La negra se acercó a pedirme un cigarrillo. Cuando extendí
el cartón, recién estrenado, para que tomara uno preguntó si podía tomar tres.
Le dije igualmente que sí. Regresó sobre sus pasos y dobló en el pasillo de la
izquierda.
La residencia era una especie de cuadrado conformado por cuatro
edificios de tres plantas, conectados entre sí por corredores de baldosa. Cada
habitación tenía su balcón con vistas a un jardincito paupérrimo del primer
nivel, donde los universitarios arrojaban sus colillas. La negra debió verme encender el
cigarrillo a través de las persianas. A las dos chupadas de nicotina la vi
asomarse en mi pasillo y supe que venía a pedirme uno, (aunque quiso tres).
Terminé de fumar el marlboro, pisoteé la
colilla en la baldosa y entré en mi estudio. Encendí la computadora portátil,
dejé el paquete de tabaco sobre la mesa y empecé a escribir un relato a partir
de la negra. A las cinco líneas alguien tocó a la puerta, era la negra. Nos
costó entendernos en francés, ella sacó un inglés chapuceado y más o menos
propuso ir a su habitación. Asentí con la cabeza, entré por mis llaves, cerré
la laptop y me volví a incorporar. Ahora la seguía a través de su pasillo.
Después de que me hubiese enseñado su estudio, que era, insospechablemente
más pequeño que el mío, me sentó en una silla junto a la ventana. Tenía una
mesita blanca enfrente que contrastaba bien con las paredes rosa. Se perdió un
momento en la cocina y regresó con una botella de ron, la puso sobre la mesa, luego
trajo dos vasos con hielo y un doble litro de Pepsi-cola. A todo esto nadie
hablaba. Encendió un cigarro de los tres que le había dado y me alcanzó el
encendedor. Palpé mi bolsillo, olvidé el tabaco. Quise levantarme y salir a
buscarlo, pero entonces me sentó de vuelta y me dio un cigarrillo de los antes míos.
Los dos fumábamos. La negra me veía sonriente, sus dientes eran más blancos que
la mesa. Soltaba el humo en leves soplidos, apoyaba el codo en la mesa y
sostenía el marlboro entre sus dedos a la altura de la cabeza, su mano vuelta
hacia atrás. Seguíamos en silencio, noté que le gustaba verme a los ojos.
Luego de que hubiésemos compartido el tercer y último cigarrillo se levantó de su silla a servir el ron. Llenó su vaso a la mitad y cuando se acercó a llenar el mío se dejó caer en mis piernas. La tenía contra mis muslos. Llenó el vaso desde allí y alcanzó el suyo al otro lado de la mesa. No parecía querer levantarse. Cuando la botella estuvo por la mitad ensayé la vista contra la etiqueta. Fracasé en la lectura, pudiendo leer solamente la marca del ron en letras grandes, doradas, movedizas.
Luego de que hubiésemos compartido el tercer y último cigarrillo se levantó de su silla a servir el ron. Llenó su vaso a la mitad y cuando se acercó a llenar el mío se dejó caer en mis piernas. La tenía contra mis muslos. Llenó el vaso desde allí y alcanzó el suyo al otro lado de la mesa. No parecía querer levantarse. Cuando la botella estuvo por la mitad ensayé la vista contra la etiqueta. Fracasé en la lectura, pudiendo leer solamente la marca del ron en letras grandes, doradas, movedizas.
Me gustaba la negra, sus piernas firmes, su boca, su olor a
detergente de ropa; sus nalgas tersas en shorts deportivos haciendo presión contra
mis piernas. Cuando se distrajo en llenar nuevamente los vasos descubrí su
cuello, se me antojó besarlo. Le pase la lengua, sentí el sabor amargo de su
perfume. Terminamos la botella de ron hasta la última gota.
Hace un par de días
alguien leyó el relato que escribí a partir de la negra. Me preguntó “¿Te has
acostado alguna vez con una francesa?, ¿La negra de la que hablás es real?”. Le
respondí que no, le recordé que escribo
ficción. Me felicitó, le gustó. Volví a mi laptop después de algunos días sin
escribir. Allí estaba el tabaco, descansando en la mesa. A la cajetilla
faltaban 4 cigarrillos.
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