domingo, 28 de agosto de 2022

Parte 2. Patrullando Santa Lucía. Río de las Comadrejas.




Llueve pero la lluvia es triste y caliente en las banquetas apagadas de la costa.  

La caída es tibia, lenta y deprimente en el cemento recalentado de Santa lucía Cotzumalguapa, detrás de las fachadas color pistacho y los niños con la cara llena de mocos que pasan deslizando sus dedos sobre los carros mojados, intentando verse las caritas feas en las ventanas chorreadas.

 

La costa es tibia, tonta y caliente y los pájaros trinan cuando escampa y es tan triste verlo así, //de tan cerca// cuando ya has visto tanto la belleza. 

 

Sentarse en el parque y dejarse golpear por el calor, el olor del asfalto empapado, el sonido de una carreta de helados y el recuerdo antojadizo del sur y de una mujer que nadaba de espaldas en una piscina de Iztapa. Sensaciones de la costa que aún no puedo olvidar.

 

La belleza es triste para quien ha vuelto alguna vez a la fealdad -pienso-.  Más bien: La fealdad es terrible para quien ha experimentado tanto con la belleza. 


Estiro las piernas en la banca del parque y escribo en las notas de mi celular: 


Aunque no haya nada para estar triste, hoy es triste, y también lo fue ayer, en la Nueva Concepción y en Tiquisate. Es lo que tiene escuintla y las escuintlecas, y una navidad ratosa en Mazatenango sin aire frío en el pelo. No hay belleza en un atolladero.

 

Cuando son las nueve de la noche en el reloj de la parroquia dejo el parque. Salgo a la carretera y me detengo a tomar una cerveza congelada en el T21 viendo a la “élite” de Santa Lucía Cotzumalguapa, con sus camisas de botones y sus carros europeos y sus mocasines sin calcetín y las mujeres de 30 con el pelo pintado de rubio que miran con curiosidad la gente que entra por el estacionamiento de grava. Bailan sentadas en las sillas altas, pegando traguitos a sus cocteles de colores mientras te miran. 

 

Me quedo un rato oyendo tres canciones. Algo de los hombres G y bunbury en vivo, aplaudiendo apenas cuando el cantante agradece y salgo de allí para siempre. Camino una cuadra más arriba, cien metros sobre la carretera para beber otras dos cervezas en El Patio (“Lounge Bar", pone el letrero), 2 gallos heladas porfa padre, bebiendo de pie junto a la barra mientras examino a las personas que pasan sus sábados en ese lugar, con sus mejores ropas y sus complejos de superioridad pequeña, hecha a la medida de santa lucía cotzumalguapa. Lugares de moda pero llenos de motos en el estacionamiento y morenos que les suda mucho la cara que bailan hacinados con morenas de 19 años y 30, según se puede ver de los grupos variopintos (palabra de Anna).

 

Miradas cruzadas y 90 motos fondeadas en el parqueo y labios negros sudados y las botellas apiladas en las mesas como pinos de boliche.  

 

Aquí las mujeres beben para emborracharse -pienso-, no para pasar un rato desapercibidas o aliviar el calor. Beben para acabar mal y bailar con alguien. Beben para desfigurar un pueblo que conocen demasiado. Un sitio al que quisieran renunciar para siempre.

 

También hay música en vivo esta noche en el Patio, cantante desconocido, pero se oyen los autos de la carretera roncando a través de la pared y hay niños con cositas para vender en la entrada que se asoman desde el portón hacia la vida adulta que quieren, donde estoy yo encendiendo un cigarro con la misma curiosidad que tienen ellos.

 

Busco donde sentarme, el lugar está reventado y dos morenas borrachas me salen al paso, como si hubieran nacido espontáneamente de las luces y el humo dulzón de la pista. Como si hubiesen bajado de un ovni cuando me hablan agarradas del brazo muertas de pena, cubiertas de luces verdes y amarillas en el rostro.

  

“Se lo van a robar”, dice una de ellas riéndose, roja de la vergüenza, roja del atrevimiento, roja de haber dudado tanto, invitándome a bailar después, repitiéndolo mil veces porque no puedo oírlas en la música y les digo ¿qué?!?!  Aprovecho a pedirles direcciones para el barrio buenos aires. Conocen?!

