"Hola, cuánto tiempo.
Estuve acordándome de ti. Me quedé impresionado, por cierto, de ver que tenés
un hijo. Soy D, el chico que un día te hablo (por guapa) en en Hotel Copantl.
Tal vez no te acordés de mí. Un abrazo."
Esto le escribí por inbox, llorando sobre el teclado en 2012
cuando encontré su perfil en Facebook y pude volver a ver su pelo, ahora
tintado de negro.
Tuve que haberte seguido, Susanne. Tomar ese bus contigo, alejarme,
pelear/insistir por conocer tu casa, los platos sin lavar en la cocina, el
televisor abombado, los sillones forrados de tela; tu dormitorio quizás desarreglado,
la ropa interior descansando en una silla, una blusa por el suelo, unos
vaqueros rotos o algún ventilador cansado de luchar contra el temporal
hondureño. ¿Sabés que a veces me tiendo a lo largo de una cama, un sillón, un
suelo cualquiera y te pienso con la misma fuerza de antes? No sé, ni siquiera
sabría decirte. Pero esa noche, ¿sabés?, esa noche que esperamos el bus fuera
del hotel, que te entretuve con chistes, con bromas acerca de tu acento, de la
formalidad con que veías todo, –mierda- , esos ojos que pedían a gritos vida; quiero
decir, esa noche que te entretuvo la idea de un quince años menor que tú
tratando de convencerte, de escapar contigo, de besarte la boca en ese rato en que
el bus no llegaba. Esa noche, creo, te quise. Pero, ¿sabés?, somos fruto de
nada y tú, tú nunca me pensaste.
Lloré sobre el teclado, lo dije antes. Pero es que hubo algo en esa noche,
querida Susanne. Mi hermano era más pequeño, mis amigos eran más pequeños, yo
era más pequeño. No me salía barba y te abordé de todas formas creyéndome
adulto, tal vez creyéndote niña. Y tú me dijiste, volteando para ver que no
oyeran los clientes del hotel, que te gustaban mis ojos y mi voz y el que fuera
tan valiente de acercarme y… y… sólo el decir que me gustabas.
Hace poco pensé en el Hotel Copantl, en el restaurante de la azotea esa
donde pegaba el viento y las canchas de tenis se veían minúsculas. Encendí un cigarro y salí a dar una vuelta cerca de casa. Te juro que no
veía la calle o los autos estacionados a ambos lados del camino. Eras todo el
tiempo tú, Susanne, aun estando en otro continente, podía, (te juro, casi), ver el uniforme del hotel, tu apellido en esa
placa dorada o el pelo entonces semi-rubio, castaño cayéndote sobre los hombros.
Y no sé, tal vez sólo quiero saber, ¿te acordás de cuando te hablé?, ¿Te
acordás de cómo te vi al acercarme adonde estabas? ¿te acordás de mis ojos? ¿Te acordás de la mirada? Porque te juro, no
creo que pueda repetirla. Ah, Susanne, no después de tanto.
Había una última pareja en la mesa más alejada de la terraza. Aguanté desde
la puerta a que se levantaran, tú les llevaste la cuenta. Me dolía el estómago
de pensarte fuera del trabajo. No podía verte pero escuchaba los platos, algún
gabinete abrir/cerrarse, el sonido metálico de los cubiertos chocando entre sí.
Entonces te oí decir adiós, tal vez a los demás empleados de la cocina. Me
viste recostado en la pared y tuviste que hablar tú porque en ese momento no se
me ocurrió cómo decir que te estaba esperando. Bajamos el ascensor viéndonos a
los ojos. Se abrió la puerta en el lobby y pregunté “¿a dónde vamos?” Entonces
te reíste y dijiste que a esa hora todo estaba cerrado, que además, ¡ah!, estabas tan cansada y que el último
autobús pasaría dentro de poco. Te pedí un beso antes de cruzar las puertas del
hotel y lo pensaste, levantaste la vista hasta ver al recepcionista y sólo entonces
dijiste que habíamos coincidido en el peor lugar del mundo. Salí
contigo hasta el motor lobby. Otros empleados esperaban también el autobús. Te
sujeté una mano, te sujeté las dos manos y me acerqué tal vez hasta respirar lo
que exhalabas. Intenté besarte. Te alejaste sonriendo y volviste a decir algo
de mis ojos y de lo lanzado que era, dijiste que te recordaba a alguien de la
infancia, no estabas segura. Soltaste mis manos al escuchar el autobús ya a
punto de doblar en la calle del hotel. Volviste con prisa la vista a los demás
empleados que se despegaban perezosos de las paredes o se levantaban de las banquetas, me
tomaste de los hombros y me diste un beso que no entendí. Un beso que apenas
rozó mi boca porque no tuve tiempo de darte la mía ni tú de dármela a tiempo.
Volviste a decir adiós, ahora desde las escaleras del autobús. Te vi atravesar
el pasillo por las ventanillas de cristal. Encontraste un asiento. Dejé de
verte. El autobús se alejó y yo volví a mi habitación subiendo por el ascensor
que ya no olía a ti. ¿Sabés?, esa noche no pude dormir porque supe que el bus
se había llevado la posibilidad de tu casa: de los platos sucios en la cocina, de
la ropa interior en el suelo del cuarto, de un cigarro a medias, de una botella
de cualquier cosa, de alargar la noche, dejémoslo allí,- nosotros dentro-.
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