Los gritos del concierto me aterran, me conmueven, me
obligan a escribir. A las siete y media enciendo un cigarro y vuelvo a poner la
canción desde el principio. Otra vez la guitarra acústica, las pausas, el
murmullo de la gente. Casi advierto el vuelo de los acordes que nacen en la mano del intérprete y trascienden amplificados más allá de los presentes, de
las chicas que gritan desesperadas “¡Te amo Silvio!”. Arrastro una silla a la ventana,
es una tarde francesa, grisácea, de tabaco humeante bajo boinas negras, de manos
resguardadas en impermeables negros.
Acerco el cenicero. Desde la ventana la canción tiene más peso, más
sentido, más fuerza. Me arranca una lágrima. Dos. Tres. Hasta cuatro. Las dejo secar en mi mejilla,
alguna baja hasta los labios donde muere salobre. Vuelvo a poner la canción,
enciendo otro cigarro. El efecto es el mismo. Son las chicas que gritan. Tal
vez el año del concierto. Los gritos enlatados, preservados, resguardados del
tiempo. Tal vez el poder manotear el audio de una época en que todavía no existía. Un lapso
nimio tatuado en cinta magnética que guarda mucho más que espacio, mucho más que tiempo.
Y sé que me arrastrarán por sobre rocas cuando la revolución se venga abajo, que machacarán mis manos y mi boca, que me arrancaran los ojos y el badajo……….
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