lunes, 8 de septiembre de 2014

No recordarlo todo

Tengo la imagen de estar moviendo el pie dentro de una piscina. Viendo los pelos ir y venir sin desprenderse de la pierna, oscilando en ondas moluscas, retrasándose medio segundo al cambiar de sentido. Tengo la sensación del sol a mi espalda, del fondo cerámico de la piscina visto desde la orilla en azul campánula;  de mi rostro cual retrato ondulante al mover la pierna y sacarla del agua, del contraste del adoquín punzante bajo mis pies descalzos, del sentimiento de la toalla tibia contra mis rodillas. De pronto es un ruido que recuerdo especialmente, aunque sin poder recrearlo, y todo se torna en la imagen de mis manos sobre el cristal de la puerta corrediza. Dentro los ventiladores soplando cansados por encima de los muebles y la frescura de los pies al pisar el azulejo de la casa y atravesar el pasillo. Creo que es entonces que, si no estoy mal,  llego al fondo y abro la puerta de mi habitación y está la chica de la casa vecina asomándose por debajo de mi cama. La proyección mental que conservo es un tanto borrosa. Creo que se aterra al advertirme en el umbral de la puerta y se sienta, más bien se tira violentamente contra la mesa de noche. La ventana de la habitación está completamente abierta, las cortinas en vaivén constante de tela solar.  
¿Qué buscás? –le digo. La chica tendrá unos 17 años. Permanece en el suelo sin responder.  Me conduzco al closet y saco una t-shirt que descuelgo de la percha. Estoy metiendo los brazos a través de las mangas, la camiseta me cubre el rostro cuando escucho su voz por primera vez.
-Perdón, se lo ruego. Es sólo que la ventana estaba abierta y  (la ventana no estaba abierta) y  y  y es que arrojé una pelota a este lado del patio y no la vi más. Eso la semana pasada. Me asomé por la verja esta  mañana y creí que podía haber entrado en su habitación, es una pelota de tenis. Por eso franqueé la ventana, además creyendo que usted no vendría por acá hasta el final del verano ¿De casualidad ha visto la pelota? Perdóneme, sé que no debí hacerlo. Hice mal. Perdón. -
Noté que estaba muerta de miedo.

Entonces creo que le dije que no me mintiera, que la ventana permanecía siempre cerrada por el aire acondicionado y  que por tanto su excusa se desmoronaba toda. Le dije que le serviría un vaso de limonada o si prefería, un vaso de 7up con hielo. Me siguió hasta la cocina y al final dijo que agua sola estaba bien. Pasamos a la sala y la hice sentar en el sillón. Agradeció mil veces por el líquido. Después permaneció en silencio con el borde del vaso en los labios, el agua yendo y viniendo  de su boca al fondo del recipiente. Vi como su respiración empañaba el cristal.
-Entonces, ¿Qué buscabas? ,,,,,,, Decime- pregunté lleno de calma, acaso espaciando el “¿…buscabas?” del “decime” unos cuatro segundos.
-Si se lo digo- espetó en un arranque de nervios- prométame su indiferencia total, como adulto que es. –Pensé que hablaba bastante bien para su edad-  No quiero que piense que entré a robar, tampoco que antes le mentí por costumbre, de hecho raras veces miento, si no que por el contrario, quiero que al momento de acabar de contarle lo que pasó, permanezca igual que como está ahora y que sobre todo, me crea.
Al momento de decir lo último me vi a mi mismo casi en tercera persona, sentado sobre aquella silla en que estaba con un gesto grave, flemático en la cara. Asentí con la cabeza y di un trago a mi vaso de limonada.
-Se trata de mi amiga –empezó-, mi amiga Ana. Usted recordará que… que las cosas… es que, cómo decirlo. Por mucho que…- se inclinó hacia delante viéndome escrupulosamente la cara-  por mucho que ahora se deje la barba y tenga independencia como para hacer lo que quiera, me atrevo a decir que usted no tiene más de 24 años. Sé que viene cada verano desde que sus padres compraron la casa. Tal vez sabrá que antes la propiedad pertenecía  a unos alemanes que venían a pasar el fin de año, más o menos en las mismas fechas que nosotros. Mi madre aseguraba que eran alemanes. Recuerdo que se quedaban hasta que la piel de su espalda y cara se enrojeciera por el sol, entonces, satisfechos de costa y coctails en la piscina, se marchaban dejando junto a la puerta de casa un pastel de arándanos hecho por la señora Anke. Siempre sujetaban una notita con cinta adhesiva a la tarta que rezaba frohe feirtage y abajo, felices fiestas, hasta el año próximo, o una cosa así. Nunca estaban para el día de año nuevo, como sí es costumbre en mi familia, (pasarlo acá, digo).  El 27 cubrían la piscina con un nylon de burbujas azules y dejaban la casa cerrada hasta volver el próximo año. Los veíamos desde el patio, sus caras redondas a través de las ventanillas del auto diciendo adiós con la mano. No sé. Tengo recuerdos poco precisos de Ana en aquel entonces, tal vez alguno de ella nadando en nuestra piscina, de su traje de baño azul con estampado de flores  o de nuestros padres charlando con vino tinto en la pérgola. Tal vez  tenga una imagen clara de su cabello como el trigo, tan rubio que el agua no opacaba por más que permaneciera en la piscina. Es curioso, pero lo que no entiendo es como… - (En este momento del relato se detiene al advertir que me inclino sobre la mesita de la sala para alcanzar el tabaco. Sigue mis manos con la vista al retirar un cigarrillo del cartón y espera a que lo encienda. Entonces pregunta si puede dar una calada. Le digo que lo conserve y enciendo otro para mí.)
