lunes, 16 de marzo de 2020

De cómo acostumbrarse a los lugares que vas a dejar. TODO Huehuetenango.




Entonces vas conociendo sastrerías, tiendas de herramientas, peluquerías de 30 quetzales, una chica que se llama monse y un lugar para comprar cervezas después de la 1, que es ley seca en este país. Guardas números de teléfono  de gente nueva, que no  existía hasta hace apenas dos semanas, cuando cambiaron números en alguna parte borrosa de la ciudad. Recibís llamadas llenas de risas a las 2 de la mañana. Chicas que no dicen su nombre, pero que tienen uno bonito  (tal vez pame o cary o  luna) y ahí están sus voces detrás del número que empieza por 7, que es inequívocamente un número de Huehuetenango, aunque ellas ni siquiera lo sepan. Una llamada idiota para vos a esa hora de la noche, dani, que decís mil veces ¿aló? ¿aló? ¿Aló, aló? y del otro lado solo llega el sonido de las dos chicas desconocidas que se ríen en una habitación pequeña de Huehuetenango, diciendo cosas sucias por el eco de las paredes llenas de humedad. Desde el colegio que no me pasa esto, pienso, y qué fácil resulta oír la voz de alguien querido en un teléfono. Basta con marcar un número apuntado en alguna parte para escuchar una voz preciosa ocurriendo en tiempo real, aunque hayan años de alejamiento en el medio, odio y carretadas enteras de orgullo. Una voz aparece la mayoría de veces en un teléfono.

Aquí también hay mujeres que se llaman maría fernanda y les dicen mafer, como las cientos de miles que hay en ciudad de guatemala, como las gabbies o majos, que tienen formas delicadas y positivas de ver el mundo en un  café de moda de la ciudad, de creer ciegamente en la rehabilitación de un joven adicto al pegamento que han visto cientos de veces por la ventana del carro, fumando cigarrillos mentolados de tienda o sacándose los mocos frente a los carros que esperan el semáforo en rojo. También hay uno de esos en Huehuetenango, un niño lustrador de zapatos con el desarrollo cognitivo de un hámster, (por el hambre y la desnutrición infantil que lo tostó, luego el pegamento que lleva en una pequeña bolsa del pantalón que le he visto sacar alguna vez). Entra sin hacer ruido a la Defensa Pública Penal a lustrar mis zapatos cafés por dos quetzales, cuando hay pocos usuarios y me quedo cubriendo el turno de la hora de almuerzo. Trato de hablarle y solo dice ¿¡ah?! ¡¿ah?! ¿AH? Y abre la boca llena de saliva blanca,  pastosa, y veo desde arriba el chicle rosado que mastica, flotando en esa espuma asquerosa de estómago vacío que tiene, donde quedan las huellas dispersas de sus muelas. Me fijo en sus manitas negras.  Están cubiertas de verrugas por los químicos que usa y ni siquiera creo poder adivinar lo que piensa. Mira como los perros  de la calle, pienso. Esa es la mirada gruesa y estúpida que tiene un perro al concentrarse en algo pequeño: un trozo de pan en el suelo,  una gota espesa de tinta que cae en la punta de mi zapato café. 

Todo lo que escribo lo conozco de sobra ¡te lo juro, amiga de muchísimo tiempo, cariño mío, amor de una vez! La gente es buena y mala al mismo tiempo, igual que en todas las partes en las que he dejado un pedazo de mi vida. Montpellier, Cobán, Orlando. No importa. Nada más queda responderme a mí la misma pregunta con honestidad ¿soy bueno o soy malo? ¿Dani sos bueno o sos malo?, como le decía a mi papá de pequeño en aquel jardín enorme de Retalhuleu. Serías, ahora mismo, dani, acaso algo bueno para alguien, o algo malo? Alguien que estè allí afuera,  digamos, a punto de conocerte. Mañana en las PP, por ejemplo. Mañana en la universidad, por ejemplo. Mañana en mi propia despedida, por ejemplo. ¿Has sido bueno para alguien? Ni siquiera vas a saberlo.

