miércoles, 4 de junio de 2014

Un Amour de Jeunesse (2011) y otras. El reencuentro



El film en sí no tiene la fuerza de otras producciones cinematográficas tales como Forest Gump (1994) , El Ilusionista (2006) o The Notebook (2004). No quiero hacer una crítica desde el aspecto técnico, de la actuación o del espacio escogido para el rodaje, quiero verla desde "el reencuentro". Nótese los films antes citados y el terreno que pisan en común. Creo importante subrayar, aun a sabiendas de que se presenta como algo obvio para el lector, que los cuatro títulos juegan en sus personajes el papél de reencontrarse.

Poco o mucho tengo que ver en esto, véase en mí a un ocupante más de la butaca contigua. Quiero decir, al ratoncito blanco, experimental y siempre vulnerable a la reacción que pueda suscitar un film en un espectador promedio. Estamos de acuerdo en que la posibilidad de vernos eventualmente involucrados en una situación en que, yendo al supermercado local, al polideportivo más cercano, a una función de teatro, al parque de los árboles altos, (un espacio público en sí), puede traernos a la niña que quisimos en cuarto grado primaria, o a la rubia con quien coincidimos un verano y se fue despidiéndose en una carta. Lo cierto es que siempre está presente (mentalmente) la idea, aunque difusa, del reencuentro.

Tengo entendido que de estar en casa a pisar el supermercado local hay un incremento estadístico en cuanto a la posibilidad de encontrarme con alguien. En este momento me parece oportuno incluirme a modo de ejemplo y hacer uso de lo vivido. Decir que a eso de los 15 o 16 años de edad, me obligaba a bajar hasta el parque más cercano, aunque no estuviese tan cerca y fuera necesario caminar durante no pocos minutos. Entonces ocupaba una banca que me convenciera lo suficiente, sombreada y con vistas a las demás personas. A veces llevaba cigarrillos mentolados que compraba en la pulpería inmediata o bolsas de frituras de maíz, una pepsi pet de tapa rosca o la novela de turno si recordaba tomarla antes de salir de casa. Todo por aguantar el mayor tiempo en el parque y parecer distraído. Así fumaba o leía plácido en espera del suceso.

 La idea de "empujarme" al parque era no perderme de la oportunidad social de coincidir con alguien. Quería, en términos inexactos, que la vida me pasase por encima, toda y su gente; toda y sus pelirrojas, toda y sus rubias. Para entonces, sentado en la banca, no esperaba precisamente un "reencuentro": ver al vecino, al compañero de clase, digamos, sino, por el contario, esperaba tal vez coincidir con la chica con quien debía compartir domingos tediosos y tardes libres futuras. Fue así como me convertí en un depradador social capaz de iniciar diálogos a base de preguntas básicas, de frases premeditadas igualmente estúpidas. Nunca nadie me pidió que me levantase (luego de haberme sentado con total libertad en su banca) o demandarme que me largase al hacer un comentario. Muy dentro de ellos se hacía casi audible el aplauso a mi determinación, a mi "auto-empuje", a mis ganas de entrometerme en sus vidas. Y me bastaba con un "Perdón, ¿Sabe qué hora es?", para estirarlo hasta llegar al punto de hablar de sus pasatiempos, de sus mascotas, de su vida sentimental.

Voy a que, muchas de las personas que conocí plácidas sobre sus bancas, divertidas paseando sus perros, acabaron, a base de una introducción aparentemente inestable, inoportuna, en ser parte de mi vida como yo de la suya. Y digo parte importante: gente que hoy incluyo dentro del conjunto de la ilusión personal y silenciosa del "reencuentro". ¿Me doy a entender? Quiero decir que el ser humano, en su potencial y proceder social está condenado a una eventual interacción y seguro envolvimiento colectivo que arroje con el tiempo consecuencias en forma de sentimientos y por tanto, secuelas de medio y largo plazo.

Antes dije que la idea del reencuentro es tanto homogénea como silenciosa en la cabeza del ser humano. La implicación inevitable del individuo  en la cosa social repercute y resulta en la creación y obtención de un conjunto residual (nunca numeroso) de seres a quienes se les tiene especial afecto. Seres con los que un día existió o se llevó a cabo, en este órden, una introducción, un desarrollo y una continuidad a cierto punto interrumpida. Quiero llamarle a esa "continuidad interrumpida" final aparente. "Aparente", y lo subrayo, pues la idea del reencuentro reside precisamente en la conversión de un final no esclarecido en una actualización física, terrena de una relación. Me refiero a dos caras ahora  de vuelta  tangibles, al alcance de sus manos; al azulejo de un supermercado que sostiene simultáneamente las pisadas de dos personas ausentes hasta ese momento y que ahora se abrazan en la sección de refrigerados. Quiero decir, la presencia de dos individuos en uso corriente de un mismo espacio y tiempo que rompan finalmente un ciclo de ausencia.