 

No se vaya a meter allí, dicen mojándome la oreja de saliva. Es muy peligroso ese lugar. Mejor quédese aquí, con nosotras. Estamos en aquella mesa mire, y señalan con los labios.

 

Echo un vistazo a la mesa. Hay cuatro o cinco personas morenas de pie en una mesa alta que ven hacia nosotros. Los saludo con la mano. Ellos también me saludan con la mano.


 No hay guaro en todo el lugar -pienso-, ni vasos con hielo, ni hieleras, solo envases de cerveza rodeados de servilletas que se ven como celuloides bajo La Luz enloquecida del local. La gente bebe exclusivamente Gallo y ha comenzado ya levantarse un olor a melaza, como si mil vacas respiraran al mismo tiempo.

 

Enciendo un cigarro frente a las chicas.  Tengo que irme ya- les digo yendo hacia el parqueo de tierra, soplándoles el humo en la cara hasta que cierran un poco los ojos. 

 

No sea así.

 

Voy a regresar en un rato -les digo.





 

 

     Encuentro mi carro en el parqueo de grava cuando van a ser las diez y media de la noche y salgo apurado hacia el Barrio buenos Aires, pidiendo direcciones en una gasolinera Puma y otra vez en un sitio de hamburguesas, donde más o menos me indican cómo llegar.


En el primer semáforo después del entronque bajo la ventana para preguntar a alguien que va caminando si es que ya voy en dirección a buenos aires. Así es mi amigo, dice. solo suba bien las ventanas y no pare hasta que salga a la avenida. 

 

Le sonrío-, ¿hay lugares para tomar algo en buenos aires?

 

Uno o dos, dice. Allí va a escuchar la música después de un rato: el tronerío. Pero no se baje. Ya le digo yo. Puede regresar aquí a la derecha. Hágame caso.

 

Cinco cuadras después escucho el ruido de la música, el jolgorio del pueblo en sábado: un tecno chabacano, electrizado y brincón, una música chillona y agresiva mezclada con reggaetón y voces nasales superpuestas en un micrófono. 


Estaciono junto a la banqueta, bajo a la calle y voy inmediatamente a la entrada oscura de la taberna para que me revise un guardia de seguridad gordo de camisa cuta que tiene el logo cosido en el pecho. Casi puedo verle el ombligo desde arriba. “El Príncipe Azul” se llama el lugar, peor aún: “Sport Bar Príncipe Azul”, y allí van a parar todas las quincenas de los jornaleros de Santa Lucía Cotzumalguapa. 


Allí están las pequeñas mujeres interesadas en las pequeñas ganancias de los trabajadores. Pequeñas gold diggers de la costa, pequeñas arpías, pequeñas cazadoras de pequeñas fortunas. Interesadas en  motos llenas de luces y mitsubishis lancer modelo 98 y libretas de ahorro con montos pequeños, suficientes para un cubetazo congelado de Ice los sábados y el acceso a una mesa de madera de pino sobre la que habrán de emborracharse, despegándose mil veces como larvas para orinar en una cuneta llena de hielo y bailar con sus pequeños cuerpos al ritmo del Remixx. Borrachas, cuzcas y ardientes, poniéndose frente a su enamorado para que las baje hasta un entendimiento propio y sexual de la música, a sus antojos más primitivos. Sudar en los cachetes, revolverse el pelo caliente con las dos manos y moverse contra el afortunado que pone cara de placer cuando la siente, entrelazando los dedos en la nuca como si nadie  más pudiera verlos en ese lugar. 


Huele a pis, desodorante rancio y tabaco dulce de contrabando. Huele a primarias abandonadas, a embarazos no deseados y cesáreas, huele a peleas con trozos de vidrio, interiores de carros mojados y patadas en la cara, como si en cualquier momento hubiera de ocurrir una tragedia. Basta que un borracho se meta en una bronca -pienso-, basta que pase botando un plato ajeno de manías para que todo vuele en pedazos.


Me instalo en una mesa en la orilla que acaban de desocupar.  La cerveza cuesta diez quetzales y la pasan con un plato plástico de boquitas con chile Valentina y un limón partido. La boquilla de la botella huele a metal pero está casi congelada y me enfría los pulmones al bajar por la garganta. Pienso en lo mucho que me gusta estar vivo.

