Te
conseguiste una rusa. Creíste que habías conquistado el mundo, que eras el
maldito dueño de todo, de ti mismo y de las cosas que querías hacer. Te
sentiste en la cima, el punto más alto de toda tu vida, desde el que
observaste el universo y señalaste con desdén las formas que se movían
en él.
Pasaron
los años y la rusa se puso como su madre. Una gallina flaca y
desvencijada de pelo corto y nalgas aguadas que la acompañaba ese día
que la viste en el Vaporette de Zitelle, en Venecia, donde la
interrumpiste un momento con excusas burdas para decirle todo lo que
eras capaz de sacrificar por ella, (que era todo). Para explicarle
despacio lo que sentías y pensabas de la belleza (toda esa fuerza) y los planes que tenías de conquistar cualquier cosa (si se quedaba con vos).
Pero
habías pasado por alto el tiempo. Lo habías olvidado por completo. Su
madre como un aviso de lo que vendría después: la inclemencia de los
años en una mujer. Las varices detrás de las piernas picadas de
celulitis, los talones secos/ásperos, el cabello como plástico rojizo, (el de una muñeca abandonada).
El mal aliento que emana de los dientes atascados de sarro y las encías podridas. Los perfumes dulzones que se adueñan de los roperos, los manteles, las cortinas; los domingos de quererse matar.
El mal aliento que emana de los dientes atascados de sarro y las encías podridas. Los perfumes dulzones que se adueñan de los roperos, los manteles, las cortinas; los domingos de quererse matar.
El mundo te falló. Te falló mucho. Te dijo que todo era perpetuo: Tu rusa, vos y los tiempos mejores.
Ahora
fumas cigarros mentolados otra vez y toses como cuando tenías 20. Miras
a la gente joven desde la ventanilla del auto cuando se emborrachan en
los parques y entran en los cines para besarse en los asientos de
arriba. Ya no hay oportunidades, ni viajes a Venecia,
ni vaporettes, ni osadía; ni rusas nuevas para vos esta noche. Solo un
par de piernas viejas que miran la televisión en el cuarto de al lado.
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