma de los 0 a 8 años de edad, que el resto de nuestra vida es apenas un rebote, un pálido reflejo de las cosas que ya hicimos y gravaron/condicionaron nuestra  mente. Dicen que ya no creamos ningún sentimiento nuevo, ideas o impresiones  de las cosas, sino solo reaccionamos a las que ya tenemos arraigadas,  estímulos conocidos que se desprenden de situaciones una y otra vez repetidas: hasta el cansancio mismo de los años que vayamos a vivir.  Nadie vive nada nuevo, como quien dice, solo pasa su vida dentro de una cadena interminable de reacciones a cosas ya descubiertas en  el pasado.  Es decir, que pasamos toda la vida mostrando las mismas emociones a las mismas cosas repetidas.

Yo todo lo aprendí de niños y niñas de 7 y 8 años de edad, que eran mis vecinos, y mis amigos en ese condominio que todavía se llama Cantabria. Y leía el rótulo del lugar cuando salíamos por la mañana hacia el colegio, justo después de salir del sótano en el carro de mi mamá. Decía “CANTABRIA” en letras grandes, y lo leía todas las veces que salí de ese lugar: “CANTABRIA, CANTABRIA”. A veces dividiendo el nombre en dos palabras, algo que me divertía muchísimo. Canta y brilla. Canta bria, bria y canta. “¿De qué te reís,  mi dani.” Decía mi madre a veces, viéndome por el retrovisor cuando empezaba a decirlo en alto y me regañaba por dar saltos en el sillón sin ponerme el cinturón de seguridad.  De nada mama. De nada, decía dejando de sonreír. Pero me seguía pareciendo gracioso, un descubrimiento total, el fruto de mi propia imaginación.

Jugaba con esa palabra y estaba realmente lejos de saber qué era Cantabria. Un  lugar frío, escarpado y exageradamente bello en el norte de una península transgredida, que es la de mis abuelos.  Lejísimos de saber que iba a llegar un día /una noche a hospedarme con una mujer que quise verdaderamente en un hotel sencillo de esa ciudad, que orinaría  un colchón entero  junto a ella dormida al lado mío después de beber una botella de whisky pensando en los años que forjaron nuestro carácter. Situaciones acumuladas que nos permitieron llevarnos bien y dormir juntos esa misma noche. Porque nuestros pasados tenían la fuerza de las cosas comunes que nos llevaron juntos y podía hacerla reír, sentir rabia o imaginarse las estupideces que le decía, aunque ella no conociera mi país, ni esa Cantabria de la zona 13 de Guatemala que yo no he podido dejar de recordar nunca. La quería, a ella, y a mí,  y a los lugares que nos metíamos cada vez que la miraba. Cuando vi sus muslos enfriarse y temblar sobre mis propios meados esa noche que conocí la verdadera Cantabria  con los ojos llenos de wiskey. La vez que pensé suavemente en las dos Cantabrias que había en mi vida al mismo tiempo mientras ella se empezaba a despertar, lejos, muy lejos ya, de su infancia. Cuando empezó a sentir la incomodidad de las sábanas mojadas de pipí y se llevó una mano humedecida a la nariz y dijo NOOOOOOOOO comenzando a sonreír.

-DALE TE PROMETO QUE YA NO ME RÍO. VOLVÉ A CONTAR TODO DESDE EL PRINCIPIO. YA ESTOY GRABANDO.










No hay comentarios:

Publicar un comentario