Fuimos a la cárcel para varones de Huehuetenango con el licenciado Regio, un abogado alcohólico de la Defena Pública Penal. Yo mismo entré a hacer las entrevistas mientras él esperaba reclinado en el asiento del carro. 9 expedientes y el pasillo olía a calcetines mojados, agua sucia para trapear y pescado rancio. Casi vomito, me aflojé la corbata  y metí la nariz entre el cuello de la camisa, hasta sentir el aroma del desodorante nivelàndolo todo. Me apoyé en las paredes viejas del pasillo para tranquilizarme, respirar hondo, después seguí mi camino hacia las celdas hacinadas, donde el hedor se hizo tan insoportable que ya ni siquiera me daba asco. Me detuve junto a las manos morenas que salían de los barrotes y empecé a llamar los nombres de los reos que aparecían en la lista, uno por uno. Pronto fueron apareciendo frente a mí, sin camiseta (pezones morados con tres pelos, shorts deportivos y chanclas de plástico). Tenían muchas preguntas que hacerme, y yo tenía toda la tarde para darles respuestas. El olor a pelo sucio, mal aliento y pies descalzos se quedó oliendo en mi traje hasta poco después de las cuatro.

"Uno deja de pensar en sí mismo", me dijo un preso del preventivo, el número 4 de la lista. "Ya estuve libre una vez, le cuento, después de 10 años que hice en otro centro penitenciario. (Ellos aprenden a decir esas palabras:  centro penitenciario, centro de confinamiento, centro de reclusión, centro de cumplimiento de condena). Después me volvieron a agarrar y me cayeron 8, Licenciado. Me quedan 4 todavía. Tengo 32 y estoy hecho polvo, míreme. Me enseñó su cabeza calva y los dientes incompletos, una dentadura postiza demasiado blanca para ser de él en la parte de abajo. Pero ni siquiera sé cómo me siento.  Me olvido de que afuera ocurren cosas a toda velocidad. Que ahora mismo, mientras le hablo, por ejemplo,  mi mujer le prepara el almuerzo a alguien más, que llega cansada por la tarde, que trabaja en un banco o en un supermercado, con un uniforme de esos Licenciado, de esos bonitos con chaleco, pañuelo y pantalones oscuros,   y que ese pipirrín que tiene ahora de novio la maltrata al llegar a la casa, y después igual se la mete de perrito -se mordió el labio de tristeza y pensé que se le iba a caer la dentadura postiza sobre mis zapatos formales, me imaginé un hilo asqueroso de saliva saliendo de su boca aguada de calcetín, que trataría de absorberlo de vuelta-. Hace años que pienso en ella, Licenciado, para qué me voy a hacer el marchito con usted. Pienso que ella ya no piensa en mí y esas cosas horribles que hacen daño en el estómago, ¿sabe, Licenciado? como que ya no quiere hacerme el amor. Ya no le preocupa que yo pueda hacer algo importante, solo imagínese eso!, Ha perdido la fe en mí, en mi futuro, en todo lo que pude hacer y hasta en mi propia libertad!, cosas tan importantes en la vida de un hombre, Licenciado, como es LA LIBERTAD, aún cuando hace apenas unos años se moría de la vergüenza si no me satisfacía bien, si creía que me había ido a dormir molesto con ella o si no me gustaba la comida que hacía. -

Jaló mocos por la nariz y escupió con mucha precisión sobre una reposadera pequeña de metal- Yo ya perdí la oportunidad de gustarle. Adiós, bye,  licenciado, como dicen los patojos, adiós a esa mujer que cuando era libre me quiso y que siempre intentó quedar bien conmigo, de hacerle sentir o simplemente comunicarle algo. Incluso hacerle ver lo jodido que estoy ahora es algo que ya no puedo, mi Lic. ¡Algo tan simple como eso, Licenciado!  provocarle lástima, provocarle asco, enojarla.   Ya no tengo tiempo de conocer alguien más, como se puede dar cuenta -el preso se giraba para dejarme ver el patio de la cárcel-,  ya no puedo gustarle a nadie. Vea Licenciado: (el preso me acercó la cara hasta que pude sentir el hedor de su pelo y su barba rala) : los reos no conocemos gente nueva, Licenciado, nos quedamos encerrados con los nombres del pasado, mi Lic.  !Ayúdeme a salir antes, licenciado! Se lo ruego por Dios, que todo lo concede.  

// Claro que sí, mi estimado, claro que sí, no se preocupe (leo su nombre en la lista de papel impreso. Rompich), no se preocupe, Rompich lo voy  a sacar de esta. Lo tengo todo planeado.