- ¿Por qué dijiste – (el humo saliendo por entre mis dientes)- que no sabías que fuesen Alemanes, o que era tu madre la que afirmaba eso? ¿Acaso no eras amiga de…?
-Ana.
-Eso, Ana.
-No es que no supiera, es sólo que verdaderamente a los nueve u once años todos parecen del mismo país. –dijo-  Aparte Ana hablaba todo el tiempo en español, incluso cuando se dirigía a sus padres. Por otro lado estoy contándole los hechos de forma progresiva, como si partiéramos del inicio y de momento me limitara a la época en que los Viker eran dueños de la casa. Claro que más tarde Ana me hablaría de Alemania, de su ciudad natal,  Leipzig, incluso trataría de enseñarme palabras sueltas del idioma.
-Mjm –dije entre dientes- seguí, seguí.
-No sé en qué estaba antes pero tengo que añadir que Ana era tres años mayor que yo. Cuando la conocí yo tendría nueve años o diez y ella doce o trece. Nos veíamos sin falta cada año y nos entreteníamos en la piscina, a la orilla del mar pisando juntas la  arena volcánica o en la sala de estar viendo una película en el dvd de los Viker. Ella me contaba acerca de los chicos que había conocido durante el año. Yo siempre por detrás (me llevaba tres años), escuchaba extasiada sus relatos y quería, con impaciencia, tener su edad para que me acontecieran ese tipo de cosas. Siempre eran nombres (de los chicos de sus relatos) como Lars, Arnulf, Björn y Helmut, que se peleaba con Arnulf o con Lars y que al final resultaba ser un imbécil que sólo se interesaba por el fútbol y no por ella. Yo los imaginaba a todos rubios como Ana a excepción del que tuviera más protagonismo. A ése lo percibía con el pelo oscuro y la tez blanca blanca. Pero eso no tiene importancia ¿Verdad? Lo que interesa es que los Viker vendieron la casa algunos veranos atrás y que mi amistad con Ana se fue, por qué no decirlo, a la mierda.  Los compradores, claro, fueron tus padres.- (me tuteó)
Depositó la colilla en una lata de cerveza vacía y siguió contando.
-Dos años después, yo tendría 16, alguien tocó a la puerta de casa en el momento en que nos disponíamos a salir rumbo a la playa para pasar el año nuevo. Mi madre se enfiló hacia la puerta diciendo “ya voy, ya voy”, usted sabrá. Cuando abrió  pegó un grito descomunal de alegría y me llamó también, dando de gritos. Al bajar las escaleras con la mochila en la mano me encontré a Ana en el umbral de la puerta. La abracé y  aunque no recuerdo haber llorado, sí haberme contenido. Era realmente extraño verla en la ciudad. Me contó que había trabajado durante seis meses para costear el viaje. Estudiaba  letras en la Universidad de Bielefeld y trabajaba por la noche en un bar/cafetería muy frecuentado por estudiantes de su facultad. Decía que me encontraba muy cambiada, hecha una mujer de verdad. Ella también había cambiado, con decirle que ya no lograba recordarla de más chica. Subiendo las valijas al maletero del Mitsubishi dijo que envidiaba mi pelo y mi trasero, ja-ja,  cosas de esas. Nos reímos mucho.
Continuó.
