martes, 24 de junio de 2014

No olvide el recibo



Claro que me había dado cuenta, ella viéndome desde el mostrador. No me inmuté al sacar las cosas de la cesta para que pudiera cobrarme, ni aun cuando sé que debió suponer, después de escanear parsimoniosamente el tabaco, el vino más barato del supermercado y las otras pocas cosas en lata que llevaba, de que era un infeliz tal vez divorciado y con hijos, que vivía en la más perra de las soledades. Tal vez imaginó un apartamento de paredes amarillas y en la cocina los trastos sin lavar; un olor estancado a cigarrillo y la taza del inodoro a gotas ambarinas de pipí.  || Seguía viéndome.|| Casi alternaba la vista del producto que pasaba sobre el escáner a mis ojos. Acabé de guardar la triste compra en dos bolsas plásticas y cuando me volví a ella con ademán de sacar la billetera, me encontré  de nuevo con sus dos ojos fijos. 

-Quince euros, por favor. –dijo, extendiendo la mano. Su acento me recordó a las meteorólogas de Televisión Española, o más bien a las presentadoras de boca afilada y pelo corto, también de Televisión Española, que discuten enérgicas la deuda externa con cifras desorbitantes en el telediario de las 9.

Le di la cantidad justa en tres billetes de cinco. Cuando me vio guardar la cartera de vuelta en el bolsillo, giró la pantalla del total hacia mí para que pudiera ver la cantidad exacta en dígitos verdes. Faltaban por pagar 50 céntimos. Lo entendí. Su mirada empezaba a inquietarme y casi sentí la presión de sus ojos  cafés cuando buscaba en mi billetera los centavos restantes, quería sacarlos cuanto antes. La cajera daba toques en el metal con sus uñas rojas, también mascaba un chicle con la boca abierta, me parecía humillante. Puse un euro sobre el mostrador,  ella lo tomó con indiferencia y casi inmediatamente me dio el cambio junto al recibo.  Al momento de recibirlo dejé la factura a un lado de la caja para que no me estorbara guardando las monedas. 

-No olvide usted el recibo- dijo, abriendo más los ojos. Me lo acercó con la mano, después agregó-  Por si luego desea cambiar algo, vamos, que no es mucho lo que lleva pero… -alargó la “o”- de pronto ve que una cosa no le convence y… no sé. Sólo por si acaso, tómelo. - Al viejo que iba detrás mío en la fila le era indiferente todo y sólo quería pagar sus bombillas eléctricas de bajo consumo para salir del lugar. Tomé la factura y la guardé en una de las bolsas plásticas. Donde estaba, ya antes de irme, sentí el aliento de la cajera que llegaba retrasado. Dije hasta luego, ella no respondió. 

En mi apartamento la pensé sobre el sillón de la sala, paladeando largamente una copa de mal vino francés. Recordé su pelo teñido de rubio, sus uñas rojas perla y sus tetas de española contra  el uniforme del supermercado. Pensé en las bocas que articulaban “eses” afiladas y en el “cincuenta” que dijo z-incuenta. Y los ojos ¡Ah! Esos ojos cafés tan descarados para encontrar los míos al otro lado del mostrador. De pronto me asaltó el aroma de su aliento, ese vaho a hierbabuena que salía tímido a cada palabra. Y  recordar el sonido de su boca abierta al mascar y mascar el chicle me hizo quererla. Sonó escandaloso el timbre de mi apartamento. Casi había olvidado que venía a cenar Nathan. 

Preparé unos raviolis de lata y les vertí encima una salsa de queso, también de lata. Acerqué dos sillas al balcón y una mesita plástica de exterior. Al ofrecer el primer cigarro a Nathan recordé la botella de vino que había comprado unas horas antes en el supermercado. Me conduje a la cocina haciendo gracia en voz alta de lo que íbamos a beber. -Vas a ver lo que compré – le decía -, un vino verde que mandé a traer de Portugal. Una maravilla-.   