Tengo todo el Cambote para mí solo, todo el lodo en las botas y unas ganas tremendas de  acostarme en la palangana. Bajo la compuerta y solo me acuesto ahí, en el duraliner. Mis amigos se acaban de ir y me quedé solo en medio de todos los terrenos baldíos del Cambote, hasta que amanezca. Ha llovido en exceso esta  semana y hay charcos gigantes que ensucian mi pickup hasta la ventana. Voy a acostarme aquí mismo e intentaré hacer una lista mental de las personas más importantes de mi vida, como hacen los reos por las noches, al apagarse la luz celeste del corredor. Una lista de las personas que tuve suerte de conocer, voy a decir sus nombres y todo, en voz alta, pero los diré solo una vez, hasta empezar a sentir que me duele decirlos.  Trataré de recordar conversaciones que tuvimos, sin inventarme nada, la voz que tenían, las formas de mover un vaso en la mano, la boca y los codos y las piernas adentro de un pantalón, la manera de levantarse cuando ya tenían que irse. El olor que dejaron al pasar. El olor que dejaron al irse de mi vida.

No quiero hacerlo, al menos no esta noche, pero estoy seguro que acabaré por llamar a números viejos de teléfono para ver si pasa algo, igual que esas niñas que llaman a mi celular a las dos de la mañana, solo para comprobar si aún queda una voz reconocible en el teléfono, algo querible al fondo de una línea telefónica. Personas que no saben que estoy llamando, que soy yo, dani, acostado en la palangana de un pickup en Huehuetenango, pensando en ellas de madrugada y en sus caras de hace años, porque nunca ocurre nada más que lo que se piensa, las cosas que ya hemos visto, eso es todo. Lo que hay. No diré una palabra en el teléfono, lo juro por Dios, solo oiré la voz una, dos veces, tres veces  diciendo aló, hasta que me duela el estómago y cuelguen y pueda recordar algo concreto sobre ellas. Entonces  sí, quedaré otra vez  en silencio, solo, acostado en la palangana del pickup en mitad del Cambote. ¿Cuánto tiempo más permaneceré aquí, haciéndome daño? A quién le importa. Me quedo hasta que empiece a llover sobre mi cara. 

Huehuetenango tiene un aeropuerto pequeño desde el que despegan aviones pequeños de hélice y desde el que se mira en todo el rededor la zona de prostíbulos y autohoteles del lugar, que es una parte silenciosa y oscura de la zona 8. Ahí, cruzando la calle, están las PP (“Picositas Place”), un sitio para beber cerveza y encontrarse con gente conocida, alcohólicos jóvenes de esta ciudad que todavía no saben que son alcohólicos. Huehuetenango termina esta noche para mí, justo donde había empezado, cuando entre a ocupar una mesa de madera y después de un par de tragos alguien en la barra se acerque para decirme que el lugar ha cerrado  por la hora y tenga que salir de ahí para siempre.  Mi auto estará del otro lado, frente a la malla del aeródromo vacío, sobre el suelo irregular de tierra. No habrá vuelos a Ciudad de Guatemala  hasta las diez de la mañana. No habrá despedida.

"Mire, yo ya vi cómo lo hacen los abogados con los presos que no pueden pagar un abogado particular -seguía diciéndome el preso-. Los saludan sin darles la mano, solo el puño, después les piden una firma sobre la boleta de entrevistas obligatorias del Instituto (utilizando un bolígrafo prestado, nunca el de ellos, por asco de que toquen sus cosas). Dicen que los reos nunca se lavan las manos después de hacer el 2 porque no hay lavamanos ni botes de jabón líquido en el baño, se la agarran frente al mingitorio, se sientan a cagar y después le quieren dar la mano a uno), después se relajan perdiendo el tiempo en cualquier cosa. Los reos quieren saber más de sus procesos pero los abogados no saben nada de cómo van sus procesos, así que solo les mienten, “mirá, Capulina... vos sabes mejor que nadie cómo va la cosa por estos lados... no te estoy contando nada nuevo, no te estoy hablando pajas. Ni mierda nuevo Capulina, a lo macho. (Se rascan la cabeza y ponen cara de estar agobiados). Por lo menos un año más para tu próxima audiencia, Capulina, por lo menos un año para vos si nos va bien. Tenes que aguantar, padre, como varón, solo dale un año más al proceso. (El capulina insiste que tiene que haber noticias de su proceso, ha pasado tanto tiempo desde que no escucha nada al respecto y cree que su causa está engavetada). Ni siquiera tenemos fecha, vos capulina, ya llamamos al juzgado pero los hijos de puta ni siquiera notifican”. Los abogados buscan algo entretenido que ver en la cárcel, para conversar o solo mirar, patean el suelo, unas piedras pómez, una lata de refresco,  recuestan su saco en una columna amarilla de block. No es hora de visitas y afuera, en la reja de la Granja Modelo de Rehabilitación Cantel, no pasa nada.