La película franco-alemana, déjenme traer de vuelta el nombre, "Un Amour de Jeunesse" (Amor de Juventud), al igual que las otras arriba mencionadas, deja una marca, o más bien toca con el dedo la parte mental, entusiasta e ilusoria que encierra el reencuentro. Parte que está presente en la psique de todos los que colman la sala de cine y de la que el director hace uso acertado, dando con la tecla precisa que despierte en el espectador una esperanza empolvada: la más poderosa de todas. Y es que el hombre se vale de sus "hoy en la noche", "mañana en la mañana" "el mes que viene" o "el año entrante" para seguir entusiasta ante la vida. Anhelando capturar finalmente el perro escurridizo y aparentemente alcanzable de la felicidad. Y ¿Cómo conoce alguien el valor de una recompensa venidera si nunca supo que en ella encontraría un trozo de contentamiento? es decir,  sin antes experimentarla. En este aspecto dista el encuentro del reencuentro. El sujeto es conocedor de uno, el primero. Por tanto sabe del valor potencial del segundo. A medida que transcurre la película queremos que Noah se reencuentre con Allie,  Eisenheim con Sophie, que Forest haga lo mismo con Jenny y Sullivan se vea nuevamente con Camille. Introduce el director (en las cuatro películas), evidencia suficiente como para hacernos ver que ha pasado el tiempo. (¡Cuánto tiempo!) Y así agitar hasta las fibras más íntimas del espectador que en su butaca sueña con que  los personajes pisen junta y nuevamente los lugares de antaño. No es de extrañar que al encenderse las luces que dan por terminada la función, las personas salgan pensando ilusionadas en un futuro reencuentro.

Quiero decir, personalmente, que no me gustó la película más allá de su final (que considero sublime) y el pesimismo de un reencuentro que no suscita la trillada vuelta a la unión. Lejos de eso la película transcurre insabora, predecible a veces, con una falta preocupante de atracción hacia sus personajes. Los lugares seleccionados para el rodaje me parecen adecuados, siendo el campo francés, con su primavera soleada, un lugar ideal para dos jóvenes que aspiran sumarse a la naturaleza, a la aventura de una soledad acompañada. La parte que transcurre en París, sus escenas de edificios, apartamentos y calles re sabidas hacen de la actuación una dependiente en sí misma.

El final, del que antes hice hincapié, es una escena casi vista momentos atrás, en que Camille baja sorteando rocas hasta el río y donde posteriormente nada. Hay que decir que el valor del final reside en que se trata de un lugar que el espectador conoce especialmente, en este caso, la campiña francesa; la casa de campo, la hierba, los campos extensos, el sonido de las abejas, el río. La persona expectante asimila el lugar, no sin cierta nostalgia de ver las cosas tal cual eran, exceptuando a los personajes, que no permanecieron. Ante la soledad de Camille, la persona intuye sus pensamientos, el valor del espacio físico que vuelve a pisar, ahora sin Sullivan. A estos momentos el espectador sabe que ha transcurrido el tiempo, está convencido de que Camille no se desviste junto al río con la velocidad o el entusiasmo de antes, como cuando lo hizo en compañía de "su amor de juventud". Sabe el que ve la película que ella se acerca al agua como en honor y rememoranza de algo que hace tiempo perdió, tal vez convenciéndose tristemente de que todo lo que recuerda se apoya en ese río.

No sobre la marcha quise mencionar el valor de los espacios físicos frente al paso del tiempo, puesto que creo dan toda la fuerza al final. Es de ver  que en lo pasajero, en el momento en que dos personas se dan un beso o se toman de las manos o se abrazan; en el momento preciso en que se produce una emoción, hay un lugar físico que se pisa con simultaneidad. Es decir, hay una superficie que permite los acontecimientos. Es imprescindible tanto el tiempo como el espacio para llevarse a cabo una acción, está claro. Suponiendo que la acción fuese un beso, tendrían las personas involucradas que coincidir en un momento específico y estar pisando el mismo espacio, el mismo parque, estar, digamos, sentados en la misma banca para que los labios de ambos pudiesen eventualmente tocarse.

Lo interesante, lo que quiero subrayar, es la permanencia estoica del espacio. Decir que el tiempo es escurridizo, que los momentos son caducos o venideros, nunca presentes, porque el presente se consume sobre su propia marcha. Decir que las memorias, los besos que dimos, los abrazos y todo, ya no pertenecen a nada puesto que ni el tiempo ni la acción se apoyan en terreno sólido. En cuanto al hombre, sabiéndose cambiante, aventurero, impredecible, locuaz, apasionado es difícil que permanezca. La superficie en que descansa es permeable y apenas más duradera que cada uno de los momentos que lo conforman. Nos queda pensar, pues, que los ríos son ríos, que los mares han sido mares, que los árboles, árboles, y los parques, parques. Más tiempo han permanecido y más constantes han sido que el hombre. Por eso lo hiriente, lo despiadado de vernos al tiempo más viejos, sin la gente de antes y en contraste inevitable con los árboles o las bancas del parque que ni empiezan a corroerse y que en cambio, nos vieron corroernos.

Por eso el valor y la fuerza de  cuando Camille vuelve a la casa de campo y entra nuevamente en sus cuartos;  cuando abre las ventanas, cuando ve hacia fuera y nota el sol sobre la hierba, el soplido incansable del viento; cuando baja sorteando las pierdas y se desviste y nada en el río y advierte que los únicos que no permanecieron, ya hacia el final, fueron ellos.







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