Nathan sabía mucho de vinos, en especial del buen blanco. Abrí la bolsa del supermercado y me encontré con el ticket de la compra a un lado de las cosas. Pensé en que las únicas palabras de la cajera, aparte del total a pagar, giraban en torno a la insistencia de  que conservara la factura. Tomé el trozo rectangular de papel  y viéndolo a ambos lados, advertí estupefacto que en el reverso se distinguían palabras pálidas escritas a lápiz. Cuando salí al balcón con la botella de vino en la mano me fue imposible reparar en lo que Nathan decía, que se retorcía a carcajadas en su silla al advertir la bebida. Encendí un cigarro, el seguía diciendo  “vaya mierda de vino”. Lo descorchó y me sirvió del líquido hasta la mitad de la copa. Alcanzándome el vino y viéndome de cerca a la cara, le fue inevitable preguntar “¿Qué te pasa?”
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Ya al acabar de contarle, omitiendo detalles como lo de las uñas rojas, las “eses” afiladas o el vapor de su aliento, lo vi tomarse una pausa para beber del vino y apagar la colilla contra el cenicero antes de decir: -Yo que vos la esperaba a la salida del supermercado. 

Lo despedí en la puerta, sin bajar siquiera al portal. Desde el balcón, recogiendo las copas de la mesa, lo vi atravesar la calle pendiente de los autos que pasaban silbando en ambas direcciones. Se llevaba  un cigarro a la boca cuando  lo vi desaparecer tras la esquina.   

A primera hora del día siguiente escribí un e-mail a Nathan diciéndole que me sentía mal y que prefería no trabajar en los textos hasta encontrarme mejor. Para entonces traducía al inglés un librito de cuentos de un joven autor guatemalteco que según mi amigo, prometía muchísimo. A pesar de que la editorial lo había promovido en España, no consiguió vender ni la mitad de lo esperado. Nathan estaba convencido de que el lector angloparlante sabría apreciar  el libro por encontrar en él un algo que distaba notoriamente de los  textos de muchos otros cuentistas de habla inglesa contemporánea.  Al cabo de algún tiempo logró convencer al director de la editorial acerca de su idea, finalmente accedió y se me encargó a mí la traducción. 

Ese día no quise ver el material, no quise siquiera leer el último cuento que restaba por traducir y que sería mi última semana de encierro; (por eso la comida enlatada). En cambio estuve contemplando largo rato el recibo del supermercado, a veces lo olía, a veces pasaba los dedos sobre las letras.
Nathan llamó al teléfono una hora después “Leí tu mensaje, no hay problema. Tratá de descansar y dame una llamada mañana en la mañana para ver cómo seguiste. ¡Ah! y si necesitás ayuda con algo mandámelo directamente al correo electrónico”. Ya antes de colgar me recordó lo de la cena en Lizarrán.- “Muy importante que podás mostrarle una parte del trabajo”- dijo. Lo apunté en un papel dibujando en el centro un “ 8 “ gigante y justo debajo, en mayúsculas, “LLEVAR TEXTOS”. Lo puse en la esquina  del espejo de baño. 

A las 9 de esa misma noche me contuve de ir al supermercado. Ya había descolgado el abrigo y lavado los dientes. A las 10 me asaltó la imagen de la cajera, otra vez en el sillón. Lo remedié con un libro de cuentos de Dylan Thomas que tenía por la mitad en la mesa de noche. A las 11 lo terminé y salí a fumar al balcón. Entre los paseantes de 7 pisos abajo, busqué la cara de la cajera. Arrojé la última colilla. A las 12 la imagen volvió a acontecerme, esta vez débil. A las 12:15 revisé la hora por última vez.
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Llegué a Lizarran antes de las ocho. Aquel día tampoco trabajé en el último cuento y en cambio me paseé por el centro hasta llegada la hora de la cita. A los veinte minutos de esperarlos afuera del restaurante, los vi bajar de un taxi en la esquina de Pintor Sorolla. El escritor era más bajito de lo que me imaginaba. Casi bajando del taxi se dirigió a donde estaba. Llevaba la mano extendida y una sonrisa plácida en los labios.
-Así que vos sos el traductor -dijo-. Muchísimo gusto. Que sepas que admiro tu labor más que la mía.-  Le estreché la mano viéndole a los ojos. Sabía que mentía. En su postura exageradamente recta y en el apretón de manos hidráulico que me dio se notaba un algo de superioridad.  Me limité a sonreír y tras un silencio le pregunté por Guatemala. “¿Qué tal la Ciudad?” 

