jueves, 4 de septiembre de 2014

La risa que emana del cubículo


Sabés que ya importas poco cuando ella cuenta la misma historia a dos conocidos que se encuentra en el bar local. Tú desde la mesa, aparentemente plácido, oyéndolo todo por tercera vez. Entonces, allí sentado,  pensás en lo que acabas de pensar. Y decís “¿Vale la pena? Realmente ¿Vale la pena?”. Das un trago largo a tu cerveza y volvés los ojos al perfil de tu amante, al relato trillado de su viaje por Jordania. Sonreís plácido, digamos amable, amabilísimo, y de pronto, allí en medio de todo, pensás en Marcela.  Das otro trago a la cerveza, esta vez dejás el vaso contra los dientes, volvés la mirada a los tres que charlan, aunque tus ojos ya no ven nada.

-¿Verdad?, mi amor.-dice V apoyando su mano sobre la mía.
-Sí. No. Perdón, no puse atención. ¿Qué decís?
-Les decía a los Martin que esta noche la tenemos libre. A menos que tú tengas algo que hacer podríamos ir a bailar a alguna parte.
Tenés tres segundos para el no. Más allá de eso se desvanece la posibilidad.
-No creo que pueda… -digo- realmente pienso ir donde Peter. Ya sabes que quiero salir de madrugada para llegar después del desayuno.
Ella se vuelve a la pareja con una sonrisa apenadísima y yo no tardo en hablar de nuevo.
-Pero podes ir tú, total van los tres juntos. – Ahora es ella que tarda más de tres segundos en articular un no. La afirmativa es irremediable.
-Claro que sí –dice. Se vuelve a mí - ¿Estás seguro? Apuesto a que hay lugares con buena música.-
Vuelvo a decir que no. Ella les explica que Peter es mi hermano y  que no lo veo desde hace un año. Ellos asienten y hasta parecen animarme a que vaya a verle por la mañana. Nos despedimos de los Martin. El matrimonio joven sigue hasta instalarse en una mesa al fondo del local. Los veo llamar al camarero con la mano.

Recuerdo que en el trayecto de vuelta al hotel, más allá del puerto y de la gasolinera Repsol que hace esquina en contrueces, V comenzó a caminar más deprisa, tal vez para verme la cara. Resguardaba sus manos en un impermeable rojo.
-¿Te gusta?- espetó de pronto.
-¿Qué? – dije.
-Que si te gusta María.
-Pero ¿Quién carajo es María? –dije alterado, realmente no sabía quién era- ¿Por qué decís eso?
-María es la chica con la que hablábamos de vuelta en el bar.
-No entiendo. Ni me fijé realmente. ¿Por qué preguntas? ¿Acaso a ti te gustó el paliducho de su marido?
-No es paliducho – se rio-  , aprendió el español en seis meses y decidió venir a vivir acá. Es holandés. Se llama Cors. Claro que su tipo es distinto, en este país puede parecer demasiado… –cómo diría-- europeo.
-Puede ser- dije.
Ella no dijo más y creo que no volvimos a hablar en todo el camino.
Finalmente llegamos. Empujé la puerta del hotel para que V entrara.
-¿No vas a entrar? – preguntó.
-Voy a fumar un rato- dije.
-Ok. Voy a estar en el cuarto, me urge darme una ducha. ¿Seguro que no vienes con nosotros?
-Seguro.

Busqué una mesa en el restaurante del hotel. Pedí un espresso corto y encendí un cigarro. Otra vez pensé en Marcela. Pagué por el café, deposité la colilla en el cenicero. Busqué el ascensor y atravesé el pasillo alfombrado hasta nuestra habitación. Cuando entré la encontré saliendo de la ducha. Vi su ropa tendida en la cama. -Voy tarde- repetía, caminando desnuda en la habitación y poniéndose los pendientes. Me senté en la cama y encendí el televisor. Alternaba la vista del noticiero a V poniéndose el calzón, las medias y después el vestido. Finalmente fue hasta donde yo estaba y me acercó un beso frío a los labios. Dijo  “hasta luego” desde el umbral de la puerta y dejó la habitación. Antes de levantar el teléfono quise asegurarme de que para entonces no estuviera ni en el hotel. Hice un recorrido mental con más o menos el tiempo real de lo que tardaría alguien en bajar por el ascensor, atravesar los pasillos, el lobby y  franquear finalmente la puerta de entrada. Cuando estuve seguro levanté el teléfono.
(Tres tonos intermitentes antes de la voz)

