Estoy atiborrándome de pizza, postres, vino y algo de cerveza de lata en una habitación amarilla del hotel Floriani mientras ella se mete dos pastillas en la vagina y pone otras dos bajo la lengua. Hace apenas diez minutos que se fue la moto de Cruz Verde. Yo mismo bajé en calzoncillos a recepción para pagarle al motorista, 200 quetzales cash, un señor oscuro y triste de ojos amarillos que me dijo que él también tomaba esas pastillas para la gastritis. Ahora está metida en un trance. Matando a su propio hijo, mi hijo, (el nuestro),
mientras yo como pizza en la cama de al lado y miro la tele por encima de los
calcetines.
Hará 15 o 20 minutos que empezó todo y decido echarle un vistazo rápido
para que no se dé cuenta que la miro. Un vistazo como un disparo, suficiente
apenas para poder quedarme con el momento exacto en que perdí a mi hijo. La instantánea de una mujer que nunca quise, acostada sobre la cama de un
hotel sencillo de Atitlán en el que nunca estuve, tapándose el sexo con una mano para que no se
escapen las pastillas.
Hace 15 años, cuando solo era un niño gordo de pelo rojizo y brazos cortos, me vi planeando la muerte de un pájaro en la casa de mi abuela. Un sanate grasoso y herido que
capturé en el patio minúsculo que tenía en zona 14, después de verlo saltar cien veces sobre sus patitas negras hasta fatigarse y dejarse atrapar en una esquina. Lo
metí en una caja de zapatos a la que abrí unos cuantos hoyos para que pudiera respirar y puse dentro una
tapita de gaseosa con agua para que tuviera de beber. Lo escondí en la parte
alta de un armario cuando me llamaron a comer a la mesa. Después del postre salí a jugar
fútbol con los vecinos del condominio, olvidándome por completo del pájaro. Mis padres salieron una hora más tarde para decir que
ya nos íbamos y volvimos juntos a casa. Solo me acordé del pájaro cuatro días
después, cuando volví del colegio con una mancha blanca en la parte de atrás
del sudadero y mi madre se enojó porque, (dijo:) “esas cacas de pájaro, José!... -llevándose la mano a la frente "… Tenes que saber que hay manchas que nunca se quitan.”
20 minutos después la escucho, a la mujer que no quise nunca, temblar un poco en la cama del hotel Floriani mientras las
patas del somier chirrían como dientes sobre el piso cerámico. Espasmos, pienso.
Sus muslos desnudos tiritando, pienso. Las pastillas finalmente disueltas, pienso. Su pelo negro empapado de sudor.
La oigo balbucear algo incomprensible: tal vez mi nombre.
Subo el volumen de la tele cuando empieza a llorar.
(*pequeñas historias de amigos).
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