Devolvió sin prisa una respuesta negativa, tirando de su conocimiento político. Como es habitual en mis paisanos, en diez minutos, tal vez siete, me había dado todas las soluciones al problema político-social del país. Nathan escuchaba plácido la conversación. Al acabar dijo “Qué loco, tres chapines discutiendo de problemática guatemalteca en Valencia, a punto de sentarse a la mesa de un restaurante vasco. Ja-ja ¿Pasamos?”- De camino detuvo a un mesero por el brazo para preguntar por los vinos. Nos sentamos en una mesa aparte del resto, junto a una ventana con barrotes de hierro forjado que Julio, el joven escritor, no escatimó en comparar con las de Antigua. Habló de la arquitectura renacentista española, de las fachadas barrocas y de la exquisitez de sus iglesias. Finalmente procuró convencernos de que el restaurante, más que vasco, parecía estar fuertemente ligado a Sevilla, y por tanto, a la arquitectura colonial latinoamericana.

Lo siguiente fue ver a Nathan cual catador de vino, meciendo la copa ligeramente de un lado a otro, con especial atención en el aroma, en el color que adquiría el líquido escarlata a contra luz. Había ordenado el tinto más caro de la carta. Antes de pasar a la comida bebimos  acompañando el vino de buen queso de Idiazábal. Más tarde pedimos Bacalao, chipirones, merluza a la koskera y gran variedad de pinchos. Así bebimos y comimos hablando de cualquier cosa, de autores europeos y de corrientes experimentales. Más allá de la ventana abierta se suspendía en medio de todo una luna exquisita, apenas y se sentía la brisa de una noche veraniega. Tras cesar las risas y escasear los autores de quienes hablar, Nathan aparató las copas con la mano y preguntó por  los documentos. Sobre la mesa puse el sobre manila que contenía todo lo que hasta ese momento había traducido. –Ahí están –dije- todos los cuentos excepto el último, que llevo por la mitad - mentí. Julio cruzaba las piernas en la silla junto a  la ventana. Encendió un cigarrillo y desde ahí vio el sobre como quien no quiere la cosa. Nathan sacó del bolsillo frontal de su camisa unas gafas de marco plateado, se las puso y sólo entonces retiró los documentos del sobre. Tardó algún tiempo en leer el primer cuento. Pasados unos minutos dobló sus gafas y las guardó nuevamente en el bolsillo. Le alcanzó las hojas a Julio y se volvió a mi sonriente, tocándome el hombro.
-Supiste mantener la esencia –dijo- por eso la importancia de ser un lector minucioso antes de escribir o traducir nada.

Encendí un cigarro a la espera de que Julio terminara también de leer su cuento, ahora en inglés. Cuando acabó dijo “excelente, excelente”. Después, con suma amabilidad, me invitó a pulir dos o tres cosas, nada más. Tenía especial interés por los adjetivos. Dijo que estaba convencido de que en algunos casos la traducción vencía la intensidad, a veces la fuerza de ciertas descripciones.
-Fijáte acá – decía señalando con el dedo- light Green cuando el adjetivo es glauco, o sino acá, resounding  en función de “estrepitoso”. ¿Me entendés? Y en la descripción de la negra ¿Sabés cuál? La del vestido fucsia, no tiene la misma fuerza extravagant que estrafalario. Allí se me ocurre lavish, incluso eccentric o mejor aún outlandish. 
 Empero, quedamos en afinar los últimos detalles vía correo electrónico. 

Salimos del restaurante y esperamos fumando el taxi. Prometí ponerlo al tanto de la situación y él, por su parte, prometió reescribir algunos fragmentos si no encontrábamos los adjetivos que contuvieran la fuerza equivalente vueltos al inglés. Estrechamos manos, le deseé buenas noches. Ya cuando se iba, sujetando la manija del taxi, se volvió un momento a donde estaba y dijo “Te encargo en especial el último cuento, es mi favorito”. Acto seguido me dio una tarjeta de contacto con dos números fijos y me palmeó la espalda. “Llama al segundo en caso de ser urgente”. Volví a estrecharle la mano antes de verlo partir. 