-¿Hola? –atajó la persona.
-Hola – respondí de vuelta. Sin decir más.
-¿Quién es?
-Adivina quién soy.-dije-
-mmm…
Silencio
-No sé.
-Vamos, sí que puedes.
-Ay, no sé. No estoy para eso ahora.
-¿En verdad no sabes?
-No. Si usted no me dice quién es cuelgo inmediatamente.
-Sólo di un nombre. El que creas que sea, el que se te venga a la cabeza.
-No sé… ¿Cors? ¿Eres tú?
Permanecí con el teléfono en la mano, lo apreté hasta que el plástico se contrajo en pequeños cracks.
-¿Cors?- volvió a decir.
-Sí, soy yo. ¿Cómo estás?
-Mira, te dije que no llamaras después de las nueve, te juro que voy a ir, tienes mi palabra. No entiendo por qué insistes tanto cuando sabes que iré.
-Sólo quería asegurarme, nada más.- Sentí que ya no era mi acento, hablaba un español neutral, despojado.
-Sí, lo sé. Pero ya habíamos quedado. ¿O quieres quedar en otro sitio, cambiar la hora quizás?
-No, no. Para nada. Sólo quería escuchar tu voz y estar seguro de que vendrías. ¿Recuerdas el lugar de reunión?
Marcela se rio. Las risas llegaban opacas a este lado del teléfono.
-Bobo, claro que sí. Ya te dije que sí.
-A ver, entonces, para asegurarme realmente de que vas a venir y de que recuerdas el lugar, dime el nombre.
-Qué imbécil eres, enserio. Svatka’s.
-Ahora estoy tranquilo. (risas)
-Nos vemos tontito.
Colgué el teléfono.

De pronto no quería verla. El televisor seguía encendido en el noticiero. Vi que eran las 11:30 de la noche, algo pasadas. Me pegué un baño express y me vestí con lo que tenía en la valija. Abajo, en una tienda de chinos, justo al lado opuesto de la calle, compré un sombrero negro que combinara con la gabardina que llevaba puesta. Tomé un taxi sobre la misma acera del almacén y pedí al conductor que me dejara a 100 metros de Svatka’s. 

Había empezado a llover y el paseo marítimo brillaba bajo los zapatos de los escasos paseantes que transitaban. Vi el lugar al fondo en letras curvas de neón. Fui hasta la entrada y me asomé por las ventanas laterales. El lugar estaba abarrotado. Había un grupo de música en vivo en el frente y al pie de la tarima varias parejas bailando. Más atrás unas mesas con los presentes vueltos en dirección a los músicos, algunos sólo hablando entre ellos y bebiendo cerveza. La barra la atendían dos infelices que sacaban brillo al mármol con un trapo. Entré con el sombrero lo más gacho que pude y me arrastré hasta el mostrador. Uno de los empleados se acercó. -Un whiskey sin hielo, por favor.

Me acabé el licor a pequeños y espaciados sorbos mientras, a mi espalda, rechinaban las canciones interpretadas por los músicos. En un momento dado cesaron de tocar y el vocalista se despidió  del público prometiendo volver al año siguiente. La gente aplaudió enérgica. Inmediatamente pusieron una canción de Snap por los altavoces para que las parejas próximas a la tarima siguieran bailando. La barra se abarrotó de clientes y los camareros detrás de la barra apenas se daban abasto. Sentí que V me descubriría allí parado así que caminé rápidamente al baño. Entré en el cubículo del retrete y me senté sobre la tapa. El reloj marcaba las 12:20, rhythm is a dancer se colaba opaca bajo la puerta del baño, se acrecentaba únicamente al entrar alguien  a mear. 