 

Pido dos, tres y hasta cuatro cervezas más antes de irme para siempre de ese lugar, que está ahora repleto, y es como ver la tele. Una película apagada de la costa sur, el ocio de los trabajadores calientes de santa lucía cotzumalguapa bebiendo y bailando con movimientos distintos a los que se ven en las ciudades: más salvajes, torpes y bruscos al mover los brazos, más primitivos y toscos. Un reality de santa lucía cotzumalguapa. Un espionaje a lo que pudo ser mi vida: la vida que pudo tocarle a cualquiera. Ahora solo la veo de afuera, gracias a Dios, de lejos, fumando y bebiendo cerveza, sacudiendo la ceniza sobre el plato de manías con chile. Yo puedo abandonar esta vida en cualquier momento y esas personas no. Mañana me alejaré de ellos para siempre.

 

Pago la cuenta a gritos con el mesero para que pueda oírme en medio de la música y toda la gente que pasa empujándose entre las mesas para salir a la pista de baile o para usar el baño con el cincho ya desabrochado.

 

Estoy de nuevo en la calle, donde comienza a ocurrir lo que estaba buscando. Los rastros de un cubano desaparecido.






El barrrio buenos aires está allí, despertando frente a mí, sin esconderse, y lo recorro desde la esquina opuesta a donde parqueé. Voy hasta las calles de arriba, que alcanzo a ver de puntillas, y llego al corazón del barrio, donde vive la gente apuñuscada.

 

Las familias están en las banquetas, han sacado sillas y mesas y beben con las puertas de las casas abiertas, donde se puede ver los cuartitos pintados de rosado adentro y los focos azules y unas luces de navidad que nunca quitan de las ventanas. 

 

Las salas familiares quedan inmediatamente después de las puertas de hierro, con alguien mayor viendo la tele reclinado en ropa de dormir y pantuflas grandes de mujer. En la calle, novios besándose. Jóvenes bebiendo con los pies colgando de una palangana, abuelas de pelo hongo con la nuca rapada y niños persiguiéndose en las banquetas. Es un barrio violento -se mira- un barrio para que los delincuentes amen a sus familias los sábados y  domingos y besen a sus mujeres en la boca y hagan reír a sus amigos, antes de volver a delinquir religiosamente los lunes.

 

La música punzante y lejana del Príncipe ahora se mezcla con la música del barrio, las bocinas de cada familia, y hay una pareja que baila en el asfalto mojado, ocupando la calle entera, en la que hace diez minutos que no pasa un carro. 

 

La gente es casi tan sencilla como en Río Bravo o Pochuta -pienso-, pero hay una alegría torpe y promiscua en los más jóvenes. Son viciosos y atrevidos y colochos. Caminan erguidos y se pintan de rubio una parte de la cabeza. Se la decoloran con agua oxigenada o algún otro químico barato, un reactivo que los hace parecer famosos. Descamisados de California.

 

Tienen que ser salvadoreños, nicaragüenses u hondureños-pienso-, estarán de paso para México-Estados Unidos. Son más prepotentes, altaneros y abusivos que los guatemaltecos, que más bien son inseguros y huraños. La maldad del guatemalteco es íntima y silenciosa, se gesta en su corazón; los catrachos, en cambio, empuñan su violencia con orgullo, enseñan los dientes rotos y los cigarrillos detrás de la oreja cuando cruzan la calle, sonríen al ser arrestados. 


Deben estar en ruta a mejores lugares que este pero son viciosos y tontos a la vez. Han conseguido una guatemalteca, una morena de santa lucía Cotzumalguapa y ahora la besan y la tocan febrilmente a través de los pantalones, en la calle, mientras ella vigila mil veces que no venga nadie, un conocido, un familiar, un miembro de la iglesia que las vea. Qué pena. No hay dinero más que para comprar un litro de cerveza o un brik de Don Simón fiado, pero se ve que han pasado toda la tarde achispados pidiendo plata en la avenida de las barberías del centro y ahora tienen el cuello quemado por el sol y las ideas entumecidas por la hierba. 