La mañana siguiente en el departamento me encargué de despejar el escritorio en que trabajaba. Cambié el cenicero por otro limpio y organicé una serie de papeles que yacían desparramados sobre la máquina de escribir. Levanté unas copas con el vino ya seco en los bordes de cristal y dos o tres latas de cerveza vacías. Cuando me senté resuelto a empezar, sorbiendo a pequeños tragos un té de manzanilla, volví a pensar en la cajera. ¡Ah! sus dos ojos fijos. Su acento. Tan sólo imaginar sus “eses” acentuadas cerca de mi boca era una delicia. Supe inmediatamente que esta vez ni la buena lectura me salvaría de pensarla. Descolgué mi abrigo, me cepillé los dientes y ésta vez…, ésta vez sí me conduje al supermercado.
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A las dos horas o tres estaba de vuelta en el sillón negro de la sala. Lo cierto es que no la encontré, ni aun cuando pregunté por ella a una empleada regordeta que ocupaba la misma caja. –No conozco a ninguna tintada de rubio, o que se pinte las uñas de rojo perla.- me dijo.  Añadió además que no mantenía una relación con las demás empleadas y que sólo conocía a su superior de nombre completo. Lo que sí me dijo es que la trasladaron a esa caja (la 4), porque una de las cajeras estaba ausente o había renunciado recientemente. De nada me serviría esperarla en el estacionamiento cigarro a cigarro, pendiente de la puerta que ponía “Personal Autorizado”. Igual vería salir a la gorda y a las encargadas de las cajas contiguas, pero  ¿a la rubia? Empezaba a culparme por no haber bajado al supermercado el día en que Nathan me lo aconsejó. Bebí el resto de una botella de coñac que tenía en la despensa. Después me acomodé, allí sentado donde estaba y sucumbí a la profundidad de un sueño movedizo.

Eran casi las 2 de la madrugada cuando desperté. Me pareció haber oído el timbre del departamento. Descolgué el auricular y comprendí que no era nadie.  Desde  el sillón alcancé al otro lado de la mesa el libro del guatemalteco y encendí la lámpara. Personalmente no me gustaba su estilo, y a diferencia de Nathan, no creía que prometiese demasiado. Recordé, sin embargo, sus palabras “el último es mi favorito”.  Lo abrí en la página correspondiente.

 El relato se titulaba Compras de Última Hora. Me metí de lleno en una lectura que duraría cinco o siete minutos.  Imaginarán ustedes la sorpresa y casi el miedo que sentí cuando página a página el relato describía a la cajera. Y ¡Qué horror! Cuando dibujó exquisitamente y con palabras sus dos ojos fijos, o el pelo tintado de rubio y las uñas a rojo perla. Cómo me palpitó el corazón cuando mencionó detalladamente el acento estoico y bien articulado y con qué precisión describió el supermercado a color rojo chillón o la caja en la que se encontraba. ¡Ah!  Pero entonces, cuando creí que la casualidad de una descripción exacta había llegado al colmo, mencionó lo que haría pararme del sillón y tirarme del pelo hasta releer el cuento tres veces, hasta convencerme de que las palabras realmente estaban allí, retratando lo que yo ya había visto: habló de palabras a lápiz escritas en el reverso de una factura. Corrí a la mesa de noche en busca de la tarjeta que me dio Julio al salir del restaurante. La encontré dentro de la billetera y llamé inmediatamente al segundo número, tal como lo indicado. 

A través del auricular se oía el tono punzante y espaciado de la llamada en curso. Se me hinchaba el pecho a cada respiración, sentía la sangre amontonarse en mis sienes. Ya cuando estaba a punto de colgar el teléfono a falta de respuesta, dejé de oír el tono de llamada. Inmediatamente percibí una respiración al otro lado del teléfono. No pude articular palabra.

-¿Si?... ¿Diga?... …¿Quién es? – decía una voz femenina. -¿Hola? ¿Si? – continuaba.

Casi me arranco el pelo con la mano al escucharla y sentir por poco, a través del teléfono, el olor ilusorio de su aliento, el vapor menta de su chicle.

Al cabo de un rato el teléfono cambió de manos y  la voz se tornó en una masculina.

-¿Si? ¿Bueno? ¿Quién llama?... ¿Me escucha?- Después se oyó como si hablara para sí mismo - “no sé quién putas sea”.

Entonces dije – Julio, ¿A vos también te escribió en el reverso de la factura algo así como “te
robé cincuenta céntimos?”


Colgó el teléfono inmediatamente. Contra mi oreja, brotando del auricular, quedó el tono intermitente de la llamada frustrada.


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