-Cuando llegamos al sitio de playa  se quedó mirando desde la ventana del coche su antigua casa de vacaciones, ésta donde estamos hablando ahora, claro. Después se apoyó en la verja de la piscina y la estuvo contemplando durante largo rato. Cuando me acerqué tenía los ojos perdidos en el agua y me dijo “no ha cambiado nada”. Y era cierto, la casa no había cambiado nada. Las vacaciones transcurrieron sin apenas darnos cuenta. La visita de Ana lo había mejorado todo. Volvimos a pisar juntas la arena volcánica de la barra y por la noche bajábamos a Situ, el viejo bar del puerto. Una noche, hacia el penúltimo día, después de cenar, dijo que no se sentía del todo bien. Se retiró de la mesa dando las buenas noches y se metió en su habitación. Permanecí un rato con mis padres hasta acabar el postre. Cuando hube terminado atravesé el pasillo y toqué a su puerta, pero no obtuve ninguna respuesta. Tomé la manecilla entre mis manos y abrí. Ana no estaba. En cambio estaban todas sus cosas y la ventana de la habitación completamente abierta.
-Salí por esa misma ventana y justo enfrente, después de los almendros, vislumbré la pared de la casa (la suya). La contemplé hasta ver que en un extremo del muro se encendía la luz de una habitación. Desde donde estaba, a través de la ventana,  podía ver el ventilador del techo poniéndose en movimiento y la cabecera de caoba, tal vez la esquina del guardarropa. Un minuto después volvió a apagarse la luz y decidí regresar a casa, como si nada y esperar al día siguiente. Sabía perfectamente que para esas fechas la casa estaba desocupada, (la suya),  de hecho en la entrada no estaba su Volkswagen Golf y las persianas de las ventanas delanteras estaban totalmente cerradas. Al día siguiente, al salir de mi habitación, encontré a Ana en el sillón de la sala. El televisor puesto en los canales nacionales y ella bebiendo a sorbos un jugo de naranja. Se volvió a mí y dijo algo sobre el programa que estaba viendo, sonrió con total naturalidad. Me senté a su lado esperando a que me contara lo de la noche anterior. Pregunté si se encontraba mejor. Dijo que sí, que sólo había tenido un mareo. Lo cierto es que no sacó el tema en todo el día.
-¿Puedo usar el baño?-

La vecina se levantó y aproveché para recoger los vasos de la mesa; dejé la lata de cerveza en su sitio por si quería seguir fumando. Después de un rato escuché el ruido del wáter y la puerta del baño. Estaba en la cocina cuando sentí una de sus manos sobre mi hombro. Me quedé inmóvil frente al lavabo y la tuve cerca cuando la oí decir “¿Realmente no se acuerda?”
-¡¿Qué?!
Después de decirle que no, asustado y dándome la vuelta,  volvimos a la sala. Esta vez no preguntó y tomó un cigarrillo del cartón. Volvió a decir, ahora anteponiendo mi nombre - De verdad, Edras, ¿no se recuerda?- (y no recordaba haberle dicho mi nombre), y seguía - quiero decir,  del baile, o del beso que le arrancó a medias o de cómo salió detrás de ella hasta pasar por poco el muelle. ¿Es que acaso no  le resulta familiar? Dígame, Edras, ¿estuvo alguna vez en Alemania? – Se me hizo insoportable el humo que exhalaba, sus palabras, saberla allí sentada. Me paré de golpe de la silla y caminé hasta la entrada. Abrí la puerta y le dije que por favor saliera. Todavía dio dos caladas al cigarrillo y lo apagó sin prisa contra la lata antes de levantarse. Cuando hubo franqueado el umbral se volvió a mis ojos y dijo “Ella aún le recuerda”.
Estuve toda la tarde mirando la piscina desde el corredor de la casa. Encendí un cigarro y después otro. Luego otro y después otro más, luego el último, hasta que el calor se agolpó en el techo de madera y fue  inevitable abstenerse de la piscina. Sólo la frescura del agua contra mi pecho me devolvió el ánimo. Los skimmers oscilaban, golpeaban el borde plástico del marco en un afluente irregular. Salí del agua hasta la pérgola y alcancé una cerveza de la hielera. Después volví a la piscina. A un lado opuesto, de espaldas a la orilla, contemplé la casa completa. Recordé visitas de años anteriores, mi familia sobre el césped y  la mesa del comedor aguantándonos a todos. Allí en el agua caí en la reflexión recurrente de “cómo pasa el tiempo”.
A las diez de esa misma noche abandoné el televisor de la sala asqueado de tantos comerciales nacionales. Me levanté del sillón con la idea de fumar en el pasillo. Con el ches encendido, empujando la puerta, advertí un sobre en el azulejo del suelo. Pensé que otra vez se había colado alguien en mi propiedad, esta vez para meter un mensaje bajo la puerta. Lo abrí. Era un mensaje escrito al reverso de un flyer que decía algo así  como “A las 11. Baje hasta el puerto. Pregunte por El Situ. No olvide traer cigarrillos.   Luisa”. Supuse que sería la vecina.
Me lavé los dientes, tomé del ropero una camisa limpia y apagué las luces de la casa. Salí con 40 minutos de antelación para comprar tabaco, que ya no me quedaba.
Sería un viernes o sábado porque recuerdo bien que el puerto estaba concurridísimo. Serían estudiantes, universitarios o bachilleres que pasaban entre amigos las vacaciones. Bebían sobre las banquetas y se pasaban unos a otros el cigarrillo que estuviera encendido. Las risas de las chicas se deslizaban locuaces en el agua cercana, los manglares al fondo, opacos oscurecían el canal. Pregunté al grupo más cercano de chicos por El Situ. Un borrachín saltó de en medio y me abrazó por el hombro. Dio una larga calada al cigarrillo que llevaba humeándole entre los dedos. Después señaló sin ver a donde apuntaba, me veía el rostro y decía “ahí, justo ahí, atrásss, detrás de los cocoss. Lll’edificio grande-ése”. Después una chica llegó a su lado muerta de risa y me dijo que siguiera hasta ver la única construcción sobre la arena. Di las gracias y caminé por la orilla de la playa hasta que  estuve cerca del local. Habría llegado diez o quince minutos antes por lo que fume al pie del agua, donde la arena brilla, restregada una y otra vez por la espuma.  
De lejos vi una chica que entraba revisando la hora en un reloj pulsera.  Me acerqué los cien metros que restaban. El lugar era un rectángulo vulgar de tablones medio espaciados entre sí que aguantaban  un techo rústico de palma. Desde la entrada se dibujaba la barra a un lado del local, las botellas de ron nacional puestas en la repisa y enfrente una camarera sudorosa  con delantal rojo. Servía el ron sin hielo y se atareaba, apenas dándose a basto, cuando la gente ordenaba shots de tequila. Los presentes parecían mayores, bailaban muy de cerca la música costeña que llegaba de un triste altavoz.  El suelo era la arena misma del mar y se hacían difíciles los pasos en busca de mesa. Me senté en una del fondo, asegurándome de que no tuviera las sillas rotas. Se acercó una jovencita a preguntar si quería ordenar algo. Pedí dos cervezas y algo más, creo que unas manillas o algo para picar. La chica del reloj pulsera estaba sobre la barra. Tenía una cerveza entre las manos. Le habrá tardado unos diez minutos acabarla, porque fue más o menos lo que tardó en venir a mi mesa. –Hola, soy Laura – dijo, y me tendió la mano. De pronto pensé que toda la gente del bar me conocía, incluso la gorda que servía y cobraba los tragos.
-Decime Laura, ¿Cómo es que últimamente la gente me conoce sin habernos visto antes?
Ni siquiera sonrió.  Despegó la silla plástica de la mesa y se sentó.
-¿Trajo cigarros?
Tiré el paquete sobre la mesa. Lo tomó y deslizó dos fuera del cartón. Encendió primero uno y me lo tendió al otro lado de la mesa. El filtro a pintalabios rojo. Después chispeó otra vez contra su cara para encender el suyo.
-Si te digo la verdad, –dije- me divierte esto muchísimo.
-¿Qué?
-Pasar de estar en la piscina a descubrir una chica metida en mi habitación, buscando debajo de mi cama.  Y luego, el mismo día, encontrar una carta bajo la puerta de alguien que invita a vernos. Alguien que tampoco conozco. De pronto estar acá, compartiendo tabaco y una mesa plástica con la chica que saltó la verja del jardín para deslizar la invitación bajo la puerta. -
Ahora sonrió. Tenía el codo en el apoyabrazos de la silla, el cigarrillo a la altura del pelo.
-Lo triste de su condición, Edras, es dar la espalda a tanto. Quiero decir, a tanta gente. ¿Acaso  no fue lo mejor de nuestras vidas, todo junto, todo de golpe?


Hacia las doce pagué a la chica del antro por las dos cervezas y el bowl de boquitas. Me despedí de Laura. El camino de vuelta fue confuso, a los jóvenes de antes ni los vi, aunque estaban ahí, más recios de vodka y cerveza de litro. Cuando empujé la verja  y atravesé el jardín, cuando franqueé la puerta de la casa y atravesé la sala, después el pasillo y otra vez abrí la puerta de mi habitación, me vi estático contemplando la cama. Me hinqué sin prisa en el suelo cerámico, apoyé luego la oreja y las dos palmas de las manos. Me quedé mirando por debajo de las colchas que babeaba la cama y vi el cuaderno negro que yacía como cosa única en la habitación. Estiré el brazo, otra vez sin prisa. Me senté contra la mesa de noche y abrí el cuaderno en la primera página. Recuerdo que antes de hojearlo siquiera sentí como si alguien me estuviese viendo. Tal vez desde la ventana, tal vez desde el pasillo. Alcé la vista.
Bajo el umbral de la puerta una rubia se cruzaba de brazos.

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