-¿Vos capulina cuántos años tenes ya?

-¿Vos capulina qué putas haces en el día? ¿Te pajeas la verga?

-¿Vos capulina hace cuánto que no ves de cerca a una mujer? Decime la verdad, Capulina. Entre las patas. Verle el... (y hace un triángulo con las manos). ¿Es cierto que la semana pasada se tiraron verga por una señora delgada que vino a buscar  al doncito del pabellón 4? Alguien que conocía al Pelón y al Hieloco y a toda esa banda. 

Los presos contestan a las preguntas de los abogados con rodeos que abarcan todo el día. Los abogados tienen también todo el día para gastar, mejor eso que cubrir audiencias, me lo dijeron varias veces allí.  

-Dani, hay un preso en la lista que conoce a Roberto Molina Osborne- me dice el Licenciado Regio después de sellar unos formularios de entrevistas y pases de salida. El mismo Licenciado Regio que me ha escuchado cientos de  veces contar la historia de Molina Osborne en la Defensa Pública Penal, sabe que me sé de memoria cada detalle del caso. -¿Querés que vayamos a verlo?

-Robi, le dicen acá, ese es buena onda- interviene el Capulina con voz de abejorro. Pero no van a poder verlo. Está aislado desde agosto. Tuvo clavos con el Moco y el Mascado. -
El Capulina sigue hablando sin ver a nadie, sus ojos puestos en los crocs genéricos de goma que lleva puestos:
-Robi nos echa una mano a todos para navidad. Nos regala ponchos y mierdas. Pasta de dientes, calzoncillos, gorros, pantalones. Mierdas.
-¿Dónde está? - Pregunto con la voz alterada, los abogados me observan en silencio, divertidos. Aprieto los puños.
-En el pabellón 6 - dice el Capulina bostezando con su boca sin dientes, y el estómago se me contrae del espanto. 

He oído y leído tanto de ese caso, incluso historias contadas por sus propios familiares en una mesa pequeña del Club Tenis de Quetzaltenango. Molina Osborne, el señor de Xela que apuñaló a sus padres en una casa apacible de la Floresta. Voy al pabellón 6 y solo hay una pared azul que me separa de su celda, la puerta de seguridad está cerrada pero estoy inmediatamente afuera, respiramos el mismo aire frío de Cantel por un momento. Robi y yo, a pocos metros. Tal vez escuche mis zapatos revolviendo el suelo de grava,  mi respiración y mis manos en el candado de la puerta, pero eso nunca voy a saberlo.  Puedo sentir que da pasos cortos adentro de su celda, que se acerca y se detiene justo en la pared de Block que nos separa, pero nunca vamos a vernos.  Descansa en paz, Robi de quetzaltenango y encuentra de nuevo a tus padres para abrazarlos.

Vuelvo adonde están los abogados y el preso  que no ha dejado de hablar. Es hora de almuerzo y algunos abogados bostezan con los ojos llorosos. Vamos a hartar algo muchá, dice Lindoga, y todos empiezan a arreglar sus cosas para irse. El Capulina no quiere que nadie se vaya.

-Cumplí la condena de punta a punta, 10 años capitán, Licenciado Lindoga. -dice- 20 para hacer 10. Después 6 para hacer 3. Y así hasta hacer cero. Primero Dios para hacer cero el próximo año... ¿Le digo algo, Capitán? Me cago del miedo.

¿Capulina te acordás que yo mismo te regalé una caja de lustre en el 99? Dice el abogado cruzándose de brazos en su saco pequeño de Emporium, separándose de la columna polvorienta del penal cuando detiene en seco al Capulina en lo que dice, es el abogado Lindoga el que habla, y sonríe burlón. (El preso se mira las dos manos, sus ojos repletos de agua cuando dice que sí se acuerda de esa cajita de lustre que le regaló Lindoga. Que tenía 19 años cuando le hizo aquel regalo). El abogado se ríe. Lindoga enseña los dientes afilados que tiene. 

-¿Capulina -sonrié por última vez- qué putas hiciste con tu vida? 













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