En la mañana habrán consiguido lavar amenazantemente un par de windshields a cambio de unas monedas, por el Campero del centro, donde las putas salen a descansar de la música en las banquetas y se exhiben a los conductores, invitándolos a parar más adelante. A pasar adelante. Aunque sea solo para charlar. Pero apenas son adolescentes de 17 o 18, esos colochos, valientes, bravos y perdidos, capaces de matar a una persona esta misma noche y de amar y de llorar viendo una película navideña.






En la última calle del barrio descubro una familia entera sentada alrededor de una mesa plástica que sacaron al asfalto, protegida del posible tránsito de motos por un carro estacionado que los cubre. Un carro que debe llevar meses sin funcionar con maleza creciendo entre las llantas ponchadas.

 

-Buenas noches -les digo acercándome, investigando la comida y las latas tibias de cerveza que tienen encima. Son ellos lo que estaba buscando. Las huellas de un negro comandante que pudo pasar por allí, hace mucho tiempo, antes de 1953.

 

-Buenas noches buenas noches joven, buenas noches,  van diciendo todos en desorden con un hilo de voz  automático, amable y perezoso. No están acostumbrados a ver gente que no sea del barrio, pienso, se nota por cómo me miran, divertidos y extrañados. Lo conocen todo en esas calles como para saber que solo ando buscando algo antes de irme: El posible paso de Almeida por sus vidas deprimentes. 

 

Hay señores muy mayores, adultos y niños, pero he venido a hablar solo con el más grande de todos: el abuelito moreno de pelo blanco que está sentado en la cabecera.


-Estoy buscando a un cubano -les digo de entrada a todos-. 


-Más bien la historia de un cubano. Alguien que ya està muerto. ¿Alguno de ustedes estuvo alguna vez en cuba? 

 

Se quedan callados pensando en ello, como si hubieran podido estar en Cuba solo que no lo recordaran en ese momento, como si tuvieran que pensarlo un rato para saberlo. 


-¿En cuba, canche? Dice el que se ve que habla más, el más avispado de todos. -En Cuba no-.Y estoy a punto de preguntarles maliciosamente “¿y en dónde sí?”


-Sí, en cuba. -le digo.

 

-Ninguno de nosotros canche, pero hay un doctor cubano que vive a dos cuadras de aquí mire -comenta una señora. -¿Anda buscando al doctor? 

 

La señora saca su teléfono de la blusa, de entre los pechos, tal vez buscando el contacto del doctor cubano para dármelo.

 

-No estoy buscando al doctor cubano- le digo, solo quiero saber si hace años vivió aquí un negro, alguien de cuba, alguien negro.  


-¿El doctor que ustedes conocen, es negro? -les pregunto.


La señora del celular se mete un dedo en la boca, lo muerde y llena de saliva antes de sacarlo y contestar.

 

-No-oh, dice. Así: “no-oh”, con dos sílabas, después de pensar un rato si el doctor cubano era o no era negro.

 

-¿Ustedes son de aquí? ¿De toda la vida? -les pregunto mirando al más viejo.

 

-De toda la vida -contesta entonces el viejito moreno aclarando la garganta, escupiendo la flema a un lado de la silla. -De las pocas familias que nunca nos fuimos de aquí -dice-, y que tampoco recordamos a qué hora vinimos, ni quién nos trajo!

 

Todos se ríen apagadamente del comentario del viejo -que hace un esfuerzo enorme para seguir hablando recio.-

 

-Hable bajito papa, se va a cansar -le dice una de las señoras, una de sus hijas. -Tome agua-, y le pone un vaso de duroport bajo la nariz que el viejo rechaza empujándolo con la mano, poniendo cara de bebé desesperado.

 

-¿Señor a usted le suena haber visto a un cubano negro?- le digo al viejo,- hace muchísimos años, aquí, tal vez en 1952, alguien que se enamoró de una luciana.