Recuerdo que estuve dos o tres canciones allí sentado antes de salir, tal vez cuatro. Lo cierto es que cuando empujé la puerta del triste cubículo de madera encontré a Cors viéndose en el espejo del lavabo. Lo vi mojándose el pelo rubio, que el agua no lograba opacar. Vi cómo se quitaba el exceso de su cara húmeda y blancuzca con las dos manos. Después sonrió, se compuso el cuello de la camisa y salió pasándome por enfrente, sin darse cuenta. Empecé a pensar en la estupidez de haber venido. Quise salir del local y en el camino a la puerta advertí a V con la mujer de Cors al fondo del local. Bailaban a un lado del resto, junto a la tarima vacía. Tenía cada una en la mano un trago que sorbían con pajitas de colores muertas de risa. Salí de allí. Permanecí al lado de la puerta del bar para no entorpecer el flujo de gente. Encendí un cigarrillo y después otro.  12:50. Veía  el rompeolas a lo lejos y la lluvia iluminada por la luz de los faroles cayendo oblicua sobre los coches.

Sería la una de la mañana cuando un taconeo en el azulejo me hizo volver el rostro. Era la esposa de Cors, tambaleándose hasta donde yo estaba.

-Perdone – (tomó una pausa larga. Se apoyó en la pared, respiró hondo como antes de vomitar)- ¿tiene usted de casualidad un zzzippo?
Pensé que el sombrero me hacía irreconocible.
-Sí, claro. No tengo un Zippo, pero este también funciona. – Le tendí mi encendedor Bic.
Prendió un cigarrillo y guardó el paquete de vuelta en el bolso. Escupió el suelo tras la primera bocanada de humo. -Graciassss.
1:02
-¿Es de por acá? –dije, por decir algo.
-¿Qué? ¿Yo? No. No.
-¿Ciudad?
-Sí, ciudad.
-Nada que ver con la tranquilidad de por aquí ¿Qué son, la una de la mañana? y la gente bailando sin más un miércoles por la noche. Es increíble. ¿Se da cuenta?
De pronto salió una chica del lugar en dirección a nosotros. Se me contrajo el estómago de pensar que pudiera ser V. Pero la persona pasó de largo, más allá del local hasta perderse en la avenida.
Volví a la esposa de Cors.
Advertí que me veía fijamente a los ojos, como si quisiese exclamar algo. 
-Usted se me hace muy, muy conocida –dije adelantándome-.  Tal vez de algún sitio en la ciudad. Verá, trabajo con mucha gente, a veces los rostros no alcanzan a ser recordados. Permanecen únicamente en la memoria como autopistas o parques infantiles vagamente reconocibles.
Se mecía de atrás para delante como si no lograra enfocar. Tenía la boca abierta. Estaba muy bebida.
-Sí- dijo- Puede ser.
-Alberto - mentí, y le tendí la mano.
-Ana –mintió ella, y también, me tendió su mano.
Hubo algo en esa mentira que me hizo desearla fervientemente. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por qué no decir simplemente “María”? ¿Por qué introducirnos sin decir nombres reales?
-¿Te gusta la lluvia sobre la cara? – espeté.
-¿Ah?
-La lluvia. ¿Te gusta sobre el pelo?
Llovía a cántaros. Nos protegía el exceso del techo.
-Creo que sí –dijo, y me miró atónita la boca.
Recuerdo haberle dado un beso holgado en los labios. La recuerdo a ella apretándome fuerte contra —cómo decirlo-- ella, sus manos por entre mi pelo. Recuerdo sus párpados, su lengua revolviéndose contra la mía como pez en un vaso de agua y el sabor del vodka ensalivado que mojaba sus dientes.
Imaginé que la conducía  al interior del bar una vez más, o mejor,  la subía directamente al taxi. Evoqué la habitación del hotel y la ropa sucia de V por el suelo.  Vi a la señorita Martin sobre la cama, arrastrándose hasta la almohada para verme desde allí. Pero todo mentira. Me empujó contra la pared y se quitó el exceso de saliva con el revés de la mano. Me contempló como asustada y volvió al interior del local.
1:40.  
Metí la mano en el bolsillo del pantalón para sacar un cigarro. Fueron tres antes de decidir entrar por segunda vez a Svatka’s.

