viernes, 4 de agosto de 2023

Los días dejados de percibir

 

Cuando regreso a Guate a veces pienso que nada cambió, y que quizás todavía sigo con alguien. Que L vive en z14, por ejemplo, en el séptimo, y que las hermanas Cortelezzi todavía deambulan en Oakland con botellines de cerveza en la mano y olor a tabaco en la boca y son adolescentes preciosas y muy viciosas que regalaron besos en días que hizo muchísimo sol. 

Raiza Aravi fuma Marlboro Light  en una bajada de Oakland, escondiéndose de sus padres, y su trasero se mira así de bien a las 5 de la tarde, en la bajada del diablo, cuando bajo a echar un vistazo a las cosas que ya conozco y pienso que en sus muslos hay algo muy parecido a la belleza. Cuando me acerco a hablar un rato con ella, y es  la primera vez que hablo con ella, y le acepto un cigarro de los suyos para fumar y me cuenta sus cosas del colegio, gente que no conozco, pero me dice sus nombres y apellidos completos: nombres que suenan a algo en mi cerebro. Todavía muevo la cabeza para indicarle que estoy escuchando, cuando saca el tema de sus hermanos árabes y las drogas que se chutan, historias locas en las que siempre están a punto de que los pesque la policía y pagan Q400 para que los dejen huir. 

-¿Todos los árabes están locos, Raiza? -le digo con esa voz agrandada de los 17 - ¿Todos los árabes tienen que ver con la locura? -Se quedaba pensando en eso mientras fumaba y quería decirle cosas para que nunca se olvide de mí, como que si estuviera en el país árabe de donde vinieron sus padres hace tiempo, nunca habría podido verle la cara, ni sus brackets ni sus piernas en unos leggins de esos. Como una belleza caída, desperdiciada, dejada de percibir.

- Habláme de cerca, Raiza, tirame el humo a la cara, quiero olerte por dentro, quiero oler el humo que acaba de estar dentro de ti -. Y siento que todavía digo esas palabras y todo, y que me pone idiota escucharla, igual que aquellos días, cuando caía perezosamente la tarde sobre nosotros y pensaba que era mucho más grande que yo, con sus pechos marcándose en la blusa, moviéndose un poco cada vez que pasaba un carro y teníamos que subir a la banqueta para dejarlo pasar. Cuando la miraba arrojar las colillas ardiendo sobre el asfalto y soplaba el resto de humo que quedaba en sus pulmones poniendo una boca envenenada de "o". 

Creía que ya éramos grandes, Raiza, eso es todo, y ahora que vuelvo a Guate veo lo pequeños que éramos, 2 niños de secundaria preciosos, rebeldes, estupidos, y aún pienso que existimos en los mismos lugares de entonces,  escondidos en una bajada. 

Tú y  Oakland y las colillas anaranjadas amontonadas en los tragantes, y cada uno de los atardeceres caídos que siguen ocurriendo en los ojos de niños que van al colegio.  Esos son los días dejados de percibir.







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