 

El viejo se lo piensa bien antes de abrir la boca. Mueve los labios y un bigote gris recortado a la perfección que tiembla sobre sus dientes para sopesar bien lo que dirá. Parece maximón, un muñeco hecho de madera al que toda la ropa se le ve  grande y que ahora tiene cara de querer mentirme, decirme que sí, que conoció a un negro en los años 50 y esas cosas, alguien  que se enamoró de una mujer de santa lucía y las historias que se le pueden ir ocurriendo en el camino ¡Se le antoja tanto decirme una mentira! -puedo verlo en sus ojitos podridos de ciruela-, se muere por mentirme y hablar toda la noche de sus cosas pero la familia podría descubrirlo diciendo una mentira y qué vergüenza. La mentira siempre es una decisión para la que hay tiempo de sobra -pienso ahora-. Siempre da tiempo de escoger entre una verdad y una mentira. El viejo escoge decir algo más.


-Todos se enamoran de una luciana -dice, y al empezar a sonreír comienza a toser.

 

Almeida bosque, -pienso un momento frente a la familia y el viejo que tose-, el guerrillero negro del granma siempre decía que fue en méxico que se sintió persona por primera vez. Allí compuso una canción para una mexicana que se llamaba Guadalupe. La primera vez que no se sintió un animal, un simple negro. La primera vez que la belleza se fijaba en él después de tanto tiempo corriendo detrás de ella, intentando escapar de la fealdad.


¿Qué ocurrió en guatemala, comandante? -quisiera preguntarle alguna vez, en el cielo- ¿Estuvo en estas calles mugrientas usted también, acaso igual que yo? ¿Fue aquí y no en México que se enamoró de una mujer? ¿acaso México y Guatemala no son lo mismo para un cubano, para un extranjero nacionalista? ¿Fue aquí que descubrió que era una persona de verdad, alguien normal? que alguien lo acarició por primera vez en una noche parecida a esta, a las noches escupidas de La habana?

 

Me despido de la familia y camino toda la calle de regreso, hasta que la música del Príncipe vuelve a sonar altísimo. Parece la misma de cuando llegué, el tecno loco y brincón y chabacano, solo que ahora se oye la gente desde adentro cantar y hay una fila de morenos en la puerta queriendo entrar con sus mujeres agarradas de la mano. El bouncer detiene la cola en lo que se desocupa alguna mesa en el interior, después les dice que pasen. 


Hay un par de colochos salvadoreños u hondureños con matochos de pelo pintado recostados en la palangana de mi carro bebiendo cerveza. Una taconuda de brahva cada uno en sus manos rematadas con esclavas plateadas.

 

Abro la puerta del carro y se acerca uno de ellos a pedirme dinero.

 

-¿Para qué lo queres? -le digo.

 

-Para comprar algo de comer en la tienda -dice.

 

Le sonrío y me subo al carro. Bajo la ventana.

 

-Si me hubieras dicho la verdad te hubiera dado por lo menos 10 pesos ahorita. -le digo.

 

-Va pue, -dice con el tono grueso y estomacal de los hondureños/salvadoreños – es para comprar un par de cervezas.

 

-Sí pero ya me mentiste -le digo-. -Escogiste decir una mentira - le suelto como un hombre viejo y los dos nos quedamos viendo un rato a los ojos, sonriendo por esa lección estúpida que le doy.

 

Salgo de nuevo hacia la carretera pensando en terminar la noche cerca del centro, en cualquier lugar que encuentre abierto a esa hora de la noche y pueda beber una cerveza más antes del cierre. Un último sitio que patrullar.


Pongo algo de música en la radio: Milanés y Varela. Silvio y Montañez.


¿Qué pensará el viejo de Salamá esta noche -me digo entonces bajando un poco la música para pensar,  mirando la luz del carro que se tira sobre las fachadas pobres de las casas que voy dejando en el camino - acerca de la libertad y de las personas que renuncian a lo que aman, a su libertad? Acerca de la última vez que las personas vieron lo que más querían sabiendo que pronto iban a abandonarlo?  -¿El viejo habría conocido a Almeida de verdad? Almeida en Ciudad de México, Almeida en medio de la oscuridad? 



Orillo el carro en un terraplén y escribo en mi celular: 



Por si acaso nunca vuelvo a mirarlo, señor de la chamarra de Iberia y las piernas flacas de Salamá, por si acaso nunca más vuelve a encontrarme, por si acaso no vuelve nunca a sonar mi voz un micrófono, quiero decirle que santa lucía es como decía: Una noche estúpida bajo el cielo en llamas de Camagüey.






 

No hay comentarios:

Publicar un comentario