La música era más recia, mucho más recia. Vi a ambos lados del bar pero no pude ver a V. Caminé otra vez hasta el baño. Había un pasillo previo con dos teléfonos públicos, un tipo utilizaba de espaldas el más alejado, tapándose la oreja firmemente con  la mano. Pensé que nadie se entendería con todo ese ruido.  Otra vez entré en “Caballeros” y me vi cerca de los cubículos. Un gordo terminaba de mear y se abrochaba el pantalón. Pasé a ocupar su mingitorio. Saqué el whiskey  y todo el líquido ingerido aquel día por la uretra. Dejé caer el agua y me compuse el pantalón.  Fue lavándome las manos que me percaté de las risas que emanaban de uno de los cubículos. Me acerqué hasta agacharme y ver por la separación abundante de la puerta. Eran unos zapatos de hombre, tal vez mocasines rojizos, muy formales. No puedo decir que fueran de Cors, y la risa, aunque creí probable, no puedo decir que fuera de Marcela. Volví al lavabo. Después de hacerme un rato el desentendido frente al espejo, vi en el reflejo unos zapatos de chica que aterrizaban en el azulejo del cubículo. Como si alguien la bajara despacio a su nivel. Eran unos tacones rojos que no pude apreciar del todo. Me dije que saldrían del baño en cualquier momento así que apuré mi salida. La gente comenzaba a dejar el local y agaché  más aún el sombrero por miedo a que me reconocieran. Salí hasta el paseo marítimo donde muchos ya esperaban el taxi de vuelta. Tomé uno a pocas calles del local, quería llegar antes de que V llegara y me sorprendiera fuera de la habitación.   
(Si es que todavía no había llegado)

Pagué al taxista.

3:00 am
Otra vez pisé el lobby del hotel, subí por el ascensor y atravesé los pasillos hasta dar con la habitación. Abrí con la tarjeta de cinta magnética y fui hasta la ventana del cuarto. Era un séptimo con vistas al motor lobby y  la calle ancha del hotel. Me quedé en ropa interior y encendí un cigarrillo en la ventana descubierta. Tal como creí, a los siete o diez minutos vi detenerse un taxi frente al edificio. Las luces ámbar del intermitente teñían la acera. Se oyó un zapateo sobre el concreto del suelo y vi que era V tambaleándose hasta la puerta de cristal. Arrojé el cigarrillo, cerré la ventana, apagué las luces y me arrastré hasta la cama. Otra vez hice el recorrido mental de alguien que busca la habitación partiendo desde los sillones del lobby. Pasaron unos cuatro minutos. Al poco tiempo escuché la cerradura de la puerta, una, hasta tres veces y, finalmente, el ruido de apertura. Recuerdo estar boca arriba sobre la almohada y tener entrecerrados los ojos por si V encendiera la luz creyera que estaba dormido. Vi su silueta desplazándose por la habitación a tientas mientras dejaba caer los zapatos en la alfombra y se desabrochaba el vestido. Cuando estuvo en ropa interior la vi enfilarse hasta el baño. Abrió el chorro del lavamanos y escuché el agua caer entrecortada. Lo cerró con un chirrido y supongo que se habrá secado las manos (o la cara) con la toalla. Salió otra vez caminando cual espectro en la penumbra de la habitación. Venía en dirección a la cama cuando tropezó con la esquina del tocador. De sus labios empezó a brotar una risa amortiguada, como silenciada por sus dos manos. Un escalofrió gélido recorrió mi espina dorsal. Encendí la lámpara de la mesa de noche y me incorporé de un salto sobre la alfombra para ver la ropa tendida en el suelo. Allí estaba el vestido que acababa de quitarse, las medias de seda, un bolso pequeño y más atrás, el par de zapatos rojos.

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