La he visto entrar y salir. Le he aguantado la puerta del
portal, también, de entrada y de salida. La he seguido a lo largo del pasillo
de baldosa y me ha seguido a través del
pasillo. La he visto detenerse frente a su puerta, girar dos veces las llaves y
desaparecer en su estudio. Ella también a mí. Oigo su música a través de la
pared, o cuando abre la puerta corrediza del balcón. Sé que dormimos ambos
pegados a lados contrarios del apartamento, es decir, ella a su derecha y yo a
mi izquierda, por lo que únicamente nos separa al dormir un muro de 15 centímetros
de espesor. Puedo oír, en el silencio de la noche, sus movimientos buscando
postura o eventuales toques del brazo que suenan apagados de este lado del
muro. Ella seguramente me advierte del mismo modo. Digamos que nos conocemos, o al menos nos
somos familiares sin mediar palabra o pasar del inevitable “bonjour” al cruzarnos
en la entrada o del “merci” que articula calladito cada vez que sostengo la puerta para que entre (o
salga). Pero siempre en la puerta de acceso, yo de salida y ella de entrada
o yo de entrada y ella de salida.
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