jueves, 5 de junio de 2014

Su vieja americana



"La voy a estar viendo desde la montaña sin que lo note. Voy a pararme en la piedra  lisa que da hacia el lago y de la que tal vez no se acuerde. Cuando acabe de nadar y haya para entonces cenado, dígale a sus padres que se le antoja la noche con sus estrellas, con sus vistas desde la montaña. Entonces búsqueme entre los árboles."

Lo encontró Matilde, resguardando sus manos de frío, en el bolsillo de la americana. (Eso, al tercer día de estar en el lago.) El mensaje venía en un trozo de papél a cuadros doblado hasta comprimirse y convertirse en un cuadrito de esquinas punzantes. De no estar bien doblado, de no haber punzado su dedo, tal vez no hubiese llamado la atención  y lo hubiese descartado como basura, arrojándolo al fuego que le crujía enftrente. Matilde reconoció la letra de inmediato, sin tener que entrar a leer las palabras. Casi se sintió observada y enfiló la vista hacia donde creía recordar, quedaba la roca. Pero la fogata arrojaba luz abundante sobre sus ojos y tuvo la impresión de que todo cuanto la rodeaba era una mancha oscura e interminable de sombra.

 De pronto la asaltó, allí sentada en la hierba, una imagen de Lope en mangas de camisa, con sus botas de finca, su pelo negro visto desde atrás, corriendo, escondiéndose de ella tras los álamos.

-¿Todo bien, Mati? Preguntó su madre al advertirla inquieta, como jodida por los luzasos del fuego.
-Sí.. Sí - Balbuceó, distraída. -Quiero dar una vuelta, me falta como... como el aire de encima del puente, ¿Te acordás de los peces fluorescentes? -Se reía- Quiero verlos desde allí.-
No eran peces, recordaba su madre sonriendo, sino reflejos de luna en el agua.
-Andá. Eso sí, regresá antes de que se apague el fuego.

Su padre pescaba a inmediaciones del lago con una linterna de cabeza. Tan pronto como se hubo alejado, ya a faldas de la montaña, a Matilde le pareció un puntito azul a la distancia, cambiante como un faro al tirar y recoger la caña.

  Apenas y hacía luna por entre las nubes, la noche se ofrecía fresca y saturada de un bullicio sordo como el del aire tocando la oreja. Casi se sentían los pájaros en sus ramas, los grillos ahogados en la hierba y las arañas caminando sus telas. Matilde se guiaba por la imagen que conservaba del lago, vista desde la roca. Caminó a lo largo de la arena hasta que se convenció lo suficiente de que estaba a la altura correcta; girándose repetidas veces para asimilar su ubicación con relación al agua. Entonces empezó a subir zigzagueante por entre la fauna. La oscuridad se acentuó y volvió a acontecerle una imágen. Era otra vez Lope, abriéndose paso por en medio de mucha gente, ella siguiéndolo de cerca, tomándolo fuerte del brazo. Sería la fiesta de Marina, la hermana mayor de Lope, que celebraba su cumpleaños a todo lo grande. La imagen era como la anterior: el pelo negro como el batún, cayéndole rizado a su espalda, aunque ahora llevara unos zapatos de fiesta cafés. Lejos veía la casa espaciosa, con sus jardines entregados a los cipreses y al baile;  a la pérgola que iluminada parecía convidar a los jóvenes invitados a servirse del buen aguardiente, del whiskey más añejo, del ron con hielo nacional y del absenta a grandes cantidades expuesto sobre la mesa. Ambos tenían catorce años y las risas del jardín, la tosquedad de los hombres que bailaban a ojos turnios con la camisa arremangada, sus barbas en boca y los tragos que apuraban inflamables de los vasos, les parecía demasiado escándalo. En cambio la dulzura de pensar a Lope conduciéndola hasta su habitación, después de haber estado en medio de los amigos de Marina, y cuando le mostró la salida al tejado a través de su ventana, y salieron y descansaron de la música tan alta. Cuando la ceniza colmó sus bocas tras aquel primer cigarrillo que compartieron y cómo se tendieron en el techo a ver las estrellas.

Un ruido como de serpiente entre la hierba sacó el ¡PUTA! más sincero de Matilde: un agolpar inmediato de sangre a la cabeza y el miedo hasta la médula. -¡¿Lope?! Lope, Lope, ¡¿Lope?!-. Balbuceaba. No hubo respuesta. Ahora pensaba en el error de no haber encontrado la nota a tiempo (al primer día, al segundo a más tardar). Él habría desistido (lo más seguro) en la espera y a estas alturas no lo encontraría más. La noche rugía con sus grillos, sus pájaros nocturnos, con sus ramas flexibles en dirección al lago. Matilde se contuvo inmóvil a ojos abiertos en espera de alguna respuesta. -Lope si es usted..., no me hace gracia, salga ya o me regreso inmediatamente.- Decía. Nadie respondió. Cuando se hubo serenado y sus ojos asimilaron algo más la oscuridad, advirtió a unos veinte metros de donde estaba, la piedra lisa y enorme de los veranos anteriores.

Qué segura se sintió en ese trozo de roca abundante, además clareada por la ausencia de algún ramaje que impidiera la entrada de luz celar. Cómo se veía el lago desde allí, con sus reflejos tenues de luna ondulante y sus suaves giros rematados de playa. Desde allí otra vez -Lope, Lope- cada vez más recio, -Lope, ¡Lope!, ¡LOPE! Matilde se llevó las manos al rostro sin poder contener el llanto estrepitoso que la asaltaba. Le aconteció entonces la última imagen que habría de acometerle. Fue algo rápido, un flashazo, digamos. Era Lope sonriéndole desde una camilla de hospital. Pálido y sin pelo; sujetándole débil la mano. A su espalda, como la voz acariciante de alguien que habla cerca del pelo, se oyó ronco y quedo: "Matilde".




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