Dije, a falta de qué decir, (noche movidísima, casi como E por debajo de la mesa de algún restaurante chino), que me iba al carajo. No dije la verdad cuando me preguntaron (y tratá de mirarlas), cuatro españolas tremendas con sidra en la cabeza, en la vejiga, a punto de mear toda esa mierda en el baño con la vista frustrada por el líquido, casi sin poder peinarse después en el espejo del lavabo por miedo a poder errar con la mano entre el pelo. No sé si la rubia puso cara de asco cuando dije "estoy pensando en muchas cosas, me voy" pero a las otras les dio igual y hasta convencieron a J de entrar a Gatsby porque empezaba una canción que se sabían. J me dio un abrazo zurdo y todavía (alejándose) alcanzó a pregutar "estás seguro, ¿te vas?" viéndolas de reojo, como diciendo sos un imbécil de verga. Dije que sí, haciéndome el lobo. .
10, tal vez 8 minutos después voy subiendo al piso diciéndome constantemente "la cagaste, hermano. Qué estúpido. (paro un rato, después sigo) La cagaste". Y cruzo las calles como si nada, como si fuera el único que va de vuelta a su encierro, a los platos sucios, a media pizza carbonara que recuerdo en la nevera, a la necesidad del cepillo de dientes para poder dormir tranquilo. Mientras las rubias, allá en el Gatsby, tal vez se fijan en el desconocido que empieza a gustarles. Tal vez se digan que yo no valía la pena y hasta celebren mi ausencia al verse invitadas a una cerveza fría, a dos, a tres cervezas frías, a unos shots de colores, a un piso céntrico, a una boca que alcanzan con barba, de puntillas, al 1.80 de estatura. Pero ellas ya no me están ocurriendo a mí.
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