martes, 3 de junio de 2014

Manuela




Hoy que dejar la puerta corrediza del balcón abierta no garantiza la entrada de  Manuela, es mejor cerrarla. Cerrarla y bajar las persianas.  Hacerse una buena carne después de ducharse y leer a sorbos los cuentos de Maupassant. A veces no leer sino solamente buscar en la tele lo que sea que entretenga, y tomar despacio una, dos cervezas. Finalmente dormir más temprano, aunque sin conciliar el sueño. ||Sólo estar. ||

Desde que decidí dejar de fumar, fumo considerablemente menos. Creo que dos cigarrillos diarios, habiendo días en que sólo enciendo uno.Ya no es el balcón excusa suficiente para el tabaco, ni siquiera la silla o las vistas nocturnas; tampoco las novelas a la intemperie. Las madrugadas verdes ya no tientan más las salidas abrigadas ni obligan al descorche del vino. Mi apartamento en sí no tiene la importancia de antes. Hoy encuentro más valor en los espacios públicos, hoy me contento de ver en los parques las cien Manuelas  posibles del día con sus perros, sus novios, sus picnics, sus hijos; algunas sin nada más que las ganas de pisar el parque.


Casi me había olvidado de Manuela la vez que la encontré de espaldas a mí, en el viejo  Des Plants. Casi había olvidado que mis salidas al parque eran ella, a sabiendas que el espacio público aumentaba estadísticamente la posibilidad de verla. No quise tocar su hombro y esperar a que volteara. A pesar de que la tuve a escasos metros, no quise hablarle por detrás del pelo y sentirla inmóvil frente a mi. No quise olerla ni respirar su aliento, aun recordando tembloroso sus ojos grandes y la proximidad exagerada que adoptaba al hablarme. No quise preguntar por el gato negro que acariciaba distraída, ni contemplar de cerca sus ojos amarillos. Permanecí en la banca en que estaba sin poder regresar al "Mil y una noches"  que tenía abierto por la mitad. La contemplé, en cambio, durante horas.

Nadie se movió. Ella en su banca, yo en la mía, compartiendo sin consentimiento mutuo el mismo espacio, la misma tarde europea, el mismo sol que reculaba metódico. Cuando el aire se hizo evidente y el viento chocó bullicioso contra las hojas; cuando el sol se volvió un  yogourt rosado y las familias  empezaron a desarmar sus picnics, apareció la persona encargada del parque como un señorcito a la distancia. Tocó de tres a cuatro veces lo que supuse una campana de mano, y a los dos minutos habían desaparecido todos. Qué lejos quedaba la entrada.

Distinguí al momento de quedarnos solos el inconfundible chirriar de los hierros, el parque había cerrado sus puertas de acero forjado con nosotros dentro. No me inmuté y apenas pensé en las consecuencias de las vallas tan altas,  de sus picos afilados, del frío incipiente. Manuela parecía no importarle, y en cambio, ahora que se sabía encerrada, se sentó  hacia el borde de la banca, apoyando la cabeza contra el respaldo y cruzándose de brazos. Desde mi banca vi como el viento levantaba su fleco y descomponía inútilmente el orden de un pelo rubio incorruptible.

No sé en que momento imité su postura o al menos me acomodé, pero transcurridos algunos minutos de oír el viento atravesar los árboles, de contemplarla hasta perder el detalle de sus hombros en la oscuridad, de saberla allí conmigo, sucumbí al más profundo de los sueños. Cuando desperté de frío, sin idea del tiempo transcurrido hasta ese momento, palpé mi rostro hasta retomar conciencia de la banca en que estaba. Entonces sentí un calor como soplido endeble que subía por mi espina dorsal. Advertí, a ojos ya acostumbrados a la penumbra, que Manuela no estaba allí, tampoco el gato. Me contuve de levantarme y buscar alguna salida inmediata. En cambio, permanecí en la banca y encendí un cigarro. Lo fumé de a poco, reteniendo el humo hasta soltarlo en pequeñas nubes,  sabiendo  además que Manuela me contemplaba desde los árboles. Arrojé la colilla y encendí otro. Dejé Las Mil y Una Noches sobre la banca y caminé con los brazos detrás de la espalda, como aparentando un paseo habitual. Caminé hasta recorrer los senderos que serpenteaban entre los árboles del parque. El humo del cigarro suspenso en mis labios irritaba por ratos mis ojos. Cuando la braza estuvo por tocar el filtro y hube recorrido la mitad del camino, me arranqué la colilla de la boca y articulé recio, gritando casi-¡Manuela, salí ahorita mismo de donde estés!-. El silencio se acentuó más y permanecí inmóvil en el lugar del grito. Se me ocurrió pensar con la vista fija en la colilla, que había vuelto a fumar.

Volvió a mandar el soplido del viento, las hojas como serpientes bulliciosas y las ramas que se mecían fácilmente. Caminé hasta el farol de la entrada, había una garita iluminada por una trémula luz amarilla. Por la ventana sin siluetas y el candado en la puerta supe que no había nadie. Decidí emprender el camino de vuelta. A medio recorrido, al lado derecho del sendero, escuché como si algo hubiese caído sobre la hierba: el crujido, el quebrar de las cañas. Otra vez me detuve, inmóvil, sintiendo un hormigueo en el cuero cabelludo. El sonido del bosquecito adoptaba más elementos, ahora los grillos, ahora el silbido del viento sorteando los árboles. Acto inmediato a la parálisis física, a la tensión de unos ojos que buscaban tranquilidad en lo culpable, me aproximé a donde sabía había caído el objeto. Cuando hube llegado al lugar a pasos amortiguados, advertí un pedazo del pasto hundido donde se hacía evidente la presencia de un aimal o cosa, de un peso. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando echando a un lado la hierba y habiendo chispeado mi encendedor sobre el objeto, vi que se trataba de mis Mil y Una Noches!.

No la vi más. He de decir que la noche del parque fue la última vez. Y ni siquiera haberla visto, su cara, digo. Ni siquiera haberle hablado: un "¿Cómo estás?" /  un "Cuánto tiempo", digo.  Ni siquiera eso. Desde entonces dejo la puerta corrediza del balcón abierta, aunque sólo entren gatos vecinos que se regalan a si mismos con leche, con toques detrás de la oreja, con pruebas ínfimas de amor interesado. Y las persianas siempre arriba, por si Manuela quiere verme dormir, aunque no entre ni se haga un café en la cocina y sólo me vea desde el cristal. Vuelven los cigarros en fila, el sueño postergado, las novelas a la intemperie. Vuelve sobre el balcón el mismo gato que quise creer que acariciaba  en la banca. Creo que el mismo, sus ojos amarillos y todo, fijos y sin perder detalle de mi. Pero no la vi más. He de decir que la noche del parque fue la última. Y ni siquiera haberla visto; en